Grey

Grey


Lunes, 6 de junio de 2011

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Lunes, 6 de junio de 2011

Temo irme a la cama. Es más de medianoche y estoy cansado, pero me siento al piano y toco el adagio Bach Marcello una y otra vez. Al recordar a Ana con la cabeza reposando sobre mi hombro, casi puedo notar su dulce fragancia.

Venga ya, ¡dijo que lo intentaría!

Dejo de tocar y me cubro la cabeza con ambas manos. Al apoyarme sobre los codos aporreo el teclado y suenan dos acordes discordantes. Dijo que lo intentaría, pero a la mínima se ha dado por vencida.

Y ha salido corriendo.

¿Por qué le pegué tan fuerte?

En mi fuero interno conozco la respuesta: porque ella me lo pidió, y yo fui demasiado impetuoso y egoísta para resistir la tentación. Seducido por su desafío, aproveché la oportunidad para colocarnos a ambos donde yo deseaba estar. Ella no usó ninguna palabra de seguridad, y le hice más daño del que podía soportar… cuando le había prometido que jamás lo haría.

Soy un completo gilipollas.

¿Cómo podría volver a confiar en mí después de eso? Es normal que se haya marchado.

Además, ¿por qué narices iba a querer estar conmigo?

Se me pasa por la cabeza emborracharme. No lo he hecho desde que tenía quince años. Bueno, sí, una vez, a los veintiuno. No soporto perder el control; sé lo que el alcohol puede hacerle a uno. Me estremezco y cierro la mente a esos recuerdos, y decido que es mejor que me vaya a dormir.

Tumbado en la cama, rezo por no soñar nada. Pero, si tengo que soñar, quiero que sea con ella.

Hoy mami está muy guapa. Se sienta y me deja que le cepille el pelo. Me mira en el espejo y pone esa sonrisa especial. La sonrisa especial que tiene para mí. Se oye un ruido fuerte. Algo se ha roto. Es él, ha vuelto. ¡No!

—¿Dónde coño estás, puta? He traído a un amigo que te necesita. Tiene pasta.

—Mami se pone de pie, me coge de la mano y me empuja dentro del armario. Me siento sobre sus zapatos y procuro estar callado mientras me tapo las orejas y cierro los ojos con fuerza. La ropa huele a mami. Me gusta su olor. Me gusta estar aquí. A salvo de él. Está gritando.

—¿Dónde está ese puto mequetrefe?

Me ha cogido del pelo y me saca del armario.

—No quiero que estropees la fiesta, mierdecilla.

Le pega una bofetada fuerte a mami.

—Házselo bien a mi amigo y te conseguiré un pico, puta.

Mami me mira con lágrimas en los ojos. No llores, mami. Otro hombre entra en la habitación. Un hombre grande con el pelo sucio. El hombre grande le sonríe a mami. Me llevan a la otra habitación. Él me tira al suelo de un empujón y me hago daño en las rodillas.

—¿Qué voy a hacer contigo, mocoso de mierda?

Huele mal. Huele a cerveza y está fumando un cigarrillo.

Despierto. El corazón me va a cien, como si hubiera recorrido cuarenta manzanas a todo correr para escapar de los perros del infierno. Salto de la cama mientras entierro el sueño en lo más recóndito de mi conciencia y me apresuro a ir a la cocina a por un vaso de agua.

Necesito ver a Flynn. Las pesadillas son cada vez peores. No las tenía cuando Ana dormía a mi lado.

Mierda.

Nunca me había dormido con ninguna de mis sumisas. Bueno, nunca me había apetecido hacerlo. ¿Es porque me daba miedo que me tocaran durante la noche? No lo sé. Hizo falta que una chica inocente se emborrachara para demostrarme lo apacible y agradable que puede llegar a ser.

Sí que había mirado a mis sumisas mientras dormían, pero siempre con el propósito de despertarlas para obtener un poco de alivio sexual.

