Grey

Grey


Sábado, 21 de mayo de 2011

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Casi dos horas después me voy a la cama; son las dos menos cuarto. Ella se ha dormido enseguida y no se ha movido de donde la he dejado. Me desnudo, me pongo los pantalones del pijama y una camiseta y me acuesto a su lado. Se ha quedado frita; no es probable que empiece a dar vueltas y me toque. Vacilo unos instantes mientras la oscuridad crece en mi interior, pero no aflora, y sé que es porque estoy observando el hipnótico subir y bajar de su pecho y respiro en sincronía con ella. Inspiro. Espiro. Inspiro. Espiro. Inspiro. Espiro. Durante segundos, minutos, horas, no lo sé; la observo. Y mientras duerme inspecciono cada bello centímetro de su adorable rostro: las oscuras pestañas que tiemblan dormidas; la boca, un poco abierta, que me deja ver sus dientes blancos y uniformes. Masculla algo ininteligible, su lengua asoma y se lame los labios. Es excitante, muy excitante. Por fin caigo en un sopor profundo y sin sueños.

Cuando abro los ojos hay silencio y por un momento me siento desorientado. Ah, sí. Estoy en el Heathman. El despertador de mi mesilla de noche marca las 7.43.

¿Cuándo fue la última vez que dormí hasta tan tarde?

Ana.

Poco a poco, vuelvo la cabeza y la encuentro profundamente dormida, de cara a mí. Su precioso rostro está relajado por el reposo.

Nunca había dormido con una mujer. Me he follado a muchas, pero despertarme junto a una joven atractiva es una experiencia nueva y estimulante. Mi polla está de acuerdo.

Pero esto no funcionará.

A regañadientes, me levanto de la cama y busco mi ropa de correr. Tengo que quemar este… exceso de energía. Mientras me pongo los pantalones de chándal, no logro recordar cuándo fue la última vez que dormí tan bien.

En el salón, enciendo el portátil, compruebo los correos electrónicos y respondo a dos de Ros y a uno de Andrea. Me lleva más tiempo de lo habitual; no consigo centrarme sabiendo que Ana está durmiendo en la habitación contigua. Me pregunto cómo se sentirá cuando se despierte.

La resaca. ¡Ah!

Encuentro un botellín de zumo de naranja en el minibar y lo sirvo en un vaso. Cuando vuelvo a entrar todavía duerme; su pelo es una maraña color castaño que se desparrama sobre toda la almohada, y la ropa de cama se le ha deslizado hasta por debajo de la cintura. La camiseta se le ha subido y deja al descubierto el vientre y el ombligo. Esa imagen me remueve por dentro una vez más.

No te quedes ahí plantado comiéndotela con los ojos, joder, Grey.

Tengo que salir antes de hacer algo de lo que luego me arrepienta. Dejo el vaso sobre la mesilla, entro en el cuarto de baño, cojo dos ibuprofenos de mi neceser y los deposito junto al vaso de zumo de naranja.

Tras mirar una última vez a Anastasia Steele —la primera mujer con la que he dormido en toda mi vida—, salgo a correr.

Cuando vuelvo de hacer ejercicio, en el salón hay una bolsa de una tienda que no reconozco. Echo un vistazo y veo que contiene ropa para Ana. Como siempre, Taylor ha cumplido… ¡y lo ha hecho todo antes de las nueve!

Ese hombre es prodigioso.

El bolso de ella sigue sobre el sofá, donde lo dejó anoche, y la puerta del dormitorio está cerrada, de manera que doy por sentado que no se ha marchado y aún está durmiendo.

Es un alivio. Examino la carta del servicio de habitaciones y decido pedir algo de comer. Cuando se despierte tendrá hambre, pero no tengo ni idea de qué le apetecerá, así que en un extraño arrebato por complacerla pido un surtido de platos de la carta del desayuno. Me informan de que tardará media hora.

Ha llegado el momento de despertar a la encantadora señorita Steele; ya ha dormido bastante.

