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TODOS los días circulaban nuevos rumores por la ciudad sobre la inminente declaración de guerra de Italia contra Austria. No parecía posible que Italia pudiera seguir manteniéndose neutral. Esto no se debía a los incidentes internacionales ocurridos, ni tampoco a que el Gobierno italiano hubiera hecho declaraciones oficiales al respecto, sino a la campaña pública en favor de la guerra que se estaba desarrollando en todas las grandes ciudades italianas. Parecía que el pueblo estaba por la guerra.

Los irredentistas de Trieste se preparaban para su momento de gloria. Muchos jóvenes italianos que habían hablado de cruzar la frontera ilegalmente para unirse al ejército de su país, pero que en realidad habían ido retrasando el momento de empacar y ponerse en camino hacia Gorizia, comprendieron que o se iban entonces, o no lo harían nunca. Al caer la tarde salieron por última vez al paseo; los menos favorecidos podían abordar ahora a aquella chica que nunca se había dignado a mirarlos e inundarle los ojos de lágrimas diciéndole gravemente: Si mañana no me ves en el Molo, no me olvides. Los más favorecidos, habiendo insinuado su partida de una forma similar, avanzaron portando en lo alto la bandera tricolor, mientras las chicas se arracimaban, siguiéndolos con los ojos y apretando la mano de sus compañeras para no llorar ni tirarse al suelo de rodillas. Los irredentistas mayores recorrieron ligeros la ciudad gris, pues ya vislumbraban un Trieste radiante y un final, antes de que acabara el año, para su larga lucha.

Otros italianos, entre los trabajadores y funcionarios y pequeños comerciantes, escuchaban los rumores y hojeaban los diarios con cierto recelo. Tenían mucho que temer: la reacción de los austriacos en caso de guerra; las revueltas en la ciudad; el inevitable colapso económico si Trieste llegaba a estar bajo dominio italiano. (Ninguno de ellos pensó ni por un momento que los austriacos vencerían al ejército italiano.) Sin embargo, el mismo lenguaje en que tenía que expresarse hacía vergonzoso el temor de estos italianos. Se sentían castigados por su lengua materna.

El jueves leyeron en los periódicos la noticia que todos habían esperado: la inauguración de una estatua que conmemoraba la salida de Génova de Garibaldi y sus Mil. Se decía que el Rey asistiría a la ceremonia. En el último momento envió un telegrama excusando su ausencia y bendiciendo el acto.

El principal orador venido de Génova era Gabriele d’Annunzio, quien se había autoerigido como poeta del nacionalismo italiano. Tenía el aspecto de un viejo zorro hambriento, pero un zorro subido a un caballo invisible, un zorro tan carismático que podría cabalgar hasta los perros y dirigir la cacería. Creía que el aviador era el héroe moderno ideal. (Había pensado escribir un poema dedicado a Chávez.) La multitud lo ovacionó con un entusiasmo ilimitado. Su cara flaca parecía una prueba de la profundidad de lo que decía:

«Bienaventurados los que tienen mucho, porque podrán dar mucho; bienaventurados los que desprecian el amor estéril, porque llegarán vírgenes a su primer y último amor; bienaventurados los que hablaron ayer en contra de este acto (es decir, de la presunta declaración de guerra; puede que la referencia fuera censurada), porque aceptarán en silencio la ley de la necesidad y desearán ser los primeros y no los últimos; bienaventurados los jóvenes felices y sedientos de gloria, porque verán saciada su sed; bienaventurados los caritativos, porque tendrán sangre pura que restañar y dolores radiantes que aliviar; bienaventurados los que volverán victoriosos, porque verán el nuevo rostro de Roma...».

Parecía que la voluntad del pueblo italiano era lanzar a su país a la guerra. Pero la verdad era un poco distinta. El 26 de abril, el Rey y el Primer Ministro habían firmado un tratado secreto según el cual Italia se comprometía a entrar en la guerra, alineándose con la Entente, en el plazo de un mes. En aquel momento el Parlamento estaba suspendido, pero habría que volver a convocarlo para hacer una declaración de guerra formal, y se sabía que una gran mayoría de los parlamentarios se oponía a la intervención italiana, al igual que los campesinos, la rama izquierda del partido socialista, muchos sindicatos y el Vaticano. En un mes toda la nación, y especialmente las ciudades, había de estar tan revuelta que toda oposición a la guerra, ya fuera parlamentaria u otra, cayera por sí sola. Ésta era la tarea que el Rey y sus dos principales ministros, que eran los únicos que conocían el secreto, encomendaron a los políticos que abogaban por la intervención y a los agitadores como D’Annunzio.

