Grey

Grey


Jueves, 26 de mayo de 2011

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Jueves, 26 de mayo de 2011

Mami no está. A veces sale.

Y estoy solo. Solo con mis coches y mi mantita.

Cuando vuelve a casa duerme en el sofá. El sofá es marrón y está pegajoso. Llega cansada. A veces la tapo con mi mantita.

O viene con algo de comer. Me gustan esos días.

Comemos pan con mantequilla. Y a veces macarrones con queso. Es mi comida favorita.

Hoy mami no está. Juego con mis coches. Corren deprisa por el suelo. Mi mami no está. Volverá. Seguro. ¿Cuándo va a volver mami?

Ahora está oscuro y mi mami no ha vuelto. Si me subo al taburete, llego a la lámpara.

Encendida. Apagada. Encendida. Apagada. Encendida. Apagada.

Luz. Oscuridad. Luz. Oscuridad. Luz.

Tengo hambre. Como queso. Hay queso en la nevera.

Queso con piel azul.

¿Cuándo va a volver mami?

A veces viene con él. Lo odio. Cuando él viene me escondo. Mi escondite favorito es el armario de mami. Huele a mami. Huele a mami cuando está contenta. ¿Cuándo va a volver mami?

Mi cama está fría. Y tengo hambre. Tengo mi mantita y mis coches, pero no a mi mami. ¿Cuándo va a volver mami?

Me despierto sobresaltado.

Joder. Joder. Joder.

Aborrezco estos sueños. Están plagados de vivencias espeluznantes, recordatorios distorsionados de una época que quiero olvidar. Tengo el corazón desbocado y estoy bañado en sudor. Pero lo peor de estas pesadillas es cómo controlar la abrumadora ansiedad que me invade cuando me despierto.

Mis pesadillas han empezado a ser más frecuentes últimamente, y también más vívidas. No sé por qué. Maldito Flynn, no vuelve hasta la semana que viene. Me paso las manos por el pelo y miro la hora. Son las 5.38 y la luz del amanecer se filtra a través de las cortinas. Ya es casi la hora de levantarme.

Sal a correr, Grey.

Aún no he recibido ningún mensaje de texto ni ningún e-mail de Ana. Mi ansiedad crece al ritmo de mis zancadas sobre el asfalto.

Déjalo, Grey.

¡Déjalo de una puta vez!

Sé que la veré en la ceremonia de la entrega de títulos.

Pero no puedo dejarlo.

Antes de ducharme, le envío otro mensaje.

*Llámame.*

Solo necesito saber que está bien.

Acabo de desayunar y sigo sin tener noticias de Ana. Para quitármela de la cabeza, trabajo un par de horas en el discurso. En la entrega de títulos, esta misma mañana, alabaré el extraordinario trabajo del departamento de ciencias medioambientales y los progresos que ha hecho junto con Grey Enterprises Holdings en el ámbito de la tecnología agraria para los países en vías de desarrollo.

«¿Forma parte de su plan para alimentar al mundo?». Las perspicaces palabras de Ana se abren paso entre la pesadilla de anoche y resuenan en mi cabeza.

Intento sacudirme el mal sueño de encima mientras reescribo el discurso. Sam, vicepresidente y responsable de relaciones públicas, me ha enviado un borrador demasiado pretencioso para mi gusto. Tardo una hora en cambiar su palabrería mediática por un contenido más humano.

Las nueve y media, y ningún mensaje de Ana. Su persistente silencio es preocupante… y, francamente, grosero. Llamo, pero enseguida se oye el mensaje genérico del buzón de voz.

Cuelgo.

Demuestra algo de dignidad, Grey.

Oigo el sonido de aviso de mi bandeja de entrada y se me acelera el corazón… pero el correo es de Mia. Pese al mal humor, sonrío. He echado de menos a esa cría.

De: Mia G. Chef Extraordinaire

Fecha: 26 de mayo de 2011 18:32 GMT-1

Para: Christian Grey

Asunto: Vuelos

 

¡Hola, Christian!

¡Qué ganas tengo de irme de aquí!

Rescátame, por favor.

El número de vuelo es el AF3622. Llego el sábado a las 12.22, ¡y papá me hace volar en clase turista! *¡puchero!

Llevaré un montón de equipaje. Adoro la moda de París, la adoro, ¡la adoro!

Mamá dice que tienes novia.

¿Es verdad?

¿Cómo es?

¡¡¡NECESITO SABERLO!!!

Nos vemos el sábado. Te he echado mucho de menos.

À bientôt, mon frère.

¡Muchos besos!

 

M.

¡Oh, mierda! Mi madre y su enorme bocaza. ¡Ana no es mi novia! Y el sábado tendré que mantener a raya la también enorme bocaza de mi hermana, su optimismo innato y sus preguntas chismosas. A veces resulta agotadora. Memorizo el número de vuelo y la hora de llegada, y envío un correo breve a Mia diciéndole que allí estaré.

A las 9.45 me preparo para la ceremonia. Traje gris, camisa blanca y, por supuesto, esa corbata. Es una forma sutil de decirle a Ana que aún no me he rendido, y un recordatorio de los buenos momentos que hemos pasado juntos.

Sí, momentos realmente increíbles… Imágenes de ella, atada y anhelante, afloran en mi memoria. Maldita sea. ¿Por qué no ha llamado? Pulso el botón de rellamada.

Mierda.

