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30

Las vacaciones de verano ya habían empezado. Juemin tenía mucho más tiempo para dedicar a Qin, y Juehui a sus amigos y a la revista, que estaba funcionando muy bien. En casa de los Gao se preparaba un gran evento: la celebración de los sesenta y seis años del abuelo[38]. Había sido una iniciativa de Keding, que decidió que había que celebrarlos con solemnidad, y para ello propuso sacar, de manera excepcional, dinero de los fondos familiares para celebrarlo como se merecía.

—Sea como sea, el dinero no se acabará, los alquileres dan mucho cada año. El administrador Liu Sheng, que ha llegado de nuestras propiedades hace poco, ha dicho que la cosecha será muy buena. A pesar de los estragos de la guerra, será mejor que la del año pasado. ¡No tenemos que preocuparnos por nada! —dijo Keding con pompa.

Tanto Kean como Keming, que llevaba las cuentas de la casa, estuvieron de acuerdo. Explicaron el plan a la madrastra y después al abuelo, que aportó algunas ideas.

Cuanto más se acercaba la fecha, más regalos recibían. La familia se había organizado para hacerse cargo de los regalos, distribuir las tarjetas con la invitación… Incluso Juexin pidió una semana de vacaciones en el trabajo. En la casa se instalaron muchas bombillas eléctricas, había puntos de luz por doquier que decoraban con elegancia y suntuosidad las estancias. Delante del salón principal dispusieron un bonito escenario para que los diferentes grupos teatrales de la ciudad interpretaran óperas de Pekín y Sichuan durante los tres días que duraría la celebración. En el vestíbulo se improvisaron camerinos con cortinas azules para los actores y, un poco separados, dos más para los actores que representaban papeles femeninos. El programa de las obras lo eligió Keding, experto en ópera, con la ayuda de Kean.

Así pues, todos estaban muy atareados, salvo Juemin y Juehui, que no solo no participaban en todo aquello sino que procuraban escaparse de casa tanto como podían, aunque el hecho de tener que estar en casa durante los tres días de la fiesta les permitía vivir nuevas e interesantes experiencias. La casa, que de costumbre encontraban aburrida y tediosa, cambió de aspecto, transformándose en una especie de gran teatro. Por todas partes había bullicio y personas con gesto artificioso y afectado, incluso la habitación de los dos hermanos se vio invadida en algún momento por los invitados. En un rincón de la casa un grupo de ciegos tocaba el salterio y cantaba «Felicidades por la larga vida»; en otro rincón se contaban historietas picantes; los hombres impostaban voces agudas femeninas y las mujeres se desgañitaban para imitar las masculinas; otro pequeño grupo detrás de una cortina escuchaba las conversaciones licenciosas de personas que fingían encuentros amorosos. Los más jóvenes, naturalmente, no podían ni acercarse.

Las representaciones teatrales empezaron la tarde del primer día. Excepto algunas obras que ya estaban programadas, la mayoría de las que acabaron representándose no estaban previstas porque los invitados más ilustres escogieron otras más emocionantes, dando instrucciones, además, de cómo había que interpretarlas correctamente. Al final, de la ópera de Sichuan se representaron La pastelera enamorada de su cuñado y El pabellón de los canelos, y de la de Pekín, El biombo esmeralda y Combate en Wancheng. En los pasajes más escabrosos, aquellos que hacían sonrojar a mujeres y jóvenes, los hombres mayores sonreían, condescendientes. Wende, el criado de Keming, que tenía una voz y una dicción perfectas, salía de vez en cuando al escenario con un papel rojo en la mano y leía en voz alta: «Tal señor gratifica a tal actor con tantos yuanes». Entonces el actor mostraba su agradecimiento al benefactor con una caída de ojos encantadora que provocaba en el otro una sonrisa complaciente, pero eso no bastaba para satisfacer al benefactor y, cuando terminaba la función, el actor recompensado bajaba del escenario y, todavía con el disfraz femenino puesto, tenía que beber con su benefactor. El señor Wang, el suegro de Kean, hizo que el joven Huifang le diera de beber el vino sosteniéndole la copa. El colega de Keming, Chen Kejia, sentó sobre sus rodillas a Zhang Xiaotao para que fuera sirviéndole el vino. Aquellos espectáculos grotescos y repulsivos provocaban las murmuraciones de los criados.