Recuerdo haber estado horas enteras observando a Ana dormida en el Heathman. Cuanto más la miraba, más guapa me parecía: su piel sin mácula resplandecía bajo la tenue luz, el pelo oscuro se extendía sobre la almohada blanca y las pestañas le temblaban mientras dormía. Tenía la boca entreabierta y se le veían los dientes, y también la lengua al pasársela por los labios. Simplemente observarla fue una experiencia de lo más excitante. Y cuando por fin me puse a dormir a su lado, escuchando su respiración regular, contemplando cómo subían y bajaban sus pechos cada vez que tomaba aire, dormí bien, muy bien.

Entro en el estudio y cojo el planeador. El simple hecho de verlo me arranca una sonrisa de ternura y me reconforta. Me siento orgulloso de haberlo construido, y a la vez ridículo por lo que estoy a punto de hacer. Fue su último regalo para mí. El primero desde que empezó a ser… ¿qué?

Claro. Ella misma.

Se había sacrificado a sí misma para satisfacer mis necesidades, mi ansia, mi lujuria, mi ego; mi puto ego malherido.

Mierda. ¿Desaparecerá alguna vez este dolor?

Aunque me siento un poco tonto al hacerlo, me llevo el planeador a la cama.

—¿Qué le apetece desayunar, señor?

—Solo un café, Gail.

La señora Jones duda.

—Señor, ayer noche no se comió la cena.

—¿Y qué?

—Que igual se pone enfermo.

—Gail, solo un café. Por favor. —Con eso la hago callar. No es asunto suyo.

Ella frunce los labios, pero asiente y se vuelve hacia la Gaggia. Me dirijo al estudio para recoger los documentos de la oficina y buscar un sobre acolchado.

Llamo a Ros por teléfono desde el coche.

—Buen trabajo con los preparativos para SIP, pero hace falta revisar el plan de negocio. Vamos a hacer una oferta.

—Christian, es demasiado pronto.

—Quiero que nos demos prisa. Te he enviado por e-mail mi opinión sobre el precio de la oferta. Estaré en la oficina a partir de las siete y media; nos reuniremos allí.

—Si estás seguro…

—Lo estoy.

—De acuerdo, llamaré a Andrea para que programe esa reunión. Tengo las estadísticas de la comparativa entre Detroit y Savannah.

—¿Y cuál es la conclusión?

—Detroit.

—Ya.

Mierda. No ha salido Savannah.

—Hablamos luego.

Cuelgo. Me arrellano en el asiento trasero del Audi y le doy vueltas a la cabeza mientras Taylor se abre paso a toda velocidad entre el tráfico. Me pregunto cómo se las arreglará Anastasia para desplazarse hasta el trabajo esta mañana. A lo mejor ayer compró un coche, aunque lo dudo, y no sé por qué. Me pregunto si está tan hecha polvo como yo; espero que no. Tal vez se haya dado cuenta de que yo no era más que un ridículo capricho pasajero.

Es imposible que me quiera.

Y menos ahora, desde luego, después de todo lo que le he hecho. Nadie me había dicho jamás que me quería, excepto mis padres, claro, pero incluso ellos lo hacen por su sentido del deber. Me viene a la mente la palabrería de Flynn sobre la incondicionalidad del amor parental, aun cuando se trata de niños adoptados, pero nunca me ha convencido. Para ellos no he sido más que una decepción.

—¿Señor Grey?

—Lo siento, ¿qué pasa?

Taylor me ha pillado fuera de juego. Ha abierto la puerta del coche y está esperando a que salga con cara de preocupación.

—Hemos llegado, señor.

Mierda… ¿Cuánto tiempo llevamos aquí?

—Gracias. Ya te diré a qué hora tienes que venir a buscarme por la tarde.

Céntrate, Grey.

Andrea y Olivia me miran cuando salgo del ascensor. Olivia pestañea y se coloca un mechón de pelo detrás de la oreja. Dios, estoy hasta el gorro de esa idiota. Tendré que pedirles a los de Recursos Humanos que la trasladen a otro departamento.

—Un café, Olivia, por favor… y también un cruasán.