Al mismo tiempo que Gran Bretaña, Francia y Rusia negociaban los términos del tratado secreto con Italia, Alemania y Austria hacían sus propias contra-ofertas para persuadir a Italia de que permaneciera neutral. Una de las diferencias fundamentales entre las ofertas que recibieron el Rey y sus ministros por parte de ambos bandos era la relativa al futuro de Trieste. Alemania y Austria proponían que Trieste se convirtiera en una Ciudad Libre; los países de la Entente proponían que pasara a Italia.

Hacia el final de la semana, empezó a correr el rumor de que el príncipe Bülow, el negociador por parte del Káiser, había dejado Roma precipitadamente con todo su equipo. Los italianos que tenían pasaporte empezaron a abandonar Trieste antes de lo que pensaban. Los austriacos que estaban en Italia se apresuraron a regresar a su país. En esta atmósfera de creciente suspense, G. perseguía sus propios intereses. No se le ocurrió abandonar la ciudad. Wolfgang von Hartmann y su mujer estaban en Viena y no volverían hasta el fin de semana. Con cada día que pasaba, la propuesta de atraerse las simpatías austriacas en favor del joven arrestado en la frontera se hacía más claramente absurda. G. no pensaba hablar de este asunto con nadie hasta el regreso de Hartmann y su mujer; entonces, y por sus propios motivos, estaba dispuesto a abogar por aquel caso imposible y absurdo.

El domingo 9 de mayo parece que fue un día soleado en toda Europa. Wolfgang von Hartmann tenía la costumbre de levantarse temprano y, como no creía en las excepciones, también se levantaba pronto los domingos. Hacia las siete ya estaba vestido.

En el frente occidental, a lo largo de una línea de unos cinco kilómetros, ya habían muerto a esa hora cuatro mil hombres. A las cinco de la madrugada, la artillería británica había empezado a bombardear las líneas alemanas. A las cinco y veinte, una fuerte brisa dispersó momentáneamente las nubes de humo y polvo que envolvían el extremo meridional del campo de batalla. Se veían con una claridad alarmante los parapetos alemanes intactos. Diez minutos después, la primera oleada de hombres, compuesta por tres divisiones de infantería, apareció por encima de los parapetos y empezó a avanzar en formación por tierra de nadie. El diario del regimiento alemán contrincante describe el ataque como sigue: Imposible que haya habido en otra guerra un blanco más perfecto que aquel muro compacto de hombres de caqui, británicos e indios codo con codo. Sólo se podía dar una orden: ¡Fuego a discreción! Las ametralladoras alemanas empezaron a disparar. Algunos de los soldados atacantes intentaban volver a trompicones hasta sus trincheras, pero se lo impidió el ataque de la segunda y tercera oleada de hombres que ya habían salido del parapeto.

La esposa de Wolfgang von Hartmann dormía en la misma habitación. En varias ocasiones había intentado sin éxito sugerirle a su marido que, dada la gran responsabilidad de su trabajo y de sus deberes públicos, sería mejor que tuvieran habitaciones separadas. Serías siempre muy bienvenido, añadía con una sonrisa demasiado vehemente para demostrar contento. No, contestaba él, si eso fuera lo que tuviera en mente, no me habría casado contigo y serías mi amante.

Un puñado de hombres, que ya no sabían ni quiénes eran, siguieron avanzando; si sus madres los hubieran llamado por sus nombres, no habrían contestado. Un poco antes de las líneas alemanas vieron una zanja en donde esperaban poder ponerse a cubierto. Cuando llegaron, descubrieron que estaba llena de alambre espinoso. Algunos, desesperados, se lanzaron contra el alambre. Los otros cayeron acribillados. Un segundo ataque, que iría precedido por un bombardeo de cuarenta y cinco minutos, estaba proyectado para las siete. Esta vez se ordenó a los artilleros que concentraran el fuego en el alambre que precedía a los parapetos alemanes. Los soldados británicos e indios aún vivos en tierra de nadie, que se habían arrastrado buscando cobijo en los cráteres abiertos por las granadas o en agujeros que ellos mismos habían cavado con sus bayonetas, serían aniquilados entonces por los proyectiles de su propia artillería.