El abuelo Gao, sentado invariablemente entre su primo Tang y su amigo Feng Leshan, pasó los tres días recibiendo las felicitaciones de todo el mundo con una sonrisa de satisfacción. No quitaba la vista del escenario cuando salía Zhang Bixiu, su actor preferido y el de Kean, que movía el trasero con un tocado de perlas y esmeraldas y una túnica de seda roja. Keming y sus hermanos, con Juexin detrás, siempre sonrientes, iban y venían atendiendo a los invitados.

Todo aquello provocaba una honda repugnancia a Juemin y Juehui. Del todo ajenos a la situación, no se sentían congéneres de aquellos hombres que daban voces, bromeaban y se embriagaban. A la mayoría ni los conocían, pero Keming y Juexin no dejaban que se marcharan, querían que los ayudaran y los utilizaban como comparsas, comiendo y bebiendo en las mesas de los invitados de rango inferior. Juehui, la primera noche, hasta tuvo pesadillas. Al día siguiente, harto de todo aquello, se escapó entre la hora del desayuno y la del almuerzo y se fue a casa de unos amigos a recuperar los ánimos para poder volver a casa y soportar, como él decía, nuevas «humillaciones». El tercer día, sin embargo, no pudo escaparse.

Mei y su madre, la señora Qian, también fueron a la fiesta. Mei llevaba un vestido de color claro y una falda lisa encima. Ruijue las recibió con mucha cordialidad y charlaron un buen rato. Se marcharon pronto. Al día siguiente, un criado llevó una carta a Ruijue: Mei estaba enferma.

La enfermedad de Mei era preocupante. Había ido empeorando poco a poco. Su rostro reflejaba aquella extraña belleza que a veces precede a la muerte en algunas personas; excepto Juexin, nadie en la casa se había dado cuenta. Entre los dos se alzaba un muro invisible que les impedía hablarse. Se contentaban con mirarse de lejos e intercambiar palabras sin voz. Juexin estaba también cada día más flaco y Mei había empezado a escupir sangre. La madrastra Zhou quería mucho a Mei, pero no podía ni imaginar lo que le ocurría, nadie podía consolarla, ni siquiera Ruijue, que tanto afecto le tenía.

Qin también había ido a la fiesta. Se quedó a dormir en la habitación de Shuying y cuando se levantó se marchó a casa enseguida con la excusa de que no se encontraba demasiado bien. Fue lo bastante lista como para fingir que estaba enferma y poder salir de allí. El mismo día envió a Zhangsheng con una nota para Juemin en la que le pedía que fuera a verla. Juemin buscó una excusa cualquiera para ir. Se confesaron lo que sentían el uno por el otro. Juemin salió feliz de casa de la tía Zhang. Cuando entró en casa se encontró a Juexin, que le preguntó:

—Has estado en casa de Qin, ¿verdad? —Juemin asintió con la cabeza—. Lo sabía, he visto que Zhangsheng te daba una carta. Me han dicho que Qin estaba enferma. Ya sé que os queréis —dijo Juexin melancólicamente.

Juemin calló, se limitó a sonreír con dulzura. Juexin miró a su alrededor, Keming pasó por su lado y le dijo algo. Esperó a que se fuera y continuó diciendo en voz baja:

—Eres afortunado, puedes hacer lo que quieres… A mí también me gustaría ir a visitar a una persona que está enferma, pero no soy libre para hacerlo. En el estado en que se encuentra no soy capaz de ir a verla. Hoy ha escrito una carta a tu cuñada en la que le dice que no tengo buen aspecto y le pide que me obligue a descansar. ¿Cómo quieres que descanse? Sé que ahora ella me necesita, ella… ella…

No pudo seguir hablando. Juemin estaba impresionado:

—Hermano, sufres demasiado. Olvídate de la prima Mei. Te haces daño a ti y se lo haces a la cuñada. ¿Acaso no quieres también a tu mujer?

