Evelina

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Parte Tercera » Carta XXI

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I

Evelina continúa

Clifton, 13 de octubre

Se va acercando el momento de nuestro encuentro, pero no consigo dormir, pues las grandes alegrías emocionan tanto como los pesares, y por eso continuaré con mi relato.

Como no había tenido oportunidad de ver Bath, se organizó anoche una excursión para enseñarme esta famosa ciudad, y, esta mañana, tras el desayuno, nos pusimos en camino en tres faetones:

lady Louisa y la señora Beaumont con

lord Merton, el señor Coverley y el señor Lovel con la señora Selwyn, y yo, con

lord Orville.

Apenas habíamos recorrido media milla, cuando un caballero, desde una silla de posta que venía al galope detrás de nosotros, gritó a los criados:

—Hola, muchachos, ¿va en alguno de estos carruajes la señorita Anville?

De inmediato reconocí la voz del capitán Mirvan, y

lord Orville detuvo el carruaje. Él saltó de la silla y rápidamente se acercó a nosotros:

—Entonces, señorita Anville, ¿cómo se encuentra? He oído decir que ahora es usted la señorita Belmont; por favor, ¿cómo se encuentra la vieja dama francesa?

Madame Duval —dije yo— creo que está muy bien.

—Deseo que se encuentre en su hermosa

casa —dijo él guiñando un ojo significativamente— y no se encoja ante su deber. Que haya descansado lo suficiente para reparar los daños y vuelva a estar

en forma de nuevo[73]. ¿Y qué es del pobre

monsieur Doloroso, sigue con la mandíbula flácida como siempre?

—No están en Bristol ninguno de los dos —dije yo.

—¡No! —dijo él con aparente decepción—, pero seguramente la vieja viuda pretende asistir a la boda. Será una excelente ocasión para lucir su mejor seda de Lyon. Además, tengo intención de bailar una nueva danza con ella, ¿no sabe usted cuándo llegará?

—No tengo motivo alguno esperarla.

—¡No!, por Júpiter, ésta es la peor noticia que podría darme; todo el camino he pensado en la treta con la que podría aprovecharme de ella.

—Ha sido muy galante —dije yo, riéndome.

—¡Oh!, le prometo que mi Molly nunca me hubiera engatusado con halagos para hacer esta excursión si hubiera sabido que ella no estaba; porque déjeme decirle un secreto…, tenía toda la intención de gastarle a la

vieja cabra otra chanza.

—¿Entonces fue la señorita Mirvan la que le persuadió para hacer este viaje?

—Sí, y hemos estado viajando toda la noche.

¿Hemos? —dije yo—, ¿acaso viene su hija con usted?

—¿Quién, Molly? Sí, está ahí, en la silla.

—¡Por Dios, señor!, ¿por qué no me lo dijo usted antes? —dije yo.

Inmediatamente, ayudada por

lord Orville, salté fuera del faetón y corrí hacia la estimada muchacha. Lord Orville abrió la puerta de la silla y estoy segura de que no necesito decirle la sincera alegría que acompañó nuestro encuentro.

Pedimos que nos dejaran continuar el viaje sin separarnos, y

lord Orville fue tan amable de invitar al capitán Mirvan a su faetón.

Fui feliz como nunca con este encuentro tan oportuno con mi querida Maria, que me contó que, apenas tuvo noticia de mi situación, con ayuda de

lady Howard y su buena madre, le suplicó a su padre ardientemente que le diera su consentimiento para el viaje; y que él no pudo resistirse a sus plegarias conjuntas. Aunque Maria no cree que hubiera cedido tan prontamente si no hubiera esperado encontrase a

madame Duval.

Llegaron a casa de la señora Beaumont algunos minutos después de que nos hubiéramos marchado, y nos han alcanzado sin demasiada dificultad.

No le relato nuestra conversación, pues ya podrá suponer usted los temas que escogimos y nuestra manera de discutirlos.

