Grey

Grey


Martes, 7 de junio de 2011

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Martes, 7 de junio de 2011

Estamos follando. Follando duro. En el suelo del baño. Es mía. Me hundo en ella, una y otra vez. Me deleito con ella: su tacto, su olor, su sabor. La sujeto por el pelo para que no pueda moverse. La sujeto por el culo. Sus piernas alrededor de mi cintura. La tengo inmovilizada. Me envuelve como si fuera seda. Sus manos me tiran del pelo. Ah, sí. Me siento en casa, ella es mi hogar. Aquí es donde quiero estar… dentro de ella…

Ella… es… mía. Cuando se corre, sus músculos se tensan, aprisionan mi miembro, y echa la cabeza hacia atrás. ¡Córrete para mí! Grita, y yo la sigo… Oh, sí, mi dulce, dulce Anastasia. Sonríe, somnolienta, saciada… oh, y tan sexy…

Se levanta y me mira con esa sonrisa juguetona en los labios, luego me aparta y retrocede unos pasos sin decir nada. La cojo de la mano y estamos en el cuarto de juegos. La sujeto sobre el banco. Levanto el cinturón para castigarla… y ella desaparece. Está junto a la puerta. Pálida, conmocionada y triste, y se aleja como flotando… La puerta ya no está, y ella se aleja más aún. Alarga las manos en un gesto de súplica.

—Ven conmigo —susurra, pero sigue retrocediendo y desvaneciéndose… desapareciendo frente a mis ojos… evaporándose… Se ha ido.

—¡No! —grito—. ¡No!

Pero no tengo voz. No tengo nada. Estoy mudo. Mudo… otra vez.

Despierto aturdido.

Mierda, ha sido un sueño. Otro sueño vívido.

Aunque diferente.

¡Dios! Mi cuerpo está todo pegajoso. Por un instante revivo una sensación que había olvidado hace mucho tiempo, una sensación de miedo y euforia… pero ahora ya no pertenezco a Elena.

¡Madre de Dios! Ha sido una corrida monumental. No me pasaba esto desde que tenía… ¿cuántos años?, ¿quince?, ¿dieciséis?

Sigo acostado, a oscuras, asqueado de mí mismo. Me quito la camiseta y me limpio con ella. Hay semen por todas partes. Me sorprendo sonriendo, a pesar de la dolorosa sensación de pérdida que siento. El sueño erótico ha merecido la pena. El resto… joder. Me doy la vuelta y sigo durmiendo.

Él se ha ido. Mami está sentada en el sofá. Callada. Mira la pared y a veces parpadea. Me pongo delante de ella, pero no me ve. Muevo una mano y entonces me ve, pero me hace un gesto para que me vaya. No, renacuajo, ahora no. Él le hace daño a mami. Me hace daño a mí. Me duele la barriga, vuelve a tener hambre. Estoy en la cocina, busco galletas. Acerco la silla al armario y me subo. Encuentro una caja de galletas saladas. Es lo único que hay en el armario. Me siento en la silla y abro la caja. Quedan dos. Me las como. Están buenas. Lo oigo. Ha vuelto. Salto de la silla, voy corriendo a mi habitación y me meto en la cama. Me hago el dormido. Él me clava un dedo.

—Quédate aquí, mierdecilla. Voy a follarme a la puta de tu madre. No quiero volver a ver tu asquerosa cara el resto de la noche, ¿lo entiendes?

No le contesto y me da una bofetada.

—O te quemo, pequeño capullo.

No. No. Eso no me gusta. No me gusta que me queme. Duele.

—¿Lo pillas, retrasado?

Sé que quiere que llore. Pero es difícil. No consigo hacer el sonido. Me da un puñetazo…

Vuelvo a despertar sobresaltado y jadeando, y me quedo tumbado a la pálida luz del amanecer esperando a que se me calme el corazón, intentando deshacerme del acre sabor a miedo que tengo en la boca.

Ella te salvó de esta mierda, Grey.

No revivías el dolor de estos recuerdos cuando ella estaba contigo. ¿Por qué has dejado que se marchase?

Miro el reloj: las 5.15. Hora de salir a correr.

Su edificio tiene una apariencia lúgubre en la penumbra; aún no le alcanzan los primeros rayos de sol: una estampa apropiada que refleja mi estado de ánimo. Su apartamento está a oscuras, aunque las cortinas de la habitación en la que me fijé ayer permanecen echadas. Debe de ser su dormitorio.

Confío desesperadamente en que esté durmiendo sola ahí arriba. La imagino acurrucada en su cama de hierro forjado blanco; Ana hecha una pequeña bola. ¿Estará soñando conmigo? ¿Le provocaré pesadillas? ¿Me habrá olvidado?

