Grey

Grey


Miércoles, 25 de mayo de 2011

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Miércoles, 25 de mayo de 2011

Pido una copa de Sancerre y me quedo en la barra. Llevo todo el día esperando este momento y no dejo de mirar el reloj. Me siento como si esto fuera una primera cita, y en cierto modo lo es. Nunca había llevado a cenar a una candidata a sumisa. Hoy he mantenido reuniones interminables, comprado una empresa y despedido a tres personas. Y nada de lo que he hecho, ni siquiera correr —dos veces— y un circuito rápido en el gimnasio, ha disipado la ansiedad con la que llevo batallando todo el día. Ese poder está en manos de Anastasia Steele. Quiero que sea mi sumisa.

Espero que no llegue tarde. Lanzo una mirada a la entrada del bar… y se me seca la boca. Ella está en el umbral, de pie, y por un segundo no la reconozco. Está deslumbrante: el cabello le cae en suaves ondas hasta el pecho por un lado, y por el otro lo lleva recogido hacia atrás, lo que permite admirar el perfil delicado de su mandíbula y la sutil curva de su esbelto cuello. Lleva tacones altos y un vestido ceñido de color morado que realza su figura, ágil y seductora.

Uau.

Me adelanto para recibirla.

—Estás impresionante —susurro, y la beso en la mejilla. Cierro los ojos y saboreo su aroma, cautivador—. Un vestido, señorita Steele. Me parece muy bien. —Unos diamantes en las orejas completarían el conjunto; tengo que comprarle un par.

La cojo de la mano y conduzco hasta un reservado.

—¿Qué quieres tomar?

Me agradece la pregunta con una sonrisa cómplice mientras se sienta.

—Tomaré lo mismo que tú, gracias.

Ah, está aprendiendo.

—Otra copa de Sancerre —le digo al camarero, y me siento en el reservado, frente a ella—. Tienen una bodega excelente —añado, y me tomo un momento para admirarla.

Se ha maquillado un poco; recuerdo que pensé que era una mujer corriente cuando se cayó en mi despacho. Es todo menos corriente. Con algo de maquillaje y la ropa adecuada, es una diosa.

Se remueve en su asiento y pestañea.

—¿Estás nerviosa? —pregunto.

—Sí.

Allá vamos, Grey.

Me inclino hacia delante y, en un cándido murmullo, le digo que yo también estoy nervioso. Ella me mira como si me hubiesen salido tres cabezas.

Sí, yo también soy humano, nena… nada más.

El camarero deja entre ambos el vino de Ana y dos platitos con frutos secos y aceitunas.

Ana yergue la espalda, señal de que quiere ir al grano, como cuando fue a entrevistarme.

—¿Cómo lo hacemos? ¿Revisamos mis puntos uno por uno? —pregunta.

—Siempre tan impaciente, señorita Steele.

—Bueno, puedo preguntarte por el tiempo —replica.

Oh, esa lengua viperina.

Hazla sufrir un rato, Grey.

Sin dejar de mirarla a los ojos, me llevo una aceituna a la boca y me chupo el dedo índice. Sus ojos se abren y se oscurecen aún más.

—Creo que el tiempo hoy no ha tenido nada de especial. —Pruebo con la frivolidad.

—¿Está riéndose de mí, señor Grey?

—Sí, señorita Steele.

Frunce los labios para reprimir una sonrisa.

—Sabes que ese contrato no tiene ningún valor legal.

—Soy perfectamente consciente, señorita Steele.

—¿Pensabas decírmelo en algún momento?

¿Qué? No creía que tuviera que hacerlo… y ya lo has averiguado tú sola.

—¿Crees que estoy coaccionándote para que hagas algo que no quieres hacer, y que además pretendo tener algún derecho legal sobre ti?

—Bueno, sí.

Vaya…

—No tienes muy buen concepto de mí, ¿verdad?

—No has contestado a mi pregunta.

