Fin

Fin


EL NOMBRE Y EL NÚMERO

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Hay algo de pose en ese aspecto de Hitler, en el sentido de que es ese papel el que le atrae, y de que no es capaz de llenarlo con lo que exige de ejercicio y talento, algo que acentúa con su manera de vestir, como un joven dandi, con abrigo negro, camisa blanca, bastón con mango de marfil y a veces un sombrero negro de copa, pero no es tan sencillo, porque todo esto no lo hace dentro de un círculo, para ser visto, está prácticamente solo por completo, y esa intensidad con la que vive las óperas que ve, por ejemplo, no parece artificial o superficial, sino algo que le llena del todo. Lo mismo ocurre con el frenesí que muestra cuando está ocupado con todos los dibujos arquitectónicos que llenan su cuarto. Él desea todo eso de verdad, arde por ello, está dispuesto a dejar aparte todo lo demás para conseguirlo. ¿Por qué? Tanto Hitler como Kubizek opinan que el arte es lo más elevado en la vida de una persona, y en eso expresan algo típico de la mentalidad de su época, compartida sólo por una pequeña minoría de jóvenes en la provincia, pero que en Viena y las demás metrópolis estaba muy extendida. A juzgar por la imagen que Kubizek ofrece de Hitler, no parece que se trate sólo de una especie de exaltación juvenil, sino que está relacionado con su carácter, de tal modo que lo convierte en algo necesario. «Su manera intensa de absorber, investigar, rechazar, su seriedad inaudita, su mente siempre activa necesitaba un contrapeso», escribe Kubizek. «Esto sólo se lo podía proporcionar el arte.»

En las descripciones de Hitler ofrecidas por Kubizek resultan llamativos los indicios de manías que muestran; Hitler habla sin parar, es irascible e irritable, tiene planes grandiosos y nunca duda que pueda llevarlos a cabo, es capaz de trabajar frenéticamente en un proyecto durante noches enteras. Por otra parte, porque lo muy elevado siempre tiene otra cara, llegan períodos en los que Hitler deja por completo de hablar, se vuelve esquivo y sale a dar largos paseos solitarios por los alrededores de Linz, obviamente muy desanimado. El arte se encuentra en un lugar fuera de esto, y es ése el lugar que él busca, probablemente tanto para llenarse de algo distinto como para expresarse en él.

Otra razón que muestra que el arte es para él tan importante en la adolescencia es que sólo a través de él conseguía traspasar la clase social de la que venía. Eso se ve claramente en su enamoramiento a distancia de Stefanie. ¿Por qué no se pone en contacto con ella? Él es tímido y recatado, eso es obvio, no se atreve. Y tal vez tampoco quiera o pueda correr el riesgo, porque en algún momento entiende que una iniciativa hará que la realidad se abra camino en el sueño y que la perfección y el ideal de éste son mejores que la insuficiencia de la realidad. Está además el hecho real e indiscutible de que él no es nadie. Cuando Kubizek le presiona, le contesta por fin que para presentarse ante la madre de la joven tiene que ser alguien, tener una profesión, y no cualquier profesión, funcionario de correos no le impresionaría mucho, siendo viuda de un alto funcionario público, pero pintor académico sí podría hacerlo.

En cierto sentido el arte carece de clase, es accesible a todo el mundo; en Linz, en la primera década del siglo XX no había televisión, radio, tocadiscos ni cines, toda clase de música había que vivirla en el lugar, pero no era demasiado caro, los dos jóvenes de dieciséis y diecisiete años de la pequeña burguesía iban al teatro, a la ópera y a conciertos, tuvieron muchas experiencias culturales, luego hablaban enardecidos de lo que habían visto; tampoco costaba mucho el acceso a los museos de arte, y había libros. En otro sentido, también el arte es una cuestión de clase. El que exista para todos no significa que sea accesible para todos; si se crece en un hogar totalmente vacío de libros, totalmente vacío de cuadros, totalmente vacío de música, entre gente que nunca habla de arte y a quien no le gusta, o que tal vez incluso opine que es un derroche de dinero y tiempo, será difícil que uno se acerque a él por propia iniciativa. Y si lo hace, es probable que carezca por completo de las condiciones que poseen los miembros de las clases altas, esa confianza con la que se relacionan con las expresiones artísticas. Hitler, que provenía de un hogar totalmente carente de libros e interés por el arte, superó el primer obstáculo, pero nunca logró hacerlo del todo con el segundo. Su gusto artístico y su comprensión del arte fueron durante toda su vida provincianas y de pequeñoburgués, aunque en aquella época, cuando vivía en la provincia luchando con toda su alma contra lo pequeñoburgués, parecerían radicales teniendo en cuenta las circunstancias.

 

Lo radical también es lo primero que Kubizek subraya cuando conoce a Hitler. Se han visto en la ópera, empiezan a charlar, y entonces es como si Hitler lo acaparara. Si llega tarde a una cita, Hitler va a buscarlo al taller de su padre, no comprende que Kubizek tenga que trabajar, le exige que se vaya con él, que salgan a dar un paseo, seguramente para hablarle de sus problemas.

A Kubizek le asombra que Hitler disponga de tanto tiempo libre, ¿no trabaja? Claro que no, responde Hitler arisco. Está por encima de cualquier trabajo para ganarse el pan. Eso impresiona a Kubizek, pero no lo entiende del todo. ¿Acaso estudia? ¿Estudiar?, resopla Hitler, mostrándole por primera vez su genio. Está furioso con la escuela, mencionarle la palabra escuela es como agitarle un trapo rojo. Odia la escuela, odia a los profesores, odia a los compañeros de clase.

Kubizek le confiesa que él tampoco ha sido una lumbrera en la escuela.