¡Sigue sin contestarme!

A las diez en punto llaman a mi puerta. Es Taylor.

—Buenos días —saludo cuando entra.

—Señor Grey.

—¿Qué tal ayer?

—Bien, señor.

El porte de Taylor cambia y su expresión se torna más cálida. Debe de estar pensando en su hija.

—¿Qué tal Sophie?

—Es una muñeca, señor. Y le va muy bien en la escuela.

—Es fantástico.

—El A3 estará en Portland antes del mediodía.

—Excelente. Vamos.

Y, aunque detesto admitirlo, estoy impaciente por ver a la señorita Steele.

La secretaria del rector me acompaña a una pequeña sala adyacente al auditorio de la Universidad Estatal de Washington. Se ruboriza, casi tanto como cierta joven a la que conozco íntimamente. Allí, en esa especie de camerino, personal académico y administrativo y varios estudiantes toman café antes de la entrega de títulos. Entre ellos, para mi sorpresa, se encuentra Katherine Kavanagh.

—Hola, Christian —dice mientras se contonea hacia mí con el aplomo de la gente que está forrada de dinero. Lleva la toga y parece muy contenta; seguro que ella ha visto a Ana.

—Hola, Katherine. ¿Cómo estás?

—Pareces sorprendido de verme aquí —dice obviando mi saludo y con aire algo ofendido—. Voy a pronunciar el discurso de graduación. ¿No te lo ha dicho Elliot?

—No. —¡Somos hermanos, no siameses, por el amor de Dios!—. Felicidades —añado a modo de cortesía.

—Gracias —contesta en tono seco.

—¿Está Ana aquí?

—Llegará enseguida. Viene con su padre.

—¿La has visto esta mañana?

—Sí. ¿Por qué?

—Quería saber si llegó bien a casa en esa trampa mortal a la que llama coche.

—Wanda. Lo llama Wanda. Y sí, llegó bien. —Me mira con una expresión socarrona.

—Me alegro.

En ese instante el rector se acerca a nosotros y, tras dirigirle una sonrisa amable a Kavanagh, me lleva a conocer a los demás académicos.

Me alivia saber que Ana está bien, pero me cabrea que no haya contestado a ninguno de mis mensajes.

No es buena señal.

De todas formas, no tengo tiempo de seguir lamentándome por el estado de la situación: uno de los miembros del cuerpo docente anuncia que es hora de comenzar y nos precede a todos hasta el pasillo.

En un instante de debilidad vuelvo a llamar a Ana. De nuevo el buzón de voz, y Kavanagh me interrumpe.

—Estoy impaciente por escuchar tu discurso —dice mientras avanzamos por el pasillo.

Cuando llegamos al auditorio, advierto que es más grande de lo que esperaba y que está a rebosar. Los asistentes se ponen en pie y aplauden cuando nos dirigimos al escenario. Los aplausos se intensifican y después, mientras todos se sientan, van remitiendo poco a poco para dar paso a un rumor expectante.

Mientras el rector pronuncia el discurso de bienvenida, aprovecho para pasear la mirada por el público. Las filas delanteras están ocupadas por estudiantes, todos con idénticas togas negras y rojas. ¿Dónde está? Escruto metódicamente fila por fila.

Ya te tengo.

La encuentro acurrucada en la segunda fila. Está viva. Me siento como un tonto por haber estado tan preocupado y haber malgastado tanta energía elucubrando sobre su paradero anoche y esta mañana. Sus ojos azules y brillantes se abren como platos al topar con los míos, y se remueve en el asiento mientras un tenue rubor tiñe sus mejillas.

Sí. Te he encontrado. Y no has contestado a mis mensajes. Me está evitando y estoy cabreado. Muy cabreado. Cierro los ojos e imagino que derramo gotas de cera caliente sobre sus pechos y que ella se retuerce debajo de mí… lo cual tiene un efecto fulminante en mi cuerpo.

Mierda.

Contente, Grey.

Expulso su imagen de mi mente, me deshago de esos pensamientos lascivos y me concentro en los discursos.

El de Kavanagh es inspirador; versa sobre la importancia de aprovechar las oportunidades —sí, carpe diem, Kate—, y el público le brinda una calurosa ovación cuando acaba. Salta a la vista que es inteligente, popular y segura de sí misma. No la chica tímida, retraída y fea del baile que sería la encantadora señorita Steele. Me pasma que sean amigas.

Oigo que anuncian mi nombre; el rector me ha presentado. Me levanto y me dirijo al atril. Empieza el espectáculo, Grey.

—Estoy profundamente agradecido y emocionado por el gran honor que me han concedido hoy las autoridades de la Universidad Estatal de Washington, honor que me ofrece la excepcional posibilidad de hablar del impresionante trabajo que lleva a cabo el departamento de ciencias medioambientales de la universidad. Nuestro propósito es desarrollar métodos de cultivo viables y ecológicamente sostenibles para países del tercer mundo. Nuestro objetivo último es ayudar a erradicar el hambre y la pobreza en el mundo. Más de mil millones de personas, principalmente en el África subsahariana, el sur de Asia y Latinoamérica, viven en la más absoluta miseria. El mal funcionamiento de la agricultura es generalizado en estas zonas, y el resultado es la destrucción ecológica y social. Sé lo que es pasar hambre. Para mí, se trata de una travesía muy personal.

