Grey

Grey


Sábado, 21 de mayo de 2011

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Con toda tranquilidad, vuelvo a centrar mi atención en la sección de deportes del periódico, que trae la reseña del partido de la noche anterior, y luego la miro mientras entra en el dormitorio.

No, no ha sonado nada raro.

Bien, tengo otra cita con la señorita Steele. No, no es una cita; tiene que saber quién soy. Dejo escapar un profundo suspiro y me termino el zumo de naranja. El día se está poniendo muy interesante. Me alegra oír el ruido del secador y me sorprende que esté haciendo lo que se le ha ordenado.

Mientras la espero, llamo al mozo para que me traiga el coche del parking y vuelvo a comprobar la dirección de Ana en Google Maps. Después le envío un mensaje a Andrea para que me haga llegar un acuerdo de confidencialidad por correo electrónico. Si ella quiere saber de qué va todo esto, tendrá que tener la boca cerrada. Me suena el móvil. Es Ros.

Mientras hablo por teléfono, Ana sale del dormitorio y coge el bolso. Ros está hablando de Darfur, pero yo tengo la atención puesta en Ana. Rebusca en su bolso y se alegra cuando encuentra un coletero.

Tiene el pelo muy bonito: abundante, largo, grueso. Me distraigo preguntándome qué debe de sentirse al trenzarlo. Se lo recoge hacia atrás y se pone la chaqueta, luego se sienta en el sofá a esperar que yo acabe con la llamada.

—De acuerdo, adelante. Mantenme informado de cómo van las cosas.

Doy por terminada la conversación con Ros. Ha hecho auténticos milagros y parece ser que el envío de comida a Darfur sí podrá llevarse a cabo.

—¿Estás lista? —le pregunto a Ana.

Ella asiente. Cojo mi chaqueta y las llaves del coche y cruzo la puerta tras ella, que me mira a través de sus largas pestañas mientras nos dirigimos al ascensor. Sus labios esbozan una sonrisa tímida. En respuesta, noto un temblor en los míos.

¿Qué narices me está haciendo esta chica?

Llega el ascensor y dejo que entre ella primero. Pulso el botón de la planta baja y se cierran las puertas. En ese espacio tan reducido tengo plena conciencia de su persona. Un efluvio de su dulce perfume invade mis sentidos… Su respiración se altera, se entrecorta un poco, y me mira con una expresión luminosa y seductora.

Mierda.

Se muerde el labio.

Lo está haciendo a propósito. Y por una fracción de segundo me pierdo en su mirada sensual, cautivadora. No la aparta.

Se me pone dura.

Al instante.

La deseo.

Aquí.

Ahora.

En el ascensor.

—A la mierda el papeleo.

Las palabras salen de la nada y, de forma instintiva, la agarro y la empujo contra la pared del ascensor. Le sujeto las dos manos y las levanto por encima de su cabeza para que no pueda tocarme, y, cuando la tengo inmovilizada, la agarro del pelo mientras mis labios buscan los suyos y los encuentran.

Ella gime en mi boca, el canto de una sirena, y por fin la pruebo: menta y té y la suave jugosidad de un campo entero de frutales. Su sabor es todo lo delicioso que promete su aspecto. Me recuerda a una época de plenitud. Oh, Dios, cuánto la deseo. Le cojo la barbilla, le meto la lengua y noto que la suya me la acaricia con cautela… Explora. Sopesa. Palpa. Responde al beso.

Qué delicia…

—Eres… tan… dulce —murmuro contra sus labios, completamente extasiado, ebrio de su fragancia y de su sabor.

El ascensor se detiene y las puertas empiezan a abrirse.

Haz el puto favor de centrarte, Grey.

Me aparto de ella y me mantengo fuera de su alcance.

Tiene la respiración agitada.

Yo también.

¿Cuándo fue la última vez que perdí el control?

Tres hombres de negocios trajeados nos dirigen miradas de complicidad al entrar en el ascensor.

Entonces me fijo en el cartel que cuelga sobre los botones del ascensor y en el que se anuncia un fin de semana romántico en el Heathman. Miro a Ana y exhalo un suspiro.

Ella sonríe.

Y vuelvo a notar un temblor en los labios.

¿Qué coño me ha hecho esta chica?

El ascensor se detiene en la segunda planta y los hombres bajan y me dejan a solas con la señorita Steele.