—Anastasia, no importa si es legal o no. Es un acuerdo al que me gustaría llegar contigo… lo que me gustaría conseguir de ti y lo que tú puedes esperar de mí. Si no te gusta, no lo firmes. Si lo firmas y después decides que no te gusta, hay suficientes cláusulas que te permitirán dejarlo. Aun cuando fuera legalmente vinculante, ¿crees que te llevaría a juicio si decidieras marcharte?

¿Por quién me toma?

Me tantea con sus insondables ojos azules.

Lo que necesito que entienda es que este contrato nada tiene que ver con las leyes, sino con la confianza.

Quiero que confíes en mí, Ana.

Aprovecho que toma un sorbo de vino para proseguir en un intento de que lo entienda.

—Las relaciones de este tipo se basan en la sinceridad y en la confianza. Si no confías en mí… Tienes que confiar en mí para que sepa en qué medida te estoy afectando, hasta dónde puedo llegar contigo, hasta dónde puedo llevarte… Si no puedes ser sincera conmigo, entonces es imposible.

Se frota la barbilla mientras sopesa lo que acabo de decir.

—Es muy sencillo, Anastasia. ¿Confías en mí o no?

Si me tiene en tan mala consideración, deberíamos dejarlo correr ahora mismo.

La tensión me forma un nudo en el estómago.

—¿Has mantenido este tipo de conversación con… bueno, con las quince?

—No. —¿Por qué siempre acaba hablando de las otras?

—¿Por qué no? —pregunta.

—Porque ya eran sumisas. Sabían lo que querían de la relación conmigo, y en general lo que yo esperaba. Con ellas fue una simple cuestión de afinar los límites tolerables, ese tipo de detalles.

—¿Vas a buscarlas a alguna tienda? ¿Sumisas ‘R’ Us?

Enarca una ceja, y me río a carcajadas. Y entonces, al igual que haría el conejo de un mago, la tensión de mi cuerpo desaparece de repente.

—No exactamente. —Mi tono es irónico.

—Pues ¿cómo?

Su curiosidad es insaciable, pero no quiero volver a hablar de Elena. La última vez que lo hice Ana estuvo muy fría conmigo.

—¿De eso quieres que hablemos? ¿O pasamos al meollo de la cuestión? A las objeciones, como tú dices.

Frunce el ceño.

—¿Tienes hambre? —le pregunto.

Ella mira con recelo las aceitunas.

—No.

—¿Has comido hoy?

Vacila.

Mierda.

—No —contesta.

Intento no irritarme.

—Tienes que comer, Anastasia. Podemos cenar aquí o en mi suite. ¿Qué prefieres?

No conseguiré que muerda el anzuelo.

—Creo que mejor nos quedamos en terreno neutral.

Como preveía: muy sensata, señorita Steele.

—¿Crees que eso me detendría? —Mi voz es áspera.

Ella traga saliva.

—Eso espero.

No la hagas sufrir más, Grey.

—Vamos, he reservado un comedor privado. —Me levando y le tiendo una mano.

¿La aceptará?

Mira varias veces mi cara y mi mano.

—Coge el vino —le indico.

Coge la copa y me da la mano.

De camino a la salida del bar advierto miradas de admiración de otros clientes y, en el caso de un tipo muy atractivo y atlético, verdadera fascinación por mi acompañante. Es la primera vez que me veo en esta situación… y creo que no me gusta.

En el entresuelo, el maître encarga a un joven camarero de librea que nos acompañe hasta la sala que he reservado. El chico solo tiene ojos para la señorita Steele, y mi mirada fulminante lo invita a abandonar de inmediato el lujoso comedor. Un camarero de mayor edad le retira la silla a Ana y le coloca la servilleta sobre el regazo.

—Ya he pedido la comida. Espero que no te importe.

—No, está bien —dice, y asiente con elegancia.

—Me gusta saber que puedes ser dócil. —Sonrío, ufano—. Bueno, ¿dónde estábamos?

—En el meollo de la cuestión —contesta, centrada en lo que nos ocupa, pero entonces toma un largo sorbo de vino y sus mejillas se encienden.

