Futu.re

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XXIV. El tiempo

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I

V

El tiempo

Rompo la cinta aislante que me sujeta las piernas. Ya me he tranquilizado. He elaborado un plan. Tengo una solución. No me dejaré vencer por la vejez, no permitiré que ese moho me coma la cara y me reduzca a polvo las entrañas.

—La Ley de la Elección, punto décimo —me cuento a mí mismo con voz animada; la sonrisa dibujada se me ha despegado por un lado, se me está metiendo en la boca—. Punto décimo. «Si, antes de la semana veinte del embarazo, ambos padres toman la decisión de abortar e interrumpen el embarazo no registrado en el Centro de Planificación Familiar de Bruselas ante los representantes de la Ley, del Ministerio de Sanidad y de la Falange, quedan exentos de la inyección del acelerador de la vejez».

Sólo tengo que encontrarla. Encontrar a Annelie y convencerla de que aborte. Llevarla a Bruselas, a ese maldito centro. El representante de la Falange seguramente, se sorprenderá, pero ahora soy coronel y héroe de televisión, así que, quizá, logremos ponernos de acuerdo… Pero todo eso, después. Ahora la tengo que encontrar; la buscaré de nuevo.

Una entre ciento veinte mil millones. ¿Cómo encontrarla?

¿Por qué puso el embrión a mi nombre? ¿Por qué me toca pagar a mí?

Si no es un error, si ocurrió un puñetero milagro y de verdad se quedó preñada, ¿por qué tengo que ser yo el responsable? ¿Por qué me condena en rebeldía, sin mandarme un mensaje siquiera o llamarme? No hay derecho.

O sea, ella quiere traer al mundo a un nuevo Yan, pequeño y arrugado, ¿y al gran Yan que le den? ¿Ahora me toca meterme en un agujero, en una reserva, quedarme ahí atrapado entre ancianos que apestan a orín, aguantar ahí la prórroga, en espera de la ejecución? ¿Por qué? ¿Por qué yo? ¿Qué he hecho?

Luego la primera ola de rabia se pasa, me acuerdo de la Annelie verdadera. De su sonrisa, de nuestro viaje a la Toscana, de los saltamontes, de la carrera a través del río, del agua salpicándonos, de las ramblas y de las gambas en un cubo de plástico. «No entiendo por qué lo has hecho. Quizá, el Quinientos tres te ha obligado. Tú sola no lo habrías hecho. Sabes muy bien cuántas cosas he sacrificado por ti. Te lo pediré, Annelie. Te voy a rogar. No querrás matarme. No somos enemigos. Optarás por abortar para salvarme».

El Quinientos tres la encontró, así que puede saber dónde está ahora. Lo cogeré por el cuello y se lo sacaré todo. Ahora llamaré a Schreyer y…

Suena el timbre.

—Policía.

Me da corte abrirles la puerta con estas pintas. Además, me van a hacer preguntas a las que no me apetece responder. Trato de enganchar con las uñas las puntas de la cinta aislante; necesito acicalarme antes de recibir a esos chicos, sea cual sea el motivo de su visita.

—¡Sabemos que está ahí, lo estamos oyendo! —dicen al otro lado de la puerta—. ¡Usaremos la llave universal!

—Un minuto.

Pero ellos irrumpen mucho antes de que el minuto acabe.

—¡¿Qué demonios?! —protesto yo, saltando sobre las piernas atadas y con la carita sonriente colgando de la mejilla—. ¡¿Cómo se atreven?!

—¿Yan Nachtigall Dos T? Queda detenido, se le acusa del asesinato de Magnus Jansen Treinta y Uno A.

—¿De quién?

Son tres, y me están apuntando con pistolas de verdad. Parece que soy un criminal peligroso. ¿Qué cachondeo es éste?

«Chicos, hace un mes y medio rocié de queroseno ardiendo a doscientas personas, pero ninguna de ellas tenía pinta de Magnus Jansen. Y no creo que sus familiares me fueran a denunciar a la Policía, quizá a la africana. Pero no he matado a nadie más».

