George

George


3 Actuar solo es fingir

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Actuar solo es fingir

George vivía con su madre y con Scott en la parte izquierda de una casa dividida en dos viviendas. Cuando George hablaba de su familia, solía referirse a su madre y a Scott. Su padre vivía con su nueva mujer, Fiona, en las montañas de Pocono, en Pensilvania, a unas horas de distancia. Scott y George iban dos semanas en verano, como si fueran de campamento. Su padre era mejor padre a tiempo parcial de lo que lo había sido a jornada completa.

En la otra mitad de la casa vivían el señor y la señora Williams. Eran una pareja de jubilados cuyas salidas solían limitarse a acercarse diariamente al buzón en zapatillas, arrastrando los pies, para recoger el correo y el periódico. A George le parecían tranquilos y agradables, y confiaba en que nunca se cambiaran de casa. Si llegaba otra familia a la puerta de al lado, podría ser que tuvieran un hijo de su edad, y en ese caso su madre querría que George y el chico se hicieran buenos amigos.

«Vais a divertiros mucho juntos —diría su madre—. Solo tienes que presentarte y sonreír.» Su madre era inteligente, y George la quería mucho, pero no sabía nada de los niños. A los niños no les caía bien George, y por lo demás tampoco George tenía demasiado claro lo que pensaba de ellos.

George sacó su bici del cobertizo del patio y la arrastró por el camino mal asfaltado hasta la calle. Era domingo por la tarde, y Kelly la había invitado a su casa para ensayar para el casting del lunes. Kelly dijo que podrían turnarse en el papel de Carlota, y el estómago de George brincaba con la idea de leer en voz alta el papel de la araña. George pedaleó hasta la casa de Kelly, con su sombra, pequeña a la luz del atardecer, indicándole el camino.

Kelly y su padre vivían en un sótano de dos habitaciones, y su puerta de entrada era en realidad una puerta trasera. En el patio había más cemento que césped, aunque matas de hierba brotaban impacientes entre las grietas del pavimento.

George apoyó la bici en la pared trasera de la casa, colgó el casco en el manillar y bajó los tres peligrosos escalones de cemento agarrándose a la fina barandilla metálica. Golpeó con fuerza la puerta de madera para rivalizar con la música rock que sonaba dentro a todo volumen.

Kelly la recibió con una enorme sonrisa. La puerta daba directamente a una sala grande y desordenada. Electrodomésticos y un fregadero lleno de platos contra una pared. En otra esquina, una cama deshecha. Cajas de cartón metidas en cualquier sitio. Libros y papeles apilados por todas partes, en la mesa, en las estanterías, en cajas de zapatos en lo alto de estanterías, encima de la tele y caídos al suelo desde el armario abierto. Varias veces, George incluso había visto partituras asomando del congelador. (Kelly le había dicho que eso hacía su padre cuando quería dejar enfriar una pieza musical antes de seguir trabajando en ella.) Una única lámpara de pie intentaba iluminar toda la sala, pero las esquinas estaban sumidas en la penumbra.

El padre de Kelly era músico, aunque raramente hacía conciertos. Escribía música para que la tocaran otros. Kelly juraba que los intérpretes para los que su padre había escrito música eran famosos, pero a George nunca le sonaban los nombres. Cuando Kelly iba a cenar a casa de George, le encantaba recitar la lista de los cantantes y grupos a la madre de George, que conocía a algunos.

El padre de Kelly estaba sentado en el suelo, en mitad de la sala, mirando fijamente el papel que tenía en las manos. Lo rodeaban decenas de montones de partituras que se extendían por la sala, tanto sueltas como encuadernadas. Algunos de esos montones superaban el medio metro de altura. Dejó la página que tenía en las manos en lo alto de un montón, a su espalda, que parecía a punto de derrumbarse.

—Mi padre está haciendo limpieza —le dijo Kelly—. ¿Qué te parece?

—¡Uau! —le contestó George.

Le pareció que la exclamación abarcaba la envergadura del desastre.