»Juntos, la Universidad Estatal de Washington y Grey Enterprises Holdings han hecho grandes progresos en el ámbito de la tecnología agraria y de la fertilidad de la tierra. Hemos sido los primeros en implantar sistemas de bajo coste en países en vías de desarrollo, que en nuestros terrenos de prueba han logrado que las cosechas aumenten en un treinta por ciento por hectárea. La Universidad Estatal de Washington ha sido crucial para la consecución de este fantástico logro. Y en Grey Enterprises Holdings nos sentimos orgullosos de los estudiantes que han querido hacer sus prácticas con nosotros trabajando en los terrenos de prueba que tenemos en África. La labor que llevan a cabo allí beneficia tanto a las comunidades locales como a ellos mismos. Juntos podemos combatir el hambre y la pobreza extrema que asolan esas regiones.

»Pero en esta era de evolución tecnológica, mientras el primer mundo avanza a toda velocidad, agrandando la distancia entre ricos y pobres, es esencial recordar que no debemos malgastar los recursos finitos de la tierra. Estos recursos son para toda la humanidad, y debemos utilizarlos con sensatez, encontrar formas de renovarlos y desarrollar nuevas soluciones para alimentar a nuestro planeta superpoblado.

»Como ya he dicho, el trabajo que están llevando a cabo en común Grey Enterprises Holdings y la Universidad Estatal de Washington proporciona soluciones, y nuestra obligación es transmitir este mensaje. Nuestra intención es proveer información y comunicación al mundo en vías de desarrollo por medio de nuestra área de telecomunicaciones. Me enorgullece decir que estamos haciendo progresos impresionantes en tecnología solar, duración de baterías y distribución de redes inalámbricas que llevarán internet a los rincones más remotos del planeta. Y nuestro objetivo es que esta nueva tecnología sea gratuita para los usuarios. El acceso a la educación y a la información, que aquí damos por sentado, es el requisito esencial para acabar con la pobreza en estas zonas subdesarrolladas.

»Nosotros tenemos suerte. Aquí todos somos privilegiados. Unos más que otros, cierto, y me incluyo en esta categoría. Tenemos la obligación moral de ofrecer a aquellos menos afortunados una vida decente, saludable, segura y bien nutrida, con acceso a mayores recursos.

»Les dejo con una cita con la que siempre me he identificado. Quisiera citar a un indio americano: “Solo cuando la última hoja ha caído, el último árbol ha muerto y el último pez ha sido pescado nos damos cuenta de que el dinero no se come”.

Al sentarme con los aplausos de fondo, me resisto a mirar a Ana y contemplo el estandarte de la Universidad, que cuelga al fondo del auditorio. Si lo que pretende es ignorarme, perfecto. Los dos sabemos jugar a ese juego.

El vicerrector se pone en pie para entregar los títulos, y con ello comienza la agonizante espera hasta que lleguemos a la S y pueda volver a verla.

Después de una eternidad oigo que anuncian su nombre: «Anastasia Steele». Un breve aplauso y ella se encamina hacia mí con aire meditabundo y consternado.

Mierda.

¿En qué está pensando?

Tranquilízate, Grey.

—Felicidades, señorita Steele —le digo al entregarle el título. Nos estrechamos la mano, y retengo la suya—. ¿Tiene problemas con el ordenador?

Parece perpleja.

—No.

—Entonces ¿no haces caso de mis e-mails? —Le suelto la mano.

—Solo vi el de las fusiones y adquisiciones.

¿Qué coño significa eso?

Frunce aún más el ceño, pero tengo que dejarla ir… Empieza a formarse una cola detrás de ella.

—Luego. —Así le hago saber que no hemos acabado con esta conversación cuando empieza a alejarse.

Me siento como en el purgatorio para cuando llegamos al final de la cola; me han comido con los ojos, me han dedicado seductoras caídas de párpados, varias chicas tontas me han apretado la mano entre risillas, y otras cinco me han dejado disimuladamente una nota con su número de teléfono. Experimento un alivio enorme cuando abandono el escenario junto con el personal docente, acompañado de una lóbrega música procesional y aplausos.

En el pasillo agarro a Kavanagh del brazo.

—Tengo que hablar con Ana. ¿Puedes ir a buscarla? Ahora mismo. —Kavanagh parece sorprendida, pero antes de que tenga tiempo de decir nada, añado en el tono más amable de que soy capaz—: Por favor.

Sus labios apretados delatan su rechazo, pero espera conmigo a que pasen los académicos y luego vuelve al auditorio. El rector se detiene para felicitarme por mi discurso.

—Ha sido un honor para mí que me invitaran —contesto mientras le estrecho la mano una vez más.

Con el rabillo del ojo espío a Kate en el pasillo… Ana está a su lado.

—Gracias —le digo a Kate, que le dirige a su amiga una mirada de preocupación.

Cojo a Ana del brazo y cruzamos la primera puerta que encuentro. Es un vestuario de hombres, y por el olor a limpio sé que está vacío. Cierro la puerta con pestillo y me vuelvo hacia la señorita Steele.

—¿Por qué no me has mandado un e-mail? ¿O un mensaje al móvil? —le pregunto.

Ella parpadea un par de veces; parece consternada.

—Hoy no he mirado ni el ordenador ni el teléfono. —Su desconcierto ante mi arrebato parece sincero—. Tu discurso ha estado muy bien —añade.

—Gracias —musito, descolocado.

