Fin

Fin


EL NOMBRE Y EL NÚMERO

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Nada de esto es mentira. Él era pobre, a menudo pasaba hambre, se ganaba la vida pintando para turistas y tiendas de marcos. Una existencia de «lamentos y miseria». En Mi lucha lo describe como un período de aprendizaje necesario, en el que desde su existencia en la capa más baja de la sociedad aprendió lo que era la pobreza, lo que era la miseria social, viendo cómo se disolvían los valores y el imperio Habsburgo se desmoronaba. Se presenta a sí mismo como obrero de la construcción, describe cómo se involucra en la política de los obreros, la violencia y la represión de la libertad de expresión que se vivía, y ofrece su visión sobre cómo todo esto puede y debe solucionarse. Habla de sus visitas al Parlamento, de las que nace su desprecio por el parlamentarismo y la democracia. Y cuenta sobre sus primeros encuentros con los judíos, no personales, sino en forma de exóticas figuras que ve por la calle. Ofrece una imagen de un mundo en descomposición a todos los niveles y de todas las maneras. De esta forma todo lo que experimenta, incluso la miseria en la que vive, adquiere sentido: él ve, percibe, lee, piensa, y aunque lo está pasando fatal, es para él una escuela de la que no hubiese querido prescindir. Estudia en la escuela de la vida, nada de lo que sabe lo aprende en una universidad, no es teoría lo que ha adquirido o de lo que escribe, es la realidad práctica.

«La escuela de la vida» es un eufemismo, al menos si se tiene en cuenta ese enorme deseo suyo de entrar en la Academia de Arte y su racionalización posterior. Todo apunta hacia la persona que ya es. Pero para entender qué clase de vida llevó durante esos cinco años hay que prescindir de todo futuro. Nada de lo que hacía señalaba hacia algo distinto. Esa miseria en la que vivió fue miseria pura y dura. Hitler fue visto en colas de indigentes para conseguir un plato de sopa, seguramente estuvo durmiendo en los parques durante algún tiempo. No tenía amigos, apenas conocía a nadie, sólo trataba con hombres con los que coincidía en los albergues. Y esos cinco años que vivió así fueron tal vez los más decisivos de su vida, entre los dieciocho y los veintitrés. Hitler se sentía humillado, nada de lo que había creído resultó ser así, ninguno de sus sueños se había hecho realidad, era un ser humano al que nadie quería, al que nadie necesitaba. Había perdido el contacto con la realidad, estaba casi fuera de ella. Si hubiera muerto congelado, a nadie le habría importado. Realmente no era nadie. Había desaparecido en una especie de completo anonimato en la capa más baja de la sociedad.

Pero todo empezó en otro lugar. Había empezado bien. Cuando llegó a Viena tenía dinero que le había dejado su madre, dinero que podía durarle un año si lo cuidaba. Podría volver a solicitar el ingreso en la Academia. Y no estaba solo en la gran ciudad; Kubizek lo siguió.

En su biografía de Hitler, Ian Kershaw describió el curso de los acontecimientos de la siguiente manera:

Cuando volvió a Viena en febrero de 1908, no fue para realizar con gran entusiasmo todo lo que le hacía falta para formarse como arquitecto, sino para una vez más caer en el vicio de la vida de holgazanería, gandulería y fariseísmo que había llevado antes de la muerte de su madre. Incluso convenció a los padres de August para que permitieran que su hijo dejara el trabajo en la tapicería familiar y lo acompañara a Viena con el fin de estudiar música.

El propio Kubizek lo interpretó como que Hitler consiguió convencer a sus padres de que le permitieran hacer lo que en el fondo quería, estudiar música, y le estuvo agradecido por ello durante toda su vida. El fariseísmo era sin duda uno de los rasgos más distintivos de Hitler, pero también lo era lo explosivo, casi maniático, con lo que se lanzaba encima de lo que en cualquier momento le ocupaba la mente, con un empeño obsesivo, seguido por períodos marcados por desaliento, pero también entonces con el desasosiego siempre presente. A lo que Kershaw tal vez se refiere es que aquello a lo que Hitler se lanzaba nunca fuera sistemático, nunca siguiera ningún curso o plan. Seguramente los parientes de Hitler habrían podido firmar la descripción de su vida como dada a la «holgazanería, gandulería y fariseísmo», pero él lo vería de otra manera, porque sí había algo que quería, algo que buscaba, algo que nunca llegó a encontrar del todo o jamás liberó del todo, lo que no es muy infrecuente en un joven de dieciocho años con ambiciones artísticas. Hitler era, en todos los sentidos, un autodidacta, y como muchos de ellos fue desarrollando rasgos de sofistería, también porque estaba solo y nunca buscaba la compañía de otras personas; tenía su propio banco en uno de los parques de Viena, un lugar oculto, allí solía sentarse a leer en soledad, si no iba a uno de los muchos cafés de la ciudad a leer los periódicos gratis o estaba ocupado en uno de sus numerosos proyectos en la habitación que tenía alquilada, ya fuera diseñar viviendas y edificios, óperas y salas de conciertos, o escribir teatro o novelas; todo lo que estaba hacienda en esa época, todo lo que dejó sin acabar, todo testificado por Kubizek, con el que vivía codo a codo.

Kubizek llegó a la estación de ferrocarril de Viena una noche de invierno. Hitler está esperándolo, elegantemente vestido y con un bastón en la mano, al parecer hastiado y familiarizado ya con el caos, ya un hombre de la gran ciudad. Se besan en la mejilla, cogen el equipaje y salen a la ciudad —«había un ruido tan horrible que uno no podía oír su propia voz»—, al poco rato llegan a un callejón, Stumpergasse, donde está la habitación que Hitler tiene alquilada.

