Fin

Fin


EL NOMBRE Y EL NÚMERO

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Jack London escribió su libro sobre Londres en 1903, es decir, treinta y cinco años después de que Karl Marx publicara el primer tomo de El capital, pero sólo dieciocho y nueve años, respectivamente, después de la publicación póstuma de los volúmenes dos y tres. Jack London era socialista. La gente del abismo fue un intento de despertar la opinión pública adentrándose en un mundo que por lo demás sólo era contemplado a gran distancia, y lo describe desde dentro. El libro no contiene ningún análisis, pero muchos sentimientos, entre los que dominan la indignación y la resignación. El capital, por su parte, es un análisis de las condiciones fundamentales de la miseria que describe Jack London, es decir, el producto, el trabajo y el capital. Como se trata de una obra teórica, también contiene largas descripciones basadas en estadísticas de la misma clase social a la que visita Jack London, que en las décadas de 1850 y 1860 no era notablemente distinta a la de la primera década del siglo XX. En el capítulo «La ley general de la acumulación capitalista», Marx quiere mostrar bajo qué condiciones fue creado el «vertiginoso aumento de riqueza y poder» que ha traído consigo la industrialización para las clases propietarias, y no las condiciones en los lugares de trabajo —que en sí eran espantosas, con jornadas de dieciséis o diecisiete horas, en locales estrechos, sin suficiente luz o aire—, sino la situación fuera de los talleres, el estándar de alimentación y alojamiento de los obreros peor tratados. En 1855 la lista oficial de pobreza abarcaba a 851.369 personas, es decir, seres humanos que no tenían trabajo y que dependían de limosnas públicas para sobrevivir, pero en 1864, debido a la crisis en la industria del algodón, el número se había elevado a 1.014.978. Se trata de personas que viven por debajo del nivel mínimo de supervivencia.

 

Estas ingentes cantidades eran completamente inmanejables para la sociedad, porque el giro de las condiciones de producción del que eran resultado, es decir, la enorme industrialización que se estaba llevando a cabo, no tuvo ninguna contrarréplica en la planificación o dirección de la sociedad; esa pobreza sin fin centrada en enormes barriadas que eran como guetos surgió en el transcurso de unas décadas, y muchos la vieron como el resultado de una especie de fuerza o ley natural, sobre todo después de la aparición de Darwin y la idea ya extendida en la sociedad de la supervivencia del más apto, junto a la ostensible decadencia moral y espiritual como resultado de una especie de inferioridad humana, algo provocado por los mismos seres humanos o irremediablemente desarrollado en las clases más bajas.

Fue como si naciera una sociedad o un orden social completamente nuevo dentro de los marcos de la antigua, y la enorme presión sobre sus estructuras a la que esto dio lugar no puede ser subestimada. Antes de la industrialización, en la sociedad rural no había clases, sino gremios o cofradías, y la pobreza se manifestaba de muy distintas formas, que a su vez eran tratadas de modos muy diferentes. Los análisis de Marx como herramienta para entender el tremendo vuelco social fueron sin duda inestimables. Él mismo había experimentado las consecuencias de la pobreza, tres de sus hijos murieron siendo niños y había visto con sus propios ojos la miseria en las grandes zonas industriales de Inglaterra, desde donde se expandió por el mundo de un modo casi sistemático y como ordenado por ley.

El industrialismo no tenía límites, ni tampoco la pobreza que llegó con él, y la violenta lucha política que tuvo lugar en Europa a principios del siglo XX se movió en su mayor parte entre una solución horizontal, es decir, transnacional, o vertical, es decir, nacional. En otras palabras: una identificación con la clase o con lo local. Hitler, que provenía de un reducido ambiente de pequeñoburgueses en una ciudad relativamente homogénea, de donde proceden todos sus ideales, daba mucha importancia al problema de la pobreza en Mi lucha, que escribió muchos años después de no estar personalmente amenazado por la miseria que en aquella época lo rodeaba. Él lo entendía ante todo de un modo estructural:

Para no desesperar de la clase de gentes que por entonces me rodeaba fue necesario que aprendiese a diferenciar entre su verdadero ser y su vida. Sólo así se podía soportar ese estado de cosas, comprendiendo que como resultado de tanta miseria, inmundicia y degeneración, no eran ya seres humanos, sino el triste producto de leyes injustas. En medio de ese ambiente, también mi propia dura suerte me libró de capitular en quejumbroso sentimentalismo ante los resultados de un proceso social semejante.

No, eso no debería ser comprendido así.

Hitler consideraba la pobreza como un gran problema político, y estaba igual de estremecido que Karl Marx y Jack London por lo indigna que era, pero en Viena no sólo afectaba a una clase obrera relativamente homogénea, como ocurría en Londres, sino que, además, de todas partes del imperio llegaba una gran cantidad de inmigrantes en busca de trabajo, y los conflictos étnicos que llenaban la ciudad en esos años constituyen un elemento decisivo en la manera en que Hitler entiende su entorno y su época. Nació como alemán en Austria, su padre era un nacionalista alemán, aunque moderado, porque ponía su lealtad al emperador por encima de todo, mientras que muchos profesores del instituto y la mayoría de los alumnos cultivaban un nacionalismo alemán más radical, y esa actitud, que la nación sea una magnitud superior no sólo en un sentido constitucional, sino casi metafísico, impregna todos los pensamientos de Mi lucha, y, a juzgar por las memorias de Kubizek, todo lo que opinaba sobre la política cuando era joven. Cuando Hitler veía injusticias sociales muy graves no miraba ante todo la relación entre las clases para buscar la solución, sino la relación entre los pueblos. En ese gran imperio alemán con el que soñaba, la diferencia no estaría entre obrero, burgués y aristócrata, sino entre alemán y no alemán. Sobre esta base ya era un convencido antimarxista a los dieciocho años. La orientación internacional del marxismo iba en contra de todo lo que él defendía. Por la misma razón era anticapitalista. Y el que viviera con la pobreza en su propio cuerpo, viendo sus consecuencias deshumanizantes precisamente en Viena, tuvo seguramente algo que ver con la actitud ante la miseria social que expresa en Mi lucha, en la que más que como un problema de estructura de clases lo entiende como una consecuencia de la disgregada monarquía doble y el capitalismo internacional. El que su minuciosidad y gran obsesión por el control pudieran verse como una especie de encarnación del deseo de limitar y localizar incluso las estructuras más grandes de unidades manejables, de la misma manera que su miedo de todo lo que se propagaba, todo lo que cruzaba fronteras, como el contagio y la suciedad, se pudiera ver como una especie de personificación de todas las grandes corrientes y fuerzas que se movían en su época, y que no conocían fronteras, no resulta tan rebuscado o forzado como puede sonar, porque lo que ocurre en Mi lucha es precisamente una lectura del mundo exterior desde los sentimientos y el temperamento interior.