Von Hartmann se detuvo un momento para contemplar a Marika dormida. Ya no dormía con el cabello suelto. Se enorgulleció al ver la expresión de la cara de su mujer tal como era, en reposo. Era una expresión de avaricia. Pero no era una gran avaricia la suya, era una avaricia leve. Y eso era lo que le gustaba, pues demostraba, dado que llevaban casados ocho años, cuánto podía darle. (Marika era hija de un terrateniente magiar venido a menos y se había casado con Wolfgang a los veintisiete años.) Una mujer más fácil de satisfacer habría dado ya por supuesta su fortuna y su poder. Ése había sido el caso con su primera esposa. Había confiado en él igual que confiaba, sin pensarlo, en que el sol saliera por la mañana. Marika no se permitía este tipo de complacencia, pues su siguiente demanda podría ser excesiva y, por lo tanto, rechazada. Inclinándose sobre ella, apretó el pulgar contra sus dientes, que se entreabrieron en el sueño, de forma que la boca y la mano parecían los de un niño que se muerde el dedo para no llorar.

En el sector contiguo del frente, algunos supervivientes del cuerpo de fusileros irlandeses retrocedían a sus propias líneas bajo intenso fuego alemán. En las trincheras británicas, en donde se apiñaban los hombres, pegados unos a otros como si estuvieran bailando abrazados a sus compañeros muertos o heridos, empezó a rumorearse que los alemanes estaban contraatacando vestidos con uniformes británicos. Los hombres empezaron a disparar a los supervivientes de los fusileros irlandeses en retirada.

En la estación de ferrocarril de Roma, varios cientos de jóvenes esperan el tren de Turín. Tienen la vista fija en las vías, que al salir de la marquesina brillan como tenedores de plata al sol de la mañana. Giolitti llegaba en ese tren. Un año antes había dimitido como Primer Ministro e iba a Roma porque creía que el Gobierno no había decidido todavía la participación de Italia en la guerra (no conocía el tratado secreto), y estaba decidido a utilizar su influencia para apoyar al partido anti-intervencionista. Cuatro años antes había defendido y organizado la guerra contra Libia, pero en este caso temía que las ganancias que pudiera reportar a su país una guerra europea no justificaran los costes. Los jóvenes habían leído en los periódicos del día anterior su intención de venir a Roma. Cuando el tren entró en el andén, silbaban y gritaban: ¡Abajo Giolitti! ¡Que se acaben las componendas! ¡Viva la guerra! Intentaron subirse al tren antes de que parara. El hombre que había gobernado Italia durante doce años estuvo tentado de dirigirse a ellos desde la puerta del vagón. No entendían nada. ¡Viva el Trieste italiano! ¡Abajo Austria! ¡Guerra! ¡Guerra! El anciano no tardó en convencerse de que era inútil intentar hablar. Hacía sólo una hora que se había despertado. Quería tomarse un café. Un asistente le sugirió que se bajara del tren por el lado opuesto y desapareciera disimuladamente, evitando la manifestación. Se negó. No podía apartar la vista de los jóvenes que le gritaban. No se dan cuenta, decía, de que ahora no es Libia, no es Libia.

A lo largo del día, cada vez que terminaba de considerar un asunto, los pensamientos de Wolfgang von Hartmann volvían a su mujer. Se preguntaba si la última victoria austriaca en Galicia, en el frente ruso, era significativa. Concluyó que no lo era. No pensó en su mujer tal como la había dejado en la cama. Pensó en ella tal como aparecería aquella noche ante G. Se preguntó si podría tener alguna posibilidad de éxito la iniciativa tomada por Su Majestad Imperial de persuadir al Papa para que declarara públicamente que en caso de guerra trasladaría la Santa Sede a España. Decidió que no. Había notado el interés de Marika por G. desde la primera vez que éste había ido a su casa, hacía tres meses. Desde entonces, G. había ido a visitarlos con frecuencia, y su mujer no había ocultado sus sentimientos. Se preguntó qué repercusiones tendría el hundimiento del

Lusitania, sucedido cuatro días atrás. Se temía que los alemanes habían cometido un error. Los alemanes entendían de submarinos y pare usted de contar. Le sacaban de sus casillas los hipócritas gritos de horror provenientes de los Aliados; el barco transportaba municiones, y se había advertido repetidamente a los británicos que si seguían utilizando barcos de pasajeros para el transporte de material bélico, serían ellos los responsables de lo que pudiera suceder. No obstante, el hundimiento había sentado un mal precedente. Extendía la zona de guerra, y por las mismas reducía la zona en la que los intereses legales comunes, los seguros, los reaseguros y las finanzas seguían siendo asumidas, aunque fuera entre partes beligerantes. Conforme a sus averiguaciones, G., a diferencia del músico del año pasado, era un hombre que estaba en condiciones de irse de Trieste rápida y definitivamente.