En la pequeña habitación que él habitaba, ardía una miserable lámpara de petróleo. Miré a mi alrededor. Lo primero que me llamó la atención fue la cantidad de esbozos que había por todas partes, sobre la mesa, sobre la cama. Adolf quitó todo lo que había encima de la mesa, luego extendió un periódico sobre ella y cogió una botella de leche que tenía en la ventana. Luego fue a por embutido y pan. Todavía me parece ver su pálido y serio rostro ante mí cuando aparté todo eso y abrí la bolsa que traía. Jamón ahumado frío, croquetas, bollos y otras maravillas. Todo lo que dijo fue: «Vaya, eso es tener una madre.» Comimos como reyes. Todo nos supo como en casa.

Kubizek está cansado tras el viaje, desorientado por tantas impresiones, es ya muy tarde y sin embargo Hitler insiste en que salgan a ver la ciudad. ¿Cómo va a acostarse un recién llegado a Viena sin haber visto la ópera? Allí dirigen sus pasos. Kubizek escribe que tiene la sensación de haber llegado a otro planeta, tanta es la impresión que le causó. Luego van a la catedral de San Esteban. La niebla nocturna es tan espesa que no se puede ver el chapitel. «Sólo pude vislumbrar la pesada y oscura masa de la nave que sobresalía dentro de la monotonía gris de la niebla, casi celeste, como algo no construido por manos humanas», escribe.

Kershaw describe el mismo suceso de la siguiente manera:

Adolf fue a buscar a un agotado Kubizek a la estación, lo llevó a Stumpergasse para que pudiera dormir allí la primera noche, pero, típico de él, insistió primero en enseñarle todo lo que había que ver en Viena. ¿Cómo iba alguien a llegar a Viena y acostarse la primera noche sin haber visto la ópera? Así que Gustl fue arrastrado hasta el centro para ver el edificio de la ópera, la catedral de San Esteban (casi imposible de distinguir en la niebla) y la preciosa iglesia de Santa Maria am Gestade. No volvieron a Stumpergasse hasta después de medianoche. Y cuando el agotado Kubizek se durmió, Hitler seguía parloteando de la grandiosidad de Viena.

La única fuente de Kershaw de esa noche es el libro de Kubizek. En éste no pone nada de que lo «arrastró» o de que Hitler siguió «parloteando». Kershaw omite esa sensación de estar en otro planeta que le causa la ópera y la catedral descrita por Kubizek en un tono indiscutiblemente positivo; en la versión de Kershaw la niebla es algo negativo que casi imposibilita la visión de la catedral, y es así porque el objetivo es ofrecer una imagen de Hitler como un joven irrazonable, egocéntrico y egoísta, ciego ante las necesidades de su amigo. Pero si todo hubiera sido tan negativo, ¿por qué no lo escribe Kubizek? Kubizek es un amigo, Hitler ha añorado y esperado su llegada y quiere enseñarle todo lo fantástico que él ha visto de la ciudad, ¿cómo lo vamos a criticar por eso? ¿Cómo podemos decir que el interés y entusiasmo de Hitler en realidad eran sólo una muestra de que no tenía en cuenta a su amigo, cuando el propio amigo lo describe como una experiencia positiva? ¿Kubizek fue engañado? ¿Era tan tonto como para no darse cuenta de que Hitler se estaba aprovechando de él? ¿No entendía que lo de ver una catedral bajo la niebla en realidad es un fracaso y nada celestial?

O al revés, ¿qué es lo que le hace a Kershaw ir más allá de la descripción de su única fuente con una versión de cómo fue «en realidad»?

El problema de la biografía como género, y esto rige también para la autobiografía y las memorias, es que la verdad está en posesión del autor, él o ella saben lo que pasó, y entonces resulta casi imposible no tener en cuenta todas las señales, es decir, los rasgos distintivos y sucesos que señalan en esa dirección, aunque éstos sólo fueran entonces un rasgo distintivo o un suceso entre otros, que no destacaba de ninguna manera. Es obvio que no se puede llegar a la verdad de cómo fue en la realidad, porque la verdad pertenece al momento y no puede desligarse de él, pero éste puede delimitarse dentro de un círculo, iluminarlo desde distintos ángulos, sopesar la probabilidad de una u otra cosa, y en ese intento procurar no tener en cuenta lo que ocurrió luego, es decir, no considerar un rasgo característico o un suceso como señal de algo distinto a lo que es en sí mismo.

Este «en sí mismo» es a la vez el enigma y la clave. Si consideramos a Hitler una «mala» persona con cualidades completamente negativas ya de niño y joven, todas señalando hacia una posterior «maldad» en constante aumento, Hitler pertenece a «los otros», no es uno de nosotros, y entonces nos encontramos ante un problema, porque de ese modo no estamos comprometidos con las atrocidades cometidas más tarde por él y por Alemania, entonces es algo que hicieron «ellos, y ya sin peligro para nosotros». ¿Pero en qué consiste esa «maldad» que nosotros no expresamos? De esa manera las personas pensamos en categorías, y podemos hacerlo, pero no sin saber los peligros que eso conlleva. En la noche de la patología y de lo establecido no existe el libre albedrío, y sin el libre albedrío, no hay culpa.

No importa lo malvada y depravada que sea una persona, siempre es una persona que puede elegir. Esa elección es la que nos hace humanos. Sólo eso da sentido al concepto de culpa.

Kershaw y casi dos generaciones enteras con él condenan a Hitler y todo su ser, como si lo de señalar su inocencia cuando tenía diecinueve o veintitrés años o algunas de sus buenas cualidades de toda la vida fuera una defensa de él y de su maldad. En realidad es al revés: sólo su inocencia puede reforzar su culpa.

 

Al día siguiente de la llegada de Kubizek a Viena, los dos amigos salen en busca de una habitación en alquiler. Resulta difícil, porque la mayor parte de los cuartos son demasiado pequeños para dar cobijo a ese piano que lo acompaña, y en las habitaciones lo bastante grandes los caseros no quieren ni oír hablar de meter un piano en ellas. La impresión de Kubizek de Viena no es buena, la ciudad parece estar llena de personas antipáticas e indiferentes, de portales, edificios y escaleras estrechos y mal iluminados. Desesperados y desanimados descubren otro cartel de «se alquila» en Zollergasse, llaman a la puerta, abre una criada que los acompaña hasta una habitación elegantemente amueblada con dos camas fantásticas.

