George

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8 «Soy gilipollas»

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«Soy gilipollas»

El lunes por la mañana, el patio del colegio se llenó de niños. Los más pequeños daban patadas a las piedras y corrían de un lado a otro como locos, mientras que los mayores se agolpaban alrededor de aparatos electrónicos que escondían en el fondo de sus mochilas durante la jornada escolar. George se apoyó en la valla metálica y observó a unas niñas de su clase que saltaban a la comba. Aunque se sabía las canciones que cantaban, nadie le pedía que se uniera a ellas. Los niños no saltaban a la comba.

—Hola —dijo alguien en voz baja detrás de ella.

Era Kelly. Llevaba una camiseta azul claro en la que se veía una ballena sonriente que decía ME LO PASO MÁS EN GRANDE QUE UNA BALLENA.

—Siento que me dieran el papel de Carlota.

Giró la punta de su zapatilla de deporte en el asfalto.

George se encogió de hombros.

—¿Estás enfadado conmigo? —le preguntó Kelly.

—No.

—Bien.

Kelly respiró hondo.

—Y siento no haberte hecho caso la semana pasada. —Se rascó el cuello—. ¿Sabes qué?, si crees que eres una niña…

George se preparó mentalmente para las siguientes palabras de Kelly.

—Entonces yo también lo creo.

Kelly saltó sobre su mejor amigo y le dio un abrazo tan fuerte que ambos estuvieron a punto de caerse al suelo. La sorpresa boquiabierta y la alegría que reflejaba la cara de George consiguieron que Kelly sonriera todavía más.

—¿Eres transgénero o algo así? —Kelly estaba tan nerviosa que hacía lo que podía por no levantar la voz—. He leído en internet que hay muchas personas como tú. ¿Sabías que puedes tomar hormonas para que tu cuerpo no sea como el de un hombre?

—Sí, lo sé.

George leía páginas web sobre la transición de hombre a mujer desde que Scott le había enseñado a borrar el historial del ordenador de su madre.

—Pero se necesita el permiso de los padres —siguió diciendo George.

—Tu madre es bastante enrollada —dijo Kelly alzando las cejas—. Quizá lo acepte.

George negó con la cabeza, bajó la mirada y la clavó en los cordones de sus zapatillas de deporte. No necesitaba cerrar los ojos para volver a ver su bolsa vaquera colgando del dedo de su madre, balanceándose ligeramente. La frase «Ya no tiene gracia» resonaba en su mente. Le contó a Kelly lo de su bolsa llena de revistas de chicas y que su madre la había encontrado.

—¡No es justo! —exclamó Kelly indignada—. ¡No las robaste! ¡No tiene derecho a quitártelas!

—A veces, las personas transgénero no tienen derechos.

George había leído en internet casos de personas transgénero tratadas injustamente.

—Es horrible.

—Lo sé.

Tras un incómodo silencio, Kelly mostró a George varias fotos que había hecho el fin de semana en el parque. Muchas de ellas eran primeros planos de hojas, algunos de ellos impresionantes. La luz, que iluminaba de forma diferente las distintas partes de las hojas, hacía que parecieran tridimensionales.

Kelly se sacó la cámara del bolsillo. Luego empezó a dar instrucciones y a desplazarse alrededor de George disparando.

—Sonríe más, como si acabaran de darte un regalo. Ahora sorpresa, cuando abres el regalo. Y alegría, como si te hubieran regalado lo que siempre habías querido.

George frunció el entrecejo.

—¿Por qué no fotografías mi cara, en lugar de decirme qué cara tengo que poner?

—Solo pretendo aportar cierta dirección artística. Da igual.

Se guardó la cámara en el bolsillo y se unió a un grupo de niñas que jugaban a la rayuela. George se apoyó en la valla y contempló el cielo nuboso.

