Hacker

Hacker


Capítulo 10

Página 13 de 35

Capítulo 10

—Desde luego que no.

—No sé si estamos hablando de lo mismo —insistió Semus—. Yo me refiero a que esto es cosa de La Furia.

Lo dijo como si en realidad no tuviese importancia. Como si no fuese consciente de las implicaciones que tenían sus palabras. Max acababa de cambiar el concepto que tenía de Semus. Lo tomó por un alfeñique incapaz de enfrentarse a la vida, pero luego se había portado como cabía esperar de un hombre de acción. Y ahora volvía a ser el informático incomprensible.

—No estoy seguro de que sepas lo que estás diciendo.

Semus se volvió hacia él. De nuevo se había puesto colorado. Definitivamente, parecía que en aquel cuerpo menudo y pálido habitaran dos personas diferentes.

—Claro que sé lo que estoy diciendo. No te ofendas, pero creo que si alguien ha subestimado esta situación, eres tú. Hemos estado hablando del poder de La Furia, pero pareces creer que ese poder no es real. No quiero decir algo que puedas interpretar de manera incorrecta, pero creo que te estás dejando engañar por tus prejuicios. Que prefiramos vivir sin demasiado contacto con el mundo no nos convierte en cobardes ni en bichos raros. Somos muy conscientes, me refiero a mi grupo, de lo que pasa. Tú acabas de llegar a este caso, o misión o como lo llames. Nosotros llevamos mucho tiempo detrás de ellos. Así que quizá sea buena idea que confíes en mí y en mi experiencia. Aunque no se parezca en nada a la tuya.

Semus jadeaba cuando terminó de hablar. Max no supo interpretar si porque estaba cansado o por la excitación. No había gritado ni hecho aspaviento alguno, pero en su discurso hubo energía y, para desgracia de Max, cierta dosis de verdad. Era cierto que tenía una imagen de Semus que no se correspondía del todo con la realidad. Y también era cierto que no jugaban exactamente en su terreno.

—Siento haberte ofendido.

Semus alzó las cejas, las dos a la vez.

—Supongo que no soy el único que prejuzga —dijo Max. Y añadió una sonrisa un poco forzada antes de seguir hablando—. Es verdad que pensaba que eras… diferente. Pero tú me has estado hablando todo el tiempo como si fuese a matarte con una llave de judo o algo así.

Semus iba a protestar, pero Max lo cortó.

—Siento comunicarte que ese tipo de poder solo lo tienen los protagonistas de algunas películas. Yo soy un profesional, no un superhéroe. Y, por cierto, estamos en mitad de la calle. Deberíamos pensar en cómo vamos a llegar a casa de tu colega. Creo que el coche no es una opción.

Semus asentía con la cabeza y al mismo tiempo examinaba su reloj y sus gafas. A esas alturas, Max ya sabía que no se trataba de que quisiera saber qué hora era ni de que necesitara limpiar los cristales. Debía de estar haciendo algún tipo de comprobación.

—El ataque ha afectado a este barrio y se ha extendido en dirección sur, al centro. El norte, a dónde nos dirigimos, está limpio. Vamos a tener que caminar un rato para alejarnos de todo esto. Pero las líneas de autobús urbano funcionan en la periferia. No habrá problema.

Ese tipo de comentarios le recordaban mucho a Mei. Max se preguntó cómo la estaría pasando en su nuevo trabajo al amparo de la SCLI. Cuando volvieran a verse tendrían mucho de qué hablar.

—Mi compañía de seguros está de camino. Esperaremos unos minutos y lo dejaré todo en sus manos. No les he necesitado en los últimos diez años, así que no creo que me pongan problemas.

El frutero de Islington sí que parecía dispuesto a darlos. Al menos hasta que cruzó su mirada con la de Max. Al hacerlo, decidió que sería buena idea llamar a su propia aseguradora.

Cuando los profesionales del papeleo llegaron, Semus tuvo una corta conversación con el suyo, que se limitaba a tomar notas y asentir. Ellos se encargarían de retirar el vehículo. Buena cosa. Así, Max aprovecharía el paseo hasta el autobús para plantearle a Semus un ligero cambio de planes.