Cojo la toalla que he usado para hacer ejercicio y la bolsa con su ropa, llamo a la puerta y entro. Me alegra ver que ya está sentada en la cama. Las pastillas han desaparecido y el zumo también.

Buena chica.

Palidece cuando, con toda tranquilidad, cruzo la habitación.

Quítale importancia, Grey. No querrás que te acusen de secuestro.

Ella cierra los ojos, e imagino que lo hace porque se siente avergonzada.

—Buenos días, Anastasia. ¿Cómo te encuentras?

—Mejor de lo que merezco —murmura mientras dejo la bolsa con su ropa en la silla.

Cuando se vuelve a mirarme, sus ojos son increíblemente grandes y azules, y aunque tiene el pelo todo alborotado… está arrebatadora.

—¿Cómo he llegado hasta aquí? —pregunta, y por su tono parece que tema la respuesta.

Tranquilízala, Grey.

Me siento en el borde de la cama y me ciño a los hechos.

—Después de que te desmayaras no quise poner en peligro la tapicería de piel de mi coche llevándote a tu casa, así que te traje aquí.

—¿Me metiste tú en la cama?

—Sí.

—¿Volví a vomitar?

—No.

Gracias a Dios.

—¿Me quitaste la ropa?

—Sí.

¿Quién podría habértela quitado si no?

Se sonroja; por fin ha vuelto el color a sus mejillas. Con esos dientes perfectos se muerde el labio inferior, y yo ahogo un gemido.

—¿No habremos…? —susurra mirándose las manos.

Dios, ¿por qué clase de animal me ha tomado?

—Anastasia, estabas casi en coma. La necrofilia no es lo mío. —Hablo en tono seco—. Me gusta que mis mujeres estén conscientes y sean receptivas.

Ella relaja los hombros, aliviada, lo cual me lleva a preguntarme si ya ha vivido antes esa situación: desmayarse y despertarse en la cama de un extraño y luego descubrir que él se la ha follado sin su consentimiento. Tal vez sea ese el

modus operandi del fotógrafo. La idea me resulta inquietante. Sin embargo, recuerdo su confesión de la noche anterior, la de que nunca se había emborrachado. Menos mal que no lo tiene por costumbre.

—Lo siento mucho —dice en un tono avergonzado.

Mierda. Tal vez no debería pasarme tanto con ella.

—Fue una noche muy divertida. Tardaré en olvidarla.

Espero haber sonado conciliador, pero ella frunce el ceño.

—No tenías por qué seguirme la pista con algún artilugio a lo James Bond que estés desarrollando para vendérselo al mejor postor.

¡Uau! Ahora está cabreada. ¿Por qué?

—En primer lugar, la tecnología para localizar móviles está disponible en internet.

Bueno, en la internet profunda…

—En segundo lugar, mi empresa no invierte en ningún aparato de vigilancia, ni los fabrica.

Estoy empezando a perder los nervios, pero no puedo controlarme.

—Y en tercer lugar, si no hubiera ido a buscarte, seguramente te habrías despertado en la cama del fotógrafo y, si no recuerdo mal, no estabas muy entusiasmada con sus métodos de cortejarte.

Ella parpadea unas cuantas veces, y entonces se le escapa la risa.

De nuevo se ríe de mí.

—¿De qué crónica medieval te has escapado? Pareces un caballero andante.

Es cautivadora. Me está provocando… otra vez, y su irreverencia resulta reconfortante, muy reconfortante. Sin embargo, tengo muy claro que no soy ningún caballero de brillante armadura. Vaya, se ha formado una idea equivocada y, aunque no me conviene en absoluto, me siento obligado a advertirle que en mí no hay nada caballeroso ni cortés.

—No lo creo, Anastasia. Un caballero oscuro, quizá. —Si supiera hasta qué punto… Pero ¿por qué estamos hablando de mí? Cambio de tema—. ¿Cenaste ayer?

Ella niega con la cabeza.

¡Lo sabía!

—Tienes que comer. Por eso te pusiste tan mal. De verdad, es la primera norma cuando bebes.

—¿Vas a seguir riñéndome?

—¿Estoy riñéndote?

