Futu.re

Futu.re


XXIII. El perdón

Página 51 de 66

—Escúchame. —El Novecientos seis me interrumpe—. Él es una persona. Un idiota, un malvado, un pervertido, pero es una persona de carne y hueso. ¿Cómo lo vas a dejar aquí? Para siempre. Aquí no se puede quedar nadie…

—Yo soy una persona de carne y hueso. ¡Yo! ¡Él es un mierda!

—Tú también eres de carne y hueso. ¿Acaso no mereces perdón?

—¡Pero si sabes perfectamente lo que pasó! Sabes lo que pasó cuando intenté escapar. En la enfermería…

—Lo sé —asiente el Novecientos seis—. Los chavales me lo han contado. Pero escúchame… puedes hacer que no vuelva a pasar. Te está tendiendo la mano.

—Qué buenecillo eres, ¿eh? ¡Los perdonas a todos! A tu madre, a ése… ¡Tú verás! Pero en cuanto ese engendro salga de aquí… —Me cuesta hablar, se me corta la respiración—. En cuanto cruce el umbral… Nos zampará a todos. ¡A mí el primero!

—No nos zampará… No lo creo. Si todos lo perdonan, ¿entiendes? Si entre todos le dejamos salir. Algo se ha roto en él. Ya no es el mismo.

—Que se le rompa el espinazo. Entonces hablaré con él.

—¡No lo hagas para él! ¡Suéltate a ti mismo! Si no, ¿cómo vas a vivir después?

—Perfectamente. ¡Mejor imposible! —Escupo al suelo.

Saco sobresaliente en casi en todo, me quedo sólo un punto por detrás del Trescientos diez, nuestro genio. El Novecientos seis se toca las narices, pero consigue las notas justas para liberación. Los demás se quedan en medio.

El Quinientos tres hace lo imposible.

Logra dominar lenguaje y álgebra, igual que lo ha hecho con casi todos mis compañeros. Ni siquiera queda el último. Cuando salen los resultados, le brilla la cara de felicidad. Lo miro y sonrío. Él, atolondrado, me devuelve la sonrisa.

Y otra vez se me acerca con la mano tendida.

—De verdad, Siete Uno Siete… En paz, ¿eh? ¿En paz? Lo olvidamos. Se acabó. Tú me libras. Yo te libro a ti. ¡Qué ganas de salir ya! Salgamos, ¿eh? ¡Salgamos juntos! ¿Para qué nos vamos a quedar aquí? ¿Eh? ¿Me perdonas ahora? ¿En paz?

Aquí está, su mano. Con la que se la cascaba mientras me estaban estrangulando con camisas. La misma que tantas veces me abofeteó. La misma.

—En paz —digo de un suspiro—. En paz.

—¡Ahí! ¡Ahí está! —Me da una palmadita en el hombro—. ¡Buen chaval! ¡Ya lo sabía yo!

No le hago caso; sólo trato de percibir ese alivio que me había prometido el Novecientos seis. No lo siento.

Llega el día en el que pensamos que todo queda atrás.

Los monitores meten a toda nuestra decena en el ascensor. Resulta que otras plantas existen, pero no hay botones para enviar allí la cabina. Así son los ascensores; ojalá lo hubiera sabido antes.

Todos están casi seguros de que nos van a soltar, se dan codazos y cuchichean; ¡la vida nos espera! Y casi aman a los monitores, porque jamás los volverán a ver; y por fin se sienten hermanados con los demás compañeros de decena… Es obvio que la ilusión de abandonar este lugar nos ha unido.

El ascensor se mueve despacio, no se sabe si sube o si baja, y de pronto el terror se apodera de nosotros. ¿Y si es un engaño? ¿Y si, en vez de al lugar para el intercambio de votos, nos llevan a una de esas salas esterilizadas, fácil de limpiar, fuertemente iluminada, como el quirófano, como el resto del internado? ¿Y si nos están esperando diez mesas con correas y garrote?

Sí, dicen que a los que pasan la prueba los sueltan al mundo. Pero ¿quién ha dicho que sea verdad? Con un cucharón, nos sirven raciones de sueño en escudillas de plástico, nos meten entre los dientes un mendrugo seco de objetivo claro y asequible. Los soñadores son más fáciles de manejar, porque creen que tienen algo que perder. Y con los que no necesitan nada no se puede negociar. No nos dejarán salir, jamás, simplemente somos demasiado mayores ya para compartir barraca con los mocosos, y nos están trasladando al siguiente nivel. Para otros diez años.

Y de repente nos pasa por la cabeza que, en el internado, plantas así, que no tienen botones correspondientes, puede haber más de una, tal vez tres, o trece, o trescientas. Y que, en lugar de estar cada vez más cerca de la superficie, nos adentramos en la tierra…

Pero cuando las puertas se abren, no hay ningún quirófano, no hay cámara de torturas.