—¡Hay que desordenarlo todo antes de volver a ordenarlo! —gritó el padre de Kelly por encima de la música. Se abrió camino hasta el equipo de música para bajar el volumen—. Hola, George.

—Hola.

George nunca sabía cómo llamar al padre de Kelly. «Señor Arden» era demasiado formal para una persona como él, pero a George le parecía raro llamar por su nombre a una persona mayor, aunque él más de una vez le había dicho: «Llámame Paul». Para George era sencillamente el padre de Kelly, pero no creía que le gustara que lo llamara así.

—Así que quieres ser un actor famoso —dijo el padre de Kelly levantando una caja de un montón y dejándola en el suelo, entre todo el desorden.

—Supongo que sí —le contestó George.

—Venga, empecemos. —Kelly cogió a George de la mano y la condujo por la alfombra beige hasta la puerta de su habitación—. Que te diviertas con tus planes, papá. Si nos necesitas, llama a la puerta. Pero intenta no hacer ruido. Tenemos mucho que ensayar, y sabes que es muy importante para nosotros.

—¡Sí, señora! —El padre de Kelly asintió con firmeza y volvió a centrar su atención en la siguiente partitura del montón que tenía delante.

Entrar en la habitación de Kelly fue como entrar en otro mundo. La mesa y el escritorio estaban impolutos, la cama estaba perfectamente hecha y en la pared había decenas de fotografías enmarcadas, colgadas con mucho estilo. En la alfombra de color rosa pálido todavía se veían las líneas que había dejado la aspiradora, y el aire olía a limón.

—Uau, Kelly. Tu habitación está aún más limpia que normalmente.

—Me he pegado un hartón de limpiar. Es lo que me ha inspirado mi padre.

—Quizá deberías darle unas clases.

—¡Ja! Cree que la mitad de la gracia está en encontrar material perdido. Dice que es como buscar oro. En fin, creo que has tenido una gran idea.

—¿Qué idea?

—Hacer el casting para Carlota. A la señorita Udell le encantará que te importe tanto el personaje que quieras representarlo, aunque sea una niña, y tú, un niño. En las obras de teatro se trata de fingir, ¿no?

—Hum… —Fue lo único que pudo contestar George.

En realidad, representar un papel de niña no sería fingir, pero George no sabía cómo explicárselo a Kelly. Además, en cuanto Kelly empezaba a hablar, no era fácil pararla. Su madre decía que Kelly debería ser abogada. Kelly decía que, si lo intentaba, su padre la demandaría.

—Mira —prosiguió Kelly—, seguramente te dará el papel para aclarar las cosas: se pasa el día diciendo que no debemos permitir que las expectativas de los demás limiten nuestras decisiones.

—Pero no se trata solo de la obra —intentó explicarle George.

—Pues claro. La historia está llena de chicos que hicieron papeles de chica. ¿Sabías que todos los personajes de las obras de Shakespeare los representaban hombres? Hasta los papeles de mujer. ¡Hasta cuando tenían que besarse! ¿Te imaginas?

George pensó por un momento en besar a un chico, y la idea la hizo estremecerse. Vivir en la época de Shakespeare no parecía tan malo, aunque tuvieras que salir de casa para cagar.

Kelly siguió hablando.

—Tanto a Romeo como a Julieta los representaban chicos. ¡Chicos! Piénsalo. Es posible que el propio Shakespeare representara a Julieta. Si quieres ser Carlota, debes hacer el casting, como cualquiera. Es lo justo. Y mi padre dice que, si te pones nervioso, solo tienes que imaginarte al público desnudo.

George no entendía en qué podía ayudar imaginarse al público desnudo.

—Kelly… —le dijo.

—Dime.

—Tu padre es raro.

—Ya lo sé.

Kelly se colocó en medio de la habitación e hizo un par de reverencias, como si estuviera en el escenario. Miró nerviosa a su alrededor y señaló a su público imaginario gritando: «¿Cómo voy a actuar delante de todos vosotros? ¡Estáis desnudos! ¡Es una tremenda falta de respeto!».