—Creo que sí.

—Tienes suerte de que solo te riña.

—¿Qué quieres decir?

—Bueno, si fueras mía, después del numerito que montaste ayer no podrías sentarte en una semana. No cenaste, te emborrachaste y te pusiste en peligro. —Siento un miedo visceral que me sorprende; qué comportamiento tan irresponsable el suyo, tan arriesgado—. No quiero ni pensar lo que podría haberte pasado.

Me mira con expresión ceñuda.

—No me habría pasado nada. Estaba con Kate.

¡Menuda ayuda!

—¿Y el fotógrafo? —repongo.

—José simplemente se pasó de la raya —dice sin dar importancia a mi preocupación mientras se echa hacia atrás la melena enredada.

—Bueno, la próxima vez que se pase de la raya quizá alguien debería enseñarle modales.

—Eres muy partidario de la disciplina —me suelta.

—Oh, Anastasia, no sabes cuánto.

Me viene a la cabeza una imagen de ella encadenada a mi banco, con una raíz de jengibre pelada introducida en el ano de modo que no pueda apretar las nalgas, y a continuación un uso bien merecido de un cinturón o de una correa. Sí… Eso le enseñaría a no ser tan irresponsable. Esa idea me resulta enormemente tentadora.

Me mira con los ojos muy abiertos y aire aturdido, y eso hace que me sienta incómodo. ¿Puede leerme el pensamiento? ¿O solo está contemplando mi cara bonita?

—Voy a ducharme. A no ser que prefieras ducharte tú primero… —le propongo, pero ella continúa boquiabierta.

Incluso así es de lo más adorable. Cuesta resistirse, y me concedo permiso para tocarla y recorrer el perfil de su mejilla con el dedo pulgar. Se queda sin respiración cuando acaricio su suave labio inferior.

—Respira, Anastasia —murmuro. Luego me pongo en pie y le digo que dentro de quince minutos nos subirán el desayuno.

Ella permanece callada; por una vez su lengua viperina guarda silencio.

Ya en el cuarto de baño, respiro hondo, me quito la ropa y entro en la ducha. Me apetece hacerme una paja, pero ese temor familiar a que me descubran y luego lo cuenten, que tiene su origen en una época anterior de mi vida, me disuade.

A Elena no le gustaría.

Viejos hábitos.

Mientras el agua cae en cascada sobre mi cabeza, reflexiono sobre mi última conversación con la desafiante señorita Steele. Todavía está ahí, en mi cama, así que no debo de parecerle repulsivo del todo. He notado la forma en que contenía la respiración y cómo me ha seguido con la mirada por toda la habitación.

Sí. Hay esperanza.

Pero ¿será una buena sumisa?

Es obvio que no conoce nada de esa forma de vida. Ni siquiera sería capaz de decir «polvo», o «sexo», o lo que sea que los aplicados estudiantes universitarios de hoy en día utilicen como eufemismo de follar. Es bastante ingenua, aunque quizá haya tenido alguna relación poco satisfactoria con chicos como el fotógrafo.

La idea de que haya tenido experiencias con otros me irrita.

Podría preguntarle simplemente si le interesa.

No, tengo que explicarle a qué se expone si acepta tener una relación conmigo.

A ver qué tal nos va durante el desayuno.

Me aclaro el jabón y permanezco bajo el chorro de agua caliente mientras me preparo para el siguiente asalto con Anastasia Steele. Cierro el grifo, salgo de la ducha y cojo una toalla. Tras un rápido vistazo en el espejo empañado decido que hoy paso de afeitarme. Enseguida traerán el desayuno, y tengo hambre. Me lavo los dientes a toda prisa.

Cuando abro la puerta del cuarto de baño, ella se ha levantado de la cama y está buscando sus vaqueros. Me recuerda al típico cervatillo asustado, con sus largas piernas y sus grandes ojos.

—Si estás buscando tus vaqueros, los he mandado a la lavandería. —La verdad es que tiene unas piernas fantásticas; no debería ocultarlas bajo unos pantalones. Entorna los ojos y presiento que está dispuesta a discutir, así que le explico por qué—. Estaban salpicados de vómito.