Nos detuvimos en un gran hotel donde nos vimos obligados a pedir una habitación, pues

lady Louisa, que estaba

fatigada hasta morir, quiso tomar algo antes de que empezásemos nuestras andanzas.

Tan pronto como estuvimos todos reunidos, el capitán, saludándome bruscamente, dijo:

—Entonces, señorita Belmont, hay que darle la enhorabuena. ¿Ha discrepado ya con su nuevo nombre?

—¿Yo?, oh, no, en verdad, señor.

—¿Quiere entonces explicarme la razón por la que tan precipitadamente está a punto de cambiarlo de nuevo?

—¡Señorita Belmont! —dijo el señor Lovel mirando alrededor con sorpresa—, perdón, pero…, si no es impertinente…, debo decir que siempre había entendido que el nombre de esta joven era Anville.

—¡Por Júpiter! —dijo el capitán—. Se me ocurre que le he visto en alguna parte antes. Ahora que lo pienso, ¿no es usted la persona que vi una noche en el teatro y que al terminar la función no sabía si se trataba de una tragedia o una comedia, o un concierto de violín?

—Creo, señor —dijo el señor Lovel tartamudeando—… Creo que le vi una vez…, que tuve el placer de verle la última primavera.

—Sí, y aunque viviera cien primaveras —contestó él—, nunca lo olvidaré, porque, caramba, le he utilizado desde entonces como una broma excelente. Bueno, joven, de todos modos estoy encantado de verle de nuevo en la tierra de los vivos —estrechándole brutalmente la mano—; y dígame, si se me permite el atrevimiento: ¿cuánto gasta por noche para mantener alejados a los sepultureros?

—Yo, señor —dijo el señor Lovel muy desconcertado—, nunca me vi en peligro tan inminente como para…, realmente, señor, no le entiendo.

—¡Oh, no me comprende!, pues voy a darle explicaciones más claras. Señoras y señores, voy a decirles una cosa, sepan que este caballero, tan cierto como que está ahí sentado, paga cinco chelines la noche sólo para que sus amigos sepan que está vivo.

—Pues aún es poco dinero —dijo la señora Selwyn—, si tenemos en cuenta el valor de la información.

Con

lady Louisa ya repuesta, comenzamos la excursión.

La encantadora ciudad de Bath ha cumplido en general mis expectativas. The Crescent, la perspectiva que se disfruta desde allí y la elegante simetría del Circus me encantaron. The Parades[74] confieso que me defraudó. Una sola de ellas es apenas preferible a algunas de las calles de Londres; y la otra, aparte de presentar una hermosa perspectiva, una vista bonita de Prior Park y del Avon, no contaba con elegancia más notable que un mero pavimento ancho como para satisfacer la idea que me había formado de ella.

En el salón termal me asombró ver la exhibición pública de las señoras en el baño. Bien es verdad que llevaban gorritos en la cabeza, pero la sola idea de exhibirse en tal situación, para quienquiera que se complazca en mirar, es indelicada.

—¡Por Júpiter! —dijo el capitán, contemplando las termas—. Éste sería un lugar excelente para hacerle bailar ahí dentro un

fandango a la vieja

señora Francia. Sería divertidísimo zambullirla en el estanque.

—Ella estaría muy complacida por tal distinción a su favor —dijo

lord Orville.

—Es que, déjeme decirle —contestó al capitán—, me fascina poderosamente. Nunca había sentido tanta simpatía por una

vieja bruja.

—La verdad —dijo el señor Lovel—, es que debo confesar que no comprendo por qué las señoras escogen esos espantosos trajes tan impropios para bañarse aquí[75]. A menudo he pensado en ello y no consigo entender la razón.

—Pues bien, declaro… —dijo

lady Louisa— que habría que discurrir algo nuevo para reemplazarlos; siempre aborrecí los baños por eso, porque no se puede ir bien vestido para la ocasión. ¡Aquí hay alguien que me ayudará con eso!

