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Sexta parte: La Edad de Decadencia » 37. Europa tras la guerra de las tres ideologías

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Europa tras la guerra de las tres ideologías

En la guerra de las tres ideologías, la nazi-fascista había sido aplastada por la marxista y la liberal conjuntadas. Y por primera vez desde la Edad de Supervivencia se hallaba Europa invadida y repartida en dos grandes protectorados; así terminaban también cinco siglos de supremacía europea en el mundo (ejercida a través de algunas de sus naciones, no siempre las mismas): catástrofe simplemente inimaginable seis años antes. Las tres grandes potencias de tiempo atrás consideradas el mayor centro productivo y avanzado de civilización salían muy malparadas. La poderosa y expansiva Alemania, derrumbada, con sus históricas ciudades en escombros; Francia, autovalorada como principal núcleo generador del espíritu europeo, hambrienta y semidevastada; Inglaterra, vencedora, pero quebrada económicamente, racionada y endeudada hasta las cejas, y ya potencia de segundo orden. Los demás países, con pocas excepciones, estaban igual o peor. Atrás quedaban las políticas de equilibrio de poderes y similares, que nunca habían impedido, aunque sí, quizá, frenado el belicoso espíritu europeo. Un panorama históricamente nuevo, que hacía pensar en el fin de Europa como civilización.

Cierto que Rusia formaba parte de Europa y su ideología marxista era europea; y que Usa descendía directamente de otra ideología europea, el liberalismo. Pero miradas desde el continente, no dejaban de ser ambas potencias ajenas, con bastantes rasgos culturales distintos de los estimados más propiamente europeos. A su vez, las dos superpotencias resultantes, compartiendo el prestigio que da el triunfo, estaban en condiciones muy diferentes: la URSS debía reorganizar una economía destrozada, mientras que Usa había salido no solo indemne, sino muy robustecida, superando por fin la Gran Depresión. La fuerza de la URSS descansaba en su poderío militar y el influjo de su ideología, aumentado por su victoria; Usa disponía de la bomba atómica, que de momento la hacía imbatible, y también su ideología demoliberal ejercía una atracción muy fuerte. Por tanto, los territorios sometidos a la URSS iban a sufrir penalidades mucho más duras y prolongadas que los del protectorado useño. Aún importaba más la diferencia política entre una zona donde las libertades y partidos

burgueses estaban proscritos —salvo algún remedo— y otra en la que iba a ocurrir lo contrario. Usa, en fin, había salvado la democracia liberal en el tercio occidental europeo, si bien con determinante ayuda soviética y a costa de una intervención bélica brutal. Aparte de que el protectorado useño sería más benévolo y breve que el soviético.

Por lo demás, la confraternización entre las dos superpotencias estaba destinada a esfumarse pronto, a pesar de la Conferencia de San Francisco y de los repartos de zonas de influencia. Franco había advertido a Londres de que aquella concordia no podía durar y que la presencia de España iba a ser necesaria, recibiendo respuestas desdeñosas y ofensivas. Pero la realidad pronto se impondría.

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Dentro de este panorama general, el caso de España iba a ser la gran peculiaridad, muy mal tolerada durante más de tres décadas. El país se había salvado de la guerra con muy pocos más: Irlanda, Portugal, Suecia y Suiza. Las dos últimas habían cooperado bastante estrechamente con el nazismo, el cual había disfrutado, en general, de mucha más colaboración que oposición en la Europa del oeste. Franco entendía al comunismo y a Stalin como el enemigo principal, que para los anglosajones y Stalin era Hitler; y se sentía amigo de Alemania, que le había ayudado en la guerra civil, y no de Inglaterra, que le hostigaba y retenía el humillante enclave de Gibraltar. Pero su empeño fue en todo momento reconstruir el país después de la guerra civil y mantener los intereses españoles, que no coincidían con ninguno de los contendientes. Prestó ayuda táctica a Alemania, pero logró mantener la no beligerancia de España en aguas muy turbulentas, resistiendo a los planes de Hitler. Y este solo hecho tuvo para los anglosajones incalculable valor estratégico, muy por encima del táctico para los alemanes.