Nunca me había sentido tan desgraciado, ni siquiera de adolescente. Tal vez antes de ser un Grey… Mi memoria retrocede de nuevo. No, no… pesadillas estando despierto no, por favor. Esto es demasiado. Me pongo la capucha, me escondo en el portal de enfrente y me apoyo en la pared de granito. Me asalta el espantoso y fugaz pensamiento de que podría pasarme aquí una semana, un mes… ¿un año? Vigilando, esperando conseguir al menos un atisbo de la chica que era mía. Duele. Me he convertido en lo que ella siempre me ha acusado de ser: en su acosador.

No puedo seguir así. Tengo que verla, comprobar que está bien. Necesito borrar la última imagen que conservo de ella: herida, humillada, derrotada… y dejándome.

Tengo que idear la forma de conseguirlo.

De vuelta en el Escala, Gail me mira impasible.

—Yo no he pedido esto —le digo al ver la tortilla que acaba de dejarme delante.

—Entonces la tiraré, señor Grey —dice, y alarga una mano para coger el plato.

Sabe que no soporto que se derroche la comida, pero no tiembla ante mi mirada fulminante.

—Lo ha hecho a propósito, señora Jones. —Qué mujer más entrometida.

Ella sonríe, una sonrisa breve y triunfal. Frunzo el ceño, pero no se inmuta y, con el recuerdo de la pesadilla de esta noche aún latente, devoro el desayuno.

¿Podría sencillamente llamar a Ana para saludarla? ¿Me contestaría? Mi mirada se posa en el planeador que tengo sobre el escritorio. Ella me pidió una ruptura definitiva, y debería respetar su decisión y no molestarla. Pero quiero oír su voz. Sopeso un instante la idea de llamarla y colgar, solo para oírla.

—¿Christian? ¿Estás bien, Christian?

—Perdona, Ros, ¿decías algo?

—Estás muy distraído. Nunca te había visto así.

—Estoy bien —contesto en un tono seco. Mierda. Céntrate, Grey—. ¿Qué decías?

Ros me mira recelosa.

—Decía que SIP tiene problemas financieros más graves de lo que creíamos. ¿Estás seguro de que quieres seguir adelante?

—Sí. —Mi voz es vehemente—. Estoy seguro.

—Su equipo vendrá mañana por la tarde para firmar el preacuerdo.

—Bien. ¿Novedades sobre nuestra propuesta para Eamon Kavanagh?

Reflexiono mientras miro a Taylor a través de las tablillas de madera del estor; ha aparcado delante de la consulta de Flynn. Falta poco para que anochezca y sigo pensando en Ana.

—Christian, estoy encantado de aceptar tu dinero y de verte mirar por la ventana, pero no creo que las vistas sean el motivo que te ha traído aquí —dice Flynn.

Me vuelvo hacia él y lo encuentro mirándome con aire de cortés expectación. Suspiro y me dirijo al diván.

—Las pesadillas han vuelto. Y son más aterradoras que nunca.

Flynn arquea una ceja.

—¿Las mismas?

—Sí.

—¿Qué ha cambiado? —Ladea la cabeza esperando mi respuesta. Al ver que guardo silencio, añade—: Christian, pareces hundido. Ha ocurrido algo.

Me siento como con Elena; una parte de mí no quiere contárselo, porque entonces se volverá real.

—He conocido a una chica.

—¿Y?

—Me ha dejado.

Parece sorprendido.

—Ya te habían dejado otras mujeres. ¿Por qué esta vez es diferente?

Lo miro inexpresivo.

¿Por qué esta vez es diferente? Porque Ana era distinta.

Mis pensamientos se confunden y se emborronan formando un tapiz colorido y confuso: ella no era una sumisa. No teníamos contrato. Era sexualmente inexperta. Era la primera mujer a la que deseaba por algo más que el sexo. Dios… he experimentado tantas cosas nuevas con ella: la primera chica con la que he dormido, la primera virgen, la primera que ha conocido a mi familia, la primera que ha volado en el Charlie Tango, la primera a la que he llevado a planear.

Sí… Distinta.

Flynn me arranca de mi ensimismamiento.

—Es una pregunta sencilla, Christian.

—La echo de menos.

Su expresión sigue transmitiendo afabilidad y preocupación, pero no comenta nada.

—¿Nunca habías echado de menos a las mujeres con las que habías mantenido relaciones?

—No.

—Entonces había algo diferente en ella —concluye.

Me encojo de hombros, pero insiste.

—¿Has mantenido una relación contractual con ella? ¿Era una sumisa?