La chica se levanta de inmediato para seguir mis instrucciones.

—Andrea, ponme al teléfono con Welch, con Barney, luego con Flynn y después con Claude Bastille. No quiero que me moleste nadie, ni siquiera mi madre. A menos que… A menos que llame Anastasia Steele, ¿entendido?

—Sí, señor. ¿Quiere que revisemos ahora la agenda?

—No, antes necesito tomarme un café y comer algo.

Miro con mala cara a Olivia, que avanza hacia el ascensor a la velocidad de un caracol.

—Sí, señor Grey —dice Andrea tras de mí cuando ya estoy abriendo la puerta de mi despacho.

Saco del maletín el sobre acolchado que contiene mi posesión más preciada: el planeador. Lo coloco sobre el escritorio, y a mi mente acude la señorita Steele.

Esta mañana se estrena en su nuevo empleo, conocerá a personas nuevas… a hombres nuevos. La idea me resulta dolorosa. Me olvidará.

No, no me olvidará. Las mujeres siempre recuerdan al primer hombre con quien han follado, ¿verdad? Siempre ocuparé un lugar en su memoria, aunque solo sea por eso. Pero yo no quiero ser un simple recuerdo; quiero que me tenga presente. Necesito que me tenga presente. ¿Qué puedo hacer?

Llaman a la puerta y aparece Andrea.

—El café y los cruasanes que ha pedido, señor Grey.

—Pasa.

Se apresura a acercarse y su mirada recae en el planeador, pero tiene la sensatez de morderse la lengua. Deja el desayuno sobre el escritorio.

Café solo. Buen trabajo, Andrea.

—Gracias.

—Les he dejado mensajes a Welch, Barney y Bastille. Flynn llamará dentro de cinco minutos.

—Bien. Quiero que canceles todos los compromisos sociales que tengo para esta semana. Nada de comidas, y nada de asistir a ningún acto por la noche. Arréglatelas para ponerme con Barney y busca el teléfono de una buena floristería.

Lo va anotando todo como puede en su libreta.

—Señor, solemos trabajar con Arcadia’s Roses. ¿Quiere que les pida que manden algún ramo de su parte?

—No, pásame el número, me encargaré personalmente. Eso es todo.

Ella asiente y se apresura a marcharse, como si no viera la hora de salir de mi despacho. Al cabo de un momento suena el teléfono. Es Barney.

—Barney, necesito que me hagas un pie para una maqueta de planeador.

Entre reunión y reunión llamo a la floristería y encargo dos docenas de rosas blancas para Ana. Pido que las entreguen en su casa por la noche; así no la incomodo ni la molesto mientras trabaja.

Y no podrá olvidarse de mí.

—¿Quiere que incluyamos algún mensaje con las flores, señor? —pregunta la florista.

¿Un mensaje para Ana?

¿Y qué le digo?

Vuelve. Lo siento. No te pegaré más.

Las palabras brotan en mi mente de forma espontánea y me obligan a arrugar la frente.

—Mmm… Algo como: «Felicidades por tu primer día en el trabajo. Espero que haya ido bien. —Miro el planeador en el escritorio—. Y gracias por el planeador. Has sido muy amable. Ocupa un lugar preferente en mi mesa. Christian».

La florista me lee la nota.

Maldita sea, no expresa nada de lo que quiero decirle.

—¿Será todo, señor Grey?

—Sí. Gracias.

—De nada, señor, y que tenga un buen día.

Le lanzo una mirada asesina al teléfono. Un buen día, y una mierda.

—Oye, tío, ¿qué te pasa? —Claude levanta su miserable trasero del suelo, donde lo he hecho aterrizar de un puñetazo—. Esta tarde estás que muerdes, Grey.

Se levanta despacio, con la elegancia de un gato grande que tantea de nuevo a su presa. Estamos entrenándonos a solas en el gimnasio del sótano de Grey House.

—Estoy cabreado —suelto entre dientes.

Él mantiene el semblante impasible mientras nos movemos en círculo.