—¿Quién, yo? ¡Oh, querida señora! —dijo el señor Lovel sonriendo estúpidamente—, ¿cómo puedo pretender ayudar a una persona del gusto de su señoría?; además, no tengo la más mínima idea de moda, ni he inventado nada en toda mi vida. Nunca tuve la menor inclinación para el vestir, ni la menor noción de imaginación o elegancia.

—¡Oh, qué vergüenza, señor Lovel! ¿Cómo puede hablar así? ¿No sabemos todos que da la nota elegante en el

beau monde? Pienso que no hay hombre que se vista mejor que usted.

—¡Oh, por Dios, estimada señora, me confunde usted en grado sumo! ¿Que visto bien? Pero si siempre pienso que no se me puede mirar. Me escandalizo a menudo hasta morir por pensar en la facha que tengo. Puede su señoría creerme cuando le diga que esta mañana me pasé media hora completa sin saber qué ponerme.

—¡A fe mía! —dijo el capitán—, desearía haberlo presenciado, y de seguro que habría aligerado sus movimientos un poco… ¡

Media hora pensando lo que se iba a poner…! ¿Y a quién diablos piensa que le puede importar eso o no?

—¡Oh, capitán!, no sea tan severo con este caballero porque

piensa; sea cual sea la causa, le aseguro que no practica muy a menudo este tipo de ofensa.

—Realmente, señora, es usted maravillosamente amable —dijo el señor Lovel, colérico.

—Y dígame ahora —dijo el capitán—, ¿se ha dado una buena zambullida en este sitio alguna vez?

—¿Una zambullida, señor? —repitió el señor Lovel—; ése es más bien un término extraño, pero si se refiere a un baño, es un honor que he repetido muchas veces.

—Y dígame, si se me permite cierto atrevimiento en este punto, ¿qué hace con todo ese arbusto rizado y liso que tiene en la cima? Vamos, apuesto lo que quiera a que en su gruesa coronilla hay grasa suficiente para mantenerle a flote, aunque estuviera cabeza abajo.

—Yo no sé —dijo la señora Selwyn—, pero podría ser muy sencillo, porque estoy segura de que es la parte más ligera.

—Ahí está el asunto —dijo el capitán—, se necesita hacer de él un soldado antes de decidir si es más ligero de cabeza o pies. Apostaría diez libras contra un chelín a que podría arrojarlo tan diestramente sobre la terma, que caería desplomado sobre el copete y lo haría girar como una peonza.

—¡Hecho! —gritó

lord Merton—. Acepto la apuesta.

—¿Quiere, usted? Por Júpiter, lo haremos lo más pronto posible, como diría Jack Robinson[76].

—Je, je —dijo el señor Lovel riéndose acobardado, mientras se acercaba bruscamente hacia la ventana—. Por mi honor que sería divertidísimo, pero no creo que nadie tenga derecho a hacer apuestas sin el consentimiento del interesado.

—Está equivocadísimo Lovel —dijo el señor Coverley—, cualquiera pude apostar sobre usted sin su consentimiento, que no viene al caso. Puedo apostar a si tiene usted la nariz azul celeste, si quiero, por ejemplo.

—Sí —dijo la señora Selwyn—, o a que su inteligencia es superior a su físico…, o un absurdo cualquiera.

—Protesto —dijo el señor Lovel—, no me gustan semejantes privilegios, y debo implorar que nadie se tome esas libertades conmigo.

—Lo haría a pesar de sus protestas —dijo el capitán—: Suponga que a mí se me antoja decir que no tiene un diente siquiera, ¿podría impedírmelo?

—Permítame preguntarle, al menos, señor, ¿cómo lo probará usted?

—¿Que cómo? Pues haciéndoselos saltar todos de un puñetazo.

—¡Haciéndomelos saltar todos de un puñetazo! —repitió el señor Lovel con mirada de horror—. En mi vida vi cosa más espantosa. Y me permito observar que no hay apuesta que pueda justificar una acción tan bárbara.