Kelly empezó a reírse y George se unió a ella hasta que acabaron los dos partidos de risa, soltando de vez en cuando cosas como «¡No puedo actuar en estas condiciones!», «¿Dónde está mi limusina?» y «¡Que venga mi mánager!», hasta que al final, jadeando y con las mejillas doloridas, las carcajadas fueron extinguiéndose. De repente, Kelly se incorporó de un salto, con expresión decidida.

—Vale, vamos a trabajar.

Abrió el último cajón del escritorio. Dentro, un arcoíris de carpetas colgando de un archivador almacenaba gran cantidad de papeles. Kelly sacó un par de hojas de una de las primeras carpetas y cerró el cajón.

—Ayer hice una copia en la impresora de mi padre.

Kelly tendió una hoja a George. La palabra CARLOTA aparecía en mayúsculas en la parte superior, escrita originalmente con un rotulador grueso. A continuación estaba la primera conversación entre Carlota y Wilbur. Todas las niñas, quisieran el papel que quisieran, harían en el casting el papel de Carlota, y los niños harían el de Wilbur.

—¿Por qué no empiezas tú con Carlota?

Kelly se arrodilló y estiró los brazos para dejar su hoja en la alfombra, delante de ella.

Pegó un gruñido a George, que se colocó en la posición más alta posible, encima de los cojines de la cabecera de la cama. A medida que representaban la escena, George se sorprendió. Pensó que se pondría nerviosa, pero le pareció natural decir en voz alta las palabras de Carlota. Terminaron demasiado deprisa.

—¡Cambiamos! —gritó Kelly, que se dejó caer en la cama y se tumbó boca arriba con la cabeza sobresaliendo. Sujetó la página con las dos manos, a cierta distancia, para poder leerla—. Lista.

George saltó de la cama y sentó en el suelo con las piernas cruzadas. Leyó el texto de Wilbur y escuchó la voz de Kelly repitiendo las palabras que hacía un segundo había leído ella en voz alta. Se puso muy contenta cuando llegó el momento de volver a cambiar. Subió majestuosamente a la cama y extendió los brazos y las piernas como si fuera una araña mientras Kelly saltaba al suelo gruñendo.

—¡Un cordial saludo! —gritó George.

Y la escena volvió a empezar. Las palabras sonaban bien en sus labios.

Los dos amigos repitieron una y otra vez el diálogo hasta que pudieron decir casi todas las frases sin mirar la hoja. Al final, Kelly se negó a renunciar a su papel de Wilbur, así que George repitió encantada el de Carlota.

—¿No te importa? —le preguntó George.

Podría haberse pasado el día entero leyendo el papel de Carlota.

—¡Estoy divirtiéndome! —le contestó Kelly—. Además, haces el papel de Carlota mejor que yo. Meto la pata desde la primera frase.

Kelly tenía razón. Una y otra vez decía «Un saludo» en lugar de «Un cordial saludo». «Un cordial saludo» era la elegante manera en que Carlota se dirigía por primera vez a Wilbur, lo cual daba muestra de su rico vocabulario. Aquella primera frase era importante.

—Hay otros papeles. Podría ser Fern. Le diré a mi padre: «¿Adónde vas con esa hacha?».

Levantó las manos para escenificar su queja.

—¿Hacha? ¿Qué hacha? —El padre de Kelly había abierto la puerta y asomado la cabeza—. No tengo ningún hacha. Lo que de verdad soy es bajista. Da-dum-dum-dum-dum-dum. —Se llevó los dedos a la cintura y tocó un instrumento imaginario—. ¿Lo entiendes? Un bajo no es un hacha.

—¿De verdad, papá?

Kelly lanzó una mirada a su padre. George sonrió perplejo.

Kelly se giró hacia George.