Debe de estar haciendo acopio de valor. Tendré que estar atento a cuánto bebe, ya que ha venido en coche.

Aunque podría pasar la noche aquí… Así podría quitarle ese vestido tan tentador.

Me obligo a centrarme en lo que hemos venido a discutir: las objeciones de Ana. Rescato su e-mail del bolsillo interior de la americana. Ella vuelve a erguir la espalda y me dirige una mirada expectante, y tengo que esforzarme para ocultar mi diversión.

—Cláusula 2. De acuerdo. Es en beneficio de los dos. Volveré a redactarlo.

Toma otro trago.

—Mi salud sexual. Bueno, todas mis compañeras anteriores se hicieron análisis de sangre, y yo me hago pruebas cada seis meses de todos estos riesgos que comentas. Mis últimas pruebas han salido perfectas. Nunca he tomado drogas. De hecho, estoy totalmente en contra de las drogas, y mi empresa lleva una política antidrogas muy estricta. Insisto en que se hagan pruebas aleatorias y por sorpresa a mis empleados para detectar cualquier posible consumo de drogas.

De hecho, una de las personas a las que he despedido hoy no superó esas pruebas.

Parece perpleja, pero prosigo con la explicación.

—Nunca me han hecho una transfusión. ¿Contesta eso a tu pregunta?

Asiente con la cabeza.

—El siguiente punto ya lo he comentado antes. Puedes dejarlo en cualquier momento, Anastasia. No voy a detenerte. Pero si te vas… se acabó. Que lo sepas.

Nunca. Jamás. Segundas. Oportunidades.

—De acuerdo —contesta, aunque no parece estar muy segura.

Ambos guardamos silencio cuando el camarero entra con el primer plato. Por un momento me pregunto si no deberíamos haber celebrado esta reunión en mi despacho, y enseguida la idea me parece ridícula. Solo los necios mezclan el trabajo con el placer. Siempre he mantenido separados los negocios y la vida privada; es una de mis reglas de oro. La única excepción es mi relación con Elena… pero, claro, ella me ayudó a crear mis negocios.

—Espero que te gusten las ostras —le comento a Ana cuando el camarero se va.

—Nunca las he probado.

—¿En serio? Bueno. Lo único que tienes que hacer es metértela en la boca y tragar. Creo que lo conseguirás.

Miro deliberadamente su boca, recordando lo bien que sabe tragar. Al instante se ruboriza, y yo exprimo limón sobre la concha y me la llevo a la boca.

—Mmm, riquísima. Sabe a mar. —Sonrío mientras ella me mira fascinada—. Vamos —la animo, consciente de que no es de las que se amilanan frente a un desafío.

—¿No tengo que masticarla?

—No, Anastasia. —E intento no pensar en sus dientes jugueteando con mi parte favorita de mi anatomía.

Los aprieta contra el labio inferior hasta dejar una marca en él.

Maldita sea. Esa imagen hace que me estremezca, y me remuevo en la silla. Ella coge una ostra, le exprime limón encima, echa la cabeza hacia atrás y abre mucho la boca. Cuando se introduce la ostra en la boca, mi cuerpo se tensa.

—¿Y bien? —pregunto, y mi voz suena algo ronca.

—Me comeré otra —contesta en un tono irónico.

—Buena chica.

Me pregunta si he pedido expresamente ostras; conoce sus famosas propiedades afrodisíacas. La sorprendo al decirle que, sencillamente, eran el primer plato del menú.

—No necesito afrodisíacos contigo.

Sí, podría follarte ahora mismo.

Compórtate, Grey. Vuelve a encauzar esta negociación.

—¿Dónde estábamos? —Echo otro vistazo a su correo y me concentro en sus excepcionales objeciones. Cláusula 9—. Obedecerme en todo. Sí, quiero que lo hagas. —Esto es importante para mí. Tengo que saber que está a salvo y que hará cualquier cosa por mí—. Necesito que lo hagas. Considéralo un papel, Anastasia.

—Pero me preocupa que me hagas daño.

—Que te haga daño ¿cómo?

—Daño físico.