Aquí intervino

lord Orville, y corrimos todos a nuestros carruajes. Regresamos en la misma forma en que vinimos. La señora Beaumont invitó a todo el grupo a comer y tuvo la amabilidad de rogarle a la señorita Mirvan que se hospedase en su casa durante su estancia. El capitán se alojará en el balneario.

La primera media hora tras nuestro regreso fue ocupada escuchando las disculpas del señor Lovel por comer con el traje de montar. La señora Beaumont se dirigió entonces a la señorita Mirvan y a mí, preguntándonos si nos había gustado Bath.

—Yo creo que las señoras —dijo el señor Lovel—

no han visto Bath.

—No, pues…, ¿qué han hecho entonces?, supone usted que se han metido los ojos en los bolsillos, ¿eh?

—No, señor, no; pero imagino que no se puede ver Bath en una mañana.

—Ya —dijo el capitán—, ¿es que piensa que sería mejor verlo a medianoche?

—No, señor, no —dijo el señor Lovel, con sonrisa arrogante—, percibo que no me entiende. No creemos que se pueda

conocer Bath si se visita

fuera de temporada.

—¡Vaya una estupidez! Entonces —dijo él—, no se puede ver Bath si no es en temporada.[77]

El señor Lovel sonrió de nuevo, pero creyó más oportuno no responder.

—Las diversiones de Bath —dijo

lord Orville— son tan repetitivas que, después de un corto tiempo, se vuelven aburridas. Pero la máxima objeción que puede hacerse a ese lugar es que es un estímulo para los jugadores.

—Pues espero, su señoría, que no pensaría abolir el juego —dijo

lord Merton—, ¡es la esencia misma de la vida! Que el diablo me lleve si tuviera que vivir sin él.

—Pues lo lamento extraordinariamente —dijo

lord Orville mirando a

lady Louisa.

—Usted no es juez en este asunto —continuó el otro—, pero si en alguna ocasión pudiéramos llevarle a una mesa de juego, ya nunca podría ser feliz lejos de ella.

—Supongo, su señoría —dijo

lady Louisa—, que nadie aquí conseguirá nunca apartarle de ella.

—Su señoría —dijo

lord Merton, recobrándose— tiene poder suficiente para hacerme renunciar a cualquier cosa.

—Menos a ella —dijo el señor Coverley—. ¡Pardiez, su señoría, no se queje de mi apoyo!

—Los hombres de ingenio como usted, Jack, sí que saben contestar a su señoría justo a tiempo; en cuanto a mí, reconozco que no tengo talento en ese campo.

—¿Realmente, su señoría? —preguntó la sarcástica señora Selwyn; pues es extraordinario, visto que tendría el éxito tan a su alcance.

—Dígame, señora —dijo el señor Lovel a

lady Louisa—, ¿está al tanto de las novedades?

—¡Novedades! ¿Qué novedades?

Pues los rumores que circulan por el balneario sobre cierta persona…

—Oh, señor, no. ¿A qué se refiere?

—No, señora, le ruego que me perdone; es un gran secreto y no lo hubiera mencionado si no hubiera pensado que estaba al tanto de ello.

—Señor, pero ahora… ¿cómo puede ser tan malvado?, es un provocador; venga aquí, ¿verdad que usted me lo dirá ahora mismo?

—Su señoría sabe lo feliz que me hace complacerla, pero por mi honor que no puedo decir una palabra si no me promete el secretismo más inviolable.

—Desearía que esperase eso de mí —dijo el capitán—, y le doy mi palabra de enmudecer un rato. ¡Secretismo dice! ¡Por Júpiter, me maravilla que no le avergüence mencionar tal palabra cuando habla de decírselo a una mujer! Aunque en lo referido a este asunto, preferiría chismorreárselo a todo el género femenino de inmediato que decírselo a uno como usted.