El ascensor nos trae a una planta de la que nadie ha oído hablar antes. Es una sala de columnas, enteramente revestida de piedra negra e iluminada con auténticas antorchas. En el medio, atravesándola de pared a pared, hay una piscina larga con agua oscura.

En uno de los bordes está el monitor jefe y otros nueve con caretas de Zeus. En el opuesto, unas figuras desconocidas. Son los que nos van a acompañar hasta el otro mundo; están expectantes.

Sólo queda cruzar nadando el agua oscura.

Sólo queda superar la prueba final.

Nos ponemos en círculo, siguiendo el orden numérico, y nos cogemos de las manos: a mí me toca estar entre el Quinientos ochenta y cuatro y el Novecientos. Según las reglas, que nos habían enseñado de antemano, recitamos en voz alta:

—Para un hermano no hay nadie más cercano que su propio hermano. Un Inmortal no tiene más familia que otro Inmortal. Con los que saldré de aquí estaré siempre y en todas partes, y ellos estarán conmigo.

El monitor jefe nos hace una señal de aprobación con la cabeza.

—¡Tres Ocho! —dice con voz grave—. ¿Hay en tu decena alguno que no consideres digno de abandonar el internado y engrosar las filas de la gran Falange?

—No —masculla el Treinta y ocho; aunque de vez en cuando la mirada se le escapa hacia el Quinientos tres.

—¡Uno Cinco Cinco! ¿Hay en tu decena alguno que no consideres…?

No. Para el bonachón del Ciento cincuenta y cinco gente así no existe. Y para el Ciento sesenta y tres tampoco; éste, al negar, sacude tanto la cabeza que parece que se le va a descolgar. La pregunta sigue recorriendo el círculo, por orden le toca a nuestro delator y —posteriormente— salvador Doscientos veinte; luego, al empollón y nuestro futuro jefe de sección, el Trescientos diez.

—¡Cinco Cero Tres! —El dios sintético gira su cabeza enorme y se dirige a nuestro Satanás rebelde—. ¿Hay en tu decena alguno que no consideres digno de abandonar el internado y engrosar las filas de la gran Falange?

El Quinientos tres tarda en responder. Observa, escanea con sus ojos verdes a los que tienen el turno después de él, los que aún no le han otorgado el perdón. A mí más que a nadie. Soporto bien su mirada. Le sonrío con calma: el trato sigue en pie.

—No —pronuncia con voz áspera el Quinientos tres, dándose cuenta de que el poder se le escapa de las manos; se despide de él con desgana, por obligación; y luego repite, como si alguien le hubiera ofrecido la oportunidad de desdecirse—: ¡No!

El dios barbudo asiente con parsimonia, y el turno pasa al pajero orejudo, el Quinientos ochenta y cuatro.

—¡No! —contesta éste.

—¡Siete Uno Siete! —Ahora me ha clavado la mirada no sólo el Quinientos tres, sino todos y cada uno de la decena; el Quinientos ochenta y cuatro ha torcido el cuello al máximo para sacar su cabezón orejudo, el Novecientos ha girado todo el cuerpo—. ¿Hay en tu decena alguno que no consideres…?

—Sí. Sí.

—¡Cabrón! ¡Cabrón! ¡Traidor! —aúlla el Quinientos tres antes de que pronuncie su nombre, saca el puño de la manita sudorosa del Quinientos ochenta y cuatro y se arroja hacia mí.

—¡Atrás! ¡Sujetadlo! —brama el jefe, y tres monitores reducen al Quinientos tres en un abrir y cerrar de ojos; ni siquiera le da tiempo a rozarme—. ¿Quién es, pues? Dinos el número.

—¡Cinco Cero Tres! —pronuncio jadeando.

—¡Traidor! ¡Me las pagarás! ¡Bastardo!

—¿Sabes que al que acabas de nombrar se quedará para siempre en el internado? —aclara el dios barbudo.

—Sí.

—¡Me ha engañado! ¡Me ha engañado! ¡Chavales! ¡Alguno! ¡Dejádmelo! ¡Aquí! ¡Dejadlo conmigo! ¡¿Para qué necesitáis a ese comemierda?! ¡Novecientos! ¡Novecientos seis! ¡Vamos! ¡Sólo una palabra! ¡Dejadme aquí a este hijo de puta y lo descuartizaré! ¡No quiero pudrirme aquí solo!

—¡Silencio! —ordena el jefe y al Quinientos tres le tapan la boca.

El círculo se ha roto. Tiendo las manos al Novecientos y al Quinientos ochenta y cuatro; ellos reculan, no saben si les conviene tocarme, tienen miedo de que les contagie el virus de la perfidia.

Así me quedo, solo, con los brazos abiertos.

¡Hipócritas! Sé que, en realidad, todos acaban de sentir alivio; ¿a quién le gustaría compartir la eternidad y mujeres con ese vampiro? ¡A nadie! ¿Qué indulgencia ni qué demonios? «¡Lo acabo de hacer por vosotros, he asumido el pecado!».

Me dejan de mirar. El círculo no llega a reconstruirse.