Al finalizar el siglo XIX, Viena se contaba ya entre las ciudades de condiciones sociales más desfavorables.

Riqueza fastuosa y repugnante miseria caracterizaban el conjunto de la vida en Viena. En los barrios centrales se sentía manifiestamente el pulsar de un pueblo de 52 millones de habitantes con toda la dudosa fascinación de un Estado de nacionalidades diversas. La vida de la Corte, con su boato deslumbrante, obraba como un imán sobre la riqueza y la clase intelectual del resto del Imperio. A tal estado de cosas se sumaba la fuerte centralización de la Monarquía de los Habsburgo, y en ello radicaba la única posibilidad de mantener compacta esa promiscuidad de pueblos, resultando por consiguiente una concentración extraordinaria de autoridades y oficinas públicas en la capital y sede del Gobierno.

Sin embargo, Viena no era sólo el centro político e intelectual de la vieja Monarquía del Danubio, sino que constituía también su centro económico. Frente al enorme conjunto de oficiales de alta graduación, funcionarios, artistas y científicos, había un ejército mucho más numeroso de proletarios, y frente a la riqueza de la aristocracia y del comercio reinaba una degradante miseria. Delante de los palacios de la Ringstrasse pululaban miles de desocupados, y en los trasfondos de esa «Via Triumphalis» de la antigua Austria, vegetaban vagabundos en la penumbra y entre el barro de los canales.

En ninguna ciudad alemana podía estudiarse mejor que en Viena el problema social. Pero no hay que confundir. Ese «estudio» no se deja hacer desde «arriba», porque aquel que no haya estado al alcance de la terrible serpiente de la miseria jamás llegará a conocer sus fauces ponzoñosas. Cualquier otro camino lleva tan sólo a una charlatanería banal o a un mentido sentimentalismo; ambos igualmente perjudiciales, la una porque nunca logra penetrar el problema en su esencia, y el otro porque no llega ni a rozarla.

No sé qué sea más funesto: si la actitud de no querer ver la miseria, como lo hace la mayoría de los favorecidos por la suerte, o encumbrados por su propio esfuerzo, o la de aquellos no menos arrogantes y a menudo faltos de tacto, pero dispuestos siempre a dignarse aparentar, como ciertas señoras «a la moda», que comprenden la miseria del pueblo. Esas gentes hacen siempre más daño del que puede concebir su comprensión desarraigada del instinto humano; de ahí que ellas mismas se sorprendan ante el resultado nulo de su acción de «sentido social» y hasta sufran la decepción de un airado rechazo, que acaban de considerar como una prueba de ingratitud del pueblo.

No cabe en el criterio de tales gentes comprender que una acción social no puede exigir el tributo de la gratitud, porque ella no prodiga mercedes, sino que está destinada a restablecer derechos.

Llevado por las circunstancias al escenario real de la vida, debí sufrir el problema social en forma directa. Lejos de prestarse éste a que yo lo «conociese», pareció querer más bien experimentar su prueba en mí mismo, y si de ella salí airoso, esto no fue, por cierto, un mérito de la prueba.

Este pasaje tan típico de Mi lucha empieza con una descripción de la gran riqueza y de la gran pobreza de Viena, contempladas como a gran distancia, mediante el uso del impersonal «se», es decir, general, y sin embargo no neutro; el complejo Estado nacional tiene una «dudosa fascinación» y en la fuerte centralización de la monarquía de los Habsburgo radicaba la única posibilidad de mantener compacta esa «promiscuidad de pueblos». La conclusión provisional es que ninguna ciudad es más apropiada para estudiar las cuestiones sociales. Pero eso puede hacerse de una sola manera, es decir, con sus propios ojos, y no sólo eso, sino «aquel que haya estado al alcance de la terrible serpiente de la miseria», en otras palabras, el que haya vivido allí como pobre. El texto dice: yo estaba allí, sé de lo que hablo, al contrario que casi todos los demás. Así consigue ethos. Ese ethos se invoca a breves intervalos al principio del libro, y poco a poco, mediante la meticulosa insistencia y la carencia fundamental de otras perspectivas, el ethos se mueve por su cuenta, ya no «es verdad porque yo que digo esto lo vi con mis propios ojos», sino «es verdad porque lo digo yo».

¿Para qué emplea el texto la legitimidad? No sigue ningún análisis, por otra parte, puede haber un repentino arrebato contra las mujeres de la alta sociedad que se creen buenas porque dan limosnas, sin entender que así humillan a los receptores. Hitler compartía con Marx esta opinión sobre las limosnas, pero en Hitler, a juzgar por la condensación de su temperamento y la estrecha relación que tiene con el yo del texto, que justo antes se usa por primera vez en ese apartado, emana de su propia experiencia, mezclándolo además con un desprecio general hacia las mujeres, «ciertas señoras a la moda». La conclusión, que una verdadera actividad social no es repartir misericordia, sino restablecer un sistema justo, también Hitler la compartía con Marx.