La neutralidad no iba a valer a España al terminar la contienda. Pareció entonces que el franquismo iba a desvanecerse ante un mero soplo de los vencedores de Alemania y Japón. Con toda naturalidad se anunciaba el fin de aquel «anacronismo» (De Gaulle) o el juicio a Franco por «criminal de guerra». Hubo planes para crear guerrillas en el interior del país y con tal pretexto acusar a España de hacer peligrar la paz europea, invadirla y acabar con Franco. Este advirtió que combatiría a cualquier agresor, y los anglosajones se refrenaron: una intervención directa en España provocaría una nueva guerra civil que, en una Europa en ruinas, podía contagiarse a Francia y otros. Se impuso así una saludable prudencia, pero persistió el ansia de hundir al franquismo, odiado por el pueblo, decían. Los comunistas creyeron propicio el momento y organizaron guerrillas. Pese a todo, ni el régimen caía ni las guerrillas arraigaban en la población, reacia a sublevarse a pesar del hambre —más aguda en la mayor parte de Europa—, del ambiente exterior hostil y de la presencia de tropas enemigas en las fronteras norte y sur del país. Ante tal resistencia, la ONU decretó el aislamiento internacional de España, medida criminal, porque España no había entrado en la guerra anterior y porque buscaba provocar una hambruna que empujase a la gente a rebelarse. Pero ni el maquis ni el aislamiento lograron sus objetivos, y el hambre fue pronto controlada.

En el resto de Europa, dos años después de la guerra la economía no repuntaba, y sí el descontento y las protestas, útiles a los comunistas. Usa debió tomar una resolución: el Plan Marshall, concesión de cuantiosos préstamos a bajo interés. Inglaterra recibió la tajada del león, pese a lo cual sería la Alemania Occidental quien mejor aprovecharía su parte, y en pocos años volvería a convertirse en una potencia industrial, si bien políticamente intervenida y militarmente ocupada. El Plan Marshall permitió recomponer las dañadas economías europeas, que volvieron a crecer a buen ritmo. El plan fue ofrecido a la Europa del Este, pero Stalin prohibió aceptarlo. Por supuesto, quedó excluida España, que debió reconstruirse con sus solas fuerzas. La leyenda afirma que la reconstrucción fracasó, pero los datos económicos de los años cuarenta y cincuenta señalan un crecimiento muy considerable a pesar de todas las restricciones; el hambre desapareció del país por primera vez en la historia y la esperanza de vida al nacer, una de las más bajas de Europa durante la república, subió al promedio europeo y más tarde a uno de los tres más altos.[9] Sobre la base creada entonces, y tras la derrota del aislamiento internacional, una política menos autárquica convirtió a España entre 1960 y 1975 en el país de más rápido crecimiento de Europa y uno de los más rápidos del mundo.

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La tutela useña, en general beneficiosa, no dejaba de ser vejatoria para unos países que poco antes parecían dominar el mundo. A pesar de la recuperación económica, Europa debió soportar la pérdida acelerada de sus imperios coloniales, dándose el caso, increíble antes de la II Guerra Mundial, de que Holanda, Inglaterra y Francia fueran derrotadas en sus colonias, pese a emplear una represión realmente dura y sangrienta. Inglaterra hubo de resignarse a perder India, «la joya de la corona», en 1947, en un proceso desordenado que dejó más de un millón de muertos en luchas entre musulmanes e hindúes. Al año siguiente fue expulsada a golpes, por así decir, de Palestina por los israelíes; y perdió su hegemonía sobre el Oriente Próximo y su petróleo, en beneficio de su socio useño. Holanda tenía que reconocer la independencia de Indonesia en 1949, después de que sus represiones causaran indignación mundial. Peor le fue a Francia, embarcada en una guerra por retener Indochina, que perdería después de humillantes derrotas en 1954. Dos años después perdía Marruecos, y en 1962, tras una larga y cruel contienda, Argelia —a la que no reconocía como colonia, sino como parte del territorio nacional francés—. En los años sesenta las luchas anticoloniales, alentadas a menudo por Usa y a veces bajo mando comunista, irían reduciendo a unos cuantos residuos los inmensos imperios tan recientes aún. Rasgo de estas guerras fue el abundante uso de guerrillas y terrorismo por parte de los independentistas, tácticas que, combinadas con la explotación de la opinión pública en las propias metrópolis, terminarían por doblegar a estas.