«Madame llega enseguida», dijo la criada, hizo una reverencia y desapareció. Los dos sabíamos que aquello era demasiado elegante para nosotros. Apareció entonces en el vano de la puerta la «madame», una verdadera dama, no muy joven, pero muy elegante.

Llevaba una bata de seda y zapatillas con adornos de piel. Nos saludó sonriente, inspeccionó con la vista primero a Adolf, y luego a mí, y nos invitó a tomar asiento. Mi amigo preguntó cuál era la habitación que se alquilaba. «Ésta», contestó, señalando las dos camas. Adolf sacudió la cabeza y dijo cortésmente: «Entonces habría que quitar una de las camas, porque mi amigo necesita sitio para un piano.» A la señora le decepcionó obviamente que fuera yo y no Adolf el que necesitaba una habitación, y le preguntó si él ya tenía alojamiento. Cuando le contestó afirmativamente, ella sugirió que yo, junto con ese piano que necesitaba, me instalara en su habitación y él se viniera a ésta. Mientras hacía tal proposición a Adolf con gestos vivos, se soltó el cinturón que cerraba la bata. «¡Ay, perdónenme, caballeros!», exclamó, y volvió a ajustárselo enseguida. Pero ese segundo había bastado para mostrarnos que debajo de la seda no llevaba más que unas bragas.

Adolf se giró con la cara sonrojada, me agarró del brazo y dijo: «¡Vamos, Gustl!» No me acuerdo de cómo conseguimos salir de allí. Lo único que recuerdo es la exclamación iracunda de Adolf cuando estábamos ya en la calle. «¡Vaya señora Putifar!» Obviamente, esa clase de vivencias también formaban parte de Viena.

Describe aquí a dos chicos de pueblo en la gran ciudad; todo eso de «hombre de mundo» que atribuye a Hitler desaparece con su cara sonrojada, que también ofrece una imagen de ese pudor y miedo a las mujeres que sentía. Tiene dieciocho años y ninguna experiencia, Kubizek escribe que no hubo mujeres en la vida de Hitler durante los cuatro años que pasaron juntos, y que tampoco se masturbaba. Esto último es, claro está, una suposición imposible de verificar, pero encaja bien con la imagen de la sexualidad de Hitler, que se puede interpretar leyendo Mi lucha y las fuentes circundantes. La mujer y lo femenino estaban relacionados con algo puro y superior, algo que formaba parte de ese mundo ideal que él cultivaba, y todas las relaciones que inició fueron con mujeres muy jóvenes e inocentes. Su obsesión por la pureza y su relación con la sexualidad aparecen en varios episodios del libro de Kubizek. Por ejemplo, el día que vieron comentada en la prensa una obra de teatro tachada de inmoral y Hitler se lleva a su amigo a la zona de prostitución para que vea con sus propios ojos lo depravada y moralmente pervertida que se ha vuelto la humanidad. Las prostitutas están sentadas en habitaciones iluminadas en casas bajas de una planta a lo largo de la calle, los hombres se pasean por delante mirándolas, luego eligen a una, y se apaga la luz dentro de la habitación.

Hitler y Kubizek bajan toda la calle sin pararse, pero cuando salen de ella, Hitler quiere dar la vuelta y regresar. «El pecado que hunde» es uno de sus conceptos constantes, y cuando Kubizek insinúa que basta con verlo una vez, Hitler vuelve a llevarlo por la calle. Las prostitutas intentan llamar su atención, una se baja las medias y enseña sus piernas desnudas en el instante en que pasan por delante de ella, otra se quita la blusa, y cuando han salido del barrio, Hitler arremete contra «los trucos de seducción» de las prostitutas. Ya de vuelta en su habitación en Stumpergasse, se pone a aleccionar sobre lo que acaban de ver y lo que significa. Ha aprendido a conocer las costumbres del mercado para el amor comercial, y con ello se ha cumplido el objetivo de la visita.

El episodio muestra tres reacciones distintas del joven Hitler ante la realidad: primero está dentro de ella, y se llena de sentimientos difícilmente manejables, como atracción y repugnancia, deseo y vergüenza, luego arremete contra ella, para acabar analizándola cuando ya se encuentran a cierta distancia. Lo último es lo preferido. Esa distancia es algo muy notable en el carácter de Hitler, y no puede subestimarse.

 

Hitler y Kubizek viven en el centro de una de las ciudades más grandes del mundo, tienen dieciocho y casi diecinueve años respectivamente, y al menos Hitler está totalmente libre, en el sentido de que sus padres están los dos muertos, no tiene familia que le ate, y puede, en principio, hacer lo que le dé la gana. Las posibilidades son muchas, el mundo está abierto. Pero no conoce a nadie, no mira a una mujer, no toma parte en la vida que se desarrolla a su alrededor. Su seriedad ante la vida es enorme, desprecia a los que se divierten, eso es superficial y está relacionado con algo indigno. Ve mucha miseria a su alrededor y tiene una fuerte conciencia social, habla mucho del hombre insignificante y de la pobreza; un día hizo una especie de excursión a los barrios más pobres para conocer de cerca aquello de lo que tanto hablaba, pero de los propios pobres, es decir, de las personas que vivían en la pobreza, no quiere saber nada, no quiere hablar con ellos ni estar en su cercanía, su miedo al roce físico es grande y acusado. Lo mismo le ocurre con las mujeres, puede hablar de ellas como idealizadas y desmoralizadas, pero no quiere tenerlas cerca, y manifiesta su alivio, por ejemplo, por que las mujeres no tengan acceso a la zona en la que él y Kubizek suelen tener entrada en la ópera.