—Ah —exclama.

Claro. «Ah». ¿Qué tiene que decirme a eso, eh, señorita Steele?

—He mandado a Taylor a comprar otros y unas zapatillas de deporte. Están en esa bolsa.

Señalo con la cabeza la bolsa de la tienda.

Ella arquea las cejas… sorprendida, creo.

—Bueno… Voy a ducharme —musita y, poco después, añade—: Gracias.

Coge la bolsa, me esquiva para entrar a toda prisa en el cuarto de baño y cierra la puerta con pestillo.

Mmm… No veía la hora de encerrarse en el cuarto de baño.

De alejarse de mí.

A lo mejor estoy siendo demasiado optimista.

Desanimado, me seco y me visto rápidamente. En el salón compruebo los e-mails, pero no hay nada urgente. Me interrumpen unos golpes en la puerta. Son dos mujeres jóvenes del servicio de habitaciones.

—¿Dónde desea que le sirvamos el desayuno, señor?

—Déjenlo sobre la mesa de comedor.

Al regresar al dormitorio capto sus miradas furtivas, pero las ignoro y me deshago de los sentimientos de culpa por haber pedido tantísima comida. Es imposible que nos lo terminemos todo.

—Ha llegado el desayuno —digo tras llamar a la puerta del cuarto de baño.

—Va… Vale. —La voz de Ana suena un poco ahogada.

De nuevo en el salón, veo que el desayuno está en la mesa. Una de las mujeres, que tiene los ojos oscuros, muy oscuros, me tiende la cuenta para que la firme, y saco unos cuantos billetes de veinte dólares de la cartera para ambas.

—Gracias, señoritas.

—Cuando quiera que le retiren la mesa, solo tiene que llamar al servicio de habitaciones, señor —dice la señorita Ojos Oscuros con una mirada coqueta, como si estuviera ofreciéndose a algo más.

Mi fría sonrisa la disuade de insistir.

Sentado a la mesa con el periódico, me sirvo un café y empiezo a comerme la tortilla. Me suena el teléfono: un mensaje de Elliot.

*Kate quiere saber si Ana sigue viva.*

Me río entre dientes, algo más tranquilo al ver que la que se hace llamar amiga de Ana se preocupa por ella. Es obvio que Elliot no le ha dado respiro a su polla, a pesar de todas sus protestas de ayer. Le contesto con otro mensaje.

*Vivita y coleando ;)*

Ana aparece al cabo de un momento: tiene el pelo mojado y lleva la bonita blusa azul que hace juego con sus ojos. Taylor ha hecho un buen trabajo; está preciosa. Echa un vistazo a la habitación y encuentra su bolso.

—Mierda, Kate —suelta.

—Sabe que estás aquí y que sigues viva. Le he mandado un mensaje a Elliot.

Ella me sonríe vacilante mientras se acerca a la mesa.

—Siéntate —le ordeno señalando el lugar que tiene preparado.

Arruga la frente al ver tal cantidad de comida, lo cual acentúa aún más mis sentimientos de culpa.

—No sabía lo que te gusta, así que he pedido un poco de todo —musito a modo de disculpa.

—Eres un despilfarrador —dice.

—Lo soy.

Me siento cada vez más culpable, pero veo que se decide por las tortitas, los huevos revueltos y el beicon con sirope de arce, y se lanza al ataque; así que me olvido de mí mismo. Qué bien sienta verla comer.

—¿Té? —le pregunto.

—Sí, por favor —contesta entre bocado y bocado.

Es evidente que está muerta de hambre. Le paso la pequeña tetera llena de agua y ella me dedica una sonrisa agradecida al ver la bolsita de Twinings English Breakfast. Me perturba enormemente esa sonrisa, lo cual me molesta.

Pero me da esperanzas.

—Tienes el pelo muy mojado —observo.

—No he encontrado el secador —dice, avergonzada.

Se pondrá enferma.

—Gracias por la ropa —añade.

—Es un placer, Anastasia. Este color te sienta muy bien.