En 1949 ocurriría un suceso de dimensión planetaria al conquistar los comunistas, dirigidos por Mao Tse-tung, la inmensa China, contra el gobierno nacionalista de Chiang Kai-shek, protegido y ayudado por Usa. Prácticamente un tercio de la humanidad pasaba vivir en regímenes marxistas, un ritmo de expansión sin precedentes en la historia, como hemos indicado, incluso comparándolo con las conquistas árabes de los siglos VII-VIII. Ese mismo año conseguía Moscú la bomba atómica, estableciendo un «equilibro de poder» mundial. Y en los años siguientes el comunismo seguiría expandiéndose, hasta en Cuba, en las mismas barbas del Tío Sam (1959). La gran rivalidad mundial se desarrollaba ahora entre la URSS y Usa, y en ella los países europeos solo cumplían papeles subalternos: en 1956 Inglaterra y Francia pudieron comprobarlo cuando invadieron Egipto para impedir la nacionalización del Canal de Suez, y debieron retirarse bajo presión useña, ratificada en la ONU.

Dada la expansión comunista, España decidió salir parcialmente de su tradicional neutralidad, inútil en las nuevas circunstancias, y permitir bases militares de Usa en su territorio, como las había en la mayor parte de Europa Occidental. Según los cálculos estratégicos, la Europa Central caería rápidamente en manos soviéticas en caso de guerra, dejando solo a la Península Ibérica y las Islas Británicas como bases para una contraofensiva. España ganaba posición internacional y en 1955 entraba en la ONU, que nueve años antes había intentado su proscripción y aislamiento.

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Varios políticos eurooccidentales diseñaron un plan a largo plazo para devolver a Europa un papel clave en el mundo, cosa que suponían posible solo mediante la unificación y desintegración de las naciones. Aquellos políticos fueron titulados «padres de Europa», de forma absurda, como si Europa no hubiera existido hasta entonces. Entre ellos predominaban los democristianos: el alemán Konrad Adenauer, el italiano Alcide de Gasperi, el francés Robert Schuman, más el socialdemócrata belga Paul-Henri Spaak y el tecnócrata Jean Monnet La idea era emprender un proceso de unidad económica que condujese a la unidad política en unos Estados Unidos de Europa o algo semejante. De la experiencia pasada extraían la lección de que por esa vía terminarían los tradicionales conflictos entre Francia y Alemania. Y la ancestral aspiración, desde Carlomagno, a unificar un continente cristiano, parecía tener una opción histórica tras los efectos del choque entre las tres ideologías anticristianas o acristianas. Pero la idea de organizar la política a partir de la economía, típicamente

materialista, era más socialdemócrata que cristiana. En 1950, el hombre de negocios Jean Monnet propuso como primera medida, aceptada, fundar una Comunidad Europea del Carbón y del Acero (CECA) entre Francia, Alemania, Italia y el BENELUX (Bélgica, Holanda y Luxemburgo). En 1957 la unión se transformó en la CEE (Comunidad Económica Europea) que establecía la unión aduanera y la libre circulación de bienes, aunque no de personas y capitales, que no se haría hasta 1986.