Cuando sonó el timbre, los alumnos de cada clase formaron en el patio una fila de niños y otra de niñas. Ya en la clase, George se sentó en su sitio y empezó a hacer la tarea anotada en la pizarra. Consistía en formar la mayor cantidad posible de palabras con las letras de la palabra REPRESENTACIÓN. George observó las tres palabras de su página: PRESENTACIÓN, ESTACIÓN y SENTAR. Se negó a escribir PENE, aunque no dejaba de saltarle a la vista y le impedía encontrar otras palabras. George seguía con sus tres palabras en la página cuando la señorita Udell empezó a dar instrucciones.

—Como sabéis, falta poco para nuestra obra. Ha llegado el momento de pisar el acelerador. Limitaremos nuestras actividades académicas habituales a las horas de la mañana. —La señorita Udell pasó por alto las miradas inexpresivas que le llegaban de la clase—. Dedicaremos todas las horas de después de comer a actividades teatrales.

—¡Creo que quiere decir que no haremos nada después de comer! —gritó Chris.

—¡Nada de eso! —La señorita Udell lo miró muy seria por un momento y luego sonrió—. Lo que quiero decir es que estaremos en clase solo hasta la hora de comer. Como el auditorio retumba, quiero que los actores aprendan a proyectar su voz como es debido. Además, el equipo técnico tiene que montar el escenario.

La clase gritó de alegría. Algunos, por la obra, aunque la mayoría porque tendrían menos trabajo de clase. Kelly gritó más que los demás, pero George se quedó en silencio. No quería pisar el acelerador. No quería volver a pensar en Carlota. Quería que se acabara de una vez la obra. Lo único bueno del plan de la señorita Udell era que eso significaba que se saltarían la clase de gimnasia de la tarde.

La señorita Udell pidió a los alumnos que se callaran y siguió hablando.

—Eso no quiere decir que no vayamos a trabajar duro por las mañanas. En realidad, tenemos que ser el doble de eficaces. Y estoy segura de que no tengo que recordaros —dijo mirando a Jeff y a Rick, y luego a Kelly— que a los alumnos que no presten atención a sus estudios por la mañana los mandaré a otra clase por la tarde para que sigan estudiando, y les pondré más deberes.

La mañana transcurrió entre ejercicios de vocabulario, quebrados y lectura. No volvió a mencionarse la obra hasta la comida, cuando una oleada de entusiasmo irrumpió en la gran mesa del comedor. Kelly dijo que lo sabía todo sobre la proyección de la voz y que estaría encantada de ayudar a todo aquel que lo necesitara. Nadie le tomó la palabra.

Cuando sonó el timbre del final del descanso, la señorita Udell no esperó a sus alumnos en la clase, como solía hacer, sino que fue a buscarlos al patio. El señor Jackson iba detrás de ella. La señorita Udell se llevó a los actores al auditorio para que ensayaran en el escenario y dejó a los demás alumnos de cuarto en el patio con el señor Jackson para que formaran el equipo técnico.

El señor Jackson era un negro alto, casi calvo y con un poblado bigote. Pidió al equipo técnico que se sentara en corro debajo de la oxidada canasta de baloncesto. Media docena de botes de pintura, una bolsa de brochas, varios cubos, una pila de cartón y varias lonas grandes esperaban amontonados debajo de la canasta torcida.

—Muy bien. Ya hemos decidido el vestuario, el atrezo y la música —dijo el señor Jackson—. Ahora tenemos que hacer el telón de fondo de nuestros actores para que la literatura cobre vida. Recordad que el alma de una obra de teatro es el equipo técnico. Los actores son como Wilbur, la estrella del cuento, pero nosotros somos como Carlota, los héroes invisibles que lo convierten en una estrella. Ahora ayudemos a ACTUAR a nuestras estrellas.

Antes de que el equipo técnico empezara a pintar, el señor Jackson dijo que tenían que elaborar un plan. Discutieron sobre dónde dibujar balas de heno, el abrevadero del cerdo y la ratonera de Templeton, y sobre si tenían que pintar o no la cocina de Arables. Pero todos estuvieron de acuerdo en que una esquina oscura en la parte superior derecha sería perfecta para Carlota y sus telarañas. El señor Jackson les proporcionaría una escalera, que colocarían detrás del telón de fondo para que Carlota apareciera por arriba.