—Acompáñenos.

No es una invitación. Tras quitarme la cinta aislante de las piernas, me sujetan las muñecas con una brida de plástico y me sacan a empujones al pasillo. Todo el bloque se me queda mirando, otra vez les ofrezco un divertido espectáculo. Unos me señalan con el dedo, otros me graban con el comunicador; para algo soy una estrella mediática.

—¡No tienen derecho! ¡Soy Inmortal, coronel de la Falange!

Arreando, me conducen hasta la compuerta aérea, donde nos está esperando una turbonave arrancada.

—¡No saben con quién están tratando! Llevo el número del senador en el com. Tengo contactos en el ministerio. Participé en la liberación de Barcelona…

—Requísale el comunicador —dice un policía al otro—. Guárdalo como prueba.

Me roban mi pulsera.

—¡Estáis jodidos! ¡Todos! —Me agito—. Cuando Bering se entere…

—En Europa somos todos iguales. —Hace un movimiento con la mano, la compuerta se sella y la turbonave se derrumba al precipicio.

—Aunque en Barcelona no hubo ni un solo herido entre los vuestros, nosotros sí que perdimos gente —me susurra en el oído uno, retorciéndome los brazos—. Es fácil luchar con los durmientes, claro.

Me rindo.

—¿Quién es ese Magnus Jansen? ¿Cuándo lo maté?

—Cuando estuviste en los baños El Manantial. Nos volvimos locos buscándote, Nicolas Ortner Veintiuno K.

—¿Fred? —digo en voz alta.

«¡Es absurdo! ¡No podéis incriminarme esa muerte estúpida! Acusadme de quemar vivos a dos centenares de

Bandar-log ululantes y absolvedme, porque lo que pretendía era defender a mujeres y niños… Pero ¿condenarme por intentar rescatar a aquel gordinflas? ¿Por haber hecho un boca a boca a un cadáver llamado Fred?».

—¡Se había ahogado y yo intenté resucitarlo!

—Nos da igual, chaval. Te hemos pillado, ahora el juez dirá.

Ahora no me pueden juzgar. No me pueden grabar. Tengo los días contados, tengo tres meses para rebuscar entre ciento veinte mil millones de personas, ¡no me sobra ni un segundo!

Pero ellos sí que tienen tiempo de sobra.

La turbonave se agarra a la compuerta de una torre sin ventanas, de color blanco níveo. Conozco este lugar: es la cárcel. Me quieren dejar en prisión provisional.

Me conducen por los pasillos, me meten en un calabozo sin pantallas, una rata sin rostro balbuce que se me imputa un asesinato, luego menciona el artículo y las penas a las que me enfrento, después me dice que el juicio se celebrará Dios sabe cuándo, que, considerando la gravedad de la acusación, se ven obligados a dejarme en prisión preventiva, que siempre tendrán en cuenta mi colaboración y mi buena conducta, que no le importa por qué estaba envuelto en cinta aislante, que la vida privada de los ciudadanos no es cosa suya, que el hecho de que salga en las noticias no cambia nada, que todos mis premios y demás parafernalia ni le van ni le vienen, que puedo llamar a quien sea, incluso al papa si me da la gana, que por ley me corresponden tres llamadas, pero si sigo comportándome con agresividad, me tendrán que sedar y aislar en un calabozo individual, que lo dice en serio, que se le está acabando la paciencia, que estaba avisado, que ya basta, que yo lo he querido y que se acabó lo bueno.

Y lo bueno se acaba.

Me desnudan, me rocían con desinfectante, como si fuera algún indigente barcelonés, luego me lanzan con una grúa a la altura de mil metros, a lo largo de una pared lisa con millones de puertas que dan directamente al abismo. La grúa me acerca a una de las casillas, me descarga, atención, las puertas se cierran, y me quedo encajado en un nido de golondrina, al borde de un acantilado kilométrico; cualquiera escapa de aquí.