Los objetivos de estas medidas eran básicamente dos: evitar en lo sucesivo las guerras intraeuropeas y crear poco a poco una nueva superpotencia que compitiese con Usa y URSS. La realidad era más bien que la paz en el continente se debía a la tutela militar useña, soportada con cierto disgusto. Y no faltaron guerras de países europeos en otros continentes terminadas en derrotas, como hemos indicado. A cambio de aquella tutela y de las ayudas del Plan Marshall, los países eurooccidentales crecieron más rápidamente que nunca, convirtiéndose en sociedades de gran consumo en los llamados Treinta Años Gloriosos, hasta 1975. Ello contradecía el dogma, antaño creído por casi todos y sostenido con empeño por los marxistas, de que la riqueza capitalista provenía de la explotación de las colonias. Por otra parte, el crecimiento se consiguió mediante una expansión nunca vista del Estado, en contradicción con principios liberales básicos.

¿Estaba superando Europa (occidental) su decadencia gracias al éxito económico? Más bien no. Donde mejor se aprecia esa decadencia es en aquellos puntos en que descollaba desde muchos siglos atrás: el pensamiento, la filosofía, el arte, la ciencia y la técnica. En todos esos terrenos, también en las modas populares y juveniles, la vanguardia y la iniciativa pasaron a Usa después de 1945, siguiendo Europa con más o menos matices y escasa originalidad. También el marxismo soviético continuó influyendo poderosamente por medio de partidos comunistas de masas como en Italia y Francia, y asimismo en la universidad y medios intelectuales. La Escuela de Frankfurt, asentada en Usa después del triunfo nazi, intentó un nuevo materialismo combinando a Marx con Freud. Otro rasgo de la época fue la popularidad del existencialismo de Sartre, puro nihilismo voluntarista: el hombre está «condenado a ser libre», y puede construir su moral y su vida al margen de cualquier constricción externa. Sartre terminó defendiendo el comunismo extremo, algo no tan paradójico como pudiera sonar. En general, el pensamiento europeo de posguerra tiene aire de epigonismo un tanto gris. El contraste entre la boyante economía y la pobreza cultural sugiere la roca de Prometeo, en la interpretación dieliana.

Aquella prosperidad europea tendría efectos no esperados. El persistente influjo marxista en medios universitarios era muy fuerte en Francia, Italia y Alemania, y significativo en Inglaterra y otros países. La ideología del consumismo creaba cierta insatisfacción vital en los jóvenes que no habían conocido las miserias de la posguerra. La sensación de vivir bajo permanente amenaza de guerra nuclear ayudaba a fomentar un ambiente nihilista en unos medios universitarios que se habían masificado y en los que cundían las drogas y conductas no disímiles de las de los años veinte. El pacifismo, exigido solo para la parte occidental de Europa pero no para la oriental, se masificó, mezclado con la oposición a la guerra de Vietnam, en la que se había embarcado Usa desde principios de los sesenta y sobre todo desde 1964, para impedir la ocupación de Vietnam del Sur por los comunistas. Aquella guerra fascinó a medio mundo, por la incapacidad del coloso useño para dominar a un enemigo tan inferior económica y técnicamente. De tales factores surgieron protestas universitarias casi permanentes en Francia, Alemania, Italia, en Usa, en menor medida en Inglaterra. Diversos teóricos marxistas o similares entendieron que el «sujeto revolucionario» pasaba de la clase obrera, absorbida por el «sistema», al estudiantado, y que el capitalismo prosperaba con nuevas formas de explotación, saqueando a las ex colonias del «Tercer Mundo».

Otra variante del descontento juvenil, también dirigido básicamente contra los padres y la familia, se expresaba en la consigna «sexo, drogas y

rock and roll», o en movimientos como los

beatniks y los

hippies, originados en Usa y entre los que el consumo de drogas constituía una seña de identidad definitoria.