—También yo tengo un equipo con el que puedo contar, ¿sabes? Son hombres de mi entera confianza.

—Conozco sus perfiles. Dylan y Adam. Experto en armamento y espía internacional, respectivamente. Adam no está disponible en este momento.

Eso era cierto. De hecho, Max pensaba en lo útil que sería la experiencia de Dylan en el caso de que tuvieran que realizar algún tipo de ataque cuerpo a cuerpo. Por supuesto, que Semus supiera esa información ya no le sorprendió en absoluto.

—En efecto.

—De nuevo, no te ofendas, por favor. Pero no creo que Dylan sea la persona que necesitamos.

—No me ofendo, pero creo que en este caso te equivocas. Incluso aunque no sepa nada de vuestro modo de trabajo, mi equipo y yo funcionamos como una sola persona. Nos irá mejor si trabajamos juntos. Te lo garantizo.

Semus negó con la cabeza y se subió las gafas, aunque no lo necesitaba, por lo que Max supo que estaba haciendo tiempo para decirle algo que no iba a gustarle oír. Para ser un informático civil, aquel hombrecillo empezaba a resultar demasiado molesto.

—Dylan sería perfecto si fuésemos a llevar este trabajo al terreno de lo físico. Pero no es eso lo que va a suceder. Tú eres la única persona que necesitamos en ese sentido. La Furia no la compone un ejército… al uso.

Max tuvo la sensación de que Semus iba a decir algo así como «un ejército como a los que estás acostumbrado», pero había cambiado de idea. Lo dejó continuar.

—Son un ejército, sí, pero de otro tipo. Si pueden evitar los enfrentamientos directos, los evitarán. Y, créeme, pueden. Tendrán que salir de sus escondrijos para llevar a cabo tareas como las que te decía antes, las casetas de la electricidad y cosas así. Nuestra labor es adelantarnos a ellos y enviarte a ti. Solo a ti. Pase lo que pase, deben seguir creyendo que somos pocos y que estamos mal organizados.

—Pensaba que sí éramos pocos.

—Bueno —dijo Semus—. No somos muchos, pero te puedo asegurar que estamos bien organizados.

Max no discutió. No porque le hubieran convencido, sino porque no tenía sentido gastar más energía en aquello. Su compañero lo tenía todo bien organizado. Le seguiría la corriente mientras su manera de hacer las cosas funcionase. Si sus planes fallaban, Max tomaría el relevo. Y si no tenía que hacerlo, tanto mejor.

En silencio, se dedicó a observar a las personas con las que se cruzaban. La mayor parte de ellas iba con la cabeza hundida entre los hombros y la vista fija en las pantallas de sus móviles. Quienes miraban al frente escondían las manos en los bolsillos. De alguna manera, parecía que todos estuviesen enfadados.

—La parada está ahí mismo. Es esa.

Unas pocas personas esperaban, no llegaban a diez. Max observó en ellas los mismos signos de impaciencia que en los conductores de los coches que habían sufrido el ataque de La Furia sin saber que fueron víctimas de un acto terrorista. Impaciencia, prisa, irritación. Aquel no era un barrio pobre, pero tampoco sobraba el dinero. Max era consciente de que su atuendo llamaría la atención. Vestía un traje oscuro de buena calidad. No era lo mejor para saltar por encima del capó de los coches, como había hecho hacía un rato, pero aquello tampoco estaba en sus planes.

Cuando se acercaron a la marquesina una pareja de adolescentes echó una mirada a Max. Uno de los chicos le dijo a otro algo al oído y ambos se rieron. Max no prestó atención. La burla era un recurso muy utilizado por aquellos que se sentían inferiores. En realidad, si hubo algún insulto, no podía considerar que se lo hubieran dedicado a él. No lo conocían. Para los chavales era solo alguien diferente, con un poder adquisitivo del que ellos carecían. Una amenaza, por tanto.