A mediodía, Nusa fue a los jardines de Hölderlin con la esperanza de encontrar a G. No había nadie.

Von Hartmann consideró que la mayoría de la gente gastaba demasiado tiempo y energía intentando encontrar respuestas absolutas a cuestiones pasajeras. Todas las cuestiones, pensaba, deberían ser examinadas en relación con su duración. Uno de sus ejemplos favoritos era el de la muerte. ¿Durante cuánto tiempo, se preguntaba, experimenta uno la muerte?

Hacinados en apretada formación bajo las trincheras, atentos al silbato del oficial, que, cual graznido de un loro loco apenas audible entre el estruendo de las explosiones, era la señal para subir, batallones de hombres esperaban mientras las granadas alemanas estallaban a su alrededor. Cuando oían que el proyectil venía directamente hacia ellos, no podían hacer nada, sino seguir donde estaban y cerrar los ojos. No tenían espacio para echarse a tierra. Muchos estaban tan pegados que no podían levantar las manos para protegerse la cara. Los heridos no podían desplomarse. Los trozos de metralla atravesaban un cuerpo y luego entraban en un segundo y en un tercero. Formados de esta suerte y en estas condiciones murieron o cayeron heridos dos mil hombres más entre la una y cuarto y las dos de la tarde.

Von Hartmann pensaba que las aventuras y extravagancias de su esposa habían de ser valoradas conforme a la especial relación que guardaban con su vida al lado de él. Las licencias que le había permitido habían de ser graduadas de tal forma que ella no agotara las posibilidades de su aquiescencia antes de ser demasiado vieja para encontrar otro hombre. El objetivo de esta estratagema no era sólo conservar su matrimonio, sino algo más sutil. No tenía la menor duda de que si Marika lo dejaba, no estaría demasiado tiempo sin una esposa respetable. No tenía razón alguna para temer la soledad. (Se miró en el espejo colgado sobre la chimenea. Era rico, un poco corpulento, pero conservaba todo el pelo.) Lo que quería establecer y mantener era un control administrativo de los apetitos de su mujer. No creía en la insaciabilidad absoluta, como tampoco creía en el infinito. Los apetitos de su mujer tenían que ser fomentados, pero nunca totalmente satisfechos. De este modo, podría conservar su aparente insaciabilidad al tiempo que la sometía a su control. La escena conyugal que más placer le deparaba era la comedia en la que ella intentaba engañarlo con respecto al dinero que había perdido en el juego o sobre la cita que había acordado con un admirador. Era muy mala actriz. En cualquier momento le bastaba con mirarla serio, escéptico, para que ella abandonara toda protesta de inocencia y le suplicara en silencio, con una mirada apasionada, que la dejara continuar. Si él consentía —un consentimiento que siempre le era comunicado en forma de un cambio mínimo en la expresión de su cara (nunca intercambiaban ni una sola palabra al respecto)—, ella continuaba: continuaba con la representación y la aventura que ésta intentaba ocultar. Si él se negaba con una expresión gélida en el rostro, ella salía del cuarto, prometiendo una venganza que nunca llevaba a cabo. La súplica que se apuntaba en los ojos de Marika en el momento de una de estas representaciones abortadas era lo que hacía creer a Wolfgang que la amaba. Por un lado, era algo muy sencillo: una mirada suplicante como la que él solía imaginarse de niño en los ojos de un animal; por el otro, era el fruto perenne de un matrimonio complejo y peculiar que él había planeado con todo detalle, pero que no hubiera sido posible con otra mujer diferente a Marika.

A las cuatro de la tarde todas las líneas frontales de ataque avanzaban a trompicones por tierra de nadie, siguiendo el son de las gaitas de la banda. El sonido de las gaitas continuaba, más allá de la música o de la razón, el estridente graznido de los silbatos de los oficiales. Al caer, parecían hacerlo en montones, más que en filas. Esto se debía a que en sus últimos instantes trataban de acercarse a rastras hasta sus camaradas. El efecto era el de una cosecha, ya segada, en la que se están formando los rimeros.