La expresión de Juexin se transformó y, enojado, le espetó:

—¿Eso es lo que me aconsejas? ¿De qué me sirve ahora?

Le dio la espalda y se marchó, dejando a Juemin con la palabra en la boca. Este sabía que lo que había dicho no era lo que su hermano esperaba oír, pero ¿qué podía decirle aparte de aquello? Pensó en la confesión que le había hecho Juexin y en cómo se contradecía con su comportamiento habitual. Era incomprensible. En aquella familia no todo era lo que parecía.

En el escenario, un enano y el actor Zhang Bixiu, que representaba a una mujer muy alta, coqueteaban de un modo vulgar, para gran satisfacción del público, tanto el más selecto como el menos distinguido. Juemin sonrió despectivamente. Caminaba despacio mientras pensaba en él y Qin. Pensaba en el pasado y en el futuro con ella. Qin le daba confianza y seguridad. Todo había transcurrido sin dificultades. Cuando empezaron las clases de inglés, se quedaban cada día al terminar un buen rato charlando. Hablaban de su visión de las cosas, de sus expectativas y sus ideales; poco a poco fueron hablando de las pequeñas cosas de la vida y de sus sentimientos. La relación fue estrechándose sin que se dieran cuenta del todo: hablaban del amor y de las historias de los familiares, de lo de Mei y Juexin, y de ellos mismos. Recordó cómo se había ruborizado Qin mientras hojeaba un libro y le decía que lo necesitaba a su lado, que no quería separarse de él. Le había hablado de los obstáculos que iba encontrando en el camino que se había trazado, de su soledad y de que necesitaba que alguien como él fuera capaz de ayudarla y apoyarla. Juemin sintió que era el momento de decirle lo que hacía tiempo que sentía: que estaba dispuesto a renunciar a todo por ella. Rememoraba la conversación palabra por palabra. Se imaginaba un futuro feliz a su lado, sin pensar en todos los obstáculos que se les podían presentar.

Desde los escalones del salón principal, Juemin miró otra vez al escenario; el enano y el actor que hacía de mujer alta ya no estaban. En su lugar había un joven galán empolvado, con las cejas perfectamente dibujadas en forma de arco, y una delicada y exquisita dama. El público escuchaba con satisfacción a Wende que decía que «el señor Chen gratifica a Zhang Xiaotao con veinte yuanes» y reía viendo cómo el actor que hacía de mujer sonreía a aquel viejo barbudo. Juemin pensó que ninguno de los allí presentes sería un obstáculo para él. Miró hacia la lejanía imaginando su futuro. Alguien le dio unos golpecitos en la espalda: era Juehui, que le preguntó, contento:

—¿Tú también te has escapado?

—¡Pues claro! Este jaleo no hay quien lo aguante.

Viendo el semblante de su hermano, Juehui adivinó lo que había pasado.

—Y parece que has aprovechado el tiempo.

Juemin enrojeció.

—Nos hemos decidido, hemos hablado claro. Ahora habrá que dar el siguiente paso…

Sonreía satisfecho mirando a Juehui. Por un momento en el rostro de este se dibujó un extraño gesto, se diría que de envidia, pero no pareció que Juemin lo percibiera. Juehui se había sentido invadido por un sentimiento que desconocía hasta entonces: a pesar de que había dicho que quería a Qin como a una hermana y de que había amado a una chica que dio la vida por él, no podía evitar estar celoso, pero enseguida se avergonzó de aquel sentimiento contra su hermano y cambió de actitud.

—Ve con cuidado, no te hagas ilusiones —le dijo, presa todavía de la envidia, pero de corazón.

—No habrá ningún problema —respondió Juemin, sorprendido por el pesimismo de su hermano—. ¿Por qué me dices esto? Tú eres siempre el atrevido.

Juehui, contento de ver que el otro no se había dado cuenta de nada, contestó sonriendo:

—Tienes razón. Te deseo mucha suerte.