—Confiaba en que acabara siéndolo. Pero eso no iba con ella.

Flynn frunce el ceño.

—No entiendo.

—He quebrantado una de mis normas. Perseguí a esa chica creyendo que le interesaría, pero no iba con ella.

—Explícame qué ha pasado.

Las compuertas se abren y le cuento los acontecimientos del último mes, desde la aparición de Ana en mi despacho hasta el momento en que se marchó, la mañana del pasado sábado.

—Ya veo. Has tenido experiencias muy intensas desde la última vez que hablamos. —Me observa frotándose el mentón—. Hay muchas cuestiones aquí, Christian. Pero ahora mismo vamos a centrarnos en cómo te sentiste cuando te dijo que te quería.

Tomo aire, pero el miedo me atenaza las entrañas.

—Aterrado —susurro.

—Claro. —Sacude la cabeza—. No eres el monstruo que crees ser; eres digno de afecto, Christian. Lo sabes. Te lo he dicho muchas veces, por mucho que opines lo contrario.

Le miro inexpresivo, obviando su perogrullada.

—¿Y cómo te sientes ahora? —pregunta.

Perdido. Me siento perdido.

—La echo de menos. Quiero verla.

Vuelvo a estar en el confesionario admitiendo mis pecados: la necesidad oscura, oscurísima, que siento de ella, como si fuera una adicción.

—De modo que, a pesar del hecho de que, tal como tú lo percibes, ella no podía satisfacer tus necesidades, la echas de menos.

—Sí. No es solo una percepción, John. Ella no puede ser lo que yo quiero, y yo no puedo ser lo que ella quiere.

—¿Estás seguro?

—Se marchó.

—Se marchó porque la azotaste con un cinturón. ¿Puedes culparla por no compartir tus gustos?

—No.

—¿Te has planteado probar a mantener una relación a su manera?

¿Qué? Lo miro con sorpresa.

—¿Te resultaban satisfactorias las relaciones sexuales con ella? —añade.

—Mucho.

—¿Te gustaría repetir?

¿Volver a hacérselo? ¿Y ver de nuevo cómo se marcha?

—No.

—¿Y por qué?

—Porque no es lo suyo. Le hice daño. Le hice mucho daño… y ella no puede… no querrá… —Hago una pausa—. Ella no disfruta con eso. Se enfadó. Se enfadó mucho, joder. —Su expresión, esa mirada herida, me perseguirá mucho tiempo… Y no quiero volver a ser la causa de esa mirada.

—¿Estás sorprendido?

Niego con la cabeza.

—Se puso furiosa —susurro—. Nunca la había visto tan enfadada.

—¿Cómo te hizo sentir eso?

—Impotente.

—Un sentimiento que ya conoces —dice.

—¿Que ya conozco…? —¿A qué se refiere?

—¿Es que no te das cuenta? ¿Tu pasado?

Su pregunta me pilla desprevenido.

Mierda, hemos hablado de esto mil veces.

—No, en absoluto. Es diferente. La relación que tuve con la señora Lincoln fue completamente distinta.

—No me refería a la señora Lincoln.

—¿A qué te referías? —Mi voz se ha reducido a un susurro, porque de pronto veo adónde quiere ir a parar.

—Ya lo sabes.

Intento coger aire, abrumado por la rabia impotente de un niño indefenso. Sí. La rabia. La rabia profunda y desquiciante… y el miedo. La oscuridad es como un torbellino furioso dentro de mí.

—No es lo mismo —mascullo esforzándome por contener mi ira.

—No, cierto —concede Flynn.

Pero la imagen de ella enfadada me asalta sin previo aviso.

«¿Esto es lo que te gusta de verdad? ¿Verme así?».

Y aplaca mi cólera.

—Sé lo que estás intentando hacer, doctor, pero es una comparación injusta. Me pidió que se lo mostrara. Es mayor de edad, por el amor de Dios. Podría haber utilizado la palabra de seguridad. Podría haberme pedido que parase, pero no lo hizo.

—Lo sé, lo sé. —Levanta una mano—. Solo trato de ilustrar crudamente un hecho, Christian. Estás muy enfadado, y tienes derecho a estarlo. No voy a discutir todo eso ahora. Es evidente que estás sufriendo, y el principal objetivo de estas sesiones es conseguir que te aceptes a ti mismo y te sientas mejor. —Hace una pausa—. Esa chica…

—Anastasia —musito, enfurruñado.

—Anastasia. Es obvio que ha tenido un profundo efecto en ti. Su decisión de marcharse ha reavivado tus problemas con el abandono y el síndrome de estrés postraumático. Es incuestionable que significa mucho más para ti de lo que estás dispuesto a admitir.