Las infidelidades de Marika no perturbaban a Wolfgang von Hartmann porque el acto sexual (el acto que constituía la infidelidad) era, al igual que la experiencia de la muerte, absurdamente breve. Claro está que había la diferencia obvia de que la muerte sólo se experimenta una vez. Pero era él, y no ella, quien consentía o rechazaba las aventuras amorosas de su mujer, consideradas en conjunto. De la misma forma consideraba Wolfgang la afición de Marika al juego. Pensaba que era desenfrenada, pero se aseguró de que nunca sobrepasara una determinada prudencia económica. Era informado cada vez que Marika sacaba dinero de su propia cuenta. (Era el más nimio de sus privilegios como director que era del Kreditanstalt Bank.) En ambos terrenos, el amoroso y el económico, su control se basaba en los mismos principios. Su mujer debía recibir incrementos continuos, pero el índice de subida de éstos, la diferencia entre el pago inicial y el hipotético último pago, estaba calculado de tal forma que, al tiempo que la animaba a esperar cada vez más, sus demandas no llegaran nunca a exceder los recursos de su marido, y así éstos parecerían prácticamente inagotables.

Más de once mil soldados y casi quinientos oficiales habían perdido la vida desde el alba en la batalla de Auvers Ridge. Muy pocos de ellos tuvieron una muerte instantánea. La mayoría murieron en una agonía que, por grande que fuera el pánico, por aniquilador que fuera el dolor, les alivió del peso de la desesperación provocada por las inútiles órdenes de los oficiales, que ellos habían cumplido obedientemente hasta el momento de caer.

Después de cenar, Wolfgang von Hartmann recibió a G. en el salón como recibía a todas las visitas, cortésmente. Era una habitación amplia que tenía en una esquina una estufa en forma de templo griego revestida de mosaico blanco. De las paredes colgaban cuadros y grandes espejos. Delante de los espejos había candelabros. Cada vela ardía en su propio fanal de cristal, del tamaño de una sanguijuela, pero con el borde dentado. Estos cristales, que reflejaban la luz de las llamas y brillaban como escamas, impedían que las velas vacilaran y ardieran desiguales, como lo hacían en la catedral de Domodossola. Aunque la gran habitación estaba en algunas partes bastante oscura, el espejo y los fanales daban la impresión de que había miles de velas encendidas.

Marika hizo su entrada cinco minutos después de la llegada de G. Caminaba como un animal. Me resulta difícil describir su forma de moverse porque el parecido no era con un animal concreto, sino con varios. Parecía un híbrido, como un unicornio, pero tampoco tenía nada de mítico. No era una aparición entre las flores de un tapiz. Tenía las piernas largas. A veces, tengo la impresión de que le empezaban en los hombros y de que, al igual que las patas de los caballos, estaban articuladas por tres sitios. Andaba sin mover la cabeza, y la erguía sobre su cuello ancho y musculoso como los venados; sobre el cabello pelirrojo podías imaginarte unas antenas invisibles. Y, sin embargo, su andar era poco firme, oscilante; se diría que sus pisadas nunca eran lo bastante seguras para su altura y su volumen: y en esto parecía un camello.

Es un detalle por su parte, dijo, venir a visitarnos el mismo día de nuestro regreso.

Me he enterado de que su viaje de vuelta fue largo y cansado.

Aquí no hay nada. No hay nada en esta ciudad dejada de la mano de Dios. Está usted, claro, pero, ¿lo veremos a menudo?

He retrasado mi partida.

No lo vemos con bastante frecuencia.

Si lo retrasa demasiado, tal vez tengamos que «meterlo interno», dijo Von Hartmann sonriendo, pero sin amenaza. Esperemos que no llegue a suceder.

El tono desenfadado de la amenaza le recordó al Doctor Donato diciéndole: La única cuestión es saber si compartimos el mismo sueño.

Hablas de «meter interno» como si fuera algo que has hecho durante toda tu vida, dijo Marika.

En alemán decimos

Internieren, internado. Como en francés

internat, usted debe saber bien lo que significa. Miró a G. Usted, que se educó en Inglaterra. Así que si tuviéramos que meterlo interno, no le resultaría totalmente desconocido.

No se pueden imaginar cómo me llamaban en el internado. Me llamaban Garibaldi.