¿Por qué no?, le pregunta Hitler, obviamente molesto con que su nuevo amigo no haya triunfado en la escuela. Esta contradicción desconcierta a Kubizek, pero pronto se acostumbra a ello, pues las contradicciones constituyen un rasgo característico de Hitler. No obstante, no hay nada místico en este episodio de la tapicería. Las contradicciones surgen cuando se enfrentan dos enunciados incompatibles, y en este caso son fáciles de identificar. Las experiencias de Hitler sólo le atañen a él, son suyas, quizá valiosas e inestimables, ya que lo definen a él, odia la escuela y todo lo que supone, eso lo convierte en lo que es, su propio amo, una escuela que a él no le hace falta porque no va a entrar en esa sociedad en la que tiene su origen, el mundo pequeñoburgués de Linz, sino que continuará hacia el mundo. Si Kubizek tuviera la misma experiencia haría menos único a Hitler, y eso no puede tolerarlo.

Pero todo esto no es algo que él perciba, está totalmente ciego ante ello; para Kubizek simplemente rigen otras reglas, Hitler no lo ve bajo la misma luz que se ve a sí mismo, sino completamente desde fuera, y bajo esa luz de fuera lo de no obtener buenos resultados en la escuela se ve como un fracaso. ¿Su nuevo amigo es un fracasado? ¿Fracasado a ojos de los profesores y a ojos de los demás alumnos? No, eso no le gusta, no le parece bien que Kubizek no sea un buen alumno.

Lo que muestra esa pequeña escena es la distancia entre el interior y el exterior de Hitler, lo muy separados que están estos dos aspectos, y eso es importante porque convierte lo interior en algo inalcanzable e incorregible. Entenderse a uno mismo equivale a la capacidad de dejar que la perspectiva de lo exterior rija en lo interior, es la presencia de la voz o la mirada del otro en el yo de uno, y si eso se impide, no hay ninguna relación entre ellos, no hay ninguna distancia en el yo, está solo, abandonado a su suerte, y eso, un yo abandonado a sí mismo, conduce a que la comprensión y la vivencia de otros ocurran fuera, es decir, sin empatía, sin implicación de su yo, que es la primera y realmente única condición de la empatía.

Hitler no carecía del todo de empatía con los demás, pero era débil, todo lo que Kubizek escribe sobre ello así lo indica. También estaba dirigido por sus propias emociones, vivía casi a merced de ellas, había cosas capaces de abrumarlo o vencerlo por completo. Era además muy asocial, y no sólo eso, evitaba todas las cuestiones en las que corría el riesgo de que su vida interior pudiera llegar a enfrentarse directamente con la exterior, como mostraban los episodios de Stefanie y Roller. Tampoco toleraba ninguna objeción de Kubizek o de su madre. Por otra parte, sólo tenía dieciséis años, ese momento de la vida en que uno se encuentra en su máximo punto de búsqueda y desarrollo, y cuando todo es más inestable.

 

Más adelante hablaría de los dos años en Linz como los más felices de su vida. De la misma manera que Kubizek frecuentaba el hogar de Hitler, Hitler frecuentaba el de Kubizek, a cuya madre le gustaba Hitler, era un joven cortés y educado, el padre se mostraba más escéptico, habría apostado por un amigo más sólido y más estable para su hijo, porque seguramente veía la dirección que tomaba, que el taller de tapicería no sería lo que el joven eligiera cuando la música se le presentara como alternativa.

Los fines de semana Hitler y Kubizek daban largos paseos, quedaban muchas veces con los padres de Kubizek a mediodía, iban en tren hasta un lugar acordado de antemano, y los invitaban a comer en la taberna local. Hitler los apreciaba, incluso en 1944 enviaría un regalo a la madre de Kubizek por su ochenta cumpleaños.

La vida de preguerra que Kubizek describe parece tan segura y lenta como la infancia que Zweig describe en Viena diez años antes. Paseos vespertinos por la calle, Schiller en el teatro y Wagner en la ópera, pabellones con orquestas militares, largas excursiones a pie por los alrededores campestres de la ciudad. No hay coches ni aviones, apenas motores, ningún teléfono, nada de radios o televisores, apenas una sola luz eléctrica. Pero no son ricos; el padre de Kubizek trabaja duro para sacar adelante su pequeño negocio. La madre de Hitler vive modestamente para llegar a fin de mes con su pensión de viudedad. La pobreza no es algo abstracto, algo que sólo afecta a los demás. La madre de Hitler era una de los doce hijos de una familia con muy pocos medios de una de las zonas más pobres de Austria. El odio del joven Hitler por lo pequeñoburgués tiene que haber salido de una conciencia de clase fuerte pero seguramente no matizada; él provenía de unas condiciones distintas a las de la mayor parte de los alumnos del instituto de ciencias, tardaba una hora en llegar, había en él algo pueblerino, y cuando se muda a Linz con su madre, no quiere ni hablar con sus compañeros de clase —Kubizek menciona un episodio: un antiguo compañero de colegio se dirige a Hitler y le pregunta qué tal le va; Hitler resopla que eso no es asunto suyo—, pero lo de ser mejor que ellos, que representan la burguesía de la ciudad, que terminan el instituto y encuentran trabajos normales, tiene que mostrarse de alguna manera, y he aquí el problema: ¿cómo elevarse por encima de algo que en realidad no conoce? ¿Cómo dejar atrás un nivel para el que nunca ha estado cualificado? Viste como un estudiante o joven artista, y no buscará un trabajo normal y corriente mientras viva, de eso está seguro. Desprecia lo burgués, a la vez que siente fascinación por ello.

Adolf se enorgullecía de sus buenos modales y un comportamiento correcto. Se esforzaba por observar las reglas de conducta social, a pesar de lo poco que le importaba a él la sociedad en sí… Resulta revelador que el joven Hitler, que con tanta intensidad despreciaba la sociedad burguesa, en lo referente a su historia de amor respetara sus claves y códigos más estrictamente que muchos burgueses… Se notaba en su cuidado atuendo y su conducta intachable, así como en su amabilidad natural, que a mi madre tanto le gustaba. Nunca le oí emplear una expresión de mal gusto o contar una historia en el límite de lo decente.

El joven Hitler sabe lo decisivo que resulta la forma de vestir y el comportamiento para la opinión que la gente se forma de uno, y aunque le importa un bledo la burguesía, no puede permitirse no tenerla en cuenta, porque no dispone de nada que le apoye: si viste como un paleto o como un ignorante hijo de la pequeña burguesía, no habrá nada que lo separe de ellos a ojos del que lo mira, de modo que si pretende llegar al estatus que en su opinión merece, no tiene más remedio que explotar lo correcto y aseado, que con un pequeño esfuerzo tal vez pueda darle aire de dandi, petimetre o joven artista.