Jack London describe la vida en los guetos de la pobreza de Londres como cruda, brutal y baja, aparecen palabras como «bárbaro» y «primitivo», y para los que viven ahí, en lo más bajo del mundo, en la miseria más extrema, hombres que beben y pegan a sus mujeres y a sus hijos, por ejemplo, o que los desatienden, o mujeres que pierden a sus hijos pequeños a causa de enfermedades, y que tosen y pasan frío y hambre, no hay suficiente espacio entre ellos y la miseria para que puedan permitirse una perspectiva generosa y tener grandes ideas sobre el prójimo, o luchar por mantener ideas humanistas, como hace Jack London paseándose y mirándolos como si formaran parte de un terrible freakshow. Lo humanitario requiere un mínimo de bienes materiales. Mackie Messer lo expresa así en La ópera de los tres centavos, de Bertolt Brecht: «Erst kommt das Fressen, dann kommt die Moral»; primero viene la comida, luego la moral. Lo mismo rige para la dignidad humana. Porque eso es lo que ocurre en las enormes barriadas pobres, sus vidas tienen cada vez menos valor, para ellos y para los que se encuentran fuera. Así escribe Jack London:

No existe peor espectáculo en la tierra que el «atroz este», con sus barrios de Whitechapel, Hoxton, Spitalfields, Bethnal Green y Wapping, hasta los muelles de la India Oriental. El color de la vida aquí es gris y marrón. Todo ha quedado reducido a desamparo, monotonía y suciedad. Una bañera es algo desconocido, tan misterioso como la ambrosía de los dioses. La gente está sucia y todo intento de aseo se convierte en una clamorosa farsa, cuando no en tragedia o drama. El viento grasiento transporta extraños olores y la lluvia, cuando arrecia, se parece más a la grasa que al agua del cielo. Incluso los adoquines desprenden espuma de sebo. En suma, una infinita y repugnante suciedad que sólo puede eliminar nada menos que el Vesubio o el monte Pelée. Aquí vive una población tan obtusa y falta de imaginación como sus largos kilómetros grises de ladrillo sucio. La práctica de la religión también ha desaparecido y reina un materialismo aletargado y estúpido, fatal para el espíritu y los buenos instintos.

Solía decirse con orgullo que el hogar de cada inglés era su castillo. Pero hoy en día es un anacronismo. La gente del gueto no tiene hogar. Desconoce el significado de lo sagrado de la vida hogareña. Incluso las viviendas municipales, donde viven los obreros más acomodados, son barracones superpoblados. No pueden considerarse hogares. El propio lenguaje lo muestra. Cuando el padre vuelve del trabajo y pregunta a su hijo en la calle por su madre, la respuesta es: «En el bloque.»

Ha surgido una nueva raza, la gente de la calle. Se pasan la vida en el trabajo o en las calles. Tienen cuevas y refugios donde se meten para dormir, y eso es todo. No se puede travestir la palabra y llamar «hogares» a esas cuevas y refugios. El inglés tradicional, silencioso y reservado, ha desaparecido. La gente de la calle es alborotadora, ruidosa, exaltada, irascible… cuando aún son jóvenes. A medida que envejecen, el alcohol los impregna y los aturde. Cuando no tienen otra cosa que hacer, rumian como las vacas. Están en todas partes, en las aceras y en las esquinas de las calles, con la mirada perdida. He aquí uno de ellos. Permanecerá inmóvil durante horas, y cuando te vayas, seguirá absorto. No tiene dinero para cerveza y su refugio sólo sirve para dormir, ¿qué le queda entonces por hacer? Ha desvelado ya el misterio del amor de una chica, del amor de una esposa e incluso el del amor de unos hijos, descubriendo que todo es engaño y fraude, fútil y flotante como gotas de rocío, que se evaporan ante los crueles hechos de la vida.

Marx cita de un estudio realizado en 1863 sobre el nivel de vida, registrado por un tal doctor Simon:

«Debe recordarse que el organismo sólo a duras penas tolera que se le prive de sustancias alimenticias y que, por lo general, a la penuria preceden toda otra serie de privaciones. Mucho antes de que el déficit alimenticio adquiriera una importancia higiénica, mucho antes de que el fisiólogo piense en computar los granos de nitrógeno y carbono entre los que oscilan la vida y la muerte por hambre, la casa del paciente se habrá visto despojada de todo confort material. El vestido y la calefacción dejarán todavía más que desear que el mismo alimento. La familia estará expuesta, sin defensa, a todas las inclemencias del tiempo; el espacio habitable se verá reducido a proporciones que son pasto de enfermedades o un incentivo para ellas; el menaje de casa y los muebles habrán desaparecido casi sin dejar rastro, y hasta la misma limpieza resultará costosa y casi inasequible. Y si, por un sentimiento de dignidad, aún se intenta conservarla, cada uno de estos intentos representará un nuevo tormento de hambre. La vivienda se instalará allí donde el techo resulte más barato; en barrios en que la policía sanitaria recolecta los frutos más insignificantes, con desagües espantosos, circulación escasa, basura abundante, poca agua y de la peor calidad, y, en las ciudades, máxima escasez de aire y luz. Tales son los peligros sanitarios a que inevitablemente se halla abocada la pobreza, cuando los pobres no pueden comer siquiera lo estrictamente indispensable. Y si todos estos males, sumados, envuelven un peligro tremendo para la vida humana, la simple escasez de alimento es ya de suyo algo verdaderamente espantoso… Ideas aterradoras, sobre todo si se tiene en cuenta que la pobreza a que nos referimos no es la pobreza de la ociosidad, achacable a quien la padece. Trátase de la pobreza de trabajadores. Más aún; en lo que a los obreros de las ciudades se refiere, han de trabajar jornadas larguísimas para obtener un mísero bocado de alimento. Sólo en un sentido muy relativo y condicional puede afirmarse que este trabajo sirva siquiera para vivir… Este sustento nominal no es, en muchísimos casos, más que un rodeo más o menos largo en la marcha hacia el pauperismo.»