¿A uno como yo? —dijo el señor Lovel, dejando caer el cuchillo y el tenedor y adoptando aires de importancia—, no tengo el honor de comprender sus palabras.

—En cuanto a eso —dijo el capitán—, se lo explicaré cuando guste.

—Por mi honor, señor —contestó el señor Lovel—, voy a tomarme la libertad de decirle que debería estar muy ofendido, pero supongo que se trata de una frase en

jerga marinera y por eso la dejaré pasar sin darle más importancia.

Entonces

lord Orville, para cambiar de tema, le preguntó a la señorita Mirvan si pensaba pasar el invierno en Londres.

—Seguramente no —dijo el capitán—. ¿Para qué? Ya vio todo lo que merecía la pena ver.

—Entonces, Londres —dijo el señor Lovel sonriendo a

lady Louisa—, ¿debe considerarse como un

espectáculo?

—Y bien, entonces, señor sabelotodo, ¿cómo le gustaría considerarlo? Contésteme a eso.

—Oh, señor, imagino que mi opinión le resultaría escasamente comprensible. No entiendo de jerga marinera lo suficiente como para hacerme comprender. ¿Su señoría no comparte que la tarea sería sumamente difícil?

—¡Oh, Jesús, sí —dijo

lady Louisa—, antes preferiría enseñar a mi loro a hablar galés!

—¡Ja, ja, ja! ¡Admirable! Por mi honor, su señoría, que está hoy inspiradísima, pero, ciertamente, lo está siempre.

Desde luego, siendo sincero, debo reconocer que los marinos tienen unos juegos de palabras…, casi como un dialecto propio, tan opuesto a nuestro modo de hablar, que no sorprende que consideren Londres como una mera función, que una vez visto el espectáculo ya se ha visto todo. ¡Ja, ja, ja!

—Je, je —haciendo coro

lady Louisa—. La verdad es que es usted muy chistoso.

—El que es cómico es él. Por mi honor que no puedo evitar reírme cuando escucho que Londres se puede ver en unas pocas semanas.

—¿Y por qué no? —dijo el capitán—, ¿es que quiere dedicarle un día a cada calle?

Aquí hubo de nuevo intercambio de sonrisas entre

lady Louisa y el señor Lovel.

—… Porque le garantizo que si tuviera que enseñárselo, le arrastraría desde St. James a Wapping[78] la primerísima mañana.

Las carcajadas fueron entonces constantes y unidas al desprecio más absoluto, que fue captado perfectamente por el capitán, el cual, mirando fieramente al señor Lovel, dijo:

—No me importan sus muecas burlonas, es una jerga que no entiendo. Pero si sigue haciéndolas, me falta poco para darle un puñetazo en la oreja.

—Protesto, señor —dijo el señor Lovel, poniéndose muy pálido—, creo que se toma muchas libertades; ese lenguaje lo puede emplear cualquiera.

—Puede hacerlo —dijo el capitán—, pero con un buen trago le garantizo que se pasa pronto.

Y entonces, pidiendo un vaso de cerveza, y con un gesto de cabeza retador y muy significativo, se lo bebió de un trago.

El señor Lovel no contestó, pero parecía muy contrariado. Y al poco tiempo dejamos a los caballeros solos.

Me entregaron luego dos cartas, una de

lady Howard y la señora Mirvan, con las más amables felicitaciones, y otra de

madame Duval…, pero ni una sola palabra suya, para mi preocupación y no poca sorpresa.

La señora Duval parece muy regocijada con mis últimas noticias; dice que un fuerte enfriamiento le impide venir a Bristol; que los Branghton están bien, y que la señorita Polly pronto se casará con el señor Brown, pero que el señor Smith ha cambiado de hospedaje; lo cual —añade— ha dejado la casa muy triste. No obstante ésa no es la noticia peor, ¡aunque desearía que lo fuera!…, «y es que he sido tratada de la peor manera posible por

monsieur DuBois, pues ha tenido la bajeza de regresar a Francia sin mí». Finalmente me asegura, tal como usted me pronosticó, que seré su única heredera, cuando sea

lady Orville.