 

Hitler, mi amigo de juventud se publicó cuarenta años después de los sucesos que narra. Como señala Ian Kershaw, pasadas varias décadas nadie puede recordar exactamente las frases que se pronunciaron, lo que al parecer sí hace Kubizek cuando cita frases tanto de Hitler como de la madre de éste. Pero unas memorias no son una ciencia exacta, eso es algo sabido por los lectores, que por su propia vida también saben que sucesos posteriores tuercen y retuercen lo que ocurrió tiempo atrás, tiñéndolo de diferentes tonos según el momento de la vida en que se encuentren. Hay que estar en guardia cuando los recuerdos se convierten en narración, porque la narración pertenece a la literatura, no a la vida, y también cuando episodios del pasado cumplen con las expectativas del futuro, porque el verdadero presente está abierto y no conoce aún ninguna consecuencia. Así que cuando Kubizek deja que la historia del amor a distancia de Hitler hacia Stefanie coincida con la muerte de la madre de éste, en una escena en la que el cortejo fúnebre pasa por delante de la casa de Stefanie, y en ese momento la joven abre la ventana y se asoma para ver lo que ocurre, existen razones para dudar de que realmente sucediera así.

Kubizek describe la honda impresión que la ópera de Wagner Rienzi, que trata de un tribuno romano, causa en Hitler:

Adolf estaba frente a mí. De repente me cogió las dos manos y las apretó con fuerza. Nunca había hecho algo así. Por la presión de sus manos comprendí lo profundamente emocionado que estaba. Sus ojos resplandecían de excitación. Las palabras no le salían de la boca con la fluidez acostumbrada, sino que sonaban rudas y roncas. Por su voz percibí cuán profundamente le había afectado esta vivencia.

Poco a poco se le fue normalizando la voz, y las palabras fluyeron con más libertad. Nunca antes y nunca después oí hablar a Adolf Hitler como hizo durante aquella hora, estando los dos allí bajo las estrellas, como si fuéramos los únicos seres en el mundo.

No cabe duda de que vieron esa ópera, y que a los dos les impresionó, pero ese carácter de algo definitivo y funesto del momento, como si Hitler aquí viera el futuro y encontrara su misión en la vida, es claramente una construcción posterior, como señala Kershaw. Mucho de lo que Kubizek escribe sobre Hitler está impregnado de lo que sucedería más adelante. Esto no significa que lo que escribe no sucediera, sólo que no estaba enfocado hacia ese destino que ninguno de los dos conocía y ni siquiera podía adivinar. Pero la ventaja de las memorias de Kubizek es que el período de tiempo que abarcan es tan corto y los eventos tan insignificantes y cotidianos que una narración más grandiosa habría sido difícil de construir, a la vez que la limitación en el tiempo, el hecho de que Kubizek no conociera a Hitler hasta los dieciséis años, y no volviera a verlo hasta casi treinta años después, crea un marco alrededor de los sucesos que los aclaran. La presencia de Hitler fue un suceso único y breve en la vida de Kubizek, y Hitler era un personaje tan especial que es probable que Kubizek lo recuerde bien. En sus memorias, Hitler aparece como un personaje inusualmente ambivalente, no escribió en modo alguno una hagiografía, y los rasgos que describe de su amigo encajan bien con los que aparecen en otras fuentes, sólo que con más nitidez, porque nadie, ni antes ni después, estuvo nunca tan cerca de él como Kubizek. Su gran aprecio por Hitler, que hace que lo vea como a través de un velo de admiración, no obstaculiza el que el retrato sea polifacético y ambiguo. La siguiente descripción es típica:

Pero aunque muchas veces se mostrara despreciativo, malhumorado, voluble, y en modo alguno conciliador, no podía enojarme con él, ya que los aspectos desagradables de su carácter eran eclipsados por la llama pura de un alma embelesada.

Hitler desapareció de la vida de Kubizek en el verano de 1908, y no volvió a verlo ni supo nada de él hasta 1933, cuando Hitler se convirtió en canciller y Kubizek le escribió una carta de la que recibió respuesta unos meses más tarde:

Mi querido Kubizek:

Hasta hoy, 2 de febrero, no me han entregado tu carta. Teniendo en cuenta los cientos de miles que he recibido desde enero, no es sorprendente. Mi alegría ha sido grande al recibir noticias tuyas por primera vez en tantos años y conseguir tu dirección. Apreciaría en sumo grado —cuando la época más dura de mi lucha haya acabadovolver a recordar contigo los años más fantásticos de mi vida. Tal vez te fuera posible visitarme. Te deseo lo mejor a ti y a tu madre, y guardo para mí el recuerdo de nuestra vieja amistad.

Tuyo,

Adolf Hitler

En 1938, durante el llamado Anschluss, Hitler cruza la frontera austriaca por la ciudad donde nació, Braunau am Inn, llevando así a cabo el objetivo que presenta al principio de Mi lucha. La atención a la fuerza simbólica era típica en él. Esa misma noche habló desde el balcón del Ayuntamiento de Linz. Kubizek no pudo asistir, pero cuando Hitler volvió en abril ese mismo año, fue a verlo al Hotel Weinzinger. La calle estaba atestada de gente, los vigilantes pensaron que estaba loco cuando dijo que quería ver al canciller, pero tras enseñarles la carta fue llevado hasta la recepción, donde había una actividad semejante a la de una colmena, como él lo expresa. Generales, ministros, caciques del partido nazi y otras personas de uniforme por todas partes, centrados en un solo hombre, Adolf Hitler, ahora separado de Kubizek por el muro del poder. Un ayudante llamado Albert Bormann le comunica que el canciller está algo cansado y que ya no recibe esa tarde, pero que puede volver la tarde siguiente. A continuación el ayudante le pide que se siente a charlar un poco, tiene algunas preguntas que hacerle.