—¿De verdad crees que te haría daño? ¿Qué traspasaría un límite que no pudieras aguantar?

—Me dijiste que habías hecho daño a alguien.

—Sí, pero fue hace mucho tiempo.

—¿Qué pasó?

—La colgué del techo del cuarto de juegos. Es uno de los puntos que preguntabas, la suspensión. Para eso son los mosquetones. Con cuerdas. Y apreté demasiado una cuerda.

Horrorizada, alza una mano suplicándome que pare.

Demasiada información.

—No necesito saber más. Entonces no vas a colgarme… —dice.

—No, si de verdad no quieres. Puedes pasarlo a la lista de los límites infranqueables.

—De acuerdo. —Suspira, aliviada.

Sigue adelante, Grey.

—Bueno, ¿crees que podrás obedecerme?

Me mira con esos ojos capaces de ver a través de mi alma oscura, y no tengo ni idea de cuál será la respuesta.

Mierda. Esto podría ser el fin.

—Podría intentarlo —musita.

Ahora soy yo quien suspira de alivio. La partida aún no ha terminado para mí.

—Bien. Ahora la vigencia. —Cláusula 11—. Un mes no es nada, especialmente si quieres un fin de semana libre cada mes. —Así no llegaremos a ningún sitio. Tiene que practicar, y yo soy incapaz de estar alejado de ella tanto tiempo. Se lo digo. Tal vez lleguemos a un punto medio, como sugirió ella—. ¿Qué te parece un día de un fin de semana al mes para ti? Pero entonces te quedarías conmigo una noche entre semana.

La veo sopesar la posibilidad.

—De acuerdo —dice al fin con semblante serio.

Bien.

—Y, por favor, intentémoslo tres meses. Si no te gusta, puedes marcharte en cualquier momento.

—¿Tres meses? —pregunta.

¿Aceptará? Lo tomaré por un sí.

Vale. Allá vamos.

—El tema de la posesión es meramente terminológico y remite al principio de obediencia. Es para situarte en el estado de ánimo adecuado, para que entiendas de dónde vengo. Y quiero que sepas que, en cuanto cruces la puerta de mi casa como mi sumisa, haré contigo lo que me dé la gana. Tienes que aceptarlo de buena gana. Por eso tienes que confiar en mí. Te follaré cuando quiera, como quiera y donde quiera. Voy a disciplinarte, porque vas a meter la pata. Te adiestraré para que me complazcas.

»Pero sé que todo esto es nuevo para ti. De entrada iremos con calma, y yo te ayudaré. Avanzaremos desde diferentes perspectivas. Quiero que confíes en mí, pero sé que tengo que ganarme tu confianza, y lo haré. El “en cualquier otro ámbito”… de nuevo es para ayudarte a meterte en situación. Significa que todo está permitido.

Menudo discurso, Grey.

Ella se reclina en el respaldo… abrumada, creo.

—¿Sigues aquí? —le pregunto con delicadeza.

El camarero entra discretamente en la sala y con un gesto afirmativo le doy permiso para retirar los platos.

—¿Quieres más vino? —le pregunto.

—Tengo que conducir.

Buena respuesta.

—¿Agua, pues?

Asiente.

—¿Normal o con gas?

—Con gas, por favor.

El camarero se aleja con nuestros platos.

—Estás muy callada —susurro.

Apenas ha pronunciado palabra.

—Tú estás muy hablador —me replica al instante.

Un punto para usted, señorita Steele.

Y ahora, a por la siguiente objeción de su lista: la cláusula 15. Inspiro profundamente.

—Disciplina. La línea que separa el placer del dolor es muy fina, Anastasia. Son las dos caras de una misma moneda. La una no existe sin la otra. Puedo enseñarte lo placentero que puede ser el dolor. Ahora no me crees, pero a eso me refiero cuando hablo de confianza. Habrá dolor, pero nada que no puedas soportar. —Por mucho que se lo diga, sé que es difícil de asumir—. Volvemos al tema de la confianza. ¿Confías en mí, Ana?