A la hora del té nos volvimos a reunir con los caballeros, excepto el capitán Mirvan, que se fue al hotel en el que se hospeda, e hizo que su hija le acompañara para separar sus

bagatelas, como él las llama, de sus propias ropas.

Tan pronto como se fueron, el señor Lovel, que parecía continuar muy malhumorado, dijo:

—No he visto un tipo tan vulgar y mal educado como el capitán en toda mi vida. Por mi honor que creo que ha venido con el único propósito de provocar pelea. No obstante, les aseguro que, por mi parte, no pienso seguirle la corriente.

—La verdad es que me dio un susto monstruoso —dijo

lady Louisa—, jamás en mi vida había oído hablar de semejante forma.

—Yo creo —dijo la señora Selwyn— que amenazó con golpear sus orejas, ¿no es cierto?

—Realmente, señora —dijo el señor Lovel, enrojeciendo—, pero uno no debe hacer caso de esa clase de bajezas, o no podría descansar entonces de tanta impertinencia; lo mejor es no darles importancia ninguna.

—Pero… —dijo la señora Selwyn muy seria—, ¿y entonces aguantar el

golpe en silencio?

Mientras hablaban, oí detenerse la silla del capitán en la puerta y corrí escaleras abajo a recibir a Maria. Venía sola, y me dijo que su padre, que estaba segura de que tramaba algo contra el señor Lovel, la había invitado a adelantarse.

Hasta su regreso continuamos en la sala de visitas, en donde se nos unió

lord Orville, que me rogó que no insistiera en agotar su paciencia excluyéndolo de nuestro grupo. Y, permítame decirle, mi querido señor, que mi agradecido corazón nunca pasó una media hora coronada por una felicidad tan perfecta.

Creo que todos lamentamos el regreso del capitán. Pese a toda la satisfacción que rebosaba, aunque por diferente causa, no parecía mayor que la que nosotros habíamos gozado en su ausencia. Hizo mimos a Maria bajo la barbilla, se restregaba las manos, y apenas podía contener el regocijo que le invadía. Le acompañamos al salón, en donde con semblante más sereno, sin saludar previamente a la señora Beaumont, se fue directamente hacia el señor Lovel, y bruscamente dijo:

—Dígame, por favor, ¿tiene aquí algún hermano?

—¿Yo, señor? No, gracias a Dios, estoy libre de preocupaciones de ese tipo.

—Pues bien —dijo el capitán—, acabo de ver una persona que se parece tanto a usted, que hubiera jurado que era su hermano gemelo.

—Hubiera sido un gran placer para mí haberle visto también —dijo el señor Lovel—; la verdad es que no tengo la menor noción de cómo soy, y tengo gran curiosidad por averiguarlo.

En ese instante el criado del capitán abrió la puerta, diciendo:

—Hay abajo un pequeño caballero que desea ver al señor Lovel.

—Dígale que suba —dijo la señora Beaumont—, pero ¿cuál es la razón de que William no esté en su puesto?

El hombre cerró la puerta sin contestar.

—No puedo imaginar quién es —dijo el señor Lovel—; no recuerdo a ningún caballero bajito conocido mío que se encuentre en Bristol…, exceptuando…, es cierto, al marqués de Charlton; pero no creo que sea él. Déjeme pensar, ¿qué otro puede ser bajito?

Un ruido confuso entre los criados hizo que todos fijáramos los ojos en la puerta; el capitán, impaciente, se apresuró a abrirla. Y luego, aplaudiendo ruidosamente, gritó:

—¡Por Júpiter, si es el mismo que tomé por su hermano!

Y entonces, ante el asombro general, entró en aquel momento en la sala un mono completamente vestido, y extravagantemente a la moda.

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