¿El canciller siempre ha dormido hasta tan tarde por las mañanas?, le pregunta. Pues Hitler no se acuesta jamás antes de medianoche y duerme hasta bien entrada la mañana, mientras que su séquito, obligado a quedarse con él por las noches, también tiene que levantarse pronto por la mañana. El ayudante, hermano de otro hombre más conocido, Martin Bormann, se queja a continuación de los accesos de ira de Hitler, que nadie es capaz de sofocar, y de su extraña dieta, vegetariana con muchos platos a base de harina y zumos de fruta. ¿Había sido siempre así? Kubizek contesta que sí, excepto que antes también comía carne.

Cuando vuelve por la tarde al día siguiente, el escenario se repite, la ciudad entera está en movimiento, escribe Kubizek, que se abre paso a empujones a través de la multitud que se agolpa delante del hotel, y es llevado a través de las barreras por unos ayudantes, no espera más que un apretón de manos y un saludo, y está nervioso por el protocolo, si se equivoca, Hitler puede montar en cólera. Pero le concede una hora. Hitler llega por el pasillo, reconoce enseguida a su amigo y grita: «¡Eres tú, Gustl!», y cuando le da la mano y lo mira a los ojos, escribe Kubizek, estaba tan emocionado por el encuentro como él. Hitler lo conduce al ascensor y suben a su suite, en la segunda planta.

Su ayudante personal abrió la puerta, entramos, y el ayudante salió. Estábamos solos. Hitler volvió a cogerme la mano, me miró durante un largo rato y dijo: «No has cambiado, Kubizek. Te habría reconocido en cualquier parte. Lo único que es distinto es que has envejecido.» Acto seguido me llevó hasta la mesa y me ofreció una silla. Me aseguró que le producía un gran placer volver a verme después de tantos años. Mis buenos deseos le habían alegrado especialmente porque yo sabía mejor que nadie lo difícil que había sido su camino. Las circunstancias no permitirían una larga conversación, pero esperaba que pudiera ser posible en el futuro. Se pondría en contacto conmigo. No sería buena idea escribirle directamente; todo su correo era manipulado por otros.

«Ya no tengo vida privada y no puedo hacer lo que quiera, como todos los demás.» Con estas palabras se levantó y se acercó a la ventana, desde la que se veía el Danubio. El viejo puente, con sus vigas de acero, que tanto le habían irritado en su juventud, seguía en uso. Tal como me imaginaba, lo mencionó enseguida. «¡Ese feísimo puente de peatones!», gritó. «¡Ahí sigue todavía! Pero no por mucho más tiempo, te lo aseguro, Kubizek.» Se volvió hacia mí y sonrió. «De todos modos me habría gustado dar un paseo contigo por el viejo puente. Pero no puedo, porque vaya a donde vaya, todo el mundo me sigue. Pero créeme, Kubizek, tengo muchos planes para Linz.» Nadie lo sabía mejor que yo. Como era de esperar, sacó de su memoria todos los planes que tenía en su juventud, como si desde entonces no hubiesen transcurrido treinta, sino sólo tres años.

Después de exponerle todos sus planes para Linz, Hitler empieza a interrogar a Kubizek sobre su vida, en qué se ha convertido. La respuesta Stadtamtsleiter le disgusta sobremanera. «Conque eres funcionario público, un oficinista. No es adecuado para ti. ¿Qué fue de tu talento para la música?» Kubizek contesta que la guerra le ha arrancado de su rumbo, que para no morir de hambre tuvo que cambiar de planes. Hitler asiente con la cabeza. «Sí, la guerra perdida.» Lo mira y añade: «No querrás acabar tu carrera como funcionario público, Kubizek.» Le pregunta por la orquesta que dirige, dice que no deje de avisarle si le hace falta algo, pues él se encargará de solucionarlo. Le pregunta si tiene hijos. Sí, contesta Kubizek, tres varones.

¡Tres varones!, exclamó Hitler emocionado. Repitió las palabras varias veces con el rostro serio. «Tú tienes tres hijos, Kubizek. Yo no tengo familia. Estoy completamente solo. Pero ayudaré gustosamente a tus hijos.» Me hizo contarle todo sobre ellos. Se alegró de oír que los tres tenían talento para la música y que dos de ellos eran buenos dibujantes.

«Contribuiré a la educación de tus tres hijos, Kubizek», me dijo. «No me gusta que jóvenes con talento estén obligados a seguir el mismo sendero que seguimos nosotros. Ya sabes cómo nos fue en Viena. Después de que nuestros caminos se separaran llegó para mí la peor época de todas. No debe suceder nunca que jóvenes talentos sucumban por penuria. ¡Si puedo ayudar personalmente, quiero hacerlo, aunque sea por tus hijos, Kubizek!»

He de mencionar aquí que el canciller costeó, efectivamente, a través de su oficina, la formación de mis tres hijos en el Conservatorio Linz-Bruckner, y a petición suya los dibujos de mi hijo Rudolf fueron evaluados por un catedrático de la Academia de Múnich.

Vuelven a encontrarse más tarde, cuando Hitler lo invita al Festival de Wagner en Bayreuth tanto en 1939 como en 1940. La cuestión es cómo de fiables son las descripciones de estos encuentros y la imagen que ofrecen de Hitler. Nadie más estaba presente, sólo podemos guiarnos por las palabras de Kubizek. Pero algo sí está por encima de cualquier duda: la imagen que ofrece de Hitler no es oportunista. Si el libro de Kubizek se hubiese publicado mientras los nazis aún estaban en el poder, en 1938 o en 1942, por ejemplo, habría sido distinto, entonces sí hubiera habido motivo para desconfiar, ya que habría imposibilitado cualquier pincelada de algo negativo o ambiguo en el retrato de Hitler, o al menos lo habría hecho difícil y peligroso. Pero el libro se publicó en 1953, y entonces todo era al revés; lo oportunista habría sido demonizar a Hitler, subrayar sus aspectos negativos, mientras escribir sobre su amabilidad, por ejemplo, podría entenderse como una expresión de simpatía hacia el nazismo, algo que muy pocos querían atribuirse después de la guerra.