Esa severa moral que defiende y de acuerdo con la que vive, esas duras reglas que sigue, que rechazan todo lo que tenga que ver con el cuerpo, constituyen al parecer la manera en que controla su interior, que, a la vista está, es sumamente caótico. Cuando también lo exterior es caótico, es decir, complejo y en todos los sentidos expansivo, igual que lo fueron la ciudad y la cultura durante las primeras décadas del siglo XX, llenas de una pobreza extrema, caos político, prostitución y liberación sexual —hay que recordar que Freud estaba escribiendo en esa misma ciudad, y que Gustav Klimt pintaba—, no es de extrañar que permita que las reglas que han regido para él, de abstinencia y control, también rijan para la sociedad, porque las dos magnitudes se encuentran y se igualan en los sentimientos, que en él son muy intensos. El desprecio de sus «vaya señora Putifar» o «trucos de seducción» procede claramente de sentimientos que se han despertado en él, tal vez deseo y repulsa, y que deja que rijan para la sociedad en general, esa sociedad que se está hundiendo. Está obsesionado por la limpieza y el aseo, va siempre vestido lo mejor posible, que es una manera más de controlar el caos interior. Su gran interés por el arte seguramente se deba a esto, le procura unas horas de paz en las que puede sumergirse en algo muy distinto, algo grande, noble y hermoso.

Cuando Adolf escuchaba la música de Wagner se transformaba. Desaparecía toda su vehemencia, se volvía tranquilo, dócil, manejable. El desasosiego abandonaba su mirada. Lo que le había preocupado durante el día se desvanecía. Su propio destino, que tanto le pesaba, perdía importancia. Ya no se sentía arrinconado, ni un perdedor ni un excéntrico.

Estos sentimientos que lo elevan también son suyos, no pertenecen a la música ni a Wagner, sino a él, y lo de ser elevado por la música y el lenguaje del teatro y ser llenado por lo hermoso es tan importante para Hitler que deja de comer para poder permitirse entradas para la ópera.

Su enorme empuje, entendido por Kershaw como pereza, ya que se desarrolla fuera del marco académico, y en realidad también fuera del marco de lo que tiene sentido, se podría incluir en este mismo patrón, porque cuando está absorto en un proyecto, él desaparece por completo, sólo están los pensamientos, los planes y los esbozos alrededor de lo que está haciendo. Es volcánico, es obsesivo, está en el límite de lo normal. Bueno, si la moral personal y social de Hitler en esa época es limitadora, su actividad artística es infinita. Simplemente no existe ningún límite para lo que pueda intentar realizar, nada que se lo impida, todo está abierto. «No son los conocimientos del profesor lo que cuenta, es lo genial», le dice a Kubizek, y empieza a componer una ópera. No toca ningún instrumento, no tiene conocimientos de armonía ni de orquestación, pero ésas son limitaciones que deja de lado, son tecnicismos, él quiere alcanzar sus propias emociones descomunales y expresarlas en el lenguaje que admira por encima de todo. Elabora un sistema en el que intenta combinar tonos y colores, lo que obviamente da un pobre resultado, y le pregunta a Kubizek su opinión. Éste le dice que el tema básico es válido, pero que será imposible escribir una ópera basada únicamente en eso, y que si quiere puede enseñarle la teoría necesaria. «¿Crees que estoy loco?», le grita Hitler. «¿Para qué te tengo? Ante todo escribirás exactamente lo que yo toco en el piano.»

Así lo hacen. Kubizek intenta decirle que tiene que atenerse a un único compás. «¿Quién es el compositor, tú o yo?», le grita Hitler. Se le ocurre la idea de que su ópera, que toma como punto de partida una pequeña historia de la poesía épica alemana, se tocará con instrumentos de esa época. Le pregunta a Kubizek qué clase de música ha sobrevivido desde entonces. Kubizek contesta que ninguna, sólo unos simples instrumentos, tambores, flautas y cuernos. Hitler dice que los bardos cantaban acompañados de unos instrumentos parecidos al arpa, también podrían usar algo así. Con el fin de hacer la ópera soportable al oído humano, como expresa Kubizek, consigue que Hitler abandone esa idea. De vuelta a los instrumentos normales consiguen pequeños avances. Hitler dibuja en detalle el escenario entero y todos los trajes, y escribe el libreto. No come, no duerme, apenas bebe. Le exige a Kubizek que no sólo esté con él, sino que muestre su misma dedicación, y le reprende cada cierto tiempo. Es un compañero de habitación venido del infierno.

Me habría resultado fácil aprovechar una de nuestras muchas peleas como pretexto para marcharme. La gente del Conservatorio me habría ayudado con gusto a encontrar otra habitación. ¿Por qué no lo hice? Me había dicho a menudo que esta extraña amistad no hacía ningún bien a mis estudios. ¿Cuánto tiempo y esfuerzos perdía yo durante estas actividades nocturnas con mi amigo? ¿Entonces por qué no me marché? Seguramente porque sentía nostalgia de mi casa, y Adolf representaba parte de ese hogar. Pero, al fin y al cabo, la nostalgia es algo que un joven de veinte años consigue superar. ¿Entonces qué era? ¿Qué era lo que me retenía allí?

Hablando con franqueza, eran precisamente horas como las que ahora vivía las que me ataban aún más a mi amigo. Yo conocía los intereses normales de la gente de mi edad: flirteos, placeres superficiales, juegos fútiles y un montón de pensamientos intrascendentes y sin sentido. Adolf era exactamente lo contrario. Había en él una inaudita gravedad, una meticulosidad, un verdadero y apasionado interés por todo lo que ocurría, y, lo más importante de todo, una entrega constante a lo bello, lo majestuoso y lo grandioso del arte. Era eso lo que me atraía especialmente de él, y lo que restablecía mi equilibrio tras horas de agotamiento.

Como tantos otros proyectos de Hitler, también el de la ópera queda en agua de borrajas. Es demasiado inquieto y tiene demasiada poca paciencia para sobrellevar una labor tan prolongada, aparte de que la frustración por su falta de conocimientos y capacidad acabaría por agotarle, me imagino.