—Te has lavado los dientes —señalo con una mueca divertida.

—He utilizado tu cepillo —me responde con un brillo en la mirada.

Pues claro… y por algún motivo me resulta agradable, demasiado agradable. Reprimo la sonrisa.

—Ay, Anastasia Steele, ¿qué voy a hacer contigo? —La cojo de la mano cuando se abren las puertas del ascensor en la planta baja y, con un hilo de voz, añado—: ¿Qué tendrán los ascensores?

Ella me dirige una mirada cómplice mientras cruzamos a paso rápido el vestíbulo de mármol pulido.

El coche nos está esperando en una de las plazas de aparcamiento de enfrente del hotel; el mozo camina de un lado a otro, impaciente. Le doy una propina de escándalo y le abro la puerta del copiloto a Ana, que guarda silencio, pensativa.

Sin embargo, no ha salido corriendo.

A pesar de que la he abordado en el ascensor.

Debería decir algo sobre lo que ha ocurrido ahí dentro, pero ¿qué?

¿Lo siento?

¿Qué te ha parecido?

¿Qué coño estás haciendo conmigo?

Arranco el coche y decido que mejor no comentarle nada. La aplacadora música del «Dúo de las Flores» de Delibes invade el espacio y empiezo a relajarme.

—¿Qué es lo que suena? —pregunta Ana cuando enfilo Southwest Jefferson Street.

Se lo explico y le pregunto si le gusta.

—Christian, es precioso.

Oír mi nombre en sus labios me produce un extraño placer. Ya lo ha pronunciado una media docena de veces, y cada una suena diferente. Hoy lo ha dicho maravillada, por la música. Me parece genial que le guste esta pieza; es una de mis favoritas. Me descubro sonriendo de oreja a oreja. No cabe duda de que me ha perdonado el arrebato del ascensor.

—¿Puedes volver a ponerlo?

—Claro.

Pulso la pantalla táctil para que vuelva a sonar la pieza.

—¿Te gusta la música clásica? —me pregunta mientras cruzamos Fremont Bridge, e iniciamos una conversación desenfadada sobre mis gustos musicales.

Mientras hablamos, recibo una llamada por el manos libres.

—Grey —contesto.

—Señor Grey, soy Welch. Tengo la información que pidió.

Ah, sí, datos sobre el fotógrafo.

—Bien. Mándamela por e-mail. ¿Algo más?

—Nada más, señor.

Pulso un botón y vuelve a sonar la música. Los dos escuchamos ensimismados, abstraídos ahora en el sonido crudo de los Kings of Leon. Pero no por mucho tiempo; el manos libres vuelve a interrumpir nuestros momentos de placer musical.

¿Qué narices…?

—Grey —suelto.

—Le han mandado por e-mail el acuerdo de confidencialidad, señor Grey.

—Bien. Eso es todo, Andrea.

—Que tenga un buen día, señor.

Dirijo una mirada furtiva a Ana para ver si ha captado de qué iba la conversación, pero está contemplando el paisaje de Portland. Sospecho que lo hace por cortesía. Me cuesta mantener la vista en la carretera; quiero mirarla a ella. A pesar de su gran torpeza, tiene un bonito cuello y me gustaría besarla desde la oreja derecha hasta el hombro.

Mierda. Me remuevo en el asiento. Espero que acceda a firmar el acuerdo de confidencialidad y acepte mi proposición.

En cuanto nos incorporamos a la interestatal 5 recibo otra llamada.

Es Elliot.

—Hola, Christian. ¿Has echado un polvo?

Eh… tranquilo, chaval, tranquilo.

—Hola, Elliot… Estoy con el manos libres, y no voy solo en el coche.

—¿Quién va contigo?

—Anastasia Steele.

—¡Hola, Ana!

—Hola, Elliot —responde ella, animada.

—Me han hablado mucho de ti —dice Elliot.

Mierda. ¿Qué le habrán dicho?

—No te creas una palabra de lo que te cuente Kate —repone ella con alegría.

Elliot se ríe.

—Estoy llevando a Anastasia a su casa. ¿Quieres que te recoja? —le ofrezco.

Seguro que Elliot tiene ganas de salir por piernas.

—Claro.

—Hasta ahora.

Cuelgo.