—A los guitarristas famosos les gusta llamar «hachas» a sus guitarras. Así se sienten guays. —Volvió a dirigir la atención a su padre—. ¿No te he dicho que llamaras a la puerta antes de entrar? Estamos intentando ensayar.

—Lleváis un buen rato ensayando. He pensado que quizá tendríais sed. Hay zumo de uva en el frigorífico.

—Bueno, en ese caso, querido papá, no me importa que nos molestes —aseguró Kelly—. Porque, con tanto ensayo, estoy muerta de sed.

—Juraría que su compañero de reparto también, señorita Arden. ¿Qué dice usted, señor Mitchell? ¿Le apetece tomar algo?

George asintió. Odiaba que la llamaran señor Mitchell. Quería gritar: «¡El señor Mitchell vive en las Pocono con una mujer que se llama Fiona!». El señor Mitchell era su padre. Algún día lo sería también su hermano, Scott, pero ella jamás se llamaría así.

No obstante, George acompañó a Kelly al salón y se acercó con ella al frigorífico, donde Kelly sirvió zumo en dos vasos de plástico procedentes de un chiringuito de la zona. La mayoría de los platos de los armarios eran de plástico. Al fondo del estante había algún vaso de vidrio, restos de diferentes juegos, pero daba la impresión de que nunca los habían utilizado. Teniendo en cuenta la frecuencia con la que se caían los vasos en casa de los Arden, seguramente era una buena idea.

Kelly se bebió el zumo en tres tragos.

—¡Aaaaaaaaaaaah! ¡Zumo de uva! ¡Mi favorito!

Se pasó la mano por la boca, dejó el vaso encima del montón de platos del fregadero y se dirigió al hueco en el que había estado sentado su padre, entre un caos de papeles. Gruñó varias veces, apartó con cuidado los montones más cercanos, se tiró al suelo boca arriba y empezó a girar como un cerdo que se revuelca alegremente en el barro.

El padre de Kelly cogió el vaso de su hija del montón de platos del fregadero y se sirvió un zumo también él. Se rió de las payasadas de su hija.

—¿Insinúas que mi habitación es una pocilga?

Kelly gruñó y asintió enérgicamente.

El padre de Kelly se giró hacia George.

—¿Te apetece quedarte a cenar? ¡Estoy preparando una sorpresa superespecial!

—Hummm, gracias, pero creo que mi madre me quiere en casa.

—Como prefieras.

Kelly cogió a su mejor amigo de la mano y volvió a su habitación. Repitieron sus textos una vez más. A George le habría gustado hacer el papel de Carlota todo el día, pero Kelly dijo que se aburría y sacó su cámara.

La cámara era pequeña y plateada, con una lente delante que ampliaba y reducía la imagen. Se la habían regalado por su cumpleaños el verano anterior, y no había pasado ni un día sin fotografiar algo. Le encantaba encuadrar y decidir dónde debía empezar la foto y qué parte debía quedar fuera de la imagen.

Algunas de las fotos colgadas en las paredes eran retratos. Una, del padre de Kelly tocando el bajo en una actuación. Otra, de su tío Bill pintando en un campo de dientes de león como un hippy. Y había una foto con mucho grano de una mujer alta y de piel morena, con tacones, un vestido azul brillante y un micrófono en las manos. Era la única foto colgada que no había hecho Kelly, y, aunque casi nunca hablaba del tema, George sabía que era una foto de su madre.

Aunque no todas las fotos eran de personas a las que Kelly conocía. Había un niño sonriendo en una estructura de trepa, un hombre trajeado bebiendo café, sumido en sus pensamientos, y una pareja de ancianos cogidos de la mano en el banco de un parque. Otras fotos eran imágenes de objetos cotidianos, tan de cerca que apenas se distinguía lo que eran. Había una goma de borrar desgastada, un montón de bastoncillos, unas cuerdas de guitarra y una forma borrosa con un triángulo plateado en medio. Ni siquiera Kelly recordaba qué era aquel objeto originariamente, pero era el favorito de George.

Kelly colocó a George contra la puerta y empezó a disparar.