¿Cómo es posible que no haya mirado el ordenador ni el teléfono?

—Ahora entiendo tus problemas con la comida —dice en tono afable… y, si no me equivoco, también compasivo.

—Anastasia, no quiero hablar de eso ahora.

No necesito tu compasión.

Cierro los ojos; todo este tiempo convencido de que no quería hablar conmigo…

—Estaba preocupado por ti.

—¿Preocupado? ¿Por qué?

—Porque volviste a casa en esa trampa mortal a la que tú llamas coche.

Y creía que me había cargado nuestro trato.

Ana se enfurece.

—¿Qué? No es ninguna trampa mortal. Está perfectamente. José suele hacerle la revisión.

—¿José, el fotógrafo? —Esto mejora por momentos, joder.

—Sí, el Escarabajo era de su madre.

—Sí, y seguramente también de su abuela y de su bisabuela. No es un coche seguro. —Casi estoy gritando.

—Lo tengo desde hace más de tres años. Siento que te hayas preocupado. ¿Por qué no me has llamado?

La he llamado al móvil. ¿Es que no utiliza el maldito móvil? ¿Se está refiriendo al teléfono fijo? Me paso la mano por el pelo, exasperado, y respiro hondo. ¡No es esa la puta cuestión!

—Anastasia, necesito una respuesta. La espera está volviéndome loco.

Su expresión se entristece.

Mierda.

—Christian… Mira, he dejado a mi padrastro solo.

—Mañana. Quiero una respuesta mañana.

—De acuerdo, mañana. Ya te diré algo —contesta con una mirada inquieta.

Bueno, sigue sin ser un no. Y, una vez más, me sorprende el alivio que siento.

¿Qué demonios tiene esta mujer? Me mira con sus sinceros ojos azules, la preocupación grabada en el rostro, y reprimo el impulso de tocarla.

—¿Te quedas a tomar algo? —le pregunto.

—No sé qué quiere hacer Ray. —Parece dubitativa.

—¿Tu padrastro? Me gustaría conocerlo.

Se muestra aún más dudosa.

—Creo que no es buena idea —dice, misteriosa, mientras abro el pestillo de la puerta.

¿Por qué? ¿Porque ahora sabe que de niño era pobre? ¿O porque sabe cuánto me gusta follar y que soy un bicho raro?

—¿Te avergüenzas de mí?

—¡No! —exclama, y pone los ojos en blanco, exasperada—. ¿Y cómo te presento a mi padre? ¿«Este es el hombre que me ha desvirgado y que quiere mantener conmigo una relación sadomasoquista»? No llevas puestas las zapatillas de deporte.

¿Zapatillas de deporte?

¿Su padre pretenderá perseguirme? Y así, con un comentario absurdo, le aporta un poco de humor a la situación. Mis labios se curvan y ella me devuelve la sonrisa; su rostro se ilumina como un amanecer estival.

—Para que lo sepas, corro muy deprisa —replico, juguetón—. Dile que soy un amigo, Anastasia.

Abro la puerta y la sigo afuera, pero me detengo cuando llego a la altura del rector y de sus colegas. Todos se vuelven en bloque y miran a la señorita Steele, pero ella ya ha desaparecido dentro del auditorio. Luego fijan sus miradas en mí.

La señorita Steele y yo no somos de su incumbencia, señores.

Saludo breve y cortésmente con la cabeza al rector, y él me pregunta si deseo conocer a algunos colegas más y degustar unos canapés.

—Encantado —contesto.

Tardo treinta minutos en conseguir escapar del grupo de académicos y, cuando empiezo a alejarme de la atestada recepción, Kavanagh aparece a mi lado. Nos dirigimos al gran pabellón entoldado que han montado en el césped y donde los licenciados y sus familiares celebran la ocasión con una copa.

—Bueno, y ¿has invitado a Ana a cenar el domingo? —pregunta.

¿El domingo? ¿Le ha comentado Ana que nos vemos los domingos?

—En casa de tus padres —especifica Kavanagh.

¿Mis padres?

Veo a Ana.

Pero ¿qué coño…?

Un tipo alto y rubio que parece como recién salido de una playa californiana la está manoseando.

¿Quién cojones es ese? ¿Es por eso por lo que no quería que viniera a tomar una copa?

Ana alza la mirada, capta mi expresión y palidece mientras su compañera de piso se detiene al lado del tipo en cuestión.

—Hola, Ray —dice Kavanagh, y besa al hombre que está al lado de Ana, de mediana edad y ataviado con un traje que le sienta fatal.

Debe de ser Raymond Steele.

—¿Conoces al novio de Ana? —le pregunta Kavanagh—. Christian Grey.

¡Novio!

—Señor Steele, encantado de conocerlo.

—Señor Grey —dice él, algo sorprendido.

Nos estrechamos la mano; la suya es firme, y sus dedos y su palma tienen un tacto áspero. Este hombre trabaja con las manos. Entonces lo recuerdo: es carpintero. Sus ojos castaño oscuro no delatan nada.

—Y este es mi hermano, Ethan Kavanagh —dice Kate presentándome al chulito de playa que rodea a Ana con un brazo.

Vaya. La prole Kavanagh reunida.

Mascullo su nombre al estrecharle la mano y noto que es suave, a diferencia de la de Ray Steele.

Y ahora deja de sobar a mi chica, capullo.

—Ana, cariño —susurro.