Ella clava la mirada en sus dedos.

—¿Sabes? Deberías aprender a encajar los piropos.

A lo mejor no recibe demasiados… Pero ¿por qué? Es muy guapa, aunque de una forma discreta.

—Debería darte algo de dinero por la ropa.

¿Cómo?

Me la quedo mirando y ella se apresura a añadir:

—Ya me has regalado los libros, que no puedo aceptar, por supuesto. Pero la ropa… Por favor, déjame que te la pague.

Qué encanto.

—Anastasia, puedo permitírmelo, créeme.

—No se trata de eso. ¿Por qué tendrías que comprarme esta ropa?

—Porque puedo.

Soy un hombre muy rico, Ana.

—El hecho de que puedas no implica que debas.

Habla en tono suave, pero de repente me pregunto si me ha atravesado con la mirada y ha visto mis deseos más oscuros.

—¿Por qué me mandaste los libros, Christian?

Porque quería volver a verte, y aquí estás…

—Bueno, cuando casi te atropelló el ciclista… y yo te sujetaba entre mis brazos y me mirabas diciéndome: «Bésame, bésame, Christian»… —Me interrumpo y recuerdo aquel momento, su cuerpo pegado al mío. Mierda. Ahuyento ese pensamiento enseguida—. Bueno, creí que te debía una disculpa y una advertencia. Anastasia, no soy un hombre de flores y corazones. No me interesan las historias de amor. Mis gustos son muy peculiares. Deberías mantenerte alejada de mí. Pero hay algo en ti que me impide apartarme. Supongo que ya lo habías imaginado.

—Pues no te apartes —susurra.

¿Cómo?

—No sabes lo que dices.

—Pues explícamelo.

Sus palabras repercuten directamente en mi polla.

Joder.

—Entonces sí que vas con mujeres… —dice.

—Sí, Anastasia, voy con mujeres.

Y si me dejases que te atara, te lo demostraría ahora mismo.

Abre mucho los ojos y sus mejillas se sonrojan.

Oh, Ana.

Tengo que enseñárselo. Es la única forma de saberlo.

—¿Qué planes tienes para los próximos días? —le pregunto.

—Hoy trabajo, a partir del mediodía. ¿Qué hora es? —exclama, presa del pánico.

—Poco más de las diez. Tienes tiempo de sobra. ¿Y mañana?

—Kate y yo vamos a empezar a empaquetar. Nos mudamos a Seattle el próximo fin de semana, y yo trabajo en Clayton’s toda esta semana.

—¿Ya tenéis casa en Seattle?

—Sí.

—¿Dónde?

—No recuerdo la dirección. En el distrito de Pike Market.

—No está lejos de mi casa. —¡Bien!—. ¿Y en qué vas a trabajar en Seattle?

—He mandado solicitudes a varios sitios para hacer prácticas. Aún tienen que responderme.

—¿Y a mi empresa, como te comenté?

—Bueno… no.

—¿Qué tiene de malo mi empresa?

—¿Tu empresa o tu «compañía»?

Arquea una ceja con aire malicioso.

—¿Está riéndose de mí, señorita Steele?

No puedo disimular que me divierte. Oh, cuánto disfrutaría adiestrándola… Desafiante, exasperante, qué mujer.

Fija la mirada en el plato del desayuno y se muerde el labio inferior.

—Me gustaría morder ese labio —susurro, porque es cierto.

De pronto, me observa atentamente mientras se remueve en el asiento. Luego levanta la barbilla en mi dirección, con los ojos llenos de confianza en sí misma.

—¿Por qué no lo haces? —dice en voz baja.

—Porque no voy a tocarte, Anastasia… no hasta que tenga tu consentimiento por escrito.

—¿Qué quieres decir? —pregunta.

—Exactamente lo que he dicho. Tengo que mostrártelo, Anastasia. —Para qué sepas dónde te estás metiendo—. ¿A qué hora sales del trabajo esta tarde?

—A las ocho.

—Bien, podríamos cenar en mi casa de Seattle esta noche o el sábado que viene y te lo explico. Tú decides.