En el escenario, el sonido de los instrumentos era ensordecedor, unos hombres con el torso desnudo daban volteretas y un par de actores fingían un combate de boxeo. El abuelo, sentado en primera fila, charlaba y reía con un invitado de barba blanca que tenía al lado. Juehui, al ver el rostro de aquel hombre, arrugado y lleno de manchas, con la nariz roja como una salchicha, se enfureció y dijo entre dientes:

—¡Encima ha venido!

—¿Quién? —preguntó Juemin, que aún no lo había visto.

—Feng Leshan, ¡el verdugo!

—¡Ten cuidado! Pueden oírte.

—¿Y qué? Quiero que me oigan. ¿No acabas de decirme que soy atrevido?

Juemin no sabía qué hacer para calmarlo. Se les acercaron Shuhua y Shuzhen, y Juemin respiró aliviado sin imaginar que la situación iba a empeorar.

—Hermano segundo, ha venido la nueva concubina del señor Feng, ¿vienes a verla? —dijo Shuzhen tirando de la manga a Juemin.

—¿Para qué tendría que ir a verla si no la conozco? ¡Qué tontería! —replicó Juemin, extrañado.

—¿No es Waner? —preguntó Juehui—. ¿Ha venido? ¿Dónde está?

Parecía hablar de un muerto que hubiera resucitado.

—En mi habitación; no hay nadie más, venid a verla —dijo Shuhua con una sonrisa misteriosa.

—De acuerdo —asintió Juehui, marchándose con ellas y dejando allí a Juemin, que no quiso ir.

—Waner no se lo merece, en casa de los Feng la maltratan. El viejo tiene muy mal carácter y los martiriza a todos, y de la vieja ni hablemos, incluso él le tiene miedo. Ella utiliza a Waner de chivo expiatorio de todo lo que pasa —iba explicando Shuhua, que parecía conocer muchos detalles de aquella casa.

En la habitación había más mujeres: Ruijue, Shuying, Qiner, Xiner y Cuihuan, una criada de la tercera rama.

Waner iba muy bien arreglada y llevaba unos pendientes preciosos. Su rostro, de facciones finas y elegantes, estaba un poco más demacrado. Hablaba con Qiner y Xiner de la vida en casa de los Feng. Ruijue y Shuying estaban sentadas a su lado, con los ojos enrojecidos. Al ver a Juehui se levantó y dijo sonriendo:

—Tercer amo joven…

Se inclinó para saludarlo, juntando las palmas de las manos delante del pecho. Juehui devolvió el saludo con un gesto de la cabeza y, al ver que se quedaba de pie, le pidió:

—Siéntate, por favor, no hagas cumplidos. Ahora eres la concubina del señor Feng, eres nuestra invitada.

Le resultaba difícil no pensar en Mingfeng. Waner, ruborizada, agachó la cabeza sin contestar. Ruijue lanzó una mirada de reproche a Juehui y lo amonestó con dulzura:

—Hermano tercero, las personas que están en su situación no lo pasan demasiado bien, no la atormentes.

—Lo decía sin mala intención —aclaró él.

Se acordó de lo que Qianer le había explicado aquel día en el jardín y sintió compasión por Waner. Quería ser amable y tratarla bien. Insistió a Ruijue:

—¡No me digas eso! Para un día que puede venir, ¿por qué os quedáis llorando en la habitación y no la invitáis a ver el espectáculo? Esto es de broma.

—Hermano tercero, a ti esto no te importa, ¡tienes la lengua muy larga! —contestó Ruijue fingiendo que estaba enfadada y regañándole con el abanico cerrado.

Shuhua y Shuzhen rompieron a reír.

—Ahora me toca a mí hablar con ella. ¡Dejadme hablar! —protestó Shuying—. Waner, siéntate y no te preocupes, no hagas cumplidos. —Juehui se sentó en un taburete que quedaba libre y Waner lo imitó, obediente. Shuying siguió hablando—: Lo que pasa fuera no tiene ningún interés; además, los invitados, con esas miradas indecentes, dan pena. Waner casi nunca puede venir, y tiene ganas de charlar con Qianer. Yo hace meses que no la veía y la he echado mucho de menos, por eso nos las hemos apañado para estar aquí a solas. Estamos hablando y hemos dejado que vinieras. ¿Por qué vienes a hacerte el señorito?