La íntima conexión que existe entre las angustias del hambre que pasan las capas obreras más laboriosas y la disipación, tosca o refinada, de la gente rica basada en la acumulación capitalista, sólo se le revela a quien conozca las leyes económicas. No ocurre así en lo que se refiere al estado de la vivienda. Cualquier observador sin prejuicios se da cuenta enseguida de que cuanto más y más en masa se centralizan los medios de producción, más se hacinan también las masas de obreros en el mismo espacio; y que, por tanto, cuanto más rápidamente avanza la acumulación capitalista, más míseras son las viviendas obreras.

A simple vista se observa cómo el «embellecimiento» (improvements) de las ciudades consiguiente a los progresos de la riqueza mediante la demolición de los barrios mal construidos, la construcción de palacios para bancos, grandes almacenes, etc., el ensanchamiento de las calles para el tráfico comercial y los coches de lujo, el tendido de tranvías, etc., va arrinconando a los obreros en tugurios cada vez peores y más hacinados. Además, todo el mundo sabe que la carestía de la vivienda se halla en razón inversa a su calidad y que las minas de la miseria son explotadas por los caseros especuladores con más provecho y menos gastos que en otro tiempo los yacimientos de Potosí. El carácter antagónico de la acumulación capitalista, y por tanto del régimen capitalista de la propiedad en general, es tan palpable aquí, que hasta los informes oficiales ingleses sobre esta materia abundan en exclamaciones heterodoxas contra «la propiedad y sus derechos». El mal avanzó de tal modo con el desarrollo de la industria, la acumulación del capital, el crecimiento y el «embellecimiento» de las ciudades, que de puro miedo a las enfermedades contagiosas, sabiendo que éstas no se detienen ante los «señores», fueron dictadas por el parlamento desde 1847 hasta 1864 nada menos que diez leyes de policía sanitaria, y en algunas ciudades como Liverpool, Glasgow, etc., la burguesía, aterrada, se apresuró a tomar cartas en el asunto por medio de sus municipalidades. Y, sin embargo, he aquí lo que dice el Dr. Simon en su dictamen de 1865: «En términos generales, cabe afirmar que los males se hallan, en Inglaterra, libres de todo freno.»

Y así escribe Hitler:

En un sótano, compuesto por dos habitaciones oscuras, vive una familia proletaria de siete miembros. Entre los cinco hijos, supongamos que hay uno de tres años. Es ésta la edad en que la conciencia del niño recibe las primeras impresiones. Entre los más dotados se encuentran, incluso en la edad adulta, huellas del recuerdo de esa edad. El espacio demasiado estrecho para tanta gente no ofrece condiciones favorables para la convivencia. Sólo por este motivo surgirán frecuentes riñas y disputas. Las personas no viven unas con otras, sino que se comprimen contra otras. Todas las divergencias, sobre todo las pequeñas, que en las habitaciones espaciosas pueden ser resueltas en voz baja, conducen en estas condiciones a repugnantes e interminables peleas. Para los niños eso es aún soportable, pues en tales circunstancias, si pelean entre ellos, olvidan todo deprisa y completamente. Si, no obstante, la riña se trasplanta a los padres, de forma cotidiana, en un recinto pequeño y groseramente, el resultado se hará sentir entre los hijos. Quien desconoce tales ambientes difícilmente puede hacerse una idea del efecto de esa lección objetiva, cuando esa discordia recíproca adopta la forma de groseros abusos del padre para con la madre y hasta de malos tratos en los momentos de embriaguez. A los seis años, ya el joven conoce cosas deplorables, ante las cuales incluso un adulto sólo puede sentir horror. Envenenado moralmente, mal alimentado, con la pobre cabeza llena de piojos, ese joven «ciudadano» entra en la escuela.

Apenas aprenderá a leer y escribir. Eso es casi todo. En cuanto a estudiar en casa, ni hablar de ello. En presencia de los hijos, madre y padre hablan de la escuela de tal manera que no se puede ni siquiera repetir y están siempre más preparados a soltar groserías que a poner a los hijos en las rodillas y darles consejos. Lo que las criaturas oyen en casa no conduce a fortalecer el respeto hacia las personas con las que van a convivir. Allí nada de bueno parece existir en la Humanidad; todas las instituciones son combatidas, desde el profesor hasta las magistraturas más elevadas del Estado. Ya se trate de religión o de moral en sí, del Gobierno o de la sociedad, todo es igualmente ultrajado de la manera más torpe y arrastrado al fango de los más bajos sentimientos. Cuando el muchacho, apenas con catorce años, sale de la escuela, es difícil saber lo que es más fuerte en él: la increíble estupidez de lo que dice respecto a los conocimientos reales, o la imprudencia de sus actitudes, unida a una inmoralidad que, en aquella edad, hace poner los pelos de punta.

Ese hombre, para quien ya casi nada es digno de respeto, que nada grande aprendió a conocer, que, por el contrario, sólo sabe de todas las vilezas humanas, tal criatura, repetimos, ¿qué posición podrá ocupar en la vida, en la que él está marginado?

De niño, con trece años, pasó a los quince años a ser un opositor a cualquier autoridad.

Suciedad y más suciedad es todo lo que aprendió. Ése no es el camino de estímulo para las aspiraciones más elevadas.

Ahora entra, por vez primera, en la gran escuela de la vida.

Entonces comienza la misma existencia que durante los años de la niñez conoció de sus padres. Va de acá para allá, vuelve a casa Dios sabe cuándo, para variar golpea incluso a la sufrida criatura que fue antaño su madre, blasfema contra Dios y el mundo y, en fin, por cualquier motivo concreto, es condenado y conducido a un correccional de menores. Allí recibirá los últimos retoques.

Y el mundo burgués se admira, sin embargo, de la falta de «entusiasmo nacional» de este joven «ciudadano».

La burguesía ve tranquilamente cómo en el teatro y en el cine, y mediante la literatura obscena y la prensa inmunda, se echa sobre el pueblo día a día el veneno a borbotones. Y sin embargo se sorprenden esas gentes burguesas de la «falta de moral» y de la «indiferencia nacional» de la gran masa del pueblo, como si de esas manifestaciones asquerosas, de esos filmes canallescos y de tantos otros productos semejantes, surgiese para el ciudadano el concepto de la grandeza patria.