Le tiendo una mano y, como la buena chica que es, la acepta y se acerca a mí. Se ha quitado la toga y lleva un vestido de un color gris pálido con la espalda descubierta que deja a la vista sus hombros perfectos.

Dos vestidos en dos días. Me está malcriando.

—Ethan, mamá y papá quieren hablar con nosotros —dice Kate, y se lleva con ella a su hermano.

—¿Desde cuándo os conocéis, chicos? —pregunta el señor Steele.

Cuando alargo el brazo para pasarlo por los hombros de Ana, rozo con el pulgar su espalda desnuda y ella se estremece. Le digo que nos vimos por primera vez hace dos semanas.

—Nos conocimos cuando Anastasia vino a entrevistarme para la revista de la facultad.

—No sabía que trabajabas para la revista de la facultad, Ana —dice el señor Steele.

—Kate estaba enferma —contesta ella.

Ray Steele mira a su hija y frunce el ceño.

—Su discurso ha estado muy bien, señor Grey —dice.

—Gracias. Tengo entendido que es usted un entusiasta de la pesca.

—Sí, lo soy. ¿Te lo ha dicho Annie?

—Sí.

—¿Usted pesca? —Hay una chispa de curiosidad en sus ojos castaños.

—No tanto como me gustaría. Mi padre nos llevaba a pescar a mi hermano y a mí cuando éramos niños. Estaba obsesionado con las truchas arcoíris. Supongo que me contagió la afición.

Ana nos escucha un instante, pero enseguida se excusa y se aleja entre la multitud para reunirse con el clan Kavanagh.

Maldita sea, está sensacional con ese vestido.

—¿Y dónde pesca? —La pregunta de Ray Steele me devuelve a la conversación.

Sé que me está poniendo a prueba.

—Por todo el Pacífico Noroeste.

—¿Se crio en Washington?

—Sí, señor. Mi padre nos inició en el río Wynoochee.

Una sonrisa aparece en los labios de Steele.

—Lo conozco bien.

—Pero su favorito es el Skagit, en la ribera estadounidense. Nos sacaba de la cama de madrugada e íbamos allí. Pescó varios ejemplares imponentes en ese río.

—Un buen trecho de agua dulce. Yo también atrapé varios rompedores de cañas en el Skagit, aunque en la ribera canadiense.

—Es uno de los mejores sitios donde pescar truchas arcoíris. La pesca es mucho más abundante que en tramos más cortos —digo sin dejar de mirar a Ana.

—Totalmente de acuerdo.

—Mi hermano atrapó un par de monstruos salvajes. Yo sigo esperando el mío.

—Algún día, ¿eh?

—Eso espero.

Ana se ha enzarzado en una acalorada discusión con Kavanagh. ¿De qué estarán hablando esas dos mujeres?

—¿Sigue yendo a pescar a menudo? —Vuelvo a centrar mi atención en el señor Steele.

—Sí. José, el amigo de Annie, su padre y yo nos escapamos siempre que podemos.

¡El maldito fotógrafo! ¿Otra vez?

—¿Es el tipo que cuida del Escarabajo?

—Sí, el mismo.

—Gran coche, el Escarabajo. Me gustan los coches alemanes.

—¿Sí? Annie adora ese coche, pero supongo que empieza a hacerse viejo.

—Es curioso que mencione eso, porque estaba pensando en prestarle uno de los coches de mi empresa. ¿Cree que lo aceptaría?

—Supongo que sí. Aunque sería decisión de Annie.

—Fantástico. Deduzco que a Ana no le gusta la pesca.

—No. Esa chica ha salido a su madre. No soportaría ver cómo sufre el pez, o los gusanos, tanto da. Es un alma sensible. —Me dirige una mirada mordaz.

Vaya. Una advertencia de Raymond Steele. Intento darle un toque cómico.

—Ahora entiendo por qué no le gustó demasiado el bacalao que cenamos el otro día.

Steele se ríe entre dientes.

—No tiene problemas a la hora de comérselos.

Ana ha acabado de hablar con los Kavanagh y se acerca a nosotros.

—Hola —dice, sonriente.

—Ana, ¿dónde está el cuarto de baño? —pregunta Steele.

Ella le indica que debe salir del pabellón e ir a la izquierda.

—Vuelvo enseguida. Divertíos, chicos —dice él.

Ella se lo queda mirando un momento, y luego me mira a mí, nerviosa. Pero antes de que podamos decir nada, un fotógrafo nos interrumpe. Hace una instantánea de los dos juntos y se escabulle a toda prisa.

—Así que también has cautivado a mi padre… —dice Ana con voz dulce y guasona.

—¿También?

¿La he cautivado a usted, señorita Steele?

Paso los dedos por el rubor rosáceo que aparece en su mejilla.

—Ojalá supiera lo que estás pensando, Anastasia.

Cuando mis dedos llegan a su barbilla, le inclino la cabeza hacia atrás con suavidad para poder ver su expresión. Ella guarda silencio y me devuelve la mirada con las pupilas cada vez más oscuras.

—Ahora mismo estoy pensando: bonita corbata.

Esperaba alguna especie de declaración, así que su respuesta me hace reír.

—Últimamente es mi favorita.

Sonríe.

—Estás muy guapa, Anastasia. Este vestido con la espalda descubierta te sienta muy bien. Me dan ganas de acariciarte la espalda y sentir tu hermosa piel.