George se quedó callada hasta que llegó la hora de elegir a los miembros del equipo técnico que ayudarían en el escenario, pero en ese momento levantó la mano la primera. Ya que no podía ser Carlota, al menos entregaría a Kelly las cartulinas en las que pintarían las palabras formadas con tela de araña. Además sujetaría con fuerza la escalera mientras Kelly actuaba desde arriba. Escondida en la oscuridad, sería la Carlota de Carlota.

Dos niñas y un niño de la clase del señor Jackson se ocuparían de trasladar el atrezo al escenario y retirarlo. Rick se ofreció voluntario para subir el telón. Jeff no se apuntó a nada. Dijo que prefería comerse una araña que volver al colegio por la tarde. Se advirtió a los tramoyistas que el día de la función fueran vestidos de negro para que no se les viera.

Al final, llegó la hora de ponerse a pintar el telón de fondo principal de la obra. El equipo técnico extendió gruesas lonas en el agrietado asfalto del patio. Las cubrieron con manchas y trazos amarillos, azules, anaranjados y rojos. La lona se había quedado pegada y crujía a medida que los alumnos la desdoblaban. El señor Jackson repartió batas hechas con grandes camisas de hombre. Jeff se negó a ponerse una porque decía que parecían vestidos. Cuatro alumnos desplegaron un trozo de tela blanca y lo colocaron encima de la lona. Estaba formado por dos sábanas blancas cosidas, y sería su telón de fondo.

Se asignó una labor a cada miembro del equipo técnico. George se ocupó de pintar el abrevadero del cerdo. Aplicó una capa de pintura marrón. En cuanto los bordes se secaran un poco, dibujaría el contorno y algunos detalles en negro. Mientras esperaba, dejó el pincel en remojo en un vaso de plástico lleno de agua sucia, muy sucia. Removió el pincel y observó el remolino fangoso de color marrón, en el que aparecían hilillos verdes. Mientras frotaba el pincel contra una esquina de la lona para que se secara, oyó a Jeff y a Rick charlando.

—¿Para qué quieres tirar el telón? —preguntó Jeff con tono desdeñoso.

—No lo sé —le contestó Rick—. Bueno, he pensado que sería divertido.

—Creo que sería más divertido tirarlo en mitad de la función —dijo Jeff riéndose.

Rick soltó una risita falsa.

—Sí, claro.

—¡Oh, venga, Rick! ¿Qué te pasa? De repente parece que te importe esa idiotez de función. Ahí estás, preocupado por cuántas cuerdas tienen los chismes de heno.

—Se llaman «balas», y el señor Jackson ha dicho que la cuerda se llama «bramante».

—¿A quién le importa? —dijo Jeff—. Estás siendo un pelota.

—¡No es verdad! —gritó Rick al tiempo que le tiraba el pincel a Jeff. Un chorro de pintura amarilla manchó la sábana blanca de algodón—. Mira lo que he hecho por tu culpa.

Rick fue a buscar un trapo e intentó limpiar la pintura.

—Lo que tú digas.

Aunque George no lo veía, sabía que Jeff estaba poniendo los ojos en blanco.

—Pero, bueno, ¿qué pasa? Solo es una araña idiota. ¿Sabes lo que haría si me encontrara con una araña que hablara?

Jeff esperó a que Rick le contestara, pero Rick estaba concentrado en sus pinceladas. El pincel de Jeff estaba en un charco amarillo de la lona, debajo de una bala de heno a medio pintar.

—La pisaría. La aplastaría con el pie por friki. Araña friki. Araña idiota y friki. —Jeff empezó a improvisar una canción—. «Araña idiota y friki. Voy a pisarte porque te lo mereces, araña idiota y fri-i-ki. Muéreteeeeee.»

A George le ardía la cara. Jeff no tenía ningún derecho a hablar de ese modo de Carlota. Jeff se pasaba el día diciendo maldades. Carlota no lo toleraría, y George tampoco.

Cogió una hoja de papel en blanco, un bote de pintura negra y un pincel pequeño. Extendió el papel y se puso a trabajar. Cuando terminó, estaba bastante satisfecha con lo que había hecho. Carlota no era la única que podía expresarse mediante palabras bien escritas.