El autobús llegó puntual. La mole roja de dos pisos se acomodó junto a la acera y expulsó a una buena cantidad de pasajeros. Los que hacían cola antes que Semus y Max lo abordaron en orden. Todas aquellas personas usaban el transporte público con asiduidad y por tanto disponían de una tarjeta magnética. Ni Semus ni él tenían una. Max, de hecho, no tenía ningún billete de valor inferior a veinte libras. No se le ocurrió, ni por asomo, que iba a necesitar pagar un viaje de autobús.

—Yo tengo suelto, no te preocupes —dijo Semus. Había vuelto a sus trucos de mentalista. Pero, lejos de enfadarse, Max agradeció su intervención.

El piso de abajo estaba atestado. La conductora, una enorme mujer negra que sonreía como si de verdad fuese feliz, hizo una señal muy significativa. Al parecer, en el piso de arriba quedaban asientos libres.

Mientras se dirigían a la estrecha escalera, Max echó un nuevo vistazo a la multitud. Había estudiantes de secundaria, trabajadores de grandes franquicias que se dejaban la piel en horarios nefastos a cambio de salarios apenas suficientes, jubilados, amas de casa, parados que regresaban de entrevistas de trabajo. Ninguna de aquellas personas merecía verse atrapadas en un accidente de tráfico provocado por un grupo terrorista. Pero lo que de verdad fascinaba a Max era la despreocupación de todas ellas. ¿Cuánto habían caminado Semus y él desde el lugar del atentado hasta la parada? ¿Quinientos metros? Apenas un par de calles separaban a esas personas de la madre que casi pierde a su bebé, de George y su andador, de la mujer con la nariz posiblemente rota por culpa del airbag.

Ellos eran por quienes Max se arriesgaba. Tenía que admitirlo. Arcángel le había hecho olvidarse de las tonterías relativas a la patria y al honor que lo llevaron a alistarse en dos Ejércitos diferentes. Pero la gente era otra cosa. Ninguna de aquellas personas sabía que, además del paro, de la inseguridad ciudadana y de la corrupción de las instituciones, les acechaban peligros concretos.

Tal como había indicado la conductora, el piso de arriba tenía sitio más que suficiente. Los dos asientos delanteros, junto al parabrisas frontal, estaban ocupados. Ni Semus ni él estaban interesados en el paisaje, así que no les importó. Los ocupaban los dos adolescentes que se habían reído de Max antes de subir.

Una mujer mayor trataba de levantarse. Max temió que se cayera si el autobús frenaba con brusquedad, así que se ofreció a ayudarla.

—¡No hace falta, gracias! —dijo ella—. He subido aquí yo sola y sola bajaré. No sabía que estábamos en campaña, pero no me hace falta que ningún político venga a sacarse una foto conmigo para usarla de reclamo.

Los adolescentes se giraron. Por el gesto de sus caras era evidente que la hipótesis de la mujer los había convencido. De repente, el atuendo de Max tenía un sentido. Alguien de un mundo completamente ajeno a aquel venía a utilizarlos de alguna manera. Uno de ellos se envalentonó.

—Te ha dicho que la dejes, tío.

Max no contestó. Tampoco insistió en ayudar a la anciana. Pasó hasta el último asiento y se colocó junto a Semus, que no había tenido ningún problema.

—Es una pena, ¿no? Que sospechemos unos de otros casi por inercia.

Max estaba completamente de acuerdo.

—Lo es. A veces me dan ganas de retirarme, te lo aseguro.

—Lo mejor de todo —susurró Semus mientras volvía a examinar su reloj— es que cualquiera de estos podría formar parte de… Bueno, ya sabes, de los malos.

Aquel no era lugar para tener una conversación de trabajo, desde luego. Tendrían que ser cuidadosos.

—Y aunque no lo fueran. Algunas actitudes parece que justifican los desastres.

—Son críos —dijo Semus sin levantar la cabeza—. Yo de joven era como ellos.

Max estuvo a punto de reír.

—Tú a su edad eras un terrorista.