—¿Por qué no puedes decírmelo ahora?

—Porque estoy disfrutando de mi desayuno y de tu compañía. Cuando lo sepas, seguramente no querrás volver a verme.

Ella arruga la frente mientras asimila lo que acabo de decirle.

—Esta noche —responde.

Bien. No ha tardado nada en decidirse.

—Como Eva, quieres probar cuanto antes el fruto del árbol de la ciencia —la provoco.

—¿Está riéndose de mí, señor Grey? —pregunta.

La miro con los ojos entornados.

Muy bien, nena, tú lo has querido.

Cojo el teléfono y pulso la tecla en la que tengo grabado el número de Taylor, quien me responde casi de inmediato.

—Señor Grey.

—Taylor, voy a necesitar el

Charlie Tango.

Ana no me quita los ojos de encima mientras lo organizo todo para que me traigan el EC135 a Portland.

Le enseñaré lo que tengo en mente… Y el resto será decisión suya. Puede que cuando lo sepa quiera volver a casa, así que necesitaré que Stephan, mi piloto, esté disponible para poder traerla de vuelta a Portland si decide que no quiere saber nada más de mí. Aunque espero que no sea así.

Me doy cuenta de que estoy impaciente por llevármela a Seattle en el

Charlie Tango.

Será toda una novedad.

—Piloto disponible desde las diez y media —le confirmo a Taylor, y cuelgo.

—¿La gente siempre hace lo que les dices? —pregunta, y su tono es claramente reprobatorio.

¿Me está censurando? Su descaro me pone de los nervios.

—Suelen hacerlo si no quieren perder su trabajo.

No me cuestiones cómo trato a mis empleados.

—¿Y si no trabajan para ti? —insiste.

—Bueno, puedo ser muy convincente, Anastasia. Deberías terminarte el desayuno. Luego te llevaré a casa. Pasaré a buscarte por Clayton’s a las ocho, cuando salgas. Volaremos a Seattle.

—¿Volaremos?

—Sí. Tengo un helicóptero.

Ella me mira boquiabierta, sus labios forman una pequeña O. Resulta muy agradable ver su sorpresa.

—¿Iremos a Seattle en helicóptero?

—Sí.

—¿Por qué?

—Porque puedo. —Sonrío. A veces ser quien soy es realmente cojonudo—. Termínate el desayuno.

Parece atónita.

—Come. —Mi voz es más contundente—. Anastasia, no soporto tirar la comida… Come.

—No puedo comerme todo esto.

Mira todo lo que queda en la mesa y vuelvo a sentirme culpable. Sí, hay demasiada comida.

—Cómete lo que hay en tu plato. Si ayer hubieras comido como es debido, no estarías aquí y yo no tendría que mostrar mis cartas tan pronto.

Mierda. Esto podría ser un grave error.

Me mira con el rabillo del ojo mientras va pinchando la comida que queda en el plato con el tenedor, y entonces veo que intenta contener la risa.

—¿Qué te hace tanta gracia?

Sacude la cabeza y se mete el último trozo de tortita en la boca, y yo también hago lo imposible por no echarme a reír. Consigue sorprenderme, como siempre. Es compleja, imprevisible y arrebatadora.

—Buena chica —murmuro—. Te llevaré a casa en cuanto te hayas secado el pelo. No quiero que te pongas enferma.

Tienes que reservar todas tus energías para esta noche, para lo que tengo que enseñarte.

De repente, se levanta de la mesa y debo contener el impulso de decirle que no le he dado permiso para hacerlo.

Grey, no es tu sumisa… todavía.

De vuelta al dormitorio, se detiene junto al sofá.

—¿Dónde has dormido? —pregunta.

—En mi cama. —Contigo.

—Oh.

—Sí, para mí también ha sido toda una novedad.

—Dormir con una mujer… sin sexo.

Ha dicho «sexo»… Y aparece ese rubor tan revelador.

—No.

¿Cómo se lo digo sin que suene raro?

Díselo y punto, Grey.

—Sencillamente dormir con una mujer.

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