—¿Por qué te empeñas en llamarme Anastasia? —pregunta ella.

—Porque es tu nombre.

—Prefiero Ana.

—¿De verdad?

«Ana» es demasiado normal y corriente para ella. Y demasiado familiar. Estas tres letras tienen el poder de herirme…

En ese momento me doy cuenta de que me costará aceptar su rechazo, cuando llegue el momento. Me ha ocurrido otras veces, pero nunca me había sentido así de… atrapado. Apenas la conozco pero quiero saberlo todo de ella. Tal vez sea porque nunca he ido detrás de una mujer.

Grey, contrólate y sigue las reglas. Si no, todo esto se irá a la mierda.

—Anastasia… —empiezo a decir haciendo caso omiso de su expresión de enfado—. Lo que ha pasado en el ascensor… no volverá a pasar. Bueno, a menos que sea premeditado.

Eso la mantiene en silencio mientras aparco frente a su casa. Antes de que pueda contestarme, salgo del coche, lo rodeo y le abro la puerta.

En cuanto se baja, me dirige una mirada fugaz.

—A mí me ha gustado lo que ha pasado en el ascensor —dice.

¿Te ha gustado? Su confesión me deja de piedra. De nuevo la señorita Steele me sorprende gratamente. Me cuesta seguirle el paso al subir los escalones de la entrada.

Elliot y Kate nos miran cuando entramos. Están sentados a la mesa del comedor en una sala casi sin muebles, como corresponde a dos estudiantes. Hay unas cuantas cajas de mudanza al lado de una estantería. Elliot parece relajado y no tiene prisa por marcharse, lo cual me sorprende.

Kavanagh se levanta de un salto y de reojo me lanza una mirada de reproche mientras abraza a Ana.

¿Qué creía que iba a hacerle a su amiga?

Aunque tengo claro lo que me gustaría hacerle…

Me tranquiliza ver que Kavanagh la examina de cerca; puede que en el fondo ella también se preocupe por Ana.

—Buenos días, Christian —dice, y su tono es frío y condescendiente.

—Señorita Kavanagh.

Me siento tentado de hacer un comentario sarcástico sobre su repentino interés por su amiga, pero me muerdo la lengua.

—Christian, se llama Kate —comenta Elliot, ligeramente molesto.

—Kate —musito para ser educado.

Elliot abraza a Ana, y el abrazo se prolonga un poco más de la cuenta.

—Hola, Ana —saluda. El muy cabrón es todo sonrisas.

—Hola, Elliot.

Ella también le dedica una amplia sonrisa.

Bueno, esto se está poniendo insoportable.

—Elliot, tenemos que irnos.

No se te ocurra ponerle las manos encima.

—Claro —me dice, y suelta a Ana, pero agarra a Kavanagh y la besa montando una escena indecorosa.

Vamos, no me jodas…

Ana está incómoda presenciando aquello. No la culpo, pero se vuelve hacia mí y me mira con los ojos entornados, como si quisiera leerme la mente.

¿En qué estará pensando?

—Nos vemos luego, nena —le dice Elliot a Kavanagh en un tono baboso.

Tío, un poco de dignidad, por el amor de Dios.

Ana tiene puestos en mí sus ojos llenos de reproche, y por unos instantes dudo de si el motivo ha sido el alarde de lascivia de Elliot y Kate o…

¡Mierda! Eso es lo que quiere, que la cortejen y la seduzcan.

No me interesan las historias de amor, cariño.

Se le ha soltado un mechón de pelo y, sin pensarlo, se lo coloco detrás de la oreja. Ella apoya la cabeza en mis dedos, y la ternura de ese gesto me sorprende. Le acaricio el labio inferior con el pulgar. Me gustaría volver a besarla, pero no puedo. No mientras no tenga su consentimiento.

—Nos vemos luego, nena —susurro, y una sonrisa suaviza su expresión—. Pasaré a buscarte a las ocho.

Me cuesta apartarme de ella, pero abro la puerta de la calle y Elliot me sigue.

—Tío, necesito dormir un rato —dice mi hermano en cuanto entramos en el coche—. Esa mujer es insaciable.

—En serio… —Mi voz está cargada de sarcasmo. Lo último que me apetece es que me cuente con pelos y señales lo ocurrido durante su cita.