La celda tiene el tamaño de mi cubículo. Para hacer tiempo hasta que fijen la fecha de mi juicio y para no pensar en lo angosto que es esto, me apalanco delante de una minúscula pantallita y veo las noticias.

Pero no pienso esperar su estúpido litigio; con cada día que pase aquí encerrado, envejeceré una semana. El tiempo se me está escapando sin parar y también las oportunidades de encontrar a Annelie y de pedirle de rodillas que se deshaga del feto que se alimenta de mi vida.

Enseguida aprovecho mi puñetero derecho a realizar llamadas y marco el número de Schreyer. No tengo su ID personal, por eso tengo que solicitar a través de la secretaría que nos conecten. Ahí me piden que deletree mi apellido, como si no lo hubieran oído jamás, y me prometen que sin falta pasarán el recado al senador.

Me siento en el suelo con las piernas cruzadas a lo indio y espero su llamada. A mí me quedan dos, tal vez para el resto de mi vida, así que prefiero no gastarlas. «Vamos —le digo a Schreyer—. Sé que alguna vez intentaste hablar conmigo y no te contestaba; pero tenía una causa imperiosa. Venga, pregúntale al marica de tu secretario si te ha llamado alguien, sorpréndete disimuladamente y llámame.

»¡Si soy tu hijo adoptivo y me acabas de nombrar coronel; te has morreado conmigo delante de todo el mundo! ¡Claro, justo después de esto me he follado a tu mujer, pero es imposible que lo sepas tan pronto!».

Primero hablo con él en mis pensamientos, luego lo hago susurrando, después a gritos, pero Schreyer no contesta. Tiene asuntos importantes que atender, o está riñendo con su esposa, o está criando malvas, pero hoy no me llama.

Al día siguiente, tampoco.

Después de dos días le vuelvo a llamar y otra vez hablo con su secretario. Éste de nuevo apunta mi apellido letra por letra, se queda sorprendido, se disculpa, dice que debió de olvidar pasarle el recado y que esta vez se lo comunicará al señor senador sin falta, escucha con atención mis injurias y me deja con la vana esperanza de que simplemente haya sido un malentendido.

Ha pasado una semana, pero el senador no llama. Sólo me queda una oportunidad, y tengo que decidir con quién necesito hablar ahora. ¿Con Bering? ¿Con Ele? ¿Con el Quinientos tres? ¿Con Annelie? ¿Con Fred? ¿Conmigo mismo cuando todavía estaba en el internado, hace veinte años?

Viene un hámster parlante con corbata: «Me han dicho que quiere hablar con su representante legal… Lo siento, todavía no lo tiene asignado, ni tampoco la fecha del juicio. Otra cosa no le puedo decir. Está en la lista de espera, estamos a tope, no damos abasto, por culpa de los recortes, ¿sabe?, Bering acaba de conseguir la ampliación del presupuesto de su ministerio, ahora, en agradecimiento por la liberación de Barcelona, la Falange la van a financiar de las arcas públicas, y a nosotros, pues nos han recortado, sí, están despidiendo a funcionarios de prisiones, es un caos total, así que nos tiene que perdonar…».

Me pongo a calcular cuánto tiempo me queda para encontrar a Annelie; los días van pasando. Está claro, no pueden ir aplazando el juicio eternamente, todavía tendré un par de meses. Por supuesto que les demostraré a esos cretinos que no quise ahogar a Fred, sino rescatarlo. Tienen que tener grabaciones de cámaras de seguridad; la culpa es del maldito Manantial, que no quiere reconocer que se muere gente en sus instalaciones y que sus socorristas lo único que saben hacer es deshacerse de los cadáveres, pero en el juicio todo se aclarará. Me pueden incriminar lo que sea, pero eso no. Dentro de un par de meses cogeré por banda al Quinientos tres y me llevará hasta Annelie, y después… después la convenceré.