Kubizek fue contactado por el partido nazi en 1938, con la petición de que anotara sus recuerdos de la época de juventud de Hitler para el archivo del NSDAP. Se hizo miembro del partido nazi en 1942, Martin Bormann le obligó prácticamente a escribir sus memorias, y en 1943 fue ascendido debido a este encargo. No obstante, al terminar la guerra sólo había escrito ciento cincuenta páginas. Fue arrestado por los norteamericanos a causa de su relación con Hitler, y pasó dieciséis meses en prisión, con interrogatorios constantes. Había escondido en su casa el manuscrito y los papeles que tenía de Hitler. El manuscrito sirvió de base para el libro que publicó en 1953, pero aun así, según Hamann, las diferencias entre uno y otro son grandes. Se han eliminado todos los pasajes que expresan admiración por el Führer, pero se han conservado todos los que describen la vida de ambos en Linz y en Viena. Algunas de las historias han sido ampliadas y elaboradas, como por ejemplo el enamoramiento a distancia de Stefanie, muchas fechas son erróneas, y en algunas partes le falla la memoria —escribe que la casera de Viena era polaca, pero en realidad era checa, y que vivían en el número 29 y no en el 31, como era el caso—, pero por lo demás todo lo que se puede controlar es correcto. La excepción son unos episodios de los que se deduce que Hitler es antisemita. El hecho de que Hitler hubiera sido antisemita en su juventud no está documentado en ninguna parte; al contrario, tenía conocidos judíos en la época en que vivió en Viena, y también entonces expresó su interés por la cultura judía. Mahler, a quien tanto admiraba, también era judío. Los episodios antisemitas del libro de Kubizek no existen en el manuscrito original, sino que fueron añadidos en la versión posterior. Hamann escribe:

Aquí Kubizek intenta sin duda promocionarse a sí mismo. Los americanos le habían interrogado hasta la extenuación sobre su antisemitismo, y ahora está obligado a mantener su línea de defensa. En ese contexto mantiene que Hitler se había unido a la Asociación Antisemita, rellenando también la solicitud de ingreso para Kubizek, sin su permiso. «Aquello fue el colmo de ese autoritarismo político al que poco a poco me había ido acostumbrando en cuanto a él. Me sorprendió precisamente porque Adolf se cuidaba mucho de hacerse socio de alguna asociación u organización.»

Pero antes de 1918 no había ninguna Asociación Antisemita en Austria-Hungría. Los antisemitas austriacos estaban tan enemistados entre ellos —tanto en los temas políticos como en los étnicos— que una asociación como la alemana de 1884 nunca se creó. Kubizek podría haberse unido a la Asociación Antisemita Austriaca en 1919, y entonces por voluntad propia, sin la ayuda de Hitler. Esta cuestión es importante, porque entre todos los tempranos testigos oculares Kubizek es el único que ofrece una imagen del joven Hitler como antisemita, y justo en este sentido no es de fiar.

Otro llamativo aspecto que distingue las dos versiones es que la primera, la que se creó en la época nazi, está bastante mal escrita, mientras que la segunda, la que se publicó ocho años después de la guerra, está relativamente bien. Kershaw lo explica insinuando la participación de un «negro», mientras que Hamann habla de un «editor competente». Ambos están no obstante de acuerdo en que estas memorias constituyen la fuente más importante para conocer los años de juventud de Hitler. Y aunque puede resultar sospechoso que el círculo se cierre tan definitivamente cuando Hitler vuelve a Linz con el deseo de transformar la ciudad de acuerdo con los planes de su juventud, es un hecho innegable que Hitler, en los últimos tiempos en el búnker, con el mundo ardiendo encima de él y los rusos ya entrados en Berlín, sólo unos días antes de que se disparara, estuvo durante horas examinando detenidamente un modelo de Linz construido por su arquitecto, Hermann Giesler, según sus instrucciones, y que mostraba a sus visitantes a cualquier hora del día o de la noche. Un campanario de ciento cincuenta metros de altura a cuyo pie se construiría un mausoleo y la tumba de sus padres, un gigantesco hotel que podría alojar a dos mil huéspedes, una escuela de música con el nombre de Escuela de Música Adolf Hitler y una ópera, que sería la más grande del mundo, con capacidad para treinta y cinco mil personas, constituían los principales edificios, escribe Bengt Liljegren. Luego una universidad técnica, y un enorme estadio en el que cabrían cien mil personas, zonas de viviendas para obreros y artistas, hogares para inválidos de las SS y las SA, una estación de ferrocarril conectada con el metro y una carretera de enlace con la autopista, además de industria pesada, fábricas de acero y fábricas químicas. El centro de la nueva imagen de la ciudad sería además del mausoleo con el campanario un formidable centro artístico. Tan obsesionado estaba Hitler con que su gran colección de pinturas fuera donada a Linz que lo mencionó en el testamento que escribió antes del suicidio, cuenta Liljegren. Y durante todo el tiempo que Hitler estuvo en el poder se dio prioridad a Linz en lugar de a Viena. Hamann cita la entrada del diario de Goebbels del 17 de mayo de 1941: «Linz nos cuesta muchísimo dinero. Pero significa tanto para el Führer…» Esto al contrario que Viena, ciudad a la que durante la época del gobierno de Hitler no se le concede ninguna prioridad. De nuevo cito de los diarios de Goebbels, del 21 de marzo de 1943: «El Führer no tiene planes especialmente importantes para Viena. Al contrario, Viena goza de demasiadas cosas, más bien habría que quitarle algo en lugar de darle cosas nuevas.»

 

Hitler le dejó claro a Kubizek casi desde el día que se conocieron que acabaría marchándose a Viena. Linz era demasiado pequeña y provinciana. Viajó por primera vez a Viena en una visita corta en marzo de 1907, y quedó extasiado con lo que vio. De vuelta en Linz, después de una estancia de cuatro semanas en la capital, se vuelve inaccesible, se encierra en sí mismo, permanece callado y sin ninguna compañía da vueltas durante días y noches por las afueras de la ciudad, tal vez se trate de una especie de crisis de despedida, aunque parece claro que es la decisión de mudarse a Viena lo que le hace volver a la normalidad unas semanas después.