George levantó el papel con cuidado, sujetándolo con el índice y el pulgar. Le preocupaba tanto que la pintura aún no estuviera seca y que la hoja le cayera en la pierna que apenas pensó en lo que estaba haciendo y a quién se lo estaba haciendo. Sus pies la impulsaron rápida y directamente hacia su objetivo.

Jeff estaba tumbado en el suelo boca abajo. Rellenaba un cielo azul en la parte superior de la tela, dejando manchas de pintura a su paso. Rick estaba agachado a su lado, dibujando una línea negra alrededor de una bala de heno.

Al pasar por delante de Jeff, George soltó la hoja de papel. Fue un lanzamiento directo, que aterrizó perfectamente en su espalda, justo en medio de su camiseta blanca.

—Eh, ¿qué mierda…?

Jeff se giró.

—Perdona —dijo George.

Recogió rápidamente el papel de su espalda y sonrió de oreja a oreja.

—Qué torpe. —Jeff resopló.

Y volvió a su cielo azul. No tenía ni idea de que en su camiseta había quedado estampada en pintura negra la frase SOY GILIPOLLAS, rodeada por una sencilla tela de araña. Jeff era gilipollas, y todo el mundo lo sabría.

George se mordió la lengua para evitar reírse en voz alta. Había funcionado. La G estaba torcida, pero las palabras se entendían. George arrugó el papel y lo tiró en la gran bolsa de basura negra.

Pero en cuanto volvió a su sitio se quedó paralizada. Su rostro perdió el color y le dio la sensación de que se le hinchaba la lengua. Jeff no tardaría en enterarse de lo que había pasado y sabría quién lo había hecho. Estaba muerta. M-U-E-R-T-A. Muerta.

George no dejó de mirar nerviosa a Jeff hasta que el señor Jackson comentó que había llegado la hora de recoger. Jeff se colocó en la fila, junto a la valla, sin haber limpiado nada, y Rick lo siguió. De pronto se oyó un bufido de Rick, y un grito de Jeff. Jeff dio la vuelta a su camiseta.

—¿Qué mier…?

Se calló al tropezar con la mirada del señor Jackson, pero los ojos le brillaban de rabia. Frotó la camiseta todo lo que pudo, pero era demasiado tarde. La pintura se había secado. Jeff se rindió y le dio la vuelta, con la etiqueta por fuera, apuntando a su pelo.

A George le llegó el olor de su propio sudor. Sintió calor en la nuca, luego frío y humedad, y luego de nuevo calor. Su cuerpo quería echar a correr. Y de repente Jeff estaba justo delante de ella. Rick se quedó detrás.

—Oye, Rick, parece que alguien por fin empieza a tener huevos.

Jeff se golpeó la palma de la mano izquierda con el puño derecho.

George se miró los pies con la esperanza de que ninguno de los dos se diera cuenta de que se había puesto roja. Nada le intimidaba más que los niños hablando de lo que había debajo de sus calzoncillos. Le ardían tanto las mejillas que se sintió de metal. Deseó ser realmente de metal, con rayos láser en los ojos que partieran a Jeff por la mitad.

Pero no era de metal, y sus ojos eran tan impotentes como el resto de su cuerpo. Jeff le sacaba una cabeza, y era también corpulento. El meñique de Jeff era como el índice de George. Jeff siguió golpeándose una palma de la mano con el puño de la otra. Rick se quedó detrás de George. No era tan alto como Jeff, pero sí más alto que George, y más fuerte.

Rick sujetó a George por los hombros para que no se moviera. George sintió que se le formaba un agujero en el fondo del estómago. Levantó la cabeza y miró al señor Jackson, que estaba rodeado de alumnos y de material de manualidades.

—Te crees muy gracioso, ¿verdad, friki? ¿Crees que puedes meterte conmigo? Eres un pedazo de friki. Eres un friki. Friki. Friki.