Otro proyecto que puso en marcha en esa época fue un intento a gran escala de solucionar la crisis de la vivienda en Viena, en el que no sólo rediseñó la ciudad, sino también los nuevos apartamentos obreros producto de su imaginación. Tenía otra idea, que consistía en que esa música que tanto amaba debía llegar a la gente de fuera de la gran ciudad, e inventó la «Orquesta Nacional Móvil», una orquesta viajera cuya actividad y repertorio planificó hasta detalles como el color de las camisas de los músicos y el repertorio, cuenta Kubizek. Todos esos proyectos eran como castillos en el aire, poco realistas y en el fondo absurdos, pero dicen mucho del carácter de Hitler, de su dedicación, de la fe ilimitada que tenía en su talento, y cómo así encontró una manera de compaginar su vida interior y exterior, sin tener que pasar por lo social, que seguramente temía o despreciaba, y que en todo caso siempre derrumbaba sus sueños interiores al enfrentarlos con lo exterior, en otras palabras: atribuirles consecuencias en la realidad. La realidad interior es abstracta, la realidad exterior es concreta, y en esos proyectos grandiosos pero irrealistas las dos magnitudes se encontraban de un modo que él podía manejar.

 

Kubizek y Hitler convivieron en Viena durante cinco meses en la primavera y el verano de 1908. Hitler nunca le contó a Kubizek que no había conseguido entrar en la Academia, y se comportaba de tal modo que pretendía hacer creer a su amigo que estudiaba allí. Compartían habitación; después del episodio con la señora Putifar, pensaron que tal vez fuera lo mejor. Hitler se lo preguntó a su casera, la señora Zakrey, que aceptó quedarse con la vieja habitación de Hitler y cederles la suya a ellos. Kubizek se presentó al día siguiente a la prueba de ingreso en el Conservatorio de Música. Fue admitido, pero Hitler no pareció muy contento cuando se lo contó. «No sabía que tenía un amigo con tanto talento», fue su comentario. En esa época estaba a menudo irritado e irritable, y Kubizek pensaba que ésa era la razón por la que no quería saber nada de sus estudios. Hay muchas cosas que le extrañan, entre otras que Hitler use su tiempo en todo lo que no sea pintar; escribe un drama, lee libros que no tienen ningún vínculo con la pintura, y Kubizek debe de intuir que algo va mal, pero está acostumbrado a la testarudez y excentricidad de Hitler, y piensa que sólo es eso, y que también hay que tener en cuenta que acaba de perder a su madre.

Su humor me preocupaba cada vez más conforme transcurrían los días, nunca le había visto atormentarse a sí mismo de esa manera. ¡Por el contrario! En mi opinión más bien le sobraba fe en sí mismo. Pero ahora parecía que las cosas se habían vuelto del revés. Cada vez estaba más volcado en la autocrítica. Pero no hacía falta más que un ligero toque —como cuando enciendes la luz y todo se torna claridad— para que sus autorreproches se convirtiesen en reproches contra la época, contra el mundo entero. Ahogado por su catálogo de odio descargaba su ira contra todo, contra la humanidad en general, que no lo entendía, que no lo valoraba y que le perseguía. Aún me parece verlo dando zancadas por la pequeña habitación, presa de una ira desenfrenada, sacudido en lo más profundo de su ser. Yo estaba sentado ante el piano con los dedos inmóviles sobre las teclas escuchándole, indignado por ese himno de odio, y al mismo tiempo preocupado por él.

Discuten bastante sobre cómo disponer del apartamento esas primeras semanas; Kubizek quiere ensayar, Hitler quiere leer; cuando llueve y los dos están dentro, el ambiente puede llegar a ser muy tenso. En una ocasión Kubizek cuelga su horario en la pared y le pide a Hitler que haga lo mismo, para poder saber en todo momento cuándo está libre la habitación. Pero Hitler no tiene ningún horario, no le hace falta, lo tiene todo en la cabeza. Kubizek se encoge de hombros dubitativo. Hitler trabaja de un modo nada sistemático, y casi exclusivamente de noche, por las mañanas duerme. No le resultará fácil ver lo bien que le va a su amigo. Y ahora, con el horario colgado en la pared, como el símbolo del progreso de su amigo, estalla.

«Esta Academia», grita, «no es más que un montón de anticuados fósiles de servidores del Estado, burócratas desprovistos de conocimientos, estúpidos funcionarios. ¡La Academia entera debería saltar por los aires!» Su cara estaba colérica, la boca apretada, los labios casi blancos. Pero sus ojos brillaban. ¡Había en ellos algo malicioso, como si todo ese odio del que era capaz se concentrara en ellos! Quería recordarle que esos hombres de la Academia a los que condenaba con tanta facilidad en su odio inconmensurable eran al fin y al cabo sus profesores, de quienes sin duda podía aprender algo, pero se me anticipó: «Me rechazaron, me expulsaron, me excluyeron.»

Me quedé boquiabierto. Así que se trataba de eso. Adolf no estudiaba en la Academia. Ahora entendí un montón de cosas que me habían sorprendido en él. Sentí profundamente su infortunio, y le pregunté si le había dicho a su madre que no había sido admitido en la Academia. «¿Tú qué crees?», contestó. «¿Cómo iba a dar este disgusto a mi madre moribunda?»

No pude sino darle la razón. Por unos momentos nos quedamos los dos callados. Quizá Adolf pensara en su madre. Yo intenté dar un giro práctico a la conversación. «¿Y ahora qué?», pregunté.

«¿Ahora qué, ahora qué?», repitió irritado. «¿También tú vas a empezar con eso?» Debía haberse hecho esta pregunta cien veces, porque era obvio que no lo había discutido con nadie más. «¿Ahora qué?», volvió a decir, burlándose de mi angustiada pregunta, y en lugar de contestarme, se sentó en la mesa y extendió los libros a su alrededor. «¿Ahora qué?»

Se acercó la lámpara, cogió un libro, lo abrió y se puso a leer. Yo me acerqué a la puerta del armario a quitar el horario. Él levantó la cabeza, lo vio y dijo tranquilamente: «No te preocupes por eso.»