Respiro hondo; estoy muy tenso. ¿Ese es el motivo por el que esto resulta tan doloroso? ¿Porque ella significa más, mucho más?

—Necesitas centrarte en dónde quieres estar —prosigue Flynn—. Y yo diría que quieres estar con esa chica. La echas de menos. ¿Quieres estar con ella?

¿Estar con Ana?

—Sí —susurro.

—Entonces debes concentrarte en ese objetivo. En eso consiste lo que hemos estado machacando estas últimas sesiones de SFBT: terapia breve centrada en soluciones. Si está enamorada de ti, tal como te ha dicho, también debe de estar sufriendo. Así que repito mi pregunta: ¿te has planteado la posibilidad de mantener una relación más convencional con esa chica?

—No.

—¿Por qué no?

—Porque nunca he pensado que pudiera ser capaz.

—Bueno, si ella no está preparada para ser tu sumisa, no puedes asumir el papel de amo.

Lo miro, furioso. No es un papel: es quien soy. Y, como salido de la nada, me viene a la memoria un correo a Anastasia. Mis palabras: «Lo que parece que no te queda claro es que, en una relación amo/sumiso, es el sumiso el que tiene todo el poder. Tú, en este caso. Te lo voy a repetir: eres tú la que tiene todo el poder. No yo». Si ella no está dispuesta a hacerlo… entonces yo no puedo.

Siento una punzada de esperanza en el pecho.

¿Podría?

¿Podría mantener una relación vainilla con Anastasia?

Se me eriza el vello.

Joder. Es posible.

Si pudiera, ¿volvería conmigo?

—Christian, has demostrado ser una persona extraordinariamente competente, pese a tus problemas. Eres un individuo fuera de lo común. En cuanto te planteas un objetivo, vas directo hacia él y lo consigues… por lo general superando tus propias expectativas. Escuchándote hoy, está claro que te habías propuesto llevar a Anastasia hasta donde tú querías que estuviera, pero sin tener en cuenta su inexperiencia y sus sentimientos. Tengo la impresión de que has estado tan centrado en tu objetivo que te has perdido el viaje que estabais iniciando juntos.

El último mes destella ante mí como un fogonazo: su aparición en mi despacho, su bochorno en Clayton’s, sus correos ingeniosos y mordaces, su lengua viperina… su risa… su discreta fortaleza y su coraje; y pienso que he disfrutado de hasta el último minuto, de cada segundo, exasperante, ameno, divertido, sensual, carnal… Sí, he disfrutado de todo. Hemos vivido un viaje fascinante, los dos… Bueno, al menos yo.

Mis pensamientos dan un giro más oscuro.

Ella no conoce las honduras de mi depravación, la oscuridad de mi alma, el monstruo que oculto… Tal vez debería dejarla en paz.

No soy digno de ella. No puede estar enamorada de mí.

Pero, aun así, sé que carezco de la fuerza necesaria para permanecer separado de Ana… si es que ella quiere tenerme cerca.

Flynn reclama mi atención.

—Christian, piensa en ello. Ahora se nos ha acabado el tiempo. Quiero verte dentro de unos días y hablar de las demás cuestiones que has mencionado. Le diré a Janet que llame a Andrea y le pida una cita. —Se pone en pie, y sé que ha llegado la hora de irse.

—Me has dado mucho en que pensar —confieso.

—No estaría haciendo mi trabajo si no fuera así. Solo unos días, Christian. Aún tenemos mucho de lo que hablar.

Me estrecha la mano brindándome una sonrisa tranquilizadora, y yo me marcho con un brote de esperanza.

Contemplo desde la terraza la noche en Seattle. Aquí arriba estoy a un paso y a la vez lejos de todo. ¿Cómo lo llamó ella?

Mi torre de marfil.

Suelo encontrarlo sosegador… pero últimamente mi sosiego mental ha quedado hecho añicos a manos de cierta joven de ojos azules.

«¿Te has planteado probar a mantener una relación a su manera?». Las palabras de Flynn regresan y sugieren muchas posibilidades.

¿Podría recuperarla? La idea me aterra.

Tomo un sorbo de coñac. ¿Por qué querría volver conmigo? Y yo ¿podría convertirme en lo que ella desea? No pienso perder la esperanza. Necesito encontrar el modo de conseguirlo.

La necesito a ella.

Algo me sobresalta… un movimiento, una sombra en la periferia de mi visión. Frunzo el ceño. ¿Qué demonios…? Me vuelvo hacia la sombra, pero no hay nada. Vaya, ahora me imagino cosas. Apuro el coñac y vuelvo al salón.

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