—Sí, confío en ti —contesta sin pensárselo.

Su respuesta me deja atónito: no me la esperaba en absoluto.

Una vez más.

¿Ya me he ganado su confianza?

—De acuerdo. Lo demás son detalles. —Me siento como si volara.

—Detalles importantes.

Tiene razón. Céntrate, Grey.

—Vale, comentémoslos.

El camarero regresa con el segundo plato.

—Espero que te guste el pescado —le digo cuando nos deja los platos delante.

El bacalao tiene un aspecto delicioso. Ana lo prueba.

¡Al fin está comiendo!

—Hablemos de las normas —prosigo—. ¿Romperías el contrato por la comida?

—Sí.

—¿Puedo cambiarlo y decir que comerás como mínimo tres veces al día?

—No.

Contengo un suspiro de irritación e insisto.

—Necesito saber que no pasas hambre.

Frunce el ceño.

—Tienes que confiar en mí.

Touché, señorita Steele —digo sin levantar la voz. Estas son batallas que no voy a ganar—. Acepto lo de la comida y lo de dormir.

Esboza una breve sonrisa, aliviada.

—¿Por qué no puedo mirarte? —pregunta.

—Es cosa de la relación de sumisión. Te acostumbrarás.

Vuelve a fruncir el ceño, pero esta vez parece afligida.

—¿Por qué no puedo tocarte? —pregunta.

—Porque no.

Ciérrale la boca, Grey.

—¿Es por la señora Robinson?

¿Cómo?

—¿Por qué lo piensas? ¿Crees que me traumatizó?

Asiente con la cabeza.

—No, Anastasia, no es por ella. Además, la señora Robinson no me aceptaría estas chorradas.

—Entonces no tiene nada que ver con ella… —deduce con aire confuso.

—No.

No soporto que me toquen. Y, nena, te aseguro que no querrías saber por qué.

—Y tampoco quiero que te toques —añado.

—Por curiosidad… ¿por qué?

—Porque quiero para mí todo tu placer.

De hecho, lo quiero ahora. Podría follármela aquí para ver si es capaz de permanecer callada, sin emitir ningún tipo de sonido, sabiendo que el personal y los huéspedes del hotel podrían oírnos fácilmente. Al fin y al cabo, ese es el motivo por el que he reservado esta sala.

Abre la boca para decir algo, pero la cierra enseguida y toma otro bocado de su plato, casi intacto.

—Te he dado muchas cosas en las que pensar, ¿verdad? —le digo mientras doblo su e-mail y lo devuelvo al bolsillo interior de la americana.

—Sí.

—¿Quieres que pasemos ya a los límites tolerables?

—Espera a que acabemos de comer.

—¿Te da asco?

—Algo así.

—No has comido mucho.

—Lo suficiente.

Esto empieza a ser cansino.

—Tres ostras, cuatro trocitos de bacalao y un espárrago. Ni puré de patatas, ni frutos secos, ni aceitunas. Y no has comido en todo el día. Me has dicho que podía confiar en ti.

Sus ojos se agrandan.

Sí. He llevado la cuenta, Ana.

—Christian, por favor, no suelo mantener conversaciones de este tipo todos los días.

—Necesito que estés sana y en forma, Anastasia. —Mi tono es categórico.

—Lo sé.

—Y ahora mismo quiero quitarte ese vestido.

—No creo que sea buena idea —susurra—. Todavía no hemos tomado el postre.

—¿Quieres postre? —¿Cuando ni siquiera te has comido el segundo plato?

—Sí.

—El postre podrías ser tú.

—No estoy segura de que sea lo bastante dulce.

—Anastasia, eres exquisitamente dulce. Lo sé.

—Christian, utilizas el sexo como arma. No me parece justo.

Agacha la vista hacia el regazo; su voz es tenue y algo melancólica. Cuando vuelve a mirarme, me atraviesa con sus ojos azul pastel, intensos, perturbadores… y excitantes.