El que Hitler construya una mentira dentro de la que se esfuerza por vivir durante mucho tiempo, en lugar de admitir ante su amigo que ha fracasado, dice mucho de su capacidad de renegar de la realidad a favor de la ilusión, pero más que nada dice algo de su orgullo. Su amistad está basada en que él hable y Kubizek escuche, en que él actúe y Kubizek lo siga, en resumen, en que Hitler domine y Kubizek se subordine. Durante esa primavera se altera la estructura fundamental del poder, porque Kubizek no sólo entra en el Conservatorio, mientras que Hitler no es admitido en la Academia, sino que tiene además mucho éxito. Pronto le ofrecen dar clase, en los eventos de clausura dirige el concierto la primera tarde, y la segunda se cantan tres canciones compuestas por él, además de extractos de una obra para instrumentos de cuerda. Hitler está presente, y es testigo de todas las felicitaciones y elogios que Kubizek recibe de sus profesores y del mismísimo director del Conservatorio. Hitler está entusiasmado y orgulloso, pero, como escribe Kubizek, no resulta difícil imaginarse lo que «piensa en el corazón de su corazón». El éxito de su amigo pone clarísimamente de relieve su propio fracaso. Es cierto que puede dominarlo cuando están juntos, y mostrarse superior en todo, pero al fin y al cabo, en lo que realmente cuenta, hay alguien que reluce más que él y que le ha sobrepasado.

Es verano, han convivido durante cinco meses, Kubizek se va de vacaciones a casa de sus padres a Linz, luego prestará sus servicios durante ocho semanas en el ejército austrohúngaro de reserva antes de regresar a Viena y proseguir los estudios. Hitler va a quedarse en el piso; no tiene dinero para viajar a ninguna parte ni adonde ir. Le escribe a Kubizek postales y cartas en el transcurso del verano, toda va bien, lo que más tiempo le ocupa son los proyectos de construcción que están en marcha en Linz, y quiere que Kubizek le informe de cómo van las cosas. Kubizek lo hace, trabaja en el taller del padre, manda su parte del alquiler a la casera en Viena, se va a hacer el servicio militar, avisa a Hitler de su llegada a Viena para que éste pueda ir a buscarlo y ayudarlo con el equipaje. Ya es noviembre.

Como le había escrito a Adolf, cogí el primer tren de la mañana para ganar tiempo, y llegué a la Westbahnhof a las tres de la tarde. Pensé que estaría esperándome en el lugar de costumbre, la barrera de billetes. Así me ayudaría con la maleta pesada, que también contenía algo para él de parte de mi madre. Pero ¿dónde estaba? ¿Lo había pasado de largo? Retrocedí, pero no estaba junto a la barrera. Me metí en la sala de espera. Miré en vano a mi alrededor. Adolf no estaba allí. Quizá estuviera enfermo. En su última carta me había escrito que seguía con su antigua dolencia, el problema bronquial. Dejé la maleta en la consigna y me encaminé a toda prisa, lleno de preocupación, a Stumpergasse. La señora Zakrey se alegró de verme, pero me dijo acto seguido que la habitación estaba ocupada. «¿Pero y mi amigo Adolf?», le pregunté sorprendido.

La señora Zakrey me miró con los ojos muy abiertos en su rostro surcado de arrugas. «¿Pero no sabes que el señor Hitler se ha mudado?»

No, no lo sabía.

«¿Adónde se ha mudado?», pregunté.

«El señor Hitler no me lo dijo.»

«Pero tiene que haberme dejado algún mensaje, una carta, tal vez, o una tarjeta. ¿Cómo voy a encontrarlo, si no?»

La casera sacudió la cabeza. «No, el señor Hitler no dejó nada.» «¿Ni siquiera un saludo?»

«No dijo nada.»

Transcurrirían treinta años hasta que Kubizek volviera a ver a Hitler. Había desaparecido y no quería ser encontrado. Si hubiese querido ponerse en contacto conmigo, pensaba Kubizek, Hitler habría podido conseguir su dirección a través de la vieja casera, de sus padres en Linz o del Conservatorio de música. Nunca lo intentó, así que no cabía duda de que Hitler quería que le dejasen en paz. Kubizek fue a ver a la hermanastra de su amigo la siguiente vez que fue a Linz, pero ella no sabía nada de dónde estaba o qué hacía.

 

Existen muchas razones para que Hitler diera un paso tan drástico como cortar el contacto con el único ser humano que había en su vida. La más lógica es orgullo: mientras Kubizek estuvo en el servicio militar en septiembre, Hitler hizo otro intento de ingresar en la Academia, que también resultó fallido; esta vez le suspendieron ya en la prueba inicial. A juzgar por lo que Kubizek nos ha mostrado de su carácter y naturaleza, no es irrazonable pensar que la derrota esta vez fuera demasiado grande para informar a Kubizek. Otra razón también tiene que ver con el orgullo; tras un año en Viena, interrumpido por el mes en torno a la muerte de su madre, el dinero empezó a escasear, ya no podía seguir viviendo en Stumpergasse, y tampoco tenía muchas posibilidades de ganar dinero sin rebajarse a buscar lo que él con tanto desprecio siempre había llamado «un trabajo para ganarse el pan»; otra pérdida de prestigio más en su relación con Kubizek. La última razón posible sería que Kubizek representaba su único contacto con Linz y su familia de allí; a través de sus padres ésta podría enterarse de dónde vivía Kubizek y con ello Hitler. Al desaparecer de esta manera, también los lazos con su familia, es decir, la familia de su hermanastra, se cortaron para siempre.