Es extraño cómo los ingleses lo convirtieron en una leyenda. Alguien me contó una vez que cuando Garibaldi visitó Londres atrajo una multitud mayor que la misma reina. En el fondo a los ingleses les apasiona la idea del pionero durmiendo solo bajo las estrellas junto a una hoguera, ¿será porque odian el orden de sus horrorosas ciudades? Son lo opuesto a nosotros. Todo lo que el imperio Habsburgo tiene de valioso proviene del orden y la razón que reinan en nuestras ciudades: ¡y mire qué ciudades! ¡Viena, Praga, Budapest! ¿Qué le apetece beber?

¡Iría a visitarlo todos los días a la cárcel!, prometió Marika. Estaba todavía de pie, balanceándose sobre las piernas, y al decir esto hizo como si abriera la puerta de una celda y entrara. No estaba actuando de forma consciente. El teatro la aburría. Si «representaba» la escena de visitar a G. en la cárcel era porque apenas distinguía entre la idea de una acción y la acción en sí; las palabras que expresaban la idea tendían a convertirse directamente en mensajes enviados a sus miembros.

Nuestras ciudades son como islas en un océano de barbarie.

Lo ayudaré a escapar, dijo Marika, lo más fácil es que saliera vestido con mis ropas.

Eso no sería muy prudente, dijo Von Hartmann, incluso a mí me sería difícil salvarte de las consecuencias.

¡Me habría obligado a desnudarme, claro está!

Siempre habrías podido pedir ayuda a los guardias.

¡Te olvidas de quién era mi padre!

Quieres decir que por nacimiento eres incapaz de toda traición.

¡Sí, eso es lo que quiero decir! ¡Y también que admiro a Garibaldi! ¡Era un jinete soberbio! ¡Y yo soy una patriota!

No estaba enfadada. Su sonrisa se hacía más grande con cada frase. Al final se echó a reír, golpeó sin fuerza el brazo de su marido y se sentó.

Temo, dijo Von Hartmann dirigiéndose a G., que sus compatriotas sean lo bastante estúpidos para declararnos la guerra.

No soy un político.

Si lo fuera, no se lo diría a mi esposo, dijo Marika en voz baja.

No obstante, he venido a defender un caso y, con su permiso, me gustaría hacerlo ante los dos.

G. estaba seguro de que su anfitrión rechazaría categóricamente su defensa y de que su mujer haría suyo el caso de Marco. Esto le proporcionaría durante algún tiempo un tema mediante el cual la mujer que deseaba pudiera demostrarle abiertamente que compartían un mismo interés, y, por consiguiente, se hiciera evidente la necesidad de conspirar contra su marido.

El banquero austriaco quería dar la impresión de que escuchaba solícito y paciente. Se acomodó en el sillón, bajando la vista y volviendo de tanto en tanto la cabeza. Tenía unos ojos pequeños y vivos, incapaces de mantener la atención en nada salvo en las ideas fugaces que se sucedían tras ellos, en el cerebro.

G. defendía un caso en el que no creía, pero Von Hartmann tampoco era hombre al que se le pudiera suplicar, por desesperada o sentida que fuera la súplica. Por lo mismo, era inmune a la mayoría de las amenazas. Una vez hechas, tanto las súplicas como las amenazas entran en la conciencia de la persona a la que van dirigidas mediante un proceso no muy diferente de aquel por el cual se extiende un rumor entre la multitud. La súplica o la amenaza es susurrada y transmitida, pero cada vez que es repetida, el que la susurra le da su propia entonación y énfasis. Al final, un solo rumor puede dar lugar a varios, pero todos ellos comparten el mismo tipo de miedo o de esperanza. Pero, ¿quién es la multitud en este caso? ¿Quién susurra y hace circular las súplicas y amenazas en la mente hasta que se toma la decisión definitiva? La multitud es una asamblea de todos los «yos» posibles, que critica al yo en el poder porque lo consideran un usurpador. Son hijos de las visiones del pasado; no han logrado demostrar su propio poder, pero no han desaparecido, siguen habitando la personalidad.

Von Hartmann era un hombre que había eliminado todos sus posibles «yos». De su pasado, no quedaban más que versiones obsoletas de un mismo yo. Era como un hombre impreso en un sello de correos.

Habría respondido, claro está, a un nivel reflejo, a una brutal amenaza física. Si su vida estuviera amenazada, podría desmoronarse y gimotear como un niño, pero lo más probable es que se quedara extrañamente impasible. El silencio que emana de la muerte es sólo una continuación del silencio que encierra una vida tan controlada como la de un hombre así. Von Hartmann era un hombre al que podías quitar del medio, pero no desafiar. Por todo ello, entra dentro de lo razonable afirmar que era el administrador ideal.

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