—Tienes razón. Lo hago. Cada uno utiliza en la vida lo que sabe, Anastasia. Eso no quita que te desee muchísimo. Aquí. Ahora. —Y podríamos follar aquí, ahora. Sé que tú también lo deseas, Ana. Percibo cómo se ha alterado tu respiración—. Me gustaría probar una cosa. —Quiero saber si de verdad es capaz de estarse callada, y si puede echar un polvo con miedo a que nos sorprendan.

Su ceño se frunce de nuevo; está desconcertada.

—Si fueras mi sumisa, no tendrías que pensarlo. Sería fácil. Todas estas decisiones… todo el agotador proceso racional quedaría atrás. Cosas como «¿Es lo correcto?», «¿Puede suceder aquí?», «¿Puede suceder ahora?». No tendrías que preocuparte por esos detalles. Lo haría yo, como tu amo. Y ahora mismo sé que me deseas, Anastasia.

Se echa el pelo hacia atrás y su ceño se contrae aún más mientras se lame los labios.

Oh, sí. Claro que me desea.

—Estoy tan seguro porque tu cuerpo te delata. Estás apretando los muslos, te has puesto roja y tu respiración ha cambiado.

—¿Cómo sabes lo de mis muslos? —pregunta con voz aguda, impactada, o eso me parece.

—He notado que el mantel se movía, y lo he deducido basándome en años de experiencia. No me equivoco, ¿verdad?

Guarda silencio un momento y aparta la mirada.

—No me he terminado el bacalao —dice, evasiva pero ruborizada.

—¿Prefieres el bacalao frío a mí?

Me mira a los ojos; los suyos están muy abiertos y tienen las pupilas oscuras, dilatadas.

—Pensaba que te gustaba que me acabara toda la comida del plato.

—Ahora mismo, señorita Steele, me importa una mierda su comida.

—Christian, no juegas limpio, de verdad.

—Lo sé. Nunca he jugado limpio.

Nos miramos en un duelo de voluntades, conscientes ambos de la tensión sexual que se propaga entre los dos a través de la mesa.

Por favor, ¿es que no puedes hacer lo que te dicen que hagas y punto?, le imploro con la mirada. Pero sus ojos destellan con una mezcla de sensualidad y desafío y una sonrisa se dibuja en sus labios. Sin dejar de mirarme fijamente, coge un espárrago y se muerde el labio con deliberación.

¿Qué está haciendo?

Muy despacio, se mete la punta del espárrago en la boca y lo chupa.

Joder.

Está jugando conmigo… una táctica peligrosa que hará que me la folle encima de la mesa.

Oh, siga así, señorita Steele.

La miro, cautivado, y excitado por momentos.

—Anastasia, ¿qué haces? —la advierto.

—Estoy comiéndome un espárrago —contesta con una sonrisa falsamente tímida.

—Creo que está jugando conmigo, señorita Steele.

—Solo estoy terminándome la comida, señor Grey.

Sus labios se curvan y se separan despacio, carnosos, y la temperatura aumenta varios grados entre ambos. De verdad que no tiene ni idea de lo sexy que es… Estoy a punto de abalanzarme sobre ella cuando el camarero llama a la puerta y entra.

Maldita sea.

Dejo que retire los platos y centro de nuevo mi atención en la señorita Steele. Pero tiene otra vez el ceño fruncido y se toca nerviosa los dedos.

Mierda.

—¿Quieres postre? —le pregunto.

—No, gracias. Creo que tengo que marcharme —contesta sin dejar de mirarse las manos.

—¿Marcharte? —¿Se va?

El camarero se lleva los platos a toda prisa.

—Sí —dice Ana con voz firme y resuelta. Se pone en pie para marcharse y yo me levanto automáticamente—. Mañana tenemos los dos la ceremonia de la entrega de títulos.

Esto no entraba en los planes.

—No quiero que te vayas —le suelto, porque es la verdad.

—Por favor… Tengo que irme —insiste ella.

—¿Por qué?

—Porque me has planteado muchas cosas en las que pensar… y necesito cierta distancia. —Sus ojos me suplican que la deje marchar.