La idea de permitir que su madre lo mantuviera todavía, siendo un joven de dieciocho años, se había hecho insoportable. Se encontraba ante un doloroso dilema que, según pude constatar, lo hacía sufrir físicamente. Por otro lado, amaba a su madre por encima de todo, ella era el único ser humano en el mundo a quien se sentía realmente unido, y ella le correspondía hasta cierto punto, aunque estaba profundamente disgustada por el extraño carácter de su hijo, independientemente de lo orgullosa que se sentía a veces de él. «Es distinto a nosotros», solía decir.

Por otra parte, ella consideraba su deber cumplir la voluntad de su difunto esposo y procurar que Adolf eligiera una profesión segura. ¿Pero qué era «segura», teniendo en cuenta el extraño carácter de su hijo? El chico había fracasado en el colegio e ignorado todos los deseos y sugerencias de su madre. Pintor quería ser, según le había manifestado, lo que no sería ningún consuelo para su madre, porque para ella, que era un alma sencilla, todo lo relacionado con arte y artistas era frívolo e inseguro.

El cuñado de Hitler, Raubal, quiere que empiece a trabajar como otros jóvenes, e intenta que la madre se ponga de su lado. Considera que Hitler está muy mimado, que tiene a la madre completamente subyugada, y que habría que enderezarle y enseñarle un buen oficio. «Ese fariseo destroza mi hogar», dice Hitler de él. Raubal apela a la sensatez de la madre, actuando de parte del padre muerto, no resulta difícil imaginarse sus argumentos. Hitler duerme hasta bien entrada la mañana, no gana ningún dinero, se pasa todo el día soñando, ella no puede pagarlo todo, así nunca aprenderá a cuidar de sí mismo ni de su familia, lo digo por su bien, tú lo sabes. El tutor de Hitler, Mayrhofer, quiere que sea panadero, y le busca un puesto. Los demás inquilinos de la casa también expresan sus opiniones, escribe Kubizek; ninguno de ellos se pone a favor de Hitler. La madre está desesperada por todo esto. Al propio Hitler le resulta impensable quedarse, está decidido, no hay alternativa, sólo Viena y allí una carrera artística.

Había llegado a odiar el mundo de pequeñoburgués en el que estaba obligado a vivir. Apenas soportaba volver a ese estrecho mundo tras solitarias horas pasadas al aire libre. Estaba siempre al borde de un acceso de ira, duro y obstinado.

La sensación de que todo el mundo estaba en su contra no representa nada nuevo en la vida de Hitler. Pero también se siente muy unido a su madre; a pesar de la gran presión del entorno, ella es incapaz de negarle nada. También está enferma, en enero de ese año fue a ver al médico de la familia, el doctor Bloch, quien le descubre un tumor en el pecho. Es operada, y como no tenían seguro de enfermedad, los gastos, de los que de algún modo se hizo cargo Hitler, que entonces tenía diecisiete años, acabarían con su frágil economía. La mujer estuvo ingresada durante un mes; Hitler iba a verla todos los días. Cuando le dieron el alta tuvieron que mudarse porque ya no podía subir la escalera hasta su piso. En el nuevo, que estaba en la planta baja de un edificio algo alejado del centro, vivía, entre otros, la mujer que luego escribiría la carta de recomendación para Roller. Hitler desafió la resistencia de su entorno y se mudó a Viena ese verano, con el fin de convertirse en artista.

Kubizek escribe que Hitler fue a verlo la noche antes para pedirle que lo acompañara a la estación, ya que no quería que fuera su madre.

Yo sabía lo doloroso que le resultaría a Adolf despedirse de su madre delante de otras personas. No había nada que le gustara menos que mostrar sus sentimientos en público. Prometí ir y ayudarlo con el equipaje.

Me tomé libre el día siguiente y me dirigí a Blütengasse a recoger a mi amigo. Adolf ya lo tenía todo preparado. Cogí su maleta, que pesaba bastante, porque no quería separarse de sus libros, y salí rápidamente para no estar presente en la despedida. Pero no lo logré del todo. La madre lloraba, y la pequeña Paula, por la que Adolf nunca había mostrado mucho interés, sollozaba de un modo desgarrador. Cuando Adolf me alcanzó en la escalera, pude ver que tenía los ojos húmedos.

Hitler se marcha a Viena a solicitar el ingreso en la Academia de Arte; está tan seguro de su talento que considera una mera formalidad entrar. Pero no lo admiten, suspende la prueba. Con toda esa presión de su entorno que opinaba que sus sueños de ser artista no eran más que tonterías, y que deseaba que se buscara un trabajo decente, la derrota tuvo que ser avasalladora. No se lo contó a nadie. Ni Kubizek ni su madre supieron nada de él las primeras semanas, no les envió ni una palabra, y Kubizek fue a ver a la mujer para ver si sabía algo de su hijo. Ésta le pide que se siente y se desahoga con él.

«Si al menos se hubiese esforzado más en el instituto, ya habría casi terminado. Pero no quería escuchar a nadie.» Y añadió: «Es tan terco como su padre. ¿A qué se debe este precipitado viaje a Viena? En lugar de guardar su pequeña herencia, la malgasta. ¿Y luego qué? No saldrá nada bueno de la pintura. Escribir cuentos tampoco es manera de ganarse el pan. Y yo no puedo ayudarlo, tengo que cuidar de Paula. Ya sabes lo delicada que está, pero de todos modos hay que darle una buena educación. Adolf no piensa en eso, va a lo suyo, como si estuviera solo en el mundo. Yo no viviré para ver cómo consigue una existencia independiente…»

La señora Klara me pareció más preocupada que nunca. En su rostro se observaban profundas arrugas. Sus ojos parecían sin vida, su voz sonaba cansada y resignada. Tuve la impresión de que ella ahora, cuando Adolf ya no estaba a su lado, se había abandonado por completo y parecía mayor que nunca. Seguramente había ocultado al hijo su estado de salud para facilitarle a él la despedida.