Sus labios se separan y su respiración se acelera, y siento la fuerza de la atracción que nos une.

—Sabes que irá bien, ¿verdad, nena? —Mi voz tenue delata mi deseo de que así sea.

Ella cierra los ojos, traga saliva y respira hondo. Cuando vuelve a abrirlos, su rostro refleja una gran ansiedad.

—Pero quiero más.

—¿Más?

Mierda. ¿De qué va esto?

Ella asiente.

—Más —vuelvo a susurrar. Su labio es dúctil bajo mi pulgar—. Quieres flores y corazones.

Joder. Esto nunca funcionará con ella. ¿Cómo es posible que funcione? No me interesan las historias de amor. Mis esperanzas y mis sueños empiezan a desmoronarse.

Sus ojos, muy abiertos, son inocentes y suplicantes.

Maldita sea. Es tan cautivadora…

—Anastasia, no sé mucho de ese tema.

—Yo tampoco.

Claro. Nunca antes había tenido una relación con nadie.

—Tú no sabes mucho de nada.

—Tú sabes todo lo malo —susurra.

—¿Lo malo? Para mí no lo es. Pruébalo —le suplico.

Por favor. Pruébalo a mi manera.

Su mirada intensa escruta mi cara en busca de señales que le desvelen algo, y por un momento me pierdo en esos ojos azules que todo lo ven.

—De acuerdo —susurra.

—¿Qué? —Hasta el último vello de mi cuerpo se eriza.

—De acuerdo. Lo intentaré.

—¿Estás de acuerdo? —Me cuesta creerlo.

—Dentro de los límites tolerables, sí. Lo intentaré.

Gracias al cielo. Tiro de ella, la estrecho contra mí, hundo la cara en su pelo e inhalo su aroma embriagador. Y no me importa que nos encontremos en un lugar atestado de gente. Solo estamos ella y yo.

—Ana, eres imprevisible. Me dejas sin aliento.

Instantes después advierto que Raymond Steele ha vuelto y se mira el reloj para ocultar su incomodidad. A mi pesar, suelto a Ana. Me siento como si estuviera en la cima del mundo.

¡Trato hecho, Grey!

—Annie, ¿vamos a comer algo? —pregunta Steele.

—Vamos —dice ella, y me sonríe con timidez.

—Christian, ¿quieres venir con nosotros?

Por un momento me siento tentado, pero la mirada ansiosa de Ana dice: «Por favor, no». Quiere pasar tiempo a solas con su padre. Lo capto.

—Gracias, señor Steele, pero tengo otros planes. Encantado de conocerlo.

Intenta controlar tu estúpida sonrisa, Grey.

—Lo mismo digo —contesta Steele… Y creo que es sincero—. Cuida a mi niña.

—Esa es mi intención —respondo mientras le estrecho la mano.

De formas que jamás imaginaría, señor Steele.

Cojo una mano de Ana y acerco los nudillos a mi boca.

—Nos vemos luego, señorita Steele —murmuro.

Me has hecho un hombre feliz, muy feliz.

Steele asiente brevemente con la cabeza, coge del brazo a su hija y la acompaña fuera de la recepción. Yo me quedo allí, aturdido pero rebosante de esperanza.

Ha accedido.

—¿Christian Grey?

Mi alegría se ve interrumpida por Eamon Kavanagh, el padre de Katherine.

—Eamon, ¿cómo estás? —Nos estrechamos la mano.

Taylor me recoge a las tres y media.

—Buenas tardes, señor —dice al abrirme la puerta del coche.

Durante el trayecto me informa de que el Audi A3 ya ha sido entregado en el Heathman. Ahora solo tengo que dárselo a Ana. Sé que eso será motivo de una discusión, y tal vez la cosa llegue a ponerse seria. Pero, bueno, ha accedido a ser mi sumisa, así que quizá acepte el regalo sin protestar demasiado.

¿A quién pretendes engañar, Grey?

Un hombre tiene derecho a soñar. Espero que podamos vernos esta noche; se lo daré como regalo de licenciatura.

Llamo a Andrea y le digo que encaje una reunión en mi agenda a primera hora de la mañana con Eamon Kavanagh y sus socios de Nueva York, vía WebEx. Kavanagh está interesado en actualizar su red de fibra óptica. Le pido a Andrea que también avise a Ros y a Fred para la reunión. Ella me informa de varios mensajes —nada importante— y me recuerda que mañana por la noche tengo que asistir a un acto benéfico en Seattle.

Esta será mi última noche en Portland, y Ana también pronto se irá de aquí… Sopeso la idea de llamarla, pero no tiene mucho sentido, ya que no lleva el móvil. Además, está disfrutando de la compañía de su padre.

Camino del Heathman, observo a través de la ventanilla del coche a la buena gente de Portland con sus actividades vespertinas. En un semáforo veo a una pareja discutir en la acera por el contenido de una bolsa de la compra que se les ha caído al suelo. Otra pareja, más joven, pasa por su lado de la mano, mirándose a los ojos y riéndose disimuladamente. La chica se pone de puntillas y susurra algo al oído de su novio tatuado. Él se ríe, se inclina y le da un beso rápido; luego abre la puerta de una cafetería y se hace a un lado para dejarla pasar.