Pero hemos llegado muy lejos en la negociación. Ambos hemos hecho concesiones; podemos lograr que funcione. Tengo que hacer que esto funcione.

—Podría conseguir que te quedaras —le digo, sabedor de que podría seducirla ahora mismo, en esta sala.

—Sí, no te sería difícil, pero no quiero que lo hagas.

Esto va de mal en peor… He ido demasiado lejos. No es así como creía que acabaría la velada. Me paso los dedos por el pelo, frustrado.

—Mira, cuando viniste a entrevistarme y te caíste en mi despacho, todo eran «Sí, señor», «No, señor». Pensé que eras una sumisa nata. Pero, la verdad, Anastasia, no estoy seguro de que tengas madera de sumisa.

Avanzo los pocos pasos que nos separan y la miro a los ojos, que brillan con determinación.

—Quizá tengas razón —dice.

No. No. No quiero tener razón.

—Quiero tener la oportunidad de descubrir si la tienes. —Le acaricio la cara y el labio inferior con el pulgar—. No sé hacerlo de otra manera, Anastasia. Soy así.

—Lo sé —dice.

Inclino la cabeza para acercar mis labios a los suyos, y espero hasta que ella alza la boca hacia la mía y cierra los ojos. Quiero darle un beso breve, casto, pero en cuanto nuestros labios se tocan ella se lanza contra mí, me aferra el cabello con las manos, su boca se abre, su lengua se vuelve apremiante. Aprieto mi mano contra la parte baja de su espalda, la presiono contra mí y la beso más profundo, correspondiendo a su pasión.

Dios, cuánto la deseo.

—¿No puedo convencerte de que te quedes? —susurro en la comisura de su boca, y mi cuerpo reacciona endureciéndose.

—No.

—Pasa la noche conmigo.

—¿Sin tocarte? No.

Maldita sea. La oscuridad se despliega en mis entrañas, pero no hago caso.

—Eres imposible —murmuro; me retiro y observo su cara y su expresión tensa, inquietante.

—¿Por qué tengo la impresión de que estás despidiéndote de mí?

—Porque voy a marcharme.

—No es eso lo que quiero decir, y lo sabes.

—Christian, tengo que pensar en todo esto. No sé si puedo mantener el tipo de relación que quieres.

Cierro los ojos y apoyo la frente contra la suya; luego hundo la nariz en su pelo e inhalo su aroma dulce, otoñal, y lo grabo en mi memoria.

Basta. Suficiente.

Retrocedo un paso y la suelto.

—Como quiera, señorita Steele. La acompaño hasta el vestíbulo.

Le tiendo la mano, quizá por última vez, y me sorprende lo doloroso que me resulta este pensamiento. Ella coge mi mano, y bajamos juntos a la recepción.

—¿Tienes el tíquet del aparcacoches? —le pregunto cuando llegamos al vestíbulo. Mi tono de voz es calmado y sereno, pero por dentro soy un manojo de nervios.

Saca el tíquet del bolso, y se lo entrego al portero.

—Gracias por la cena —dice.

—Ha sido un placer como siempre, señorita Steele.

Esto no puede ser el final. Tengo que enseñarle… mostrarle lo que realmente significa todo esto, lo que podemos conseguir juntos. Debe conocer las posibilidades que nos ofrece el cuarto de juegos. Entonces se dará cuenta. Tal vez sea la única forma de salvar este trato. Me vuelvo hacia ella.

—Esta semana te mudas a Seattle. Si tomas la decisión correcta, ¿podré verte el domingo? —le pregunto.

—Ya veremos. Quizá —contesta.

Eso es un no.

Advierto que tiene la piel de gallina en los brazos.

—Ahora hace fresco. ¿No has traído chaqueta? —le pregunto.

—No.

Esta mujer necesita que alguien cuide de ella. Me quito la americana.

—Toma. No quiero que cojas frío.

Se la pongo sobre los hombros y ella se la ciñe, cierra los ojos e inspira profundamente.

¿Le atrae mi aroma? ¿Como a mí me atrae el suyo?