Con cada «friki», Jeff golpeaba con el dedo la frente de George. Las palabras de Jeff se le introducían por debajo de la piel y se instalaban entre las grietas de sus huesos.

Sin previo aviso, Jeff echó el brazo hacia atrás y lanzó el puño contra el estómago de George, que retrocedió un par de pasos hacia la valla, se dobló por la mitad y se presionó la barriga con ambos brazos, jadeando para tomar aire.

El cuerpo de George se contrajo con un espasmo. Le dio una arcada. Le dio otra arcada. Abrió la boca y su vómito salió disparado formando un arco que alcanzó las zapatillas de Jeff y le salpicó hasta la cara. Luego George se desplomó en el suelo.

—¡Puaj! —gritó Jeff, que se pasó las manos por la cara y luego se las miró horrorizado—. ¡¡¡Puajjjjjj!!!

Rick soltó una risita.

—¡Cállate! —gritó Jeff quitándose la camiseta, que ya llevaba del revés por culpa de la tela de araña que decía SOY GILIPOLLAS.

Se limpió la cara y escupió muy enfadado. Apestaba a vómito ácido, que le había salpicado también los pantalones. Tenía trozos de hamburguesa y de maíz pegados a las zapatillas. Pegó un salto horrorizado, pero no pudo librarse de la peste.

El señor Jackson llegó corriendo.

—¿Qué está pasando aquí? —preguntó—. George, ¿estás bien?

Jeff estaba sin camiseta, hecho un auténtico desastre. George seguía en el suelo, sujetándose el estómago y con lágrimas en los ojos. A su alrededor se había reunido una multitud de alumnos.

—Este niño ha pegado un puñetazo a este otro —dijo un alumno de la clase del señor Jackson señalando a Jeff—. Y entonces este —añadió señalando a George—, PUAJJJJJJ, ha echado la papa, que ha salido volando y le ha caído encima a este —dijo volviendo a señalar a Jeff.

—Muchas gracias por explicarlo con todo lujo de detalles, Isaiah. Ahora te ruego que te pongas en la fila. —El señor Jackson se dirigió a los alumnos de cuarto—. De hecho, poneos todos en la fila, por favor. Jeff, te quiero en la puerta, conmigo. George, a ti también.

El señor Jackson ayudó a George a levantarse. A George le dolía el estómago y le ardía la lengua. La palabra «friki» resonaba en sus oídos. Siguió al señor Jackson y a Jeff, todavía sin camiseta, hasta el colegio. El mundo exterior le parecía distante y no oía los murmullos de los alumnos de cuarto que dejaba atrás.

Por el camino, el señor Jackson se detuvo en la secretaría para pedir una camiseta del colegio para Jeff. La señorita Davis, la secretaria del colegio, le entregó una. Tenía la cara pequeña, la nariz más pequeña aún, y el pelo corto y oscuro, canoso en las sienes.

—Apesto a vómito —se quejó Jeff—. Tengo que lavarme antes de ponérmela.

La señorita Davis suspiró.

—Yo me ocupo de ellos, señor Jackson. —Se giró hacia Jeff y George—. Pero voy con vosotros. No quiero tonterías.

George, Jeff y la señorita Davis entraron juntos en el baño de los chicos. George se quedó dando vueltas en la puerta, junto al cubo de basura.

—¿No quieres lavarte tú también? —le preguntó la secretaria.

George negó con la cabeza. Todavía sentía el sabor a vómito en la boca.

—Como quieras.

Jeff metió la cabeza debajo del grifo, se la enjuagó y tiró del rollo de toallas de papel para limpiarse la parte de arriba del cuerpo. Metió la camiseta en el lavamanos y le echó agua por encima, pero la señorita Davis le dijo que se diera prisa. Jeff se quejó, escurrió la camiseta y se puso la que le habían dado.

La señorita Davis llevó a Jeff y a George a la clase 205. La señorita Udell y la señorita Davis susurraron un momento junto a la puerta. Luego la señorita Davis entró en la clase, y la señorita Udell salió al pasillo.