Ana quiere «más». Dejo escapar un profundo suspiro y me paso los dedos por el pelo. Siempre quieren más. Todas. ¿Acaso puedo impedirlo? Esa pareja que pasea de la mano hasta la cafetería… Ana y yo también hemos hecho eso. Hemos comido juntos en dos restaurantes, y fue… divertido. Quizá podría probarlo. Al fin y al cabo, ella me está dando mucho. Me aflojo la corbata.

¿Podría ofrecerle más?

De vuelta en mi habitación, me desvisto, me pongo la ropa de deporte y bajo a hacer un circuito rápido en el gimnasio. Tener que relacionarse con tanta gente ha puesto mi paciencia al límite y necesito quemar ese exceso de energía.

También necesito pensar sobre ese «más».

Cuando ya me he duchado y vestido y estoy de nuevo delante del ordenador, Ros me llama a través de WebEx y hablamos unos cuarenta minutos. Tratamos todos los puntos de su orden del día, entre ellos la propuesta de Taiwan y Darfur. El coste del suministro por paracaídas es desmedido, pero resulta más seguro para todos los implicados. Le doy mi visto bueno. Ahora tenemos que esperar a que el envío llegue a Rotterdam.

—Ya me he puesto al día con Kavanagh Media. Creo que también Barney debería estar en la reunión —dice Ros.

—Adelante, pues. Díselo a Andrea.

—De acuerdo. ¿Cómo ha ido la ceremonia? —pregunta.

—Bien. Sorprendente.

Ana ha accedido a ser mía.

—¿Sorprendentemente bien?

—Sí.

Ros me observa fijamente desde la pantalla, intrigada, pero permanezco en silencio.

—Andrea me ha dicho que vuelves a Seattle mañana.

—Sí.

Sonríe con malicia.

—Me alegra saberlo. Tengo otra reunión, así que, si no hay nada más, me despido por el momento.

—Adiós.

Salgo de WebEx y entro en el programa de correo electrónico, centrando mi atención en esta noche.

De: Christian Grey

Fecha: 26 de mayo de 2011 17:22

Para: Anastasia Steele

Asunto: Límites tolerables

 

¿Qué puedo decir que no haya dicho ya?

Encantado de comentarlo contigo cuando quieras.

Hoy estabas muy guapa.

 

Christian Grey

Presidente de Grey Enterprises Holdings, Inc.

Y pensar que esta mañana estaba convencido de que todo había terminado entre nosotros…

Dios, Grey, necesitas centrarte un poco. Flynn tendría un montón de material para trabajar contigo hoy.

Claro que ella no llevaba el móvil encima. Tal vez necesite una manera de comunicarse más fiable.

De: Christian Grey

Fecha: 26 de mayo de 2011 17:36

Para: J. B. Taylor

Cc: Andrea Ashton

Asunto: BlackBerry

 

Taylor:

Por favor, consigue una BlackBerry nueva para Anastasia Steele con su e-mail preinstalado. Andrea puede pedirle todos los datos a Barney y pasártelos después.

Por favor, entrégalo mañana en su casa o en Clayton’s.

 

Christian Grey

Presidente de Grey Enterprises Holdings, Inc.

En cuanto lo envío, cojo el último número del Forbes y empiezo a leer.

A las seis y media aún no tengo respuesta de Ana, de modo que deduzco que sigue entreteniendo al discreto y sencillo Ray Steele. Teniendo en cuenta que no comparten lazos de sangre, su parecido es asombroso.

Pido un risotto de marisco al servicio de habitaciones y, mientras espero, sigo leyendo.

La llamada de Grace me sorprende en plena lectura.

—Cristian, cariño…

—Hola, mamá.

—¿Mia se ha puesto en contacto contigo?

—Sí. Tengo los datos del vuelo. Iré a recogerla.

—Fantástico. Espero que te quedes a cenar el sábado.

—Sí, claro.

—Y el domingo Elliot traerá a cenar a su amiga Kate. ¿Te gustaría venir? Podrías invitar a Anastasia.

A esto se refería Kavanagh esta mañana.

Intento ganar tiempo.

—Le preguntaré qué planes tiene.

—Dime algo. Sería maravilloso volver a tener a toda la familia reunida.

Pongo los ojos en blanco.

—Si tú lo dices, mamá…

—Sí, eso digo, cariño. ¡Hasta el sábado!

Cuelga.

¿Llevar a Ana a conocer a mis padres? ¿Cómo coño voy a salir de esta?

Mientras le doy vueltas al asunto, llega un correo.

De: Anastasia Steele

Fecha: 26 de mayo de 2011 19:23

Para: Christian Grey

Asunto: Límites tolerables

 

Si quieres, puedo ir a verte esta noche y lo comentamos.

 

Ana

No, ni hablar, nena. En ese coche no. Y entonces mis planes acaban de encajar.

De: Christian Grey

Fecha: 26 de mayo de 2011 19:27

Para: Anastasia Steele

Asunto: Límites tolerables

 

Voy yo a tu casa. Cuando te dije que no me gustaba que condujeras ese coche, lo decía en serio.

Nos vemos enseguida.

 

Christian Grey

Presidente de Grey Enterprises Holdings, Inc.

Imprimo de nuevo el apartado «Límites tolerables» del contrato y del correo con sus objeciones porque me he dejado la otra copia en la americana, que sigue en su poder. Luego llamo a la puerta de Taylor.

—Voy a llevarle el coche a Anastasia. ¿Podrías recogerme en su casa sobre las… nueve y media?