Con Kubizek ya fuera, apenas se sabe nada de la vida de Hitler durante el año siguiente, lo que dice mucho, porque su vida es una de las más cartografiadas y comentadas del siglo pasado. Por los archivos oficiales se sabe que se mudó de Stumpergasse a una habitación más económica no muy lejos de allí, en Felberstrasse. En el registro obligatorio de la policía local puso como ocupación «estudiante» —al llegar a Viena se había inscrito como «artista»—. Vivió un año en Felberstrasse, hasta el verano siguiente. Nadie sabe a qué se dedicó aquel año. La única información que existe es que se dio de baja en la Asociación de Museos de Linz el 4 de marzo, seguramente con el fin de ahorrarse la pequeña suma que costaba. En agosto de 1909, es decir, un año después, se mudó a una habitación aún más barata en las afueras de la ciudad, en Sechshauserstrasse, donde se registró como «Schriftsteller», es decir, escritor. Allí vivió tres semanas antes de volver a marcharse, y entonces desaparece todo rastro de él. En el formulario de registro alguien puso «trasladado, domicilio desconocido». Muy probablemente careciera de techo, es decir, fuera un vagabundo aquel otoño e invierno. No se podía alquilar ninguna habitación sin registrarlo en la policía, y aunque todo lo relacionado con Hitler fuera retirado por los nazis después del Anschluss, nada fue destruido, sino conservado en los archivos del NSDAP, y en ellos no se encuentra nada. Otro indicio de que vivía en la calle es una observación —la única de esa época— hecha por una pariente de su primera casera, la señora Zakrey. La mujer lo reconoció en una cola de gente sin hogar, a la espera de un plato de sopa. «Su aspecto era desaliñado», dijo, «y me dio pena, pues antes solía ir muy bien vestido.»

La siguiente vez que aparece en los archivos policiales es en diciembre de 1909, cuando pasó una noche en un albergue para gente sin hogar en Meidling. Allí se encontró con un vagabundo que tenía en su haber varias condenas por estafa y robo, y que más adelante escribió sus memorias. Se llamaba Reinhold Hanisch, y escribe que Hitler, que entonces tenía veinte años, parecía completamente agotado y hambriento y tenía los pies doloridos. La lluvia y los desinfectantes que todos los que llegaban al albergue tenían que echarse en la ropa para despiojarla habían transformado en lila su traje azul de cuadros. No tenía ninguna pertenencia, debía de haber vendido todo lo que se llevó de Linz. Según Hamann, Hitler le dijo a Hanisch que su casera le había echado, y que había pasado un par de tardes en varios cafés, hasta que se le terminó el dinero, y que desde entonces había pernoctado en bancos de los parques. Llevaba varios días sin comer nada, y le contó que una noche se acercó a un borracho a pedirle dinero, y que el hombre lo insultó. Ahora otro de los que estaban allí le daba un poco de pan y consejos sobre dónde conseguir sopa y asistencia médica gratis.

 

Ésta no es la Viena en la que crecieron Stefan Zweig y Ludwig Wittgenstein; y si Hitler pertenecía al estrato social más bajo cuando alquiló la habitación en Stumpergasse con Kubizek, ahora se encuentra definitivamente en la miseria absoluta. Más bajo no se puede caer. No tiene trabajo, no tiene casa, no tiene dinero, no tiene comida ni tiene amigos y conocidos. No posee nada, lleva una ropa andrajosa, pasa frío y hambre. Que fuera perezoso y holgazán, como escribe Kershaw, no encaja muy bien con que lleve esa clase de vida. Ser perezoso es ser cómodo, elegir el camino más fácil. La vida que ahora lleva, en el mínimo existencial absoluto, abandonado a la buena voluntad de otros, no es una vida cómoda, es la vida más fatigosa que uno se puede imaginar. Sabiendo que Hitler tenía ofertas de trabajo cuando dejó Linz, tanto de uno de sus vecinos como de su tutor, que tenía familia en el campo a la que visitaba con su madre los veranos, y que su cuñado era funcionario público con un puesto fijo, con el que sin duda podría haber pasado un tiempo y quien le habría podido ayudar a conseguir un trabajo si se hubiese dignado a agachar la cabeza, lo de encontrarse en la miseria absoluta es una señal de lo contrario a comodidad, pereza y vagabundeo. Su no a la vida burguesa no es un no cómodo, es un no absoluto, y está dispuesto a sacrificar todo para mantenerlo.

Uno se puede preguntar por qué. ¿Qué pretendía? Por dos veces solicitó el ingreso en la Academia. John Toland escribe que fueron incluso tres, que también lo solicitó en septiembre de ese año, sea como sea, había planificado su vida en esa dirección. En el primer alojamiento se inscribió como «artista», en el segundo como «estudiante» y en el tercero como «escritor». Durante mucho tiempo habló de ser pintor, luego de ser arquitecto, entre medias intenta escribir teatro, cuentos y una ópera. No ha tenido suerte con nada, pero eso no quiere decir que no lo consiga en algún momento; otro joven resuelto de las capas más bajas de la sociedad, con una autoestima ilimitada —para algunos incomprensible—, vivió en la pobreza absoluta durante muchos años, sin otra meta que la de convertirse en escritor, lo que le ocurrió a los treinta años, cuando debutó con la novela Hambre. Van Gogh es otro artista de esa época que vivió en la más absoluta miseria y no quiso hacer nada que no fuera pintar, aunque no vendió un solo cuadro en toda su vida.

Si eso era lo que Hitler quería, nadie lo sabe, pero si no hubiese tenido una voluntad así, su no habría sido aún más enérgico y obstinado, porque dijo que no a la mismísima sociedad y a la vida que eso conllevaba de trabajo, carrera, matrimonio e hijos. Antes de vivir en ella, optó por vivir en los barrios bajos. Eso no expresa pereza, sino algo muy distinto. ¿Se dejaría simplemente llevar? No parece haber luchado por una meta determinada, más bien parece que se había fijado unas condiciones básicas para su vida, que lenta pero seguramente lo condujeron a los bajos fondos. Porque es allí donde se encuentra el albergue de hombres de Meidling. Los que allí se juntan son personas del inframundo. Vagabundos, indigentes, mendigos, alcohólicos, criminales, parados, pobres, trapicheros y amañadores.