Las protestas culminaron en la «revolución del mayo francés», en 1968, un movimiento confuso, entre comunista, anarquista y freudomarxista, deseoso de derribar el orden

burgués mezclando la «revolución proletaria», la «revolución estudiantil», y la «revolución sexual». Hablaba de «liberación» y admitía el maoísmo, sin importar sus contradicciones. La Cuba castrista fue también uno de sus iconos. De tiempo atrás, el marxismo sufría una descomposición intelectual, varios de cuyos subproductos eran un feminismo que trasladaba la lucha de clases a la lucha de sexos, con implicaciones abortistas y homosexistas; o un ecologismo que planteaba la lucha entre el hombre y la naturaleza, en la que el malvado era el hombre. La conmoción fue vencida con pocas víctimas, pero sus efectos ideológicos antifamilia, juvenilistas, nihilistas, de desprecio al pasado (por lo demás ignorado o interpretado en términos de lucha de clases), querencia totalitaria, etc., proseguirían con plena fuerza hasta hoy. El «mayo francés» vino a ser una explosión de «pensamiento histérico», irradiante aún hoy.

Por lo que se refiere al marxismo, entró también en crisis a principios de los años sesenta. Cuatro años antes, el jefe soviético Nikita Jruschof denunció como crímenes algunos de los hechos de su antecesor Stalin: asesinatos, deportaciones, etc., centrándose sobre todo en los que habían afectado a los propios comunistas. La denuncia ponía en cuestión todo el programa de construcción del socialismo y las mismas bases teóricas marxistas: la sociedad más justa, más libre y más productiva de la Historia se habría construido bajo una tiranía alucinada y salvajemente sanguinaria. La contradicción fue claramente percibida por los comunistas chinos y albaneses, que atacaron a Jruschof acusándole de calumniador y

revisionista del contenido revolucionario del marxismo, como había sido la socialdemocracia alemana de principios de siglo. Stalin solo habría aplicado la doctrina de la lucha de clases, aplastando a los enemigos del proletariado: nada de crímenes, sino todo lo contrario, o en todo caso errores difíciles de evitar y no decisivos… que también se cometían en China al coste de millones de vidas humanas. Por consiguiente la China de Mao y la Albania de Hoxha rompieron con la URSS y fomentaron nuevos partidos, conocidos como marxistas-leninistas-maoístas o simplemente maoístas.

Aun con sus divisiones, el comunismo continuó expandiéndose y a la ofensiva. Sobre todo en Vietnam, donde estaba agotando a la superpotencia useña, parecía demostrar que el futuro pertenecía a los comunistas. Llama ahí la atención cierta inversión de valores: los marxistas se consideraban materialistas acérrimos, mientras que en el modo de ver la vida de Usa, la religión tenía una parte importante. Sin embargo todos los elementos materiales estaban de parte useña, mientras que los comunistas resistían con un derroche de espíritu, por así decir: fe en la causa, disciplina, sacrificio… La guerra terminó en 1973, desastrosamente para Usa, donde provocó graves discordias sociales y una larga y pesada crisis moral. No solo fue Vietnam, también cayeron en poder comunista Laos y Camboya, donde el nuevo poder perpetró uno de los genocidios más horripilantes del siglo.

En 1974 un golpe militar semicomunista derrocaba en Portugal al régimen corporativista fundado por Oliveira Salazar, y daba la independencia a las vastas colonias africanas de Angola y Mozambique, y la menor de Guinea. Eran las últimas colonias europeas significativas en África, y en las tres estallaron guerras civiles entre comunistas y contrarios.