—¿Y tú qué tal, campeón? ¿Te ha desflorado la chica?

Lo mando a la mierda con la mirada.

Elliot se echa a reír.

—Tío, eres un puto neuras.

Se tapa la cara con su gorra de los Sounders y se arrellana en el asiento dispuesto a dar una cabezada.

Subo el volumen de la música.

¡Duerme ahora si puedes, Lelliot!

Sí, envidio a mi hermano porque se comporta de manera natural con las mujeres, porque tiene facilidad para dormir… y porque él no es el hijo de puta.

La investigación del pasado de José Luis Rodríguez revela una sanción por posesión de marihuana. En su historial delictivo no dice nada de acoso sexual. Tal vez anoche se habría estrenado si yo no hubiera intervenido. ¿Ese gilipollas fuma maría? Espero que no lo haga delante de Ana. Y espero que ella no fume, claro.

Abro el correo de Andrea y envío el acuerdo de confidencialidad a la impresora del estudio de mi casa en el Escala. Ana tendrá que firmarlo antes de que le enseñe mi cuarto de juegos. Y en un arrebato de debilidad, o de exceso de confianza en mí mismo, o tal vez de un optimismo sin precedentes, no sé muy bien el qué, relleno con su nombre y dirección mi modelo de contrato amo/sumisa y también lo envío a imprimir.

Llaman a la puerta.

—Campeón, oye, vámonos de excursión —dice Elliot desde el otro lado.

Ah… El pequeño se ha despertado de la siesta.

El aroma de los pinos, de la tierra mojada y del final de la primavera es un bálsamo para mis sentidos. Este olor me recuerda a aquellos días emocionantes de mi infancia, cuando corría por el bosque con Elliot y con mi hermana Mia bajo la vigilante mirada de nuestros padres adoptivos. La tranquilidad, el espacio abierto, la libertad… El crujir de las agujas de pino secas bajo los pies.

Aquí, en la inmensidad del aire libre, podía olvidar.

Este fue el refugio de mis pesadillas.

Elliot no deja de parlotear; solo necesita algún gruñido de confirmación por mi parte para seguir hablando. Mientras avanzamos por la pedregosa orilla del Willamette, mi mente se desvía hacia Anastasia. Por primera vez en mucho tiempo, siento una dulce expectación. Estoy ansioso.

¿Dirá que sí a mi propuesta?

La recuerdo durmiendo junto a mí, suave y menuda… y mi miembro palpita ante esa expectativa. Podría haberla despertado y habérmela follado entonces; habría sido toda una novedad.

Me la follaré a su debido tiempo.

Me la follaré atada y con una mordaza en esa boca de lengua viperina.

Clayton’s está tranquilo. El último cliente se ha marchado hace cinco minutos. Y yo estoy esperando, otra vez, tamborileando con los dedos sobre mis muslos. La paciencia no es mi fuerte. Ni siquiera la larga caminata con Elliot ha disminuido mi inquietud. Esta noche él cena con Kate en el Heathman. Dos citas en dos noches consecutivas no es propio de él.

De repente, los fluorescentes del interior de la ferretería se apagan, la puerta se abre y Ana sale a la calle en esta cálida noche de Portland. El corazón me martillea en el pecho. Llegó la hora: o bien es el inicio de una nueva relación o es el principio del fin. Le dice adiós con la mano a un chico que ha salido con ella. No es el mismo al que conocí la última vez que estuve aquí; es uno nuevo. Mientras se dirige hacia mí, la mira sin apartar los ojos de su culo. Taylor me distrae al disponerse a salir del coche, pero lo detengo. Esto es cosa mía. Cuando me apeo y le abro la puerta a la señorita Steele, el nuevo está cerrando la tienda con llave y ya no tiene los ojos clavados en ella.

Los labios de Ana esbozan una sonrisa tímida al acercarse. Lleva el pelo recogido en una coleta desenfadada que se mece en la brisa nocturna.

—Buenas tardes, señorita Steele.

—Señor Grey —dice.

Lleva puestos unos vaqueros negros… Otra vez vaqueros. Saluda a Taylor y se sienta en la parte trasera del coche.

En cuanto estoy a su lado le cojo la mano y se la aprieto con suavidad, mientras Taylor se incorpora a la carretera sin tráfico y se dirige al helipuerto de Portland.