—El señor Jackson me ha contado el incidente en el patio —dijo con su tono más gélido—. Jeffrey, ¿puedes hacerme el favor de explicarme por qué le has pegado un puñetazo en el estómago a George?

—¡Me ha destrozado la camiseta! —gritó Jeff.

—Señor Forrester —la señorita Udell se dirigió a Jeff por su apellido—, le agradecería que no gritara en el pasillo. Además, la violencia en las instalaciones escolares no tiene excusa, y tampoco en ningún otro sitio, por cierto. Mucho menos por una camiseta. El señor Jackson está escribiendo un informe sobre el incidente. Cuando acabe, la señorita Davis os acompañará a la secretaría. Hemos llamado a vuestros padres; vendrán a buscaros.

George y Jeff esperaron en el pasillo con la señorita Davis. Jeff no dejó de lanzar miradas asesinas a George, que no levantaba los ojos del suelo. Cuando el informe sobre el incidente estuvo acabado, los tres bajaron a la secretaría. George se sentó en un banco junto al viejo reloj de los profesores, con los pies colgando. Jeff se sentó en una silla plegable al lado de la señorita Davis, frente a la ventanilla, y se puso a pegar patadas a la mesa hasta que la señorita Davis le dijo que parara. Se quedó quieto un minuto, y luego volvió a empezar con las patadas, al principio suavemente, hasta que la señorita Davis le pegó otro grito.

La madre de George entró en la secretaría y pasó por delante de George sin verla siquiera. La señorita Davis le señaló directamente el despacho de la directora Maldonado y pidió a George que entrara con ella.

Como George nunca había entrado en el despacho de la directora, le sorprendió que fuera tan luminoso. Cortinas de color naranja enmarcaban las ventanas, que llegaban casi hasta el techo, y por todo el despacho había montones de libros. La directora Maldonado, sentada a una gran mesa en medio del despacho, invitó a George y a su madre a sentarse frente a ella, en dos sillas marrones acolchadas. La directora tenía el pelo corto, canoso, y llevaba un collar turquesa encima de un jersey de cuello alto negro. Era una mujer gorda, de anchos hombros que ocupaban toda la silla, y con cómoda confianza en sí misma.

—Bueno, señora Mitchell, George ha pintarrajeado algo que era de la propiedad de un alumno, y eso es una ofensa grave. Sin embargo, dada la naturaleza del incidente, así como la ausencia de incidentes por parte de George, preferiría solucionarlo de la manera más sencilla posible.

Mientras la directora hablaba, George recorrió con la mirada la pared que tenía detrás. En la mitad inferior habían pegado con cinta adhesiva listas y listas de números de teléfono y de e-mails, entre las que se intercalaban notas manuscritas clavadas directamente en la pared con chinchetas. Arriba había decenas de carteles que pedían a los niños que comieran bien, que no tomaran drogas, que hicieran los deberes y que no acosaran a los demás. Un cartel de la esquina del fondo mostraba una gran bandera del arcoíris ondeando sobre un fondo negro. Debajo de la bandera, el cartel decía PROPORCIONA ESPACIOS SEGUROS A JÓVENES GAYS, LESBIANAS, BISEXUALES Y TRANSGÉNERO.

George sintió un escalofrío en la columna al leer la palabra «transgénero».

Se preguntó dónde podría encontrar un espacio seguro como ese, y si allí habría otras niñas como ella. Quizá podrían charlar de maquillaje. Quizá incluso podrían probarlo.

George observó fijamente el cartel y pensó en buscar a otras niñas como ella mientras su madre y la directora hablaban. La directora Maldonado le preguntó por cambios recientes en la vida doméstica, pero no había habido ninguno desde la marcha de su padre, hacía tres años.

Al final, la directora dijo:

—¿Por qué no se lleva a George a casa para que se calme y nos olvidamos del tema?

Su madre dio las gracias a la directora Maldonado, que desvió su atención hacia George.

—Yo no tomaría por costumbre molestar a Jeff. A algunos niños les gustan los problemas y hacen lo posible por buscarlos. Si vuelves por este despacho, te prometo que no seré tan indulgente.

George esperó no descubrir nunca a qué se refería.

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