—No exactamente. Yo estaba muy comprometido con mi causa y habría hecho lo que hubiera sido necesario por ella.

Hablaban tan bajo que casi no se oían el uno al otro.

—Hablas de esa causa tuya como si fuera una mujer.

Semus frunció el ceño y apartó la atención de sus gadgets por una vez. Perdió la mirada en la ventana. Max se fijó en que desde aquella altura se veía el interior de algunos pisos. Al final no importaba dónde se resguardaran. Su ático en Mayfair era más grande, más luminoso y más caro. Pero no dejaba de ser una caja donde se recluía cada noche. Un modo más de no relacionarse. Quizá su vida no se diferenciaba tanto de la de Semus.

—Es que llega un momento en que las causas se convierten en eso.

Por un instante, Max no supo de qué hablaba su compañero.

—¿Qué quieres decir? —preguntó.

—No sé si le pasará a todo el mundo. Pero piensa, qué se yo, en los ecologistas. En esa gente que aborda barcos o que se encadena a plataformas petrolíferas.

A Max le gustó la analogía. Si iban a hablar en voz alta de un tema tan delicado, mejor hacerlo en clave. Además, él también creía que todos los fanáticos, al final del día, eran básicamente iguales.

—Los salvadores de ballenas, ¿no?

—Sí, esos. El año pasado leí en Internet que se habían vuelto completamente locos. Querían obligar a una tribu africana a abandonar el lugar en el que había vivido desde siempre. Por lo visto, su presencia en el lugar ponía en peligro la supervivencia de no sé qué primate.

Max no tenía la menor idea de a dónde iba a parar aquello, pero siguió escuchando. Fuera, la vida normal de un montón de gente que vivía sin cortinas, seguía como si nada. Lo que sucedía a diario.

—Si lo piensas, no tiene sentido. Los culpables de la desaparición del mono fueron los colonos y los industriales madereros, por supuesto. Y contra ellos también arremetió esta ONG. Que pretendieran quitarse del medio a los nativos es un síntoma de que algo no funciona bien en el planteamiento de sus objetivos. Es decir, ellos buscan proteger el medioambiente, conservar la riqueza natural que nos queda. Pero han llegado a un punto de obsesión enfermizo. Tanto, que no se dan cuenta de que sus acciones son contraproducentes.

—Ya veo. Supongo que a donde quieres llegar es a que si existiera, por ejemplo, una organización cuya misión fuera la de desenmascarar a los responsables de la crisis económica, eso en principio estaría bien. Pero que si perdieran la perspectiva y comenzasen a atentar indiscriminadamente en lugares públicos…

—Eso es —interrumpió Semus—. En el momento en que tu causa se vuelve tan importante para ti que no eres capaz de ver que estás haciendo más daño que bien a aquellos que pretendes ayudar, es que algo se ha desviado mucho del camino correcto.

—Das por hecho —dijo Max— que el camino fue correcto alguna vez.

Semus se había quitado las gafas y miraba a Max directo a los ojos. Allí, en el piso de arriba de un autobús que los sacaba de Londres a través de un barrio obrero, las viejas convicciones de Semus cobraban vida de nuevo. A Max se le ocurrió que durante sus tiempos de activista debía de haber sido un hombre ciertamente peligroso.

—¡Por supuesto! —contestó—. Existen las causas justas. La conservación del medioambiente, por ejemplo. Desenmascarar los chanchullos de los Gobiernos, luchar por los derechos de los refugiados. Hay centenares de causas justas. El problema no son las causas. El problema es que nos volvemos sus esclavos, perdemos la perspectiva y entonces…

Semus hizo un gesto más que significativo con las manos. Un gesto que significaba fin, muerte y también desesperación. Max no le contestó. Optó por dejar que se repusiera de un discurso que parecía que lo había dejado tocado. Por su parte, estaba básicamente de acuerdo con él. La desesperación guiaba a los adeptos a una causa, pero también los desviaba de ella. Y si las amenazas de La Furia se hacían realidad, mucho se temía que eso era lo que le había pasado a su líder.

Ir a la siguiente página

Report Page