—No es buena idea subirte al ring si tienes la cabeza en otro sitio —dice Claude, divertido pero sin quitarme los ojos de encima.

—Pues a mí me está ayudando.

—Más a la izquierda. Protégete la derecha. El brazo más arriba, Grey.

Me ataca con un golpe cruzado, me da en el hombro y a punto estoy de perder el equilibrio y caerme.

—Concéntrate, Grey. Aquí no te traigas todas esas mierdas de tu vida de ejecutivo. ¿O es por una chica? ¿Por fin un culo de los buenos te tiene bien pillado? —Me mira con sorna provocándome.

Y funciona: le doy una patada a media altura y un puñetazo con todo el peso del cuerpo, y otro más, y él retrocede tambaleándose mientras sus cortas rastas se agitan.

—Métete en tus putos asuntos, Bastille.

—Vaya, te he dado donde más te duele —alardea Claude, en un tono triunfal.

De repente repite el golpe cruzado, pero yo me anticipo a su acción y lo bloqueo atacando con un puñetazo y una patada rápida. Esta vez se echa para atrás de un salto, impresionado.

—No sé qué mierda está pasando en tu pequeño mundo privilegiado, Grey, pero funciona. Quédate con ello.

Voy a derribarlo, ya lo creo. Arremeto contra él.

De vuelta a casa encontramos poco tráfico.

—Taylor, ¿podemos hacer una parada?

—¿Adónde vamos?

—¿Puedes pasar por el apartamento de la señorita Steele?

—Sí, señor.

Me he acostumbrado a este dolor; está siempre presente, como un zumbido en el oído. Durante las reuniones se hace más débil y resulta menos molesto; pero, cuando estoy a solas con mis pensamientos, se intensifica y me desgarra por dentro. ¿Cuánto va a durar?

A medida que nos acercamos a su edificio, el corazón se me ralentiza.

A lo mejor la veo.

La posibilidad me hace vibrar de emoción y me incomoda al mismo tiempo. Y me doy cuenta de que, desde que se marchó, tan solo he pensado en ella. Su ausencia es mi compañera permanente.

—Conduce despacio —le indico a Taylor cuando nos acercamos más.

Las luces están encendidas.

¡Se encuentra en casa!

Espero que esté sola, y que me eche de menos.

¿Habrá recibido las flores que le he mandado?

Me entran ganas de mirar el teléfono para comprobar si me ha enviado algún mensaje, pero no puedo apartar la mirada de su ventana; no quiero perderme la oportunidad de verla. ¿Estará bien? ¿Estará pensando en mí? Me pregunto cómo le habrá ido el primer día de trabajo.

—¿Otra vez, señor? —pregunta Taylor mientras, lentamente, dejamos atrás el edificio.

—No —digo exhalando. No era consciente de que había contenido la respiración.

Mientras regresamos al Escala, reviso los e-mails y los mensajes de texto con la esperanza de encontrar alguno de ella… pero no hay nada. Veo un mensaje de texto de Elena.

*¿Estás bien?*

Hago como si no lo hubiera recibido.

En mi apartamento no se oye un solo ruido. No me había dado cuenta hasta ahora. La ausencia de Anastasia ha acentuado ese silencio.

Doy un sorbo de coñac mientras me dirijo a la biblioteca con aire apático. Qué ironía que no le haya ensañado jamás esta habitación, con el amor que siente por la literatura… Tengo la esperanza de hallar un poco de consuelo en este lugar, puesto que no alberga ningún recuerdo de nosotros. Reviso todos mis libros, bien catalogados y colocados en las estanterías, y mi mirada se desvía hacia la mesa de billar. ¿Jugará Ana al billar? No lo creo.

Me asalta una imagen de ella abierta de piernas sobre el paño verde. Puede que aquí no haya recuerdos de los dos, pero mi mente es más que capaz y está más que encantada de crear vívidas y eróticas imágenes de la encantadora señorita Steele.

No puedo soportarlo.

Doy otro trago de coñac y salgo de la habitación.

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