 

Los problemas sociales en Viena alrededor del cambio de siglo eran enormes. La pobreza era tremenda, la vivienda precaria, varios cientos de miles de personas vivían en condiciones indignas, y cada vez llegaba más gente, una corriente de emigrantes de todas partes del gran imperio entraron en la capital. Los precios de la vivienda aumentaron drásticamente, los caseros especulaban con total descaro; en el barrio obrero Favoriten vivían de media diez personas en pisos que constaban de habitación y cocina, sin agua potable, escribe Hamann. La mortalidad infantil era cuatro veces mayor en esas partes de la ciudad que en los barrios más afortunados. Casi todos los sótanos eran aprovechados como pisos, y camas que no se usaban durante el día, se alquilaban a los llamados Bettgeher, es decir, «arrendatarios de cama», personas sin hogar que podían usar las camas durante un máximo de ocho horas pero que no podían quedarse allí más tiempo. En 1910 había más de ochenta mil arrendatarios de cama en Viena. No había Seguridad Social, la única asistencia social que existía procedía de la beneficencia, había distintos comedores donde se repartía sopa, salas para calentarse, albergues y orfanatos, todo de gestión privada, muchos creados por filántropos judíos. Algunos necesitados elegidos podían servirse de restos de las tabernas y los hospitales, y cuando un panadero regalaba el pan que no había logrado vender, acudían corriendo hordas, escribe Hamann, y podía haber pelea. La falta de vivienda era cada vez más acuciante y las llamadas salas para calentarse, que durante el día estaban a rebosar de arrendatarios de cama, empezaron a estar abiertas también por la noche. No obstante, lo peor de todo eran los pisos ilegales. Hamann cita la descripción que un periodista contemporáneo ofrece de la situación. Están repletos de seres que no se conocen, gran cantidad de niños, a menudo en la misma cama, llena de toda clase de bichos, en una habitación en la que se cocinaba, lavaba, vivía, dormía, estudiaba y trabajaba para ganar dinero. Escribe sobre un establo que era considerado inhabitable para caballos, donde vivían diez personas, entre ellas tres niños. En pisos de dos o tres habitaciones de viejos edificios declarados inhabitables podían llegar a alojarse hasta ochenta o más personas, hombres y mujeres, sanos y enfermos, alcohólicos y prostitutas, y también niños. «Todo alrededor de mí era una masa turbadora de personas, trapos y mierda. La habitación parecía una gigantesca bola de porquería.» Sitios como ése estaban llenos de ratas, y las enfermedades se expandieron rápidamente: cólera, tuberculosis, sífilis. Mendigar apenas aportaba dinero, para muchas mujeres la prostitución era la única salida, extendida también entre las niñas.

Delante del albergue de Meidling, que daba cobijo a unas mil personas, y donde, como ya hemos dicho, apareció Hitler en el mes de diciembre de 1909, se formaban todas las noches largas colas de pobres, vigiladas por guardias destinados a impedir tumultos entre la gente que no conseguía entrar. Los periódicos sólo escribían sobre esos lugares cuando ocurría algo funesto, como un niño que moría helado a las puertas del albergue, alguien que se suicidaba, o alguien que pedía ayuda médica, no la recibía y moría allí mismo. En 1908 la oposición en el consistorio municipal quiso montar refugios y abrir las naves de los tranvías para la gente sin hogar, pero las autoridades se remitieron a todas las medidas emprendidas —en realidad ninguna— y sostuvieron que nadie carecía ya de alojamiento en Viena sin ser culpable de ello, escribe Hamann. No se puso en marcha ninguna medida, y en ese infierno social sin regular estaban los inmigrantes, en este caso los inmigrantes eslavos y los judíos del Este, que eran los menos valorados de todos; mucha gente opinaba que los hospitales sólo deberían admitir a los nativos, y excluir a todos los demás.

El propio Hitler describe las condiciones de vivienda de los jornaleros de la siguiente manera:

Todavía hoy recorre mi cuerpo un escalofrío cuando pienso en aquellas tétricas madrigueras, los albergues y las habitaciones colectivas, en aquellos sombríos cuadros de suciedad y de escándalos.

Este panorama se repetía en todas las grandes ciudades europeas en aquella época, y así había sido desde que la gran industrialización y la urbanización tomaron impulso en la primera parte del siglo XIX. Era una nueva forma de pobreza, concentrada en las grandes ciudades, donde las clases más bajas vivían tan amontonadas, eran tantas y tan anónimas que a menudo son descritas en las fuentes contemporáneas como hordas, tropeles o ejércitos de pobres.

 

El autor norteamericano Jack London publicó en 1903 un libro de reportajes sobre los barrios bajos de la parte este de Londres, La gente del abismo. Llama guetos a esos barrios, «notablemente crueles y extendidos, donde millones de obreros se hacinan, procrean y mueren». Un millón ochocientos mil seres humanos viven en el límite de la pobreza o por debajo de él en Londres, escribe London, a un millón sólo les separa de la miseria su sueldo semanal de una libra. Resulta difícil asimilar y entender esa desesperanza que describe, pero la consecuencia de la mortalidad extremadamente alta y las condiciones de vivienda extremadamente miserables hablan no obstante por sí mismas: aquí, en los guetos pobres, la vida vale mucho menos que fuera, ya que en ellos la muerte está presente a todas horas, y las condiciones tan indignas en las que viven son en la práctica imposibles de superar. En la parte oeste, el dieciocho por ciento de los niños muere antes de cumplir los cinco años, en la parte este, el porcentaje se eleva al cincuenta y cinco por ciento, escribe. Es decir, uno de cada dos niños.

Y hay calles en Londres en las que de cien niños que nacen mueren cincuenta el primer año, y de los cincuenta restantes veinticinco no llegan a cumplir los cinco años. ¡Una matanza!

Y si los niños consiguen sobrevivir a la infancia, les esperan trabajos que no sólo son perjudiciales para la salud, sino también mortales. En el sector del lino el tratamiento de la tela mojada produce bronquitis, pulmonía y reumatismo; a los que cardan e hilan, el polvo fino les produce enfermedades pulmonares, y las mujeres que empiezan a trabajar a los diecisiete o dieciocho años se derrumban y están destrozadas cuando cumplen los treinta. Los obreros de la industria química, elegidos entre los hombres más fuertes y mejor dotados, viven de media unos cuarenta y ocho años. El polvo del sector cerámico se va posando año tras año en los pulmones, dificultando cada vez más la respiración, hasta que dejan de funcionar.

 

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