No sé por qué, pero todavía me creo capaz de convencerla; aunque me acuerdo perfectamente de cómo la afectó aquel diagnóstico, aquel maleficio, cómo se rebeló contra su madre. «Déjalo, le sabía mal no poder quedarse embarazada alguna vez, en un futuro, en principio, pero no aquí, ni ahora, ni de este tipo de la Falange, que ella había conocido una semana antes, que había dirigido su violación y se tenía que cargar a su querido. No de mí».

Me queda una pequeña esperanza: ¿y si ha abortado? ¿Y si les dio mis datos sólo para asegurarse, mientras se iba a Bruselas para vaciarse? Y por eso yo ahora quedo absuelto. Sólo tiene veinticinco años, ¿para qué necesita a un enano rojo y chillón? ¿Para qué convertirse el vientre en barriga y los pechos en ubres? «¡No te he hecho nada malo, Annelie! ¡Compadécete de mí!».

Le envío una señal cósmica: «¡Por favor, piénsalo bien, tú también conoces el punto décimo, Rocamora-Zwiebel lo recitó delante de ti, no puedes no recordarlo! ¡Ni siquiera sentirás nada, Annelie; te lo harán todo con anestesia, te quedarás dormida y, cuando te despiertes, ya no existirán náuseas matutinas, ni vejiga siempre llena, ni barriga que crece sin parar, ni esa criatura lista para mangonearte ahora y siempre!

»¡Ojalá, en cuanto salga de aquí, me comuniquen que el embarazo del que me has hecho responsable está anulado! ¡Ojalá me devuelvan mi juventud!».

Pasan otras dos semanas: a Schreyer se lo ha tragado la tierra, la fecha del juicio todavía no se sabe, me rapan la cabeza a la fuerza, me recetan somníferos, porque sin ellos no logro pegar ojo. Multiplico cada día por siete, cada vez me queda menos vida, no puedo no pensarlo. ¿Acaso es posible que la vida tenga un final?

Una noche me despierto pensando en que voy a morir. Que Schreyer no está dispuesto a ayudarme, que sabe que me enrollé con su mujer y que de esta forma me está castigando, así, sin mancharse las manos; él es un hombre de Estado y el Estado lo hará todo por él, pagando de las arcas públicas a los verdugos y proporcionándole la guillotina ralentizada por el marasmo de la administración judicial.

Me queda una llamada. ¿Qué hago con ella?

Las noticias cuentan que la Liga de las Naciones estudiará el proyecto del nuevo convenio sobre la prohibición del acelerador de la vejez; Méndez sigue en sus trece. Ese día me tienen que sacar a pasear por un bosque artificial con aire enriquecido en ozono, pero opto por quedarme en la celda, porque quiero ver esa intervención. ¿Y si lo consigue? ¿Si Méndez logra convencer a los asiáticos, saca votos suficientes y somete a la Liga? Entonces Europa tendrá que agachar la cabeza; las convenciones internacionales están por encima de las leyes nacionales. Entonces tendré una oportunidad.

Escucho el discurso de Méndez en directo. «Estuve en Barcelona —dice éste—, y vi mucha gente desgraciada que imploraba justicia y que recibió la pena de muerte. Que querían ser siempre jóvenes y que fueron castigados con la vejez. Entre ellos había ancianos, a los que el acelerador matará dentro de un año, y niños pequeños, que fallecerán dentro de diez, convertidos en enanos arrugados. Hace quinientos años, la humanidad, recién pasada por la trituradora de la primera guerra mundial, tuvo cordura suficiente para prohibir las armas químicas y bacteriológicas. En aquel entonces nos dimos cuenta de que estábamos a punto de perder el derecho a llamarnos humanos. Entonces ¿por qué, medio milenio después, volvemos a emplear armas bacteriológicas, aunque no sea de forma masiva y sin que maten en el acto? ¿Acaso hace cinco siglos éramos más sabios y más buenos? ¿Cómo puede ser que Europa, que se hace llamar baluarte de humanismo, extermine a su propia población, aniquilando a los que le piden refugio? El acelerador de la vejez hay que prohibirlo hoy, señoras y señores. Es una decisión que tiene que ser tomada no por Europa, ni por Panamérica, ni por Indochina. Es una decisión que tiene que ser tomada por toda la humanidad».