Seguramente Hitler no estuvo nunca cerca de una familia obrera de esa clase en Viena; en esa época en la que vivió fuera de la historia, en el sentido de que no existe ningún testimonio de entonces, se alojó primero en una habitación durante un año, y luego, las semanas o meses en los que no tuvo ninguna dirección, antes de que apareciera en el albergue de hombres, es probable que viviera en los parques, no en un abarrotado albergue de obreros. Su descripción es un ejemplo, una concreción de algo por lo demás abstracto, la decadencia decisiva de la juventud obrera debida a las condiciones sociales. Hitler ofrece muchos ejemplos en Mi lucha, pero casi ninguno narrativo como éste, al menos no se identifica nunca con ellos como en este caso, donde también apela a la compasión, algo por lo demás profundamente ajeno al tono que reina en la obra. Existe además un elemento de identificación.

Ian Kershaw insinúa que puede haber un rasgo autobiográfico en este pasaje. Escribe:

En Mi lucha hay un apartado en el que Hitler aparentemente describe la situación de una familia obrera en la que los niños son testigos de que el padre, estando borracho, pega a la madre. Podría estar basado en las vivencias de su infancia. Sólo podemos suponer lo que esto significaría para el desarrollo de la personalidad de Adolf. Difícilmente se puede dudar de que tuviera mucho que ver.

Si lo que aquí se expresa corresponde a vivencias de su infancia, como si a cobijo de la neutralidad del ejemplo pudiera escribir sobre sí mismo, sería la única vez que lo hace.

 

El respeto por la vida no tiene por qué disminuir necesariamente cuando se ve tan miserable como Hitler la vio en Viena, pero en su caso es obvio que así fue, aunque en Mi lucha escribe que no es el caso, al subrayar que los individuos no tienen la culpa de su miseria, que ha sido creada por un sistema miserable. Pero ¿cómo lo expresa?

Sólo así se podía soportar ese estado de cosas, comprendiendo que como resultado de tanta miseria, inmundicia y degeneración, no eran ya seres humanos, sino el triste producto de leyes injustas.

Es una afirmación insidiosa, típica no sólo de Hitler, sino de toda la época. Al decir que el individuo no tiene la culpa de estar envilecido y embrutecido, sino que la culpa la tiene el sistema al que pertenece, se expresa una actitud humanista según la cual lo indigno no son los seres humanos, sino las condiciones en que viven. La consecuencia también es, no obstante, que se considera a los individuos la expresión de una clase, y si la clase es lo esencial, entonces el destino de cada uno pierde valor, porque es mirado en relación con todos. No la cara ni el nombre, sino la masa y el número. La reducción o absorción de la masa de los individuos también fue un nuevo fenómeno que llegó como una consecuencia directa de la industrialización y la urbanización, y era muy llamativa; masas de pobres en las que los individuos no eran una expresión de ellos mismos, sino de su pobreza; hordas de obreros entrando y saliendo por las puertas de las fábricas por la mañana y por la tarde; muchedumbres de manifestantes en las calles, congregados como mareas humanas en manifestaciones en plazas y parques. A Baudelaire le interesaban las riadas de gente de las grandes ciudades en las que se bañaban los vagabundos, Chaplin hizo un montaje en paralelo de la masa obrera con un rebaño de ovejas en Tiempos modernos, y Hamsun, que ante todo y en todo era individualista y por eso no despreciaba al obrero, sino a la masa obrera, en la que los obreros eran todos y nadie, dejó a su protagonista, August, en los años veinte, sucumbir en un mar de ovejas. Un tema constante en la literatura de la República de Weimar era la masa humana, y una perspectiva que se usaba con frecuencia era la larga distancia, al final de la cual lo humano parecía un enjambre de insectos o pequeños animales hormigueantes. La reducción de lo humano que implicaba esta perspectiva no era incuestionable, porque en esa época también se empezó a entender la fuerza que había en la masa, y el potencial que suponía como medio para el cambio.

 

Otra consecuencia de la perspectiva de masa es que empuja lo humano hacia la biología, hacia el ser humano biológico. Las andanzas por la gran ciudad de Jack London en 1903 crearon la imagen del ser humano como vaca, y cuando iba a explicar que los mejores se marchaban de allí, utilizó como metáfora la sangre que se extraía. Ésa era una manera de pensar corriente, imágenes de esa clase abundaban, nadie las encontraba sospechosas ni estaba alerta ante ellas, aún no estaban cargadas de crueldad, todavía eran en cierto modo neutras. El que precisamente fuera la sangre lo que se convirtiera en el gran símbolo del movimiento nacionalsocialista tiene que ver tanto con el ser humano como masa como con el ser humano como biología, porque la sangre es igual para todos, es la misma tanto en los ricos como en los pobres, tanto en los eruditos como en los no eruditos, y en relación con el pueblo, cuya expresión institucional era el Estado nacional, a la vez la sangre separaba a los que no pertenecían al pueblo, de acuerdo con la doctrina racial de entonces, que no era sospechosa, sino creada por los llamados centros de erudición, las universidades.

Hitler no escribió nunca ningún manifiesto ideológico, aparte de lo que se trasluce de los numerosos y diversos razonamientos, afirmaciones y análisis que contiene Mi lucha, y que en el fondo no se dejan extraer de ahí sin convertirlos en algo distinto, porque lo más señalado del libro es ese carácter de ocurrencia que tiene y que está tan relacionado con su autor a través del temperamento y con su tiempo a través de esa riqueza de pensamientos que se transportan de un lado para otro, a la vez que está tan dispuesto a construir en persona, mediante ese extraño cántico de la indignación, la autoafirmación y la ira difícilmente controlable, que cada base teórica sería por eso falsa, porque aquí no hay ninguna superestructura, aquí no hay ninguna totalidad, para eso la fuerza centrífuga de la mezquindad y del lenguaje soez es demasiado grande.