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Ninguna de estas corrientes afectó gran cosa a España. El franquismo tuvo hasta el final, en 1976, un éxito realmente notable desafiando una hostilidad casi generalizada, que llevaba a gobiernos europeos a apoyar el terrorismo contra él. España era «diferente», como proclamaba un eslogan turístico. Aparte sus logros económicos, había alcanzado una envidiable salud social medida por índices de población penal, drogas, delincuencia juvenil, aborto, prostitución, alcoholismo, suicidio, fracaso familiar, violencia doméstica, enfermedades venéreas, embarazo de adolescentes, homicidios, etc. En todos estos índices estaba en los puestos más saludables del continente. La sociedad parecía inmune, salvo sectores marginales, a modas como las

hippies, la difusión de la droga o la boga del marxismo, y el régimen no sufrió oposición democrática o liberal de algún relieve, solo comunista y/o terrorista. Sin embargo esta última creció desde finales de los años sesenta, tanto por la publicación legal de numerosa literatura marxista como por la política del Partido Comunista, muy activo en la universidad. Todo ello manteniendo el régimen siempre abiertas las fronteras, por donde entraban masas crecientes de turistas y se realizaba un comercio cada año más intenso.

El franquismo era un equilibrio entre partidos conservadores más otro con afinidades fascistas italianas: la Falange o Movimiento Nacional. Siendo el catolicismo el único punto común entre ellos, el régimen de declaró confesionalmente católico y trató de aplicar la doctrina social de la Iglesia de León XIII, y así le fue reconocido por el Vaticano, casi su único aliado efectivo en los tiempos más difíciles. Pensaba superar tanto al liberalismo como al marxismo, a quienes rechazaba por su

materialismo economicista e irreligioso o antirreligioso. Radicalmente contrario al comunismo, uno de sus motivos de orgullo radicaba en haberlo vencido en España y haber mandado la División Azul contra la URSS. Con el liberalismo era mucho más complaciente, y de hecho podían calificarse de liberales muchos de sus rasgos, como el apoyo a la propiedad y la iniciativa privadas, la práctica ausencia de dirigismo cultural o el mantenimiento de un aparato estatal reducido. Esto último chocaba también con la tendencia casi unánime de Usa y las democracias europeas, donde la expansión del Estado fue abrumadora después de la guerra mundial.

La ideología del régimen trataba de revitalizar las raíces católicas a partir de las interpretaciones de Donoso Cortés, Menéndez Pelayo o Balmes, o bien ya de los más recientes Maeztu o Morente. Se encontraban las esencias productivas de España en la defensa del catolicismo en el Siglo de Oro, en estrecha relación con el legado del imperio. Designio no exclusivista, pues la cultura progresó mayoritariamente al margen de cualquier directiva oficial (no hubo nada parecido a las consignas nazis o soviéticas orientadoras del arte, etc., aunque sí una censura centrada más bien en tópicos sexuales) y se achacaba la decadencia a la renuncia a la propia tradición para «afrancesarse» o «anglisizarse». Como pasaba en el resto de Europa, fueron en ese sentido más relevantes los logros económicos y de otro tipo, que los intelectuales. En su

Defensa de la Hispanidad, Maeztu había intentado exponer un espíritu hispano de «igualdad esencial de todos los pueblos de la tierra», ideal cristiano defendido hasta cierto punto por la España clásica, pero cuyo universalismo no lo hacía por ello particularmente español. Desde el siglo XVIII, los españoles habrían renegado de sus valores y originalidad propios para seguir servilmente otros ajenos, y de ahí la decadencia. Morente cree encontrar la esencia de lo español, común a todos los tiempos y válido para todos los pueblos hispánicos, en el modelo del «caballero cristiano». Discusiones de este tipo se daban en otros países, desgarrados entre su «espíritu» y la imitación de las naciones más boyantes. En los años cuarenta y cincuenta hubo debates de cierto fuste entre clérigos y falangistas sobre la vía a seguir para dotar a España de un nuevo dinamismo cultural. Durante aquellas dos décadas y a pesar de las dificultades económicas, el país tuvo una vida literaria y artística de gran interés, menor en el plano científico, pero tampoco desdeñable. Y se erigió el monumento probablemente más original y poderoso creado en el siglo XX en cualquier país, el Valle de los Caídos.