Le aplauden —todos menos los representantes europeos, que se quedan como estatuas— y a la tribuna suben primero unos africanos, luego el enviado extraordinario de Guatemala con traje nacional, un samurái de la Oceanía Japonesa; todos tienen algo que decir. Van abriendo las bocas, pero la banda sonora de esta imagen son unos resoplidos ligeros, la respiración infantil y el tintineo de mi escáner; estoy oyendo respirar a las niñas del orfanato católico, el trajín de las mujeres con caretas de Palas Atenea, que van clavando sus inyectores en los antebrazos de las párvulas. Las criaturas duermen, no sienten ni saben nada, su infancia y su juventud está siendo disuelta en ácido; sus vidas, repletas de sueños e ilusiones ridículas, se volverán pesadillas, en las que se van a sumergir nada más despertar y de las que no saldrán nunca.

Habla el enviado extraordinario europeo: «Sufrimos una agresión, la decisión fue difícil, nos vimos obligados, no teníamos otra alternativa, lo ocurrido en Barcelona no tiene nada que ver con los métodos de control de natalidad que empleamos dentro del país…».

De pronto me doy cuenta de que no paro de repetir: «Que te calles, que te calles, que te calles…».

Voto por Méndez. «Sálvame, compadre, y salva a todos los que algún día procreen en nuestro maravilloso país, y, de paso, a todos los que nos cargamos en Barcelona». Me da igual la superpoblación, sólo quiero vivir.

La Liga se ve azotada por un temporal, los debates parecen un certamen de pugilato, la votación acaba interrumpida en dos ocasiones por unos payasos, al final Méndez pierde. Del lado de Europa se pone Indochina y los líderes africanos con sus gafas de gente importante; deben de ser a los que el Partido obsequió con sortijas de vidrio por dejar ubicar en sus territorios las reservas de los inyectados.

Méndez se siente ofendido por tal atropello de los valores humanos, de los pilares de la civilización, de la moral universal. Grita, intentando silenciar a nuestros aliados adiestrados: «Europa va cayendo al precipicio del pop-fascismo, Hitler podría desarrollar con éxito sus talentos en ella. Me alegro de vivir en la gran Panamérica, un estado donde no hay nada más sagrado que el derecho del hombre a ser hombre».

Se acabó la película.

Por supuesto, nuestros locutores enseguida se apresuran a poner de vuelta y media a Méndez, descubriendo ante los europeos indignados sus putrefactas entrañas: le quedan dos meses para las elecciones, su rival demócrata es partidario de la política europea de pop-control y considera el sistema de cupos anticuado e injusto, Méndez está aprovechando el podio de la Liga de las Naciones, los cañonazos masivos no van dirigidos contra Europa, sino contra el Partido Democrático de Panamérica…

Era insensato hasta imaginar que conseguiría algo. Pero yo lo creía.

Escribo peticiones a Bering, al comandante de la Falange Riccardo, exijo que me faciliten un abogado de oficio, me queda sólo un mes para encontrar a Annelie, pero aún no me han asignado la fecha del juicio; empiezo a confundir el día con la noche, en el calabozo no se nota en absoluto la diferencia, me paso largas horas viendo las noticias sin enterarme de nada.