El lenguaje y la imagen están relacionados de un modo muy diferente con el entorno social, y aunque las escenificaciones de los nazis movilicen la fuerza de atracción que reside en el pasado mitológico y lejano, logrando concretar esa idea de nación que aporta sentido a cada persona, el lenguaje de Hitler se queda enganchado en las experiencias que se encuentran en lo más bajo, es decir, toda esa realidad hirviente y bullidora de la que estaba rodeado en Viena, en la que por ejemplo el odio a los judíos era expresado a diario en los periódicos antisemitas, y donde el aire estaba cargado de agitación y propaganda política, como si las grandes cuestiones políticas salieran a la calle, privadas de la perspectiva olímpica y entendidas como configuraciones de lo propio, local y privado: ¿qué hacen aquí los checos? ¿Qué hacen aquí los judíos? Hay escasez de viviendas, pobreza, una enorme inflación. Hay constantes manifestaciones multitudinarias, disturbios, se rompen ventanas y farolas, se destrozan tranvías y coches, se recurre a los militares, la violencia se extiende por los distritos obreros. ¿Qué ocurre si los obreros llegan realmente a hacer una revolución? El grado de violencia es alto, tanto en un sentido concreto, a nivel de calle, entre los manifestantes, entre la policía y los manifestantes, entra la policía y los indigentes y los sin techo, como en las familias, pero también es alto el nivel estructural de violencia, en forma de un orden social que se ocupa de los que viven con desahogo y se desentiende de todos los demás. El Parlamento no funciona, está casi disuelto; con la infinidad de partidos de países y culturas de la doble monarquía tan distintos entre ellos, apenas tiene quorum; los parlamentarios tocan trompetas infantiles y sacuden sonajeros, escribe Hamann. Hitler observa todo esto el primer año que está en Viena, cuando, con Kubizek a rastras, pasa días enteros en el Parlamento y, según su amigo, da saltos de alegría en el asiento por lo que está viendo. Hitler lee mucho sobre política, la mayor parte en periódicos, panfletos y revistas, y de los pensamientos de los grandes y controvertidos pensadores de la época, como Darwin, Nietzsche, Chamberlain y Schopenhauer, se entera por versiones secundarias y popularizadas, escribe Hamann. Un factor importante del espíritu de la época era que lo académico y lo científico se cotizaba poco, y que proliferaban pensadores idiosincráticos y autodidactas, llenos de desconfianza hacia lo establecido, y en cuanto a las preferencias de Hitler, sobre las que más adelante da algún indicio, según Hamann, lo que se sabe es que casi todos eran personajes heterodoxos sin solidez científica. Ésos serían pues los autores que leía durante el año que vivió solo en una habitación sin relacionarse con nadie, sin ningún contexto académico, por no decir ningún contexto humano, todo dependía de sus propios criterio e instinto, y el que no se dejara corregir tal vez fuera lo más característico de su ideario. Los pocos libros que tendría los vendería cuando se le acabó el dinero, porque cuando conoce a Hanisch en Meidling, en diciembre de 1909, no posee más que lo que lleva puesto.

Esa noche, cuando tras año y medio oculto a la luz de la historia vuelve por fin a entrar en ella, haciendo cola en la puerta del albergue de hombres, a dos horas y media andado desde el centro, con lo que su nombre quedó registrado en los archivos de la policía, cansado, helado, hambriento, con un traje ajado que se había quedado lila, veinte años, pálido y delgado, con esos ojos de mirada penetrante que dominaban su aspecto y resultaban aterradores a la madre de Kubizek, según su hijo, esa noche, digo, no es todos, pero tampoco es nadie, porque aunque es insignificante a ojos de los demás y está casi borrado socialmente, no hay razón alguna para creer que su elevado concepto de sí mismo, esa fe sin límites en sus dotes, le haya abandonado del todo. Algo se habría debilitado, porque éste es el punto más bajo de su vida, completamente intolerable para un joven con el concepto de sí mismo y el orgullo de Hitler, pero en la imagen de Hanisch parece dócil e indefenso.

El albergue también tenía una importante función social; allí se recibían consejos sobre dónde calentarse, dónde pasar la noche, dónde mendigar, dónde buscar trabajo. Para Hitler, Hanisch se convirtió en una ayuda en ese sentido y empezaron a vagar juntos. Por la mañana salían a buscar trabajo, por la tarde iban a distintos lugares, había una sala para calentarse abierta toda la noche en Edberg y otra en Favoriten, por ejemplo, y luego a lo mejor volvían a Meidling. Según Hanisch, Hitler no era apto para trabajos físicos, escribe que alguien necesitaba gente para cavar zanjas, pero que le desaconsejó a Hitler que solicitara el puesto, porque sería demasiado duro para él. En lugar de eso, Hitler iba a la estación de ferrocarril y cargaba las maletas de la gente, o, cuando la nieve cubría la ciudad, intentaba trabajar retirándola. Pero no tenía abrigo de invierno, pasaba frío y tosía y llegó a retirar la nieve sólo en dos ocasiones, según cuenta Hanisch. Tan débil y pobre era que incluso destacaba en comparación con las demás personas sin hogar, que al menos eran capaces de trabajar por la paga de un día. Hitler «estaba dispuesto a realizar cualquier trabajo, pero era demasiado débil para algo físicamente fuerte».

Esto difiere por completo de lo que el propio Hitler escribe en Mi lucha sobre esa época.

En aquel tiempo, la mayoría de las veces me era muy difícil encontrar empleo, dado que no era obrero especializado, pero debía ganarme el pan de cada día como ayudante y muchas veces como trabajador eventual.

Me ponía, por eso, en la situación de los que limpian el polvo de Europa, con el propósito inamovible de, en un Nuevo Mundo, crear una nueva vida, construir una nueva Patria. Liberados de todos los conceptos hasta aquí errados sobre profesión, ambiente y tradiciones, se aferran a cualquier ganancia que se les brinda, realizando toda clase de trabajos, luchando siempre, con la convicción de que ninguna actividad envilece, sea cual fuere su naturaleza. De la misma manera estaba también personalmente decidido a volcarme en cuerpo y alma en el mundo para mí nuevo y abrirme un camino luchando.