—¿Cómo ha ido el trabajo? —le pregunto disfrutando del tacto de su mano en la mía.

—Interminable —me contesta con voz ronca.

—Sí, a mí también se me ha hecho muy largo.

¡Las últimas horas de espera han sido un infierno!

—¿Qué has hecho? —me pregunta.

—He ido de excursión con Elliot.

Tiene la mano cálida y suave. Baja la cabeza y mira nuestros dedos entrelazados, y yo le acaricio los nudillos con el pulgar una y otra vez. Se le entrecorta la respiración y posa los ojos en los míos. Veo en ellos su ansia y su deseo… y su expectación. Espero de veras que acepte mi propuesta.

Por suerte, el trayecto hasta el helipuerto es corto. Cuando salimos del coche, vuelvo a cogerla de la mano. Parece un poco perpleja.

Ah. Se pregunta dónde está el helicóptero.

—¿Preparada? —digo.

Asiente con la cabeza y yo la guío al interior del edificio y hasta el ascensor. Ella me dirige una rápida mirada de complicidad.

Está recordando el beso de esta mañana. Claro que… yo también.

—Son solo tres plantas —mascullo.

Mientras estamos ahí dentro tomo nota mentalmente de que un día tengo que follármela en un ascensor. Aunque primero tendrá que aceptar mi trato.

En la azotea, el

Charlie Tango, recién llegado de Boeing Field, está preparado y a punto para despegar, aunque no hay rastro de Stephan, que es quien lo ha traído hasta aquí. Sin embargo, Joe, que se encarga del helipuerto de Portland, está en el pequeño despacho. Al verlo, lo saludo. Es mayor que mi abuelo, y lo que él no sepa acerca de volar es que no vale la pena aprenderlo. Estuvo pilotando helicópteros Sikorsky en Corea para evacuar a heridos y, joder, cuenta algunas historias que ponen los pelos de punta.

—Aquí tiene su plan de vuelo, señor Grey —dice Joe, y su voz áspera revela lo anciano que es—. Lo hemos revisado todo. Está listo, esperándole, señor. Puede despegar cuando quiera.

—Gracias, Joe.

Un rápido vistazo a Ana me dice que está excitada… igual que yo. Esto es toda una novedad.

—Vamos.

Vuelvo a cogerla de la mano y la guío por el helipuerto hasta el

Charlie Tango. Es el Eurocopter más seguro de su clase, y pilotarlo supone una auténtica delicia. Es mi orgullo y mi alegría. Le abro la puerta a Ana, que trepa al interior, y la sigo.

—Ahí —le ordeno señalando el lugar del acompañante—. Siéntate. Y no toques nada.

Me encanta cuando hace lo que se le dice.

Una vez sentada, examina los instrumentos con una mezcla de sobrecogimiento y entusiasmo. Me inclino hacia ella y la ato con el arnés de seguridad mientras intento no imaginármela desnuda ahí mismo. Me tomo un poco más de tiempo del necesario, porque puede que esta sea mi última oportunidad de estar cerca de ella, mi última oportunidad de aspirar su aroma dulce y evocador. Cuando conozca mis gustos puede que salga huyendo… Aunque también puede que se apunte a mi forma de vida. Las posibilidades que eso evoca en mi mente son casi abrumadoras. Me sostiene la mirada; está muy cerca… está preciosa. Aprieto la última banda. No se marchará a ninguna parte. Al menos durante una hora.

—Estás segura. No puedes escaparte —susurro reprimiendo mi excitación.

Ella inspira con fuerza.

—Respira, Anastasia —añado, y le acaricio la mejilla.

Le sujeto la barbilla, me inclino hacia ella y le doy un beso rápido.

—Me gusta este arnés —murmuro.

Me entran ganas de explicarle que tengo otros, de cuero, en los que me gustaría verla atada y suspendida del techo. Pero me porto bien, me siento y me abrocho el arnés.

—Colócate los cascos. —Señalo los auriculares que tiene delante—. Estoy haciendo todas las comprobaciones previas al vuelo.

Todos los mandos parecen funcionar bien. Acciono el acelerador para ponerlo a 1500 rpm, pongo el transpondedor en espera y enciendo la baliza de posición. Todo está preparado y a punto para el despegue.

—¿Sabes lo que haces? —me pregunta maravillada.