Por fin me mandan un abogado de turno gratuito. Un granuja perezoso, de los que en algún momento quisieron arreglar el mundo y se pusieron a defender a todo tipo de chusma, pero muy pronto tuvieron una sobredosis de historias trágicas y crearon cierta tolerancia, y ya no saben ni ellos para qué van de cárcel en cárcel y de juzgado en juzgado. Esa caricatura de abogado empieza a desvariar, diciendo no se qué de las grabaciones, que se me ve romperle las costillas a la víctima y paralizarle el corazón con múltiples golpes, que la acusación tiene razones para sospechar que la víctima, cuando alcanzó la piscina en la que me encontraba yo, seguía viva y que las lesiones que le ocasioné no eran compatibles con la vida; la defensa se basará en que el homicidio fue cometido bajo emoción violenta… Se hurga en la nariz y restriega los mocos en la colcha de mi catre. Luego se entera de que soy coronel de la Falange, resopla, se estremece, cae al suelo, llama a los vigilantes, me bautiza como «facha de mierda» y jura que no saldré de la cárcel jamás.

Se va; yo, exhausto, miro las imágenes parpadeantes y pienso remotamente que cada uno viene a este mundo para cumplir un papel determinado y alcanzar un objetivo concreto; si intenta dedicarse a algo que no le es propio, el resultado puede ser patético. Estoy aquí para acortarle la vida a la gente y lo hago estupendamente, y también me manejo bien con el fuego. E, incluso, si intento resucitar a alguien, también le quito la vida.

La Falange era mi sitio. Pero ahora mi sitio debe de estar ocupado; parece que ni Riccardo, ni Bering, ni Schreyer se dan cuenta de mi ausencia y no atienden a las decenas de mensajes que les envío. Parece que me han eliminado de las bases de datos y que todos los que antes me felicitaban, me apoyaban, me odiaban, siguen su viaje sin haberse dado cuenta de en qué parada me he bajado.

Ninguno de mis compañeros —ni Ele, ni José, ni Víctor— viene a visitarme; seguro que les han ordenado pensar que nunca he existido. Así es la disciplina. Así me quedo sin hermanos. No importa que me conozcan desde hace casi treinta años, tienen otros trescientos para borrarme de la memoria.

Mis días septuplicados se escurren por la alcantarilla; evacuo vida, exhalo vida, transpiro vida. El feto que Annelie lleva dentro ya debe de tener dieciocho semanas, y a mí me parece que ha transcurrido toda una época geológica desde que paré el tiempo con una almohada para restregarme contra sus pezones como un cachorro ciego. Otros quince días y ya no tendrá sentido que vayamos a Bruselas. Oficialmente, el feto se hará persona y me desahuciarán del tablero de ajedrez de ciento veinte mil millones de casillas, porque mi hijo me habrá comido.

Mi última llamada se la reservo a Helen Schreyer. Aunque parezca raro, no tengo a nadie más cercano que ella. No me contesta, pero hablo por los codos con su contestador automático. Helen tampoco me devuelve la llamada.

Estoy en un submarino; la pantallita es el periscopio que me sirve para avistar la tierra.

Las noticias cuentan que China está colonizando las tierras de Siberia Oriental que ha comprado a Rusia. Me acurruco sobre el catre e, inclinándome hacia la pantalla para que parezca más grande, veo el reportaje. Los infatigables chinos trasladan su maquinaria de construcción hacia las tierras yermas y desangradas. Toda Siberia es una zona de congelación permanente, incluso en las mejores épocas el suelo fértil no llegó a superar un metro de grosor, comunica nuestro corresponsal Fritz Frisch. Antaño aquí había ricos yacimientos de petróleo, gas natural, oro, diamantes y minerales de tierras raras, pero a mediados del siglo XXII sus reservas se agotaron por completo, igual que en el resto del territorio ruso. Según se sabe, tras vender todos los recursos naturales, Moscú vivió otros cincuenta años vendiendo madera, pero cuando se terminaron los bosques, el país dirigió sus ríos hacia Europa y China, puesto que los países civilizados en aquel entonces ya empezaban a sufrir escasez de agua dulce. Fritz Frisch se lamenta: «El equilibrio ecológico está gravemente alterado, esto no es más que un desierto helado. Pero los colonizadores chinos, capaces incluso de explotar las junglas radiactivas de la India y Pakistán, no se detienen ante la congelación permanente». Luego viene una pequeña entrevista con un chino que promete que dentro de poco aquí habrá rascacielos y jardines florecientes. Después, unas imágenes: excavadoras royendo el suelo frío y petrificado, puro hielo; pero para los chinos, al parecer, no es un gran impedimento. «Justo aquí, en las inmediaciones del río Yana, se ha hecho un descubrimiento espeluznante», dice el corresponsal, animando a los espectadores. El cámara sigue al periodista hasta la cresta de un monte; éste señala hacia abajo, hacia una quebrada…

Al principio no entiendo qué hay allí.