Tal vez no todo está perdido…

El aparcacoches aparece con un Volkswagen Escarabajo.

¿Qué coño es eso?

—¿Ese es tu coche? —Debe de ser más viejo que el abuelo Theodore. ¡No puedo creérmelo!

El mozo le tiende las llaves y yo le doy una generosa propina. Merece un plus de peligrosidad.

—¿Está en condiciones de circular? —La fulmino con la mirada. ¿Cómo va a estar segura en esa cafetera oxidada?

—Sí.

—¿Llegará hasta Seattle?

—Claro que sí.

—¿Es seguro?

—Sí. —Intenta tranquilizarme—. Vale, es viejo, pero es mío y funciona. Me lo compró mi padrastro.

Cuando sugiero que podríamos solucionarlo, enseguida entiende lo que estoy ofreciéndole y su expresión cambia al instante.

Se ha puesto furiosa.

—Ni se te ocurra comprarme un coche —dice en tono imperativo.

—Ya veremos —murmuro tratando de mantener la calma.

Abro la puerta del conductor, y mientras ella sube me pregunto si debería pedirle a Taylor que la lleve a casa. Maldita sea. Acabo de recordar que esta noche libra.

Cierro la puerta y ella baja la ventanilla… con una lentitud desesperante.

¡Por el amor de Dios!

—Conduce con prudencia —rezongo.

—Adiós, Christian —dice, y le flaquea la voz, como si estuviera conteniendo las lágrimas.

Mierda. Mi estado de ánimo pasa de la irritación y la inquietud por su integridad física a la impotencia mientras su coche se aleja por la calle.

No sé si volveré a verla.

Me quedo de pie en la acera como un pelele hasta que los faros traseros desaparecen en la noche.

Joder. ¿Por qué ha ido tan mal?

Vuelvo al hotel, me dirijo al bar y pido una botella de Sancerre. La cojo y me la llevo a la habitación. El portátil está sobre la mesa de escritorio, y, antes de descorchar el vino, me siento y empiezo a escribir un correo.

De: Christian Grey

Fecha: 25 de mayo de 2011 22:01

Para: Anastasia Steele

Asunto: Esta noche

 

No entiendo por qué has salido corriendo esta noche. Espero sinceramente haber contestado a todas tus preguntas de forma satisfactoria. Sé que tienes que plantearte muchas cosas y espero fervientemente que consideres en serio mi propuesta. Quiero de verdad que esto funcione. Nos lo tomaremos con calma. Confía en mí.

 

Christian Grey

Presidente de Grey Enterprises Holdings, Inc.

Miro el reloj. Tardará al menos veinte minutos en llegar a casa, quizá más en esa trampa mortal. Escribo a Taylor.

De: Christian Grey

Fecha: 25 de mayo de 2011 22:04

Para: J. B. Taylor

Asunto: Audi A3

 

Necesito que entreguen ese Audi aquí mañana.

Gracias.

 

Christian Grey

Presidente de Grey Enterprises Holdings, Inc.

Abro el Sancerre, me sirvo una copa, cojo el libro y me siento a leer, esforzándome por concentrarme. No dejo de mirar la pantalla del portátil. ¿Cuándo responderá?

La ansiedad aumenta con cada minuto que pasa; ¿por qué no ha contestado a mi correo?

A las once le envío un mensaje de texto.

*¿Has llegado bien?*

Pero no recibo respuesta. Tal vez se ha ido directamente a la cama. Antes de las doce le envío otro correo.

De: Christian Grey

Fecha: 25 de mayo de 2011 23:58

Para: Anastasia Steele

Asunto: Esta noche

 

Espero que hayas llegado bien a casa en ese coche tuyo.

Dime si estás bien.

 

Christian Grey

Presidente de Grey Enterprises Holdings, Inc.

La veré mañana en la ceremonia de la entrega de títulos; entonces sabré si ya no quiere saber nada del trato. Con ese deprimente pensamiento me desvisto, me acuesto y clavo la mirada en el techo.

La has jodido, Grey, bien jodido.

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