—Pon el pie izquierdo delante del derecho —le dijo a George.

George lo puso, pero Kelly frunció el entrecejo.

—No, déjalo donde estaba. —Hizo varias fotos más—. Mira al cielo. No, no como si estuvieras mirando un avión. Como si estuvieras mirando la hoja de un árbol.

A George no le importaba demasiado que Kelly le hiciera alguna foto, aunque odiaba que le pidiera que posara. Pero Kelly era insistente, así que era más rápido dejarla hacer sus fotos que discutir con ella, perder y tener que aguantar que le hiciera aún más fotos para demostrarle que tenía razón.

Kelly hizo que George posara con un libro y tomó primeros planos de los huecos entre sus dedos. Le pidió que se pusiera una gorra de béisbol y unas gafas de sol y le hizo fotos hasta que George no aguantó más y le suplicó que parara.

—¿Qué te parece si hacemos algunas fuera? —le preguntó Kelly.

—No —le contestó George—. Tengo que irme a casa.

—Vale. Mejor que te vayas antes de que llegue mi padre diciendo que la sorpresa superespecial está lista e insista en que te quedes.

—¿Qué es esa sorpresa superespecial?

—Mi padre fríe un montón de sobras. Alguna vez le sale genial. En general, regular. Y a veces tan mal que tenemos que pedir una pizza.

George se despidió de Kelly y arrastró su bici por el agrietado camino de delante de la casa.

—Un, dos, tres… —empezó Kelly desde la ventana del sótano.

—¡CAÑA! —gritó George al aire del anochecer.

Se abrochó el casco e inició el camino hacia su casa, que tan bien conocía. Las casas se desdibujaban a su paso, con las palabras de Carlota dándole aún vueltas en la cabeza.

En casa, su madre observaba la despensa abierta, con su oscuro pelo largo recogido en su habitual coleta. Llevaba un polo y vaqueros, el mismo tipo de ropa que se ponía todos los días para ir al trabajo, debajo de la bata blanca. Prefería los vaqueros a las faldas y no se maquillaba. Decía que no era bueno para la piel, y además que las mujeres ya eran lo bastante guapas al natural. La madre de George era guapa, sí. Era alta, con una sonrisa amable y auténtica, y tenía los mismos ojos verdes que George.

—Hola, Gi-gi —dijo cerrando la puerta de la despensa.

Cuando George era pequeña y no sabía decir bien su nombre, solía llamarse a sí misma Gi-gi. Su madre seguía llamándola así, aunque Scott decía que parecía un nombre de niña. Aunque nunca lo dijo, George pensaba lo mismo.

—¿Has visto a tu hermano? —le preguntó su madre mientras revolvía en el frigorífico en busca de opciones para cenar.

—Ha ido a casa de Randy.

—¡Perritos calientes y judías!

Scott odiaba las judías, pero tanto a George como a su madre les encantaban.

Mientras su madre hacía la cena, George subió a darse un baño. Se quitó la camiseta mientras se llenaba la bañera y esperó al último momento para quitarse los pantalones y los calzoncillos. Sumergió el cuerpo en el agua caliente e intentó no pensar en lo que tenía entre las piernas, pero ahí estaba, moviéndose delante de ella. Se lavó el pelo con muchísimo champú para que la superficie del agua se cubriera de espuma. Se frotó el cuerpo, se levantó salpicándolo todo y se secó con su toalla de rizo azul. Luego se envolvió el torso con la toalla por las axilas, como hacen las chicas, y se pasó un pequeño peine negro por el pelo. Se lo peinó hacia delante, observó en el espejo su pálido rostro lleno de pecas y luego volvió a peinarse hacia atrás, con la raya en medio, como solía llevarlo.

En su habitación, se puso un pijama de franela lleno de diminutos pingüinos con pajarita roja. Su madre le gritó que la cena estaba lista, y George bajó a cenar.