Una capa grisácea en vez de tierra. El suelo se ha resquebrajado y se ha separado, el monte se ha abierto como una calabaza… Resulta que es un

kurgán, un enorme túmulo lleno de cuerpos humanos, vestidos con andrajos o completamente desnudos… El cámara se va acercando, los de las noticias saben que a los ciudadanos de la Utopía les gustan las emociones fuertes. Ojos hundidos, piel parduzca con llagas ensangrentadas, cráneos rapados, cuerpos demacrados, casi sin musculatura; muertos de hambre o fusilados. El cámara, escrupulosamente, como un arqueólogo, busca orificios de bala en las espaldas y en las cabezas. «Fíjense, qué bien se han conservado los cuerpos —comenta Fritz Frisch—, da la impresión de que toda esta gente acaba de morir, ¡pero llevan aquí quinientos años! Sí, sí, sin duda, acabamos de descubrir una fosa común de los así llamados “forzados”, prisioneros políticos y criminales, enviados a Siberia en el siglo XXI, perdón, en el siglo XX, cuando gobernaba el dictador Iósif Stalin, para su explotación en las canteras. Y, como pueden ver —dice Fritz Frisch alzando dramáticamente una ceja—, los mismos prisioneros se convierten en fósiles. ¿Por qué se conservan tan bien, pues? ¿Es una anomalía? ¿Un milagro? Ni mucho menos, el secreto está en la congelación permanente, que ha mantenido los cuerpos intactos —revela por fin el reportero—. Incluso durante el caluroso verano siberiano la tierra no se llega a descongelar a más de un metro de profundidad, por eso los forzados se encuentran en tan buen estado de conservación: ¡la congelación permanente ha servido a estos pobres de frigorífico! ¿Qué harán con este terrible hallazgo las nuevas autoridades coloniales?», pregunta Fritz a uno de los jefes chinos. «Oh —dice éste—, China siempre ha tratado con máximo respeto la herencia cultural de las tierras anexadas. Probablemente, en el lugar de las excavaciones, construiremos un museo etnográfico ruso, que se alojará en uno de los nuevos rascacielos. Los cuerpos encontrados formarán parte de su valiosa exposición, que seguramente atraerá a muchos turistas a la zona, aunque, en realidad, no necesitaremos tantos…». «Sí, claro —continúa Fritz Frisch—, usted decía que este

kurgán no es el único». «Oh, no —asiente el chino—, aquí hay muchos enterramientos como éste. Por desgracia, quedan más por descubrir». El chino hace una reverencia, el reportero suelta algo rimbombante y también se despide de los espectadores, decenas de miles de personas se quedan tiritando en su congelador, yo sigo con la frente pegada a la pantallita.

Precisamente hoy mi hijo monstruoso cumple veinte semanas. Es justo el día después del cual ya no puedo presentar ningún tipo de apelación.

«Todavía no hay fecha de juicio; usted dispense, menudas perturbaciones tenemos, un montón de gente despedida, sólo hay una noticia buena: lo pueden soltar bajo fianza, pero, teniendo en cuenta la gravedad de las acusaciones…».

La cantidad es tan grande que, para juntarla, debería currar como mínimo durante un siglo, pero ya ni siquiera dispongo de tanto tiempo. Me dicen: «Aguarde, ahí tiene sus calmantes, para aliviarle la espera, tómelos, tómelos y deje de gritar sin parar, o le desconectaremos la pantalla».

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