Más directamente política era la fórmula llamada «democracia orgánica», propuesta por la Falange siguiendo el pensamiento de José Antonio: la familia, el municipio y el sindicato serían los órganos de participación popular, y no las elecciones «inorgánicas» o liberales en las que, se decía, la gente era víctima de propagandas manipuladoras, votaba a candidatos que no podía conocer, entre la demagogia e irresponsabilidad de los dirigentes. En la práctica, la democracia orgánica nunca fue aplicada ni despertó mucho fervor popular. El régimen funcionaba esencialmente a través del Consejo de Ministros, donde Franco procuraba equilibrar a unas y otras «familias», partidos disimulados.

¿Podía brotar de todo ello un pensamiento o ideología capaz de rivalizar con los que cundían por Europa y América? Desde luego exigiría una elaboración intelectual muy profunda, que no se dio, y en todo caso resultaría muy difícil a largo plazo, por la enemistad que profesaba al franquismo el resto de Europa, y la mayor parte de América. Por lo demás, el gran proyecto revitalizador mediante el catolicismo quebró en los años sesenta, y precisamente por el lado vaticano.

En 1962 se inauguró el Concilio Vaticano II, que prolongaría sus trabajos hasta 1965, y una de sus novedades fue el «diálogo con el marxismo». Parece que dentro de la Iglesia cundió la idea de acomodarse al empuje comunista, posible triunfador en la Guerra Fría. El Concilio no renovó —o lo hizo solo vergonzantemente— la tradicional condena al comunismo, y de hecho su actitud hacia él cambió notablemente, lo cual tuvo efectos más que perturbadores para España. Amplios sectores del clero pasaron no ya a distanciarse del régimen, sino a secundar al Partido Comunista y sus sindicatos, al terrorismo de la ETA y a los separatistas, por entonces muy débiles todos ellos. Además, el Concilio renunció a la confesionalidad del Estado, defendida hasta entonces, con lo que dejaba al franquismo ideológicamente sin asidero. Tales derivas desconcertaban profundamente al régimen, que se había batido en la guerra, entre otras cosas esenciales, por mantener a la Iglesia en España, salvándola del exterminio físico intentado a fondo por aquellos izquierdistas y separatistas ahora tratados con simpatía por tantos clérigos. Era como si en plena lucha contra turcos y protestantes, Roma hubiera desacreditado a España y buscado el acuerdo con sus enemigos más radicales.

No es exagerado decir que el Vaticano II sentenció a muerte al franquismo. Aun así, la caída no fue inmediata y no se produjeron movimientos revolucionarios, porque los antiguos odios de la república habían desaparecido, existía una sólida clase media y una prosperidad en aumento, y porque sus enemigos seguían siendo muy débiles, por más que la ayuda eclesiástica los iba fortaleciendo. Por ello el régimen, aunque vaciado ideológicamente, se mantuvo hasta 1976, incluso, formalmente, hasta 1978, y fue capaz de organizar una transición bastante tranquila a la democracia, integrándose a la CEE en posición subordinada y renunciando a las ideas iniciales del franquismo. Cierto que tampoco la Iglesia salió bien parada: tratada con aversión y desprecio por aquellos a quienes beneficiaba, sus seminarios —no solo en España— se despoblaron, miles de religiosos colgaron los hábitos, surgieron «teologías» impregnadas de marxismo y violencia, y en Latinoamérica progresaron como nunca confesiones protestantes. Daba la impresión de que la Iglesia había renunciado a su papel espiritualmente orientador para adaptarse a las corrientes ideológicas imperantes en Europa.

El intento no muy brillante de elaborar, desde la experiencia histórica de España, un pensamiento alternativo a los que presidían la decadencia europea, quedó truncado por el Vaticano II. Resulta imposible decir, de todos modos, si había existido antes posibilidad real de llevarlo a cabo, aunque no deja de ser un tema interesante.

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