Su madre estaba ya sentada a la mesa de la cocina, a punto de darle un mordisco a su perrito caliente, cubierto de mostaza y salsa de pepinillos. Había tostado su panecillo, pero había dejado el de George blando y frío, como le gustaba.

—Gracias, mamá —dijo George.

Echó un chorro de ketchup en su perrito caliente y le pegó un mordisco humeante y jugoso.

Al principio comieron en silencio. El que más solía hablar mientras cenaban era Scott. Pero en aquel momento algo apremiaba a George. No dejaba de darle vueltas en la cabeza.

—Mamá… —dijo tras haberse tragado el último mordisco de perrito caliente. Apenas era consciente de haber hablado en voz alta.

—¿Qué pasa, Gi-gi?

George se detuvo. Era una pregunta breve, pero no conseguía que su boca articulara el sonido.

«Mamá, ¿qué pasa si soy una chica?»

Hacía unos meses George había visto en la tele una entrevista a una hermosa mujer llamada Tina. Tenía la piel dorada, una abundante melena con reflejos rubios, y las uñas largas y brillantes. El entrevistador dijo que Tina había nacido niño, y luego le preguntó si se había «operado». La mujer contestó que era una «mujer transgénero» y que lo que tenía entre las piernas solo les incumbía a ella y a su novio.

Así que George sabía que era posible. Un chico podía convertirse en chica. Luego leyó en internet que se pueden tomar hormonas femeninas para cambiar el cuerpo, y que se pueden hacer un montón de operaciones, si se quiere y se tiene el dinero. A esto lo llamaban «transición». Incluso se puede empezar antes de los dieciocho años con pastillas llamadas bloqueadores de andrógenos, que detienen las hormonas masculinas del cuerpo para que no se convierta en el de un hombre. Pero para eso se necesita el permiso de los padres.

—George, puedes contarme lo que sea. —Su madre sujetó una mano de George con la suya y colocó la otra encima—. Te pase lo que te pase en la vida, puedes compartirlo conmigo, y siempre te querré. Siempre serás mi niño, y eso nunca cambiará. Incluso cuando crezcas y te conviertas en un hombre, seguiré queriéndote como se quiere a un hijo.

George entreabrió los labios, pero en su boca no había palabras, y en su cerebro, un solo pensamiento: «¡No!». Sabía que su madre estaba intentando ayudar. Pero George no tenía un problema normal. No le daban miedo las serpientes. No había suspendido un examen de mates. Era una niña, y nadie lo sabía.

—Mamá, ¿puedo tomarme un vaso de leche con cacao?

—Pues claro, Gi-gi.

Se dirigió al frigorífico.

Después de que su padre se marchara de casa, durante varias semanas su madre le daba un vaso de leche con cacao cada noche, antes de irse a dormir. Ninguno de los dos decía nada. Ninguno de los dos tenía nada que decir. Pero aquellos recuerdos estaban entre los preferidos de George, simplemente estar allí sentada, con su madre, sabiendo que jamás se marcharía.

George no se terminaba el vaso de leche con cacao hasta que estaba lista para que su madre le diera un beso de buenas noches. Entonces su madre cogía el vaso casi vacío y lo giraba delante de la boca de George para que le diera el último trago. George siempre se aseguraba de dejar aquel último y espeso sorbo.

Su madre volvió entonces a la mesa con un vaso lleno de leche con cacao todavía espumosa, recién revuelta con la cucharilla. Un sabor dulce invadió la boca de George. Clavó los ojos en las burbujas lechosas y vació la mitad del vaso.

Observó un minuto la espuma y se bebió la otra mitad. Más que degustarla, sintió su frialdad bajándole por la garganta. Luego tendió el vaso a su madre, que lo inclinó hacia su lengua para que se bebiera el último sorbo.

El sabor dulce de la leche con cacao había cubierto la lengua de George, y con ella las palabras que tenía en la punta. Algún día, no sabía cómo, tendría que contarle a su madre que era una niña. Pero no sería ese.

Y en cuanto a cómo decírselo, no tenía ni idea.

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