—Por supuesto, señor.

Antes de salir me guardo dos condones en el bolsillo de los vaqueros.

Tal vez tenga suerte.

El A3 es divertido de conducir, aunque tiene menos motor de lo que estoy acostumbrado a llevar. Aparco frente a una licorería de las afueras de Portland; quiero comprar champán para celebrarlo. Renuncio al Cristal y al Dom Pérignon y me decanto por un Bollinger, sobre todo porque la añada es de 1999 y está helado, pero también porque es rosa… Simbólico, pienso con una sonrisa pícara, y le tiendo la American Express a la cajera.

Ana abre la puerta; sigue llevando ese sensacional vestido gris. Estoy impaciente por que llegue el momento de quitárselo.

—Hola —dice.

Sus ojos se ven grandes y luminosos en su pálido rostro.

—Hola.

—Pasa.

Parece tímida e incómoda. ¿Por qué? ¿Qué ha ocurrido?

—Si me lo permites. —Levanto la botella de champán—. He pensado que podríamos celebrar tu graduación. No hay nada como un buen Bollinger.

—Interesante elección. —Su tono es sarcástico.

—Me encanta la chispa que tienes, Anastasia. —Esa es mi chica.

—No tenemos más que tazas. Ya hemos empaquetado todos los vasos y copas.

—¿Tazas? Por mí, bien.

La veo dirigirse a la cocina. Está nerviosa y algo asustada. Tal vez porque ha tenido un día intenso, o porque ha accedido a mis condiciones, o porque está sola en el apartamento (sé que esta noche Kavanagh pasa la velada con su familia; su padre me lo dijo). Confío en que el champán la ayude a relajarse… y a hablar.

El salón está vacío, a excepción de las cajas de embalaje, el sofá y la mesa. Sobre ella hay un paquete marrón con una nota manuscrita adherida:

Acepto las condiciones, Angel, porque tú sabes mejor cuál tiene que ser mi castigo. Lo único que te pido es… que no sea más duro de lo que pueda soportar.

—¿Quieres platito también? —me pregunta desde la cocina.

—Con la taza me vale, Anastasia —contesto, distraído.

Ha empaquetado los libros… las primeras ediciones que le envié. Va a devolvérmelas. No las quiere. Por eso está nerviosa.

¿Cómo diablos reaccionará cuando vea el coche?

Alzo la vista y la encuentro frente a mí, mirándome. Deja las tazas sobre la mesa con cuidado.

—Eso es para ti. —Su voz es débil y forzada.

—Mmm, me lo figuro —murmuro—. Una cita muy oportuna. —Trazo las palabras con un dedo. Su letra es pequeña y pulcra, y me pregunto qué concluiría un grafólogo de ella—. Pensé que era d’Urberville, no Angel. Has elegido la corrupción. —Por supuesto que es la cita perfecta. Mi sonrisa es irónica—. Solo tú podías encontrar algo de resonancias tan acertadas.

—También es una súplica —susurra.

—¿Una súplica? ¿Para que no me pase contigo?

Asiente.

Estos libros supusieron una inversión para mí, pero creía que significarían algo más para ella.

—Compré esto para ti. —Es una mentira inofensiva… ya que los he reemplazado—. No me pasaré contigo si lo aceptas. —Mantengo la voz serena y suave, ocultando la desilusión que siento.

—Christian, no puedo aceptarlo, es demasiado.

Ya estamos, otro duelo de voluntades.

Plus ça change, plus c’est la même chose.

—¿Ves?, a esto me refería, me desafías. Quiero que te lo quedes, y se acabó la discusión. Es muy sencillo. No tienes que pensar en nada de esto. Como sumisa mía, tendrías que agradecérmelo. Limítate a aceptar lo que te compre, porque me complace que lo hagas.

—Aún no era tu sumisa cuando lo compraste —dice en un tono calmado.

Como siempre, tiene respuesta para todo.

—No… pero has accedido, Anastasia.

¿Está incumpliendo nuestro trato? Dios, esta chica me tiene en una montaña rusa.

—Entonces, ¿es mío y puedo hacer lo que quiera con ello?

—Sí.

Creía que te encantaba Hardy.

—En ese caso, me gustaría donarlo a una ONG, a una que trabaja en Darfur y a la que parece que le tienes cariño. Que lo subasten.

—Si eso es lo que quieres hacer…

No voy a detenerte.

Por mí, como si los quemas.

Su tez pálida cobra color.

—Me lo pensaré —murmura.

—No pienses, Anastasia. En esto, no.

Quédatelos, por favor. Son para ti; tu pasión son los libros. Me lo has dicho más de una vez. Disfrútalos.

Dejo el champán sobre la mesa, me pongo de pie delante de ella, la cojo de la barbilla y le echo suavemente la cabeza hacia atrás para mirarla a los ojos.

—Te voy a comprar muchas cosas, Anastasia. Acostúmbrate. Me lo puedo permitir. Soy un hombre muy rico. —Le doy un beso rápido—. Por favor —añado, y la suelto.

—Eso hace que me sienta ruin —dice.

—No debería. Le estás dando demasiadas vueltas, Anastasia. No te juzgues por lo que puedan pensar los demás. No malgastes energía. Esto es porque nuestro contrato te produce cierto reparo; es algo de lo más normal. No sabes en qué te estás metiendo.

Su encantador rostro rebosa consternación.

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