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Primera parte. Parecía un buen plan » 18. La fiesta

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La fiesta

Carlos Alfonso Gómez miraba el teléfono como si le fueran a comunicar la peor de las noticias. En su casa, en pleno centro de la ciudad, sonaba reguetón y dos mujeres bailaban en su salón con los pechos al aire. Una lo hacía encima del sofá y la otra, que le iba dando la mano según se terciaba en las notas musicales, se meneaba con movimientos sensuales descompasados. Una de las chicas era española, la otra colombiana, y ninguna de las dos pasaba de los treinta. Bailaban a su propio ritmo y aquello que en otras ocasiones hubiera desembocado en una buena orgía aquel día se iba a terminar únicamente con las rayas de coca previas. Ni siquiera Carlos Alfonso las iba a acompañar a pesar de poner él el producto. No era día para fiestas.

Estaba aterrado, quizá desde aquel móvil al que echaba un vistazo de manera obsesiva, y sin prestar atención a las chicas que bailaban a lo suyo, le iban a decir que el próximo cadáver encargado por Salcedo era el suyo.

En su última conversación con el cártel no había querido ponerse al teléfono y uno de sus hombres le había dicho que un terminador estaba embarcando para arreglar el problema. Pero no uno cualquiera. Era Wilfredo Martins, alias el Hielo. Su crueldad no tenía límites y, como ocurre con estas cosas, sus hazañas habían cruzado el charco. Los compatriotas que inmigraban explicaban las cosas que a ellos les habían contado y, aunque era de suponer que cada vez se exageraban más sus atrocidades, la cosa no pintaba bien. Decían que siempre llevaba las gafas de sol puestas y que si se las quitaba delante de ti y le veías los ojos estabas muerto. Por eso se decía que nadie sabía de qué color los tenía.

Quizá aquella era una historia más y solo se había exagerado para agrandar su leyenda, pero Carlos Alfonso llevaba días sin pegar ojo. En aquella última conversación le habían dicho escuetamente que el hombre estaba en el avión. Que le diera todo lo que necesitara como si se tratara del propio Salcedo.

No iba a ser él quien fuera a buscarlo al aeropuerto. Había enviado a su primo Ezequiel y esperaba ver cómo reaccionaba Wilfredo. Necesitaba información que seguro le iba a pedir para cumplir su cometido. Lo único que había podido saber era que la droga había desaparecido y que quizá había sido una mujer la que había hecho, el pedido al africano. Nadie sabía nada y él tenía que haber sospechado que aquel negro que le compraba siempre cantidades más pequeñas tenía un nuevo comprador, y eso siempre requiere cautela. No la había tenido y ahora estaba muerto. Eso le daba igual, porque él tampoco la había tenido y también la había pringado la prima. No podía recibir al Hielo sin nada, por lo que había elaborado un plan. No se tienen más de cuarenta años y media vida dedicada a este negocio sin haber pasado momentos duros. Sin duda, aquel era el peor. Pero no se había quedado quieto esperando su suerte. Tenía que mover ficha. Había ofrecido una fuerte recompensa por cualquier información, y eso suele dar buenos frutos, aunque de momento nadie había intentado colocar la droga en Lleida. Tenía serias esperanzas de poder decirle a Wilfredo que el asunto ya estaba solucionado nada más aterrizar, pero eso no iba a ser posible y lo que esperaba era que al menos tuviera algo de tiempo para poder hacer funcionar sus fuentes.

De hecho, es muy sencillo y no deja de ser lo que hace la pasma, buscar información en los antros, interrogar a los yonquis y mover el asunto de la recompensa. Pero con una ventaja, con ellos la gente no tiene tantos reparos en hablar. De eso se iba a encargar su hombre. No era el más listo, pero no te apodan el Gorila si no eres capaz de saber sacar información a golpes.

El teléfono emitió un pitido y lo sobresaltó de mala manera. Le pareció que su corazón se le iba a salir del pecho. Era un mensaje.

Leyó el texto de la pantalla en su aparato:

«El avión aún no ha aterrizado».

Resopló y al instante llamó a su primo Ezequiel. Seguía en el aeropuerto para recoger al terminador.

Este descolgó y Carlos Alfonso no esperó a que su primo dijera nada.

—Me cago en sus muertos, cabrón.

—Pero yo…

—No me llame ni me diga nada si no es importante, ¿comprende?

—Vale, primo, ahorita me pongo en la puerta y ya no digo más hasta que este pendejo llegue.

—¡Mucho respeto a Wilfredo, Ezequiel! —gritó.

—Bueno, bueno, no más.

Colgó el teléfono con el susto en el cuerpo y pensó en tomarse un buen whisky. Las chicas estaban besándose y pasándolo en grande sin Carlos Alfonso, pero con su cocaína. Las dejó hacer y a ellas no parecía importarles que en aquella fiesta de sexo no hubiera un pene.

Carlos Alfonso dio un buen trago y lo paladeó con calma.

Hay que ver cómo saborean algunos los pequeños placeres. Esos que parecen no tener mucha importancia, pero que pueden llegar a ser la última de esas cosas que hagas en la vida.

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