La señora Hitler empeoró mientras su hijo estaba en Viena; según Hamann fue de nuevo al médico el 3 de julio, y luego el 2 de septiembre. Kubizek está muy ocupado, cuando no trabaja en el taller de su padre se pasa todo el tiempo ensayando, y como Hitler ya no está en la ciudad, no va a ver a la madre de su amigo hasta avanzado el otoño. Se asusta. La mujer está en la cama, delgada y pálida, con la cara ajada. Enseguida empieza a hablarle a Kubizek de las cartas de su hijo, al parecer le va bien en la gran ciudad. Kubizek le pregunta si le ha contado a Adolf cómo está ella. No lo ha hecho, no quiere ser una carga para él, pero si no mejora tendrá que escribirle. El médico ha dicho que no queda otro remedio que ingresarla en el hospital. Antes de marcharse, Kubizek le hace prometer que escribirá a su hijo. Cuando vuelve a casa cuenta a sus padres lo sucedido. Su madre quiere ayudar a la señora Hitler, pero su padre opina que no pueden hacerlo hasta que no se lo pidan expresamente.

Hamann escribe que el 22 de octubre el médico, Eduard Bloch, informa en su despacho a la familia de que la enfermedad es incurable. La familia son Klara, Adolf y su hermana pequeña, Paula. Al día siguiente Hitler se presenta en el taller. Según Kubizek, tiene un aspecto horrible. Está tan pálido que su cara parece transparente. Sus ojos han perdido el brillo y su voz es ronca. No saluda, no cuenta cómo le ha ido en Viena, no pregunta por Stefanie. Todo lo que dice es: «Es incurable.»

Sus ojos ardían, estaba rabioso. «¿Incurable, qué quieren decir con eso?», gritó. «No es que la enfermedad sea incurable, sino que los médicos no son capaces de curarla. Mi madre ni siquiera es vieja. A los cuarenta y siete años no pierdes la esperanza. Pero en cuanto los médicos dicen que no pueden hacer nada lo llaman incurable.»

Dice que se va a quedar en Linz para cuidar de su madre y de la casa. Kubizek le pregunta si será capaz, sabiendo lo poco que a su amigo le gustan esas labores, que son necesarias, pero que hasta ahora siempre se las han hecho otros. Hitler contesta que se puede hacer de todo si es necesario. Y el mes siguiente cumple con lo que ha dicho. Ni una palabra de lo que siempre habla, política, arquitectura, arte, nada de eso le preocupa, únicamente su madre moribunda y el duelo que ello conlleva.

Traslada la cama de la mujer a la cocina, que es la habitación más caliente, y él duerme en un diván a su lado. Lee para ella, cocina para ella, ayuda a su hermana con los deberes. Un día Kubizek se lo encuentra fregando el suelo, la señora Hitler sonríe orgullosa de su asombro y dice: «Ya ves. Adolf es capaz de hacer de todo.»

Nunca había visto en él esa amorosa ternura. No daba crédito a mis ojos. Ni una palabra dura, ni un comentario impaciente, ninguna airada insistencia en el propio punto de vista. Durante esas semanas se olvidó por completo de sí mismo y vivió únicamente para su madre. Seguramente se debería en parte al hecho de que hubiese vivido los últimos cuatro años solo con ella. Pero por encima de todo había entre madre e hijo una especial armonía espiritual que no he vuelto a encontrar en el curso de mi existencia. Todo lo que les separaba se había quedado atrás. Adolf no mencionó nunca la desilusión que había sufrido en Viena. Por el momento los problemas sobre el futuro quedaron atrás. Un ambiente relajado, una casi pacífica alegría rodeaba a la moribunda.

Llega diciembre, frío y pálido, la niebla se posa sobre el río; las pocas horas que brilla el sol no calienta nada. Kubizek los visita todos los días; un día no se le permite entrar, Hitler sale y le dice que su madre sufre horribles dolores. Nieva, las calles y los tejados se ponen blancos, se acercan las navidades. El 21 de diciembre, por la mañana, Hitler se presenta en casa de Kubizek. Por su aspecto derrotado y nervioso Kubizek entiende lo que ha sucedido. Mi madre ha muerto, dice Hitler. Su último deseo era ser enterrada al lado de su esposo, en Leonding. Está tan fuera de sí que apenas puede hablar.

Kubizek no escribe nada sobre la presencia del médico durante las últimas semanas de vida de Klara Hitler, pero, según Hamann, el médico acudió cada día desde el 6 de noviembre. Le administraba morfina y la trataba con yodoformo, «un tratamiento hoy por hoy típico y extremadamente doloroso»: se ponía un trapo con yodoformo sobre la herida abierta para «quemarla», como escribe Hamann, algo que provoca una sed atroz, al mismo tiempo que la paciente es incapaz de tragar.

El doctor Bloch escribió en 1941 un artículo en la revista Collier’s sobre el cuadro clínico y las circunstancias relacionadas, en el que dice que el hijo parecía sentirse torturado por el tratamiento de la madre y que le expresaba a él su agradecimiento por la morfina que le administraba. La versión de Bloch confirma la imagen que da Kubizek.

En el ejercicio de mi profesión es natural que haya sido testigo de muchas escenas como ésta, y sin embargo en toda mi vida profesional ninguna me ha causado la misma impresión, nunca he visto a alguien tan destrozado por el dolor como Adolf Hitler.

Bloch ofrece una breve descripción de cómo apareció Hitler ante él:

Muchos biógrafos lo han tachado de gritón, terco, chapucero, gamberro, que personificaba todo lo que es antipático. Eso no es verdad, así de simple. De joven era tranquilo, educado e iba bien vestido. Era alto, pálido, casi amarillo, parecía mayor de lo que era. No era ni robusto ni enfermizo. Tal vez lo que mejor le describiría sería «débil». Sus ojos —una herencia de su madre— eran grandes, tristes y pensativos. Ese chico vivía en gran medida dentro de sí mismo. No sé qué sueños albergaba.