—Por lo que parece, quieres que me vaya; pues me voy. ¡Esto es sofocante! ¡Aquí hay demasiada gente! —replicó Juehui, que no parecía demasiado decidido a hacer lo que decía.

—Pues si quieres irte, ¿qué haces aún aquí? Y si no estás contento, prepárate: ya han planeado el matrimonio del hermano segundo, y el siguiente serás tú —le espetó Shuhua, irrumpiendo en la conversación. Su larga lengua no había podido evitar propagar la noticia.

—¿Quién lo ha propuesto? —preguntó Juehui, perplejo.

—El señor Feng Leshan. Ha hablado de su nieta, que tiene la misma edad que el hermano segundo, pero, según dicen, mucho más temperamento —contestó Shuhua riendo.

—Tiene algunos meses menos que el segundo amo joven —aclaró Waner—; es muy bonita.

—¡Otra vez ese sinvergüenza! —exclamó Juehui fuera de sí—. ¡Voy a hablar con el hermano segundo!

Se dirigió a la puerta y, antes de salir, volvió la cabeza para mirar a Waner como si lo hiciera por última vez. Fue hacia las habitaciones a la izquierda de la galería, desesperado. Vio a Juemin; estaba con el abuelo y Feng Leshan, que se aventaba con el abanico dorado. «¿Por qué eres tan amable con este hombre? ¡Mira que hablar con semejante canalla! ¡No sabes que es tu verdugo, que destruirá vuestro amor!», pensaba Juehui.

Al fin le llegó la noticia a Juemin, fue Juehui quien se la dio. El hermano mayor había recibido del abuelo la orden de consultar la opinión de Juemin; en realidad, no era una consulta, era una orden que debía ser acatada, pero Juemin no se dejó intimidar, su respuesta fue muy clara:

—Mi matrimonio lo decidiré yo. Aún soy joven, es tiempo de estudiar y no de formar una familia.

Quiso decir más cosas, pero se abstuvo.

—No es correcto que le digas al abuelo que tu matrimonio es una decisión tuya. Utilizas el argumento de la juventud, aunque en nuestra familia tener diecinueve años no es excusa para no casarse. Yo, a los diecinueve, ya estaba casado.

—Entonces, según tú, no hay ninguna excusa —replicó Juemin, irritado.

—Yo no digo eso —se apresuró a decir el otro.

Juemin le lanzó una mirada furibunda.

—¿Ya no te acuerdas de lo que me has dicho esta misma tarde? ¿O hacías comedia?

—Pero el abuelo… —Juexin intentaba justificarse, aunque sabía que su hermano tenía toda la razón.

—No pienso responder al abuelo, yo seguiré mi camino. —Y, dejando a Juexin con la palabra en la boca, abandonó la habitación.

Era noche cerrada y Juemin aún no dormía. Había estado hablando con Juehui y los dos eran de la misma opinión: rebélate, y si no lo consigues, huye. En definitiva: no te sometas. Juehui aprobaba la decisión de su hermano no solo porque también la compartía, sino también porque suponía abrir una brecha en la vida familiar y sería un ejemplo para los más jóvenes de la casa. Juemin se apresuró a escribir una carta a Qin, que al día siguiente ordenaría que le llevaran escondida entre las páginas de un libro. La carta decía:

Qin:

Sean cuales sean las noticias que te hayan llegado, por favor, no hagas caso del rumor de que voy a casarme. Yo ya he dicho que te quiero a ti y no pienso echarme atrás. Confía en mí hasta el final, ¡ya verás con qué fuerza soy capaz de luchar! ¡Ya verás como ganaré!

JUEMIN

Releyó la carta y, satisfecho, se dijo: «Este es el primer documento de nuestra historia de amor». Luego miró a Juehui, que lo observaba.