Le contesto que aprendí a pilotar hace cuatro años. Su sonrisa es contagiosa.

—Estás a salvo conmigo —la tranquilizo, y añado—: Bueno, mientras estemos volando.

Le guiño un ojo, y ella sonríe de oreja a oreja y me deslumbra.

—¿Lista? —le pregunto, y apenas puedo creer hasta qué punto me excita tenerla al lado.

Ella asiente.

Hablo con la torre de control —están despiertos— y subo el acelerador a 2000 rpm. Cuando nos confirman que podemos despegar, hago las últimas comprobaciones. La temperatura del aceite es de 60 °C. Aumento la presión del colector con el motor a 2500 rpm y tiro del acelerador hacia atrás. El

Charlie Tango se eleva en el aire como la elegante ave que es.

Anastasia da un grito ahogado cuando la tierra empieza a desaparecer bajo nosotros, pero se muerde la lengua, embelesada al ver las tenues luces de Portland. Pronto nos envuelve la oscuridad, y la única luz procede del tablero de instrumentos que tenemos delante. El brillo verde y rojo ilumina la cara de Ana mientras contempla la noche.

—Inquietante, ¿verdad?

Aunque a mí no me lo parece; me resulta reconfortante. Aquí arriba nada puede hacerme daño.

Estoy a salvo y oculto en la oscuridad.

—¿Cómo sabes que vas en la dirección correcta? —pregunta Ana.

—Aquí. —Señalo el tablero de control.

No quiero aburrirla hablándole de cómo funcionan los instrumentos, pero lo cierto es que absolutamente todo lo que tengo frente a mí sirve para guiarnos hasta nuestro destino: el indicador de actitud, el altímetro, el variómetro y, por supuesto, el GPS. Le hablo del

Charlie Tango y de que está equipado para vuelos nocturnos.

Ana me mira llena de asombro.

—En mi edificio hay un helipuerto. Allí nos dirigimos.

Vuelvo a mirar el tablero y compruebo todos los indicadores. Eso es precisamente lo que tanto me gusta: el control, saber que mi seguridad y mi bienestar dependen de mi dominio de la tecnología que tengo delante.

—Cuando vuelas de noche, no ves nada. Tienes que confiar en los aparatos —le digo.

—¿Cuánto durará el vuelo? —pregunta con la respiración algo entrecortada.

—Menos de una hora… Tenemos el viento a favor. —Vuelvo a mirarla—. ¿Estás bien, Anastasia?

—Sí —dice en un tono extrañamente brusco.

¿Está nerviosa? O tal vez lamenta la decisión de estar aquí conmigo. La idea me inquieta; no me ha dado ninguna oportunidad. Me distraigo un momento con el control de tráfico aéreo. Entonces, a medida que salimos de la masa de nubes, veo Seattle en la distancia y el destello de una baliza en la oscuridad.

—Mira. Aquello es Seattle. —Dirijo la atención de Anastasia hacia el brillo de las luces.

—¿Siempre impresionas así a las mujeres? ¿«Ven a dar una vuelta en mi helicóptero»?

—Nunca había subido a una mujer al helicóptero, Anastasia. También esto es una novedad. ¿Estás impresionada?

—Me siento sobrecogida, Christian —susurra.

—¿Sobrecogida?

Mi sonrisa es espontánea. Y recuerdo a Grace, mi madre, acariciándome el pelo mientras yo leía Camelot en voz alta.

«Christian, ha sido fantástico. Estoy sobrecogida, cariño».

Tenía siete años y hacía poco que había empezado a hablar.

—Lo haces todo… tan bien —sigue diciendo Ana.

—Gracias, señorita Steele.

Mi rostro se enciende de placer ante ese elogio inesperado. Espero que no se haya dado cuenta.

—Está claro que te divierte —añade poco después.

—¿El qué?

—Volar.

—Exige control y concentración… —Dos de mis cualidades que más aprecio—. ¿Cómo podría no gustarme? Aunque lo que más me divierte es planear.

—¿Planear?

—Sí. Vuelo sin motor, para que me entiendas. Planeadores y helicópteros. Piloto las dos cosas.

A lo mejor debería llevármela a planear.

Frena, Grey.

¿Desde cuándo invitas a alguien a planear?

¿Acaso habías llevado alguna vez a una mujer en el

Charlie Tango?

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