El 23 de diciembre, Kubizek y su madre acuden a casa de Hitler. El tiempo ha cambiado, las calles están cubiertas de aguanieve, el aire está espeso de niebla. La madre difunta yace en la cama, su cara parece de cera, Kubizek escribe que la muerte le llegaría como una liberación de los dolores. Paula, que tiene doce años, llora, pero Hitler no. Salen a la calle. El cadáver es colocado en el ataúd y lo sacan de la casa. El sacerdote bendice a la fallecida, y el pequeño cortejo fúnebre se pone en marcha. Hitler va justo detrás del ataúd, lleva un abrigo negro largo, guantes negros, y en una mano un sombrero negro de copa. Está serio y concentrado. A su izquierda camina su cuñado Raubal, y entre ellos, Paula. Su hermanastra, Angela, que está embarazada y a punto de dar a luz, va en un coche de caballos cerrado detrás. El resto del séquito lo forman unos cuantos vecinos. Kubizek describe el entierro como pobre.

El día siguiente es Nochebuena. Kubizek invita a Hitler a su casa, Hitler rechaza la invitación. Tampoco quiere ir a casa de su cuñado Raubal y su hermana Angela, que a partir de ahora se ocuparán de Paula, prefiere pasar la noche deambulando por Linz, si es cierto lo que le cuenta luego a Kubizek.

 

En Mi lucha no aparece casi nada de esto. Sobre la muerte de su madre y las circunstancias que la rodean, Hitler escribe lo siguiente:

Este amargo desenlace cerró un largo y doloroso período de enfermedad, que desde el comienzo había ofrecido pocas esperanzas de curación; con todo, el golpe me afectó profundamente. A mi padre lo veneré, pero por mi madre había sentido adoración.

La miseria y la dura realidad me obligaron a adoptar una pronta resolución. Los escasos recursos que dejara mi pobre padre fueron agotados en su mayor parte durante la grave enfermedad de mi madre, y la pensión de huérfano que me correspondía no alcanzaba ni para subvenir a mi sustento; me hallaba, por tanto, sometido a la necesidad de ganarme de cualquier modo el pan cotidiano.

Llevando en una mano una maleta con ropa y en el corazón una voluntad inquebrantable, salí rumbo a Viena. Tenía la esperanza de obtener del Destino lo que hacía cincuenta años le había sido posible a mi padre; también yo quería llegar a ser «alguien», pero, en ningún caso, funcionario.

Ese breve «pero» en la frase que habla de su padre y de su madre parece algo más que una insinuación de que no había querido a su padre, y al detenerse tan poco en la muerte de la madre y referirse enseguida al futuro de un modo optimista, cerrando el círculo del conflicto dominante de su infancia, según Mi lucha, es decir, que no quería ser funcionario público, da la impresión de que el dolor por la muerte de la madre fue pasajero, lo que es reforzado por el hecho de que la mujer apenas sea mencionada en el texto, y que los dos años que pasaron juntos sólo se mencionen muy brevemente. Todo esto indica determinación y empuje, y es el nuevo comienzo, con dos manos vacías y él solo. En el siguiente capítulo va hacia atrás en el tiempo y escribe:

En sus últimos meses de sufrimiento había ido a Viena para realizar el examen de ingreso en la Academia. Cargado con un grueso bloque de dibujos, me dirigí a la capital austriaca convencido de poder aprobar el examen sin dificultad. En la Realschule era ya, sin ninguna duda, el primero de la clase en dibujo artístico. Desde aquel tiempo hasta entonces mi aptitud se había desarrollado extraordinariamente, de manera que, satisfecho de mí mismo, orgulloso y feliz, esperaba obtener el mejor resultado en la prueba a la que me iba a someter.

Pasa las dos primeras pruebas, pero suspende la última. «Estaba tan plenamente convencido del éxito de mi examen», escribe, «que el suspenso me hirió como un rayo que cayese del cielo.»

Esto ocurrió antes de que su madre muriera, y como el texto ya lo ha descrito, y el capítulo anterior acabó con su marcha a Viena, la descripción del suspenso en la Academia se encadena con la descripción de la llegada a Viena tras la muerte de la madre, de tal modo que el rechazo de la Academia y la muerte de la madre llegan en orden inverso y así son separados entre ellos. De esta manera parece que la muerte de la madre fue un golpe, pero que no obstante significó una liberación, porque se le abrió el futuro, mientras que la realidad sería bastante distinta: la madre moribunda, él se marcha a Viena para la prueba de ingreso, no aprueba, su sueño se ha roto, y con esta certeza vuelve con la madre, quien muere. Así pues, no hay nada que se abra, al contrario, se cierra todo lo que hay en su vida. Ella era el centro de su vida y él el de ella. La madre empeora, él regresa de Viena, saben que ella va a morir, la mujer está preocupada por el futuro de su hijo, y él nunca le dice que no consiguió entrar en la Academia.

 

Los primeros dieciocho años de la vida de Hitler están descritos en sólo catorce páginas de Mi lucha, intercalados con una descripción cargada de explicaciones sobre nacionalismo, historia y sus propias teorías acerca de distintos temas. La época que vivió en Viena, los cinco años que van de 1908 a 1913, ocupa nada menos que noventa y ocho páginas. Pero apenas hay una frase relacionada con su vida personal, y lo poquísimo que hay es general.

Viena, la ciudad que para muchos simboliza la alegría y el medio ambiente de gentes satisfechas, para mí significa, por desgracia, sólo el vivo recuerdo de la época más amarga de mi vida.

Hoy mismo Viena me evoca tristes pensamientos. Cinco años de miseria y de calamidad encierra esa ciudad fea para mí. Cinco largos años en cuyo transcurso trabajé primero como peón y luego como pequeño pintor, para ganar el miserable sustento diario, tan verdaderamente miserable que nunca alcanzaba a mitigar el hambre; el hambre, mi más fiel guardián que casi nunca me abandonaba, compartiendo conmigo inexorable todas las circunstancias de mi vida. Si compraba un libro, exigía su tributo; adquirir una entrada para la ópera, significaba también días de privación. ¡Qué constante era la lucha con tan despiadado compañero! Sin embargo, en ese tiempo aprendí más que en cualquier otra época de mi vida. Además de mi trabajo y de las raras visitas a la ópera, realizadas a costa del sacrificio del estómago, mi único placer lo constituía la lectura. Mis libros me deleitaban. Leía mucho y concienzudamente en todas mis horas de descanso. Así pude en pocos años cimentar los fundamentos de una preparación intelectual de la cual hoy mismo me sirvo.

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