En Viena me di cuenta de que siempre existía la posibilidad de encontrar alguna ocupación, pero que ésta desaparecía con la misma facilidad con que era conseguida.

La inseguridad de ganarme el pan cotidiano se me apareció como la más grave dificultad de mi nueva vida.

No es una mentira, pero cuando se sabe que Hitler ganaba dinero llevando maletas en la estación de ferrocarril y retirando nieve, un joven que ha enfocado toda su vida hacia la meta de ser artista, pero que fracasó y se distancia de la gente, atormentado y humillado, un perdedor a ojos de los demás, la comparación con los colonizadores de América, que trabajaban la tierra y labraban nuevos campos, resulta algo extraña. Pero así es Mi lucha, Hitler describe su pobreza en un lenguaje que se encuentra muy alejado de sus consecuencias y no la niega, pero la transforma en algo sumamente enérgico y gratificante, y la entreteje con una visión política que adquiere mucha fuerza y casi se fundamenta en esta tergiversación de su vida.

Una figura así, que con el intenso sentimiento de una especie de nobleza interior crea distancia con la miseria exterior, es la que Hamsun describe en Hambre, que se publicó diecisiete años antes de la existencia bajo mínimos de Hitler en Viena. El protagonista de Hambre, al igual que Hitler, vive al día en una gran ciudad donde no conoce a nadie, no tiene amigos, no tiene trabajo ni ingresos de ninguna clase, sólo el dinero que de vez en cuando consigue escribiendo algún que otro pequeño artículo para algún periódico. El protagonista de Hambresueña con ser escritor, eso es lo que lo mantiene a flote. Es rechazado cuando intenta conseguir un trabajo en el parque de bomberos, ya no hace más intentos en esa dirección. Pasa los días en la calle, intenta escribir, pensar, se aloja en viviendas cada vez peores, le asquea la pobreza que le rodea. Nunca menciona su pueblo natal, su infancia, sus padres o hermanos, es como si no existieran. Sólo se tiene a sí mismo, de quien, aunque se encuentra en la más profunda miseria material, nunca duda.

Hitler tenía la misma autoestima, y algo de la misma imaginación febril; se dice que en el albergue afirma que la ciencia pronto va a derogar la gravitación y así grandes bloques de hierro podrán moverse sin esfuerzo, según Liljegren, y que en el futuro los seres humanos podrían alimentarse únicamente de pastillas.

Su modo de sobrevivir también recuerda al del protagonista de Hamsun; no con pequeños artículos en los periódicos, sino con pequeños cuadros que vende en tabernas y restaurantes.

 

La producción de cuadros fue idea de Hanisch. Hitler le mintió diciendo que había ido a la Academia, Hanisch sugirió que pintara para ganarse la vida. Hitler compró material de pintura y se puso manos a la obra. Como las salas para calentarse están atestadas, se sienta a pintar en los cafés, y Hanisch vende los cuadros, el negocio va bien, y al cabo de poco tiempo se van a vivir a un nuevo albergue permanente de hombres, que no está pensado para los más pobres, en él se paga una pequeña suma semanal por una cama en un reducido cubículo y una comida. El albergue es grande, da cobijo a unos quinientos hombres, algunos viven allí permanentemente, pero para la mayoría se trata de una solución temporal. Alrededor del setenta por ciento de los residentes tienen menos de treinta y cinco años. El setenta por ciento son obreros y artesanos, por lo demás, hay cocheros, dependientes, camareros, jardineros, trabajadores no cualificados y desempleados, algunos aristócratas venidos a menos, artistas fallidos, hombres divorciados y arruinados, escribe Hamann. Las procedencias étnicas eran igual de variadas. En este ambiente vivió Hitler durante tres años. Tenía su propio pequeño espacio en el que podía permanecer entre las ocho de la tarde y las nueve de la mañana. Por lo demás, había un comedor y dos salitas de lectura, una para fumadores y otra para no fumadores. En ellas había periódicos y una pequeña biblioteca a disposición de los residentes. Según Hanisch, Hitler era el que más la frecuentaba. Leía periódicos por la mañana, pintaba por la tarde, leía por la noche, cuando no se sumaba a uno de los muchos debates y discusiones que tenían lugar constantemente, tanto allí como en todas partes de esa ciudad en la que los problemas políticos eran tan grandes y visibles. El negocio iba relativamente bien, ganaban dinero suficiente para pagar el alquiler y la comida, pero no para comprar ropa, por ejemplo, y, según Hanisch, Hitler llevaba el abrigo dentro de casa porque tenía un agujero en el trasero del pantalón y ninguna camisa. Para poder sobrevivir, Hitler tenía que pintar un cuadro al día. Hanisch le daba siempre la lata. Hitler acabó por irritarse tanto que al cabo de medio año, en junio de 1910, se dirigió a otro hombre del albergue para que lo ayudara con la venta de los cuadros, Josef Neumann, once años mayor que él, con quien Hitler se había ido una semana de viaje sin decírselo a Hanisch, y con quien al parecer se llevaba muy bien. Según Liljegren, habían ido juntos a ver museos.

Neumann era judío, aunque si Hitler era antisemita ya entonces, no sería el centro de sus pensamientos, como lo fue luego. Pero sus opiniones políticas eran nacionalsocialistas, estaba en contra de las socialdemocracias y era antimarxista, según Hanisch no sentía ningún respeto por los obreros, «a quienes no les importaba nada más que la comida, el alcohol y las mujeres», en otras palabras, no tenían ningún interés por los valores espirituales de la vida, sólo por los materiales. Él mismo no debía de saber muy bien lo que era; es cierto que pintaba, entre setecientos y ochocientos cuadros durante esos años, pero es poco probable que lo hiciera pensando en su prestigio, más bien sería sólo por dinero: en 1939 prohibió su venta, seguramente avergonzado e incómodo por la difusión que llegaron a tener.