No intento justificarme. Si digo todo esto en voz alta, me van a tomar ojeriza para siempre.

El Quinientos tres se sacude, pero luchar contra los monitores es inútil. Y ya no se puede cambiar nada: dentro de poco, como demonios, se lo llevarán hasta los círculos inferiores del infierno, de los que nunca podrá regresar. Se agita con frenesí, pero es tarde.

Ahora veo qué miserable es el Quinientos tres.

Es difícil odiar a los miserables, pero me esfuerzo.

¡He hecho lo que tenía que hacer! ¡Lo que siempre he soñado! ¡Me he vengado del reptil!

¡La victoria nunca amarga!

Pero algo se me revuelve en el interior cuando lo miro. Tan cascado lo veo. No sé si es la tripa o el estómago. Ojalá fuera la conciencia. Si es así, lo primero que voy a hacer al salir es evacuar.

—Nueve Cero Cero —continúa Zeus tras aclararse la garganta—. ¿Hay en tu decena alguno que no consideres…?

En Novecientos farfulla algo ininteligible. El Quinientos tres, amordazado, lo mira con esperanza. Y el Novecientos repite —para mí y para el otro— con decisión y con claridad:

—No tenemos gente así.

¡Ya está! ¡Ya está! Sólo queda que me vote el Novecientos seis y se acabó todo. Saldré de aquí y no me voy a acordar nunca más de este lugar, ni del animal antropófago que acabo de dejar en cautiverio.

¡No me acordaré! ¡No me acordaré!

—Nueve Cero Seis —dice el jefe, cerrando el círculo y sin prestar atención a los monitores que están aplastando contra el suelo al encolerizado Quinientos tres—. ¿Hay en tu decena alguno que no consideres digno de abandonar el internado y engrosar filas de la gran Falange?

—Sí —suelta inesperadamente el Novecientos seis.

Me mira a mí, con calma y con seguridad. ¡¿A mí?!

«¡No! Ya tengo un pie fuera. ¿Para qué quieres hacer eso? ¡No me traiciones! ¡Tú, no! ¡No me dejes aquí con ese animal! ¿Por qué? ¡¿Por qué?! ¿Una conspiración? ¿Venganza?».

Me quedo en silencio.

—¿Quién es, pues? Dinos el número —pregunta con interés el viejo dios sintético.

El Novecientos seis me sonríe como yo le sonreía al Quinientos tres hace poco.

«No serás capaz hacerme eso. ¡Veíamos la de

Los sordos juntos, los dos estuvimos en la cripta, me has enseñado a mentir, me has enseñado a perdonar, yo quería ser tu amigo, quería ser tú!

»¡No me dejarás aquí sólo para castigarme! ¡He traicionado… a un enemigo! ¡No he podido perdonar al que no se ha arrepentido!».

¿Acaso todos ellos, en secreto, también me han emitido un veredicto y es él quien lo está a punto de dictar?

Ha pasado un segundo.

—¿Quién es? —repite el jefe.

—Cinco Cero Tres —dice el Novecientos seis.

¡El Quinientos tres! ¡No yo! ¡El Quinientos tres!

Ahora lo siento.

Ahora me elevaré hasta el techo. El pecho me explotará. Y echaré a llorar.

No entiendo al Novecientos seis, pero le estoy agradecido; profunda y locamente agradecido.

—Que así sea —acepta nuestro veredicto el jefe—. Llevaos al número Cinco Cero Tres.

Y al Quinientos tres lo sacan a rastras de mi nueva vida, que brilla con millones de luces, y se lo llevan a la penumbra, al pasado, para siempre.

En una orilla dejamos el uniforme de internado y las placas con números personales. En la otra nos espera la jura de fidelidad a la Falange, las túnicas negras y las caretas de Apolo. Dentro de cada careta hay un mensaje. En la mía pone «Yan Nachtigall». Me han devuelto mi nombre y, como regalo de despedida, me han asignado un apellido.

Mis nueve compañeros me miran de reojo, pero sé que, en el fondo, me están agradecidos y que no me van recordar lo que he hecho hoy; son mis deudores. Yo los entiendo, y ellos me comprenden a mí. Y ahora que el Novecientos seis también se ha transformado en judas, dejaré de ser un paria. Todo se arreglará. Todo se olvidará.

El único al que no entiendo es al Novecientos seis. No lo comprendo; y lo adoro.

—¿Qué has hecho? —balbuceo por debajo de mi careta nuevecita, meneando la cola con aire adulador—. ¿Por qué lo has hecho?

—Nada especial. —Me mira con atención a través de las ranuras—. Te he perdonado.

Por fin consigo levantarme del suelo y enderezarme; me siento en el camastro y empiezo a arrancarme la cinta aislante de las muñecas. Veo mi cara reflejada en el paisaje toscano.

Tengo el pelo enmarañado y los ojos desencajados. Por encima de la tira de celo que me tapa la boca llevo una mancha parda de sangre seca; es una alegre sonrisa.

Ir a la siguiente página

Report Page