—¿Qué pasa? —le preguntó.

—¡Eres como un caballero medieval! —contestó su hermano riéndose, pero no pudo evitar pensar: «Ya veremos cómo acaba todo».

Pasados los festejos del cumpleaños del abuelo, la cuestión del matrimonio de Juemin se planteó formalmente. Feng Leshan encargó las gestiones a un casamentero y, el abuelo, como era de prever, estuvo de acuerdo con la propuesta. La madrastra no podía opinar porque no era la verdadera madre y, además, era nuera del abuelo y no tenía ningún derecho. Juexin se daba cuenta de lo complicado del asunto. La decisión del abuelo era un grave error que, una vez más, arruinaba una joven vida. ¿Debía protestar? No tenía coraje para enfrentarse al abuelo. Decidió esperar y ver si las supersticiones solucionaban el tema. El abuelo pidió al señor Wang, el padre de la tía cuarta, que llevara el horóscopo de los prometidos a un adivino. Juexin esperaba que la respuesta fuera que el matrimonio no era propicio, incluso había pensado en sobornar a aquel hombre, pero fue todo lo contrario, el resultado de la consulta era favorable: auguraba una feliz unión. Con el papel del oráculo en las manos, se rio amargamente de su estupidez. Hubiera querido romper aquel papelucho lleno de tonterías, pero le faltaba valor incluso para hacer algo así. Se justificó a sí mismo diciéndose que ya había hecho todo lo que podía.

Todo aquello lo hacía a escondidas de Juemin. En la familia Gao las cosas se hacían así. Los que habían sido títeres más adelante hacían de titiriteros. Sin embargo, Juemin no estaba dispuesto a que jugaran con él. Contaba con el apoyo de Juehui. Ellos dos y Qin empezaron a planear diferentes estrategias para evitar aquel matrimonio. La primera era acudir a Juexin, pero este les dijo que no contaran con él. Después recurrieron a la madrastra, que tampoco quiso enfrentarse al abuelo. Era evidente que Juemin no iba a encontrar ayuda alguna en la familia.

Días más tarde, la situación se complicó. La tía Zhang, que, por supuesto, estaba a su favor, le aconsejó que no fuera a ver más a Qin para que la familia Gao no pensara que ella se oponía al matrimonio que proyectaban.

La primera intentona había fracasado. La segunda consistía en hacer saber a todos que si la familia no respetaba su voluntad, adoptaría medidas extremas. Como era de prever, las amenazas no llegaron a oídos del abuelo y no surtieron ningún efecto.

Se acercaba el día del intercambio oficial de los horóscopos de los prometidos en el que se decidiría una fecha propicia para la boda. No habían transcurrido ni dos semanas desde el cumpleaños del abuelo. Juexin intentó dar a conocer al abuelo el sentir de Juemin, pero aquel contestó indignado:

—Yo hago lo correcto, ¿quién se atreve a decir lo contrario? Cuando digo una cosa, se hace ¡y basta!

Juemin pasaba horas en el jardín cuestionándose si debía ceder o llegar hasta el final. Si se decidía a actuar, sabía que no habría vuelta atrás. Era consciente de que si se iba de casa y dejaba a la familia le esperaba un futuro lleno de dificultades. En casa no le había faltado nunca nada, pero ¿cómo viviría fuera? Apenas tenía preparación. Las cosas habían llegado a un punto en el que había que tomar una decisión; aun así, dudaba. Fue al encuentro de Juexin:

—¿Crees que hay alguna esperanza?

—Me parece que no.

—¿Realmente crees que no? —Estaba desesperado—. Entonces, dime, ¿qué debo hacer?

—¿Que qué debes hacer? Entiendo cómo te sientes, pero no puedo ayudarte. Te aconsejo que obedezcas al abuelo. Los que hemos nacido en esta época estamos condenados a ser víctimas —dijo reprimiendo el llanto.

Juemin replicó desafiante:

—¡El pacifismo! ¡La filosofía de la reverencia!

Mientras se dirigía a su habitación se dijo: «Es mejor hablarlo con el hermano tercero».

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