 

Pero si no era artista ni arquitecto ni obrero ni vagabundo, entonces, ¿qué era? ¿Consideraba esos años un período intermedio, algo que hacía mientras esperaba tiempos mejores? En ese caso, ¿qué entrañaban éstos?

Lo que distingue al joven álter ego de Hamsun en Hambre de Hitler es que el de Hamsun escribe luego el libro con el que sueña y se convierte en un conocido escritor, mientras que a Hitler no le ocurre nada. ¿Por qué? ¿Le faltaba talento? ¿Le faltaba empuje? ¿No era lo bastante fuerte para superar la carencia de un entorno favorable a sus deseos de ser pintor? ¿Se dio por vencido, dejándose llevar por el destino, sin imponer su voluntad?

Su idilio juvenil con el arte era tal vez un idilio con el papel de pintor; al contrario que el papel de funcionario público, el de artista es una expresión de uno mismo, uno es artista en virtud de uno mismo y su propio talento, y eso le resultaría atractivo. No tendría que trabajar para conseguir algo, le bastaría con ser quien era. En la cultura burguesa sólo había un papel que podía abandonar la vida burguesa y elevarse por encima de ella, y del que se esperaba que lo hiciera: el papel de genio. El uno frente a los muchos de la masa. Ese uno administraría la cultura de muchos como algo idealizado, algo a lo que podían aspirar y añorar, y condensaría los conocimientos de muchos en uno superior, así es nuestra vida en este mundo. Es la misión de Goethe y de Wagner. Lo que ocurrió en el arte a finales del siglo XIX fue que ese papel, el uno, el genio artista, cambió de carácter. El uno ya no representaba a todos, sino que iba en contra suya. Un ejemplo es Munch. Él rebasó lo social, no positiva, sino negativamente. Fue recibido con desdén y desprecio. Para poder hacerlo, es decir, para no formar parte de todos, sino expresarse a sí mismo, que difería de lo común, tenía que desafiarlos, algo que exigía una fuerza enorme, o no relacionarse con ellos. Como muchos artistas, Munch no se relacionaba, vivió gran parte de su vida replegado en su interior, tenía poco o ningún contacto con su familia, y casi ningún amigo. Sólo eso posibilitó el exceso, porque Munch no era Jæger, no tenía ni su fuerza ni su voluntad. Jæger vivió en lo social, jugó con lo social, sucumbió en lo social. Munch giraba la cabeza hacia otra parte, interiorizaba sus sentimientos, pintaba. Su soledad e independencia se parecían algo a las que regían la vida de Hitler durante esos años, pero el rebasar lo burgués tuvo para Hitler un carácter sólo social, no artístico. Su estética era idéntica a la burguesa, que deseaba que el arte fuera hermoso, bello, ideal.

El artífice más destacado de esta visión del arte, que para muchos era y sigue siendo tan evidente que es como una ley, tal vez fuera G. E. Lessing, tal como lo expresó en Laocoonte, en 1766, donde escribe sobre la diferencia entre lo feo y lo bello en el arte. La fealdad de las formas «hiere nuestra vista, ofende nuestro gusto, que tiende siempre al orden y la armonía, y provoca en nosotros aversión, sin considerar la existencia real del objeto». Lessing divide el arte en dos, el arte imitativo, que intenta reproducir la realidad tal y como es, y el arte que busca lo hermoso. «La pintura como capacidad de imitar puede expresar fealdad, la pintura como un arte más refinado no quiere expresar eso. En lo primero, su esfera se extiende más allá de todos los objetos visibles, en lo segundo se limita a los que ofrecen impresiones agradables.» Para Lessing el arte feo también amenaza el orden y la armonía de la sociedad en general, y él quería prohibir que se retratara lo feo, y tener sólo un arte que retrata lo bello. «La obra de arte… es placer, y el placer no es algo obvio. Será competencia del legislador determinar qué clase de placer y en qué grado va a ser permitido.»

Con la llegada del realismo, a mediados del siglo XIX, que retrata tanto lo bello como lo feo, lo horroroso y lo hermoso, la visión artística de Lessing empezó a socavarse en la vida cultural, pero no tanto que la burguesía no reaccionara con aversión e ira ante el desarrollo del arte pictórico alrededor del cambio de siglo, que no era arte, ya que no elevaba o agradaba, sino una expresión de la morbidez del artista.

Hitler, que quiere sobrepasar lo burgués por el camino del genio, rebosa él mismo de esa visión sobre el arte de la burguesía. Así escribe sobre el arte contemporáneo en Mi lucha:

Ya al terminar el siglo XIX, casi en todos los dominios del Arte, principalmente en los ramos del teatro y de la literatura, se producían muy pocas obras de importancia y se solía más bien degradar lo bueno de tiempos pasados, presentándolo como mediocre y superado, como si, en los tiempos actuales, que se caracterizan por la más vergonzosa mediocridad, pudiese alguien lanzar esa mácula sobre las grandes producciones de antes.

Las malas intenciones de esos apóstoles del futuro se vuelven evidentes justamente por el esfuerzo que hacen para ocultar el pasado a los ojos del presente. En eso se debería haber visto desde luego que no se trataba, en este caso, de una nueva concepción cultural, sino de una destrucción sistemática de los fundamentos de la cultura que hiciese posible la demolición de los sanos sentimientos artísticos y la consiguiente preparación intelectual para el bolchevismo político. Así como el siglo de Pericles tomó cuerpo en el Partenón, el bolchevismo actual está representado por una caricatura cubista.

En 1907 y 1908, cuando Hitler solicitó el ingreso en la Academia, la pintura estaba explorando su expresión de maneras hasta entonces inauditas, como el expresionismo de Munch, Kirchner y Nolde, el fauvismo de Matisse, Derain y Vlaminck, el cubismo de Braque y Picasso, la simplificación radical e incipiente abstracción de Klee, Burliuk y Kandinsky, el primitivismo de Jawlensky, por mencionar sólo algunos ejemplos de las enormes corrientes radicales que se dieron en la cultura europea de entonces, en la que precisamente Viena fue una de las ciudades más importantes.

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