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Sexta parte: La Edad de Decadencia » 38. Dos hechos históricos imprevisibles: colapso de la URSS y resurgir islámico

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Dos hechos históricos imprevisibles:

colapso de la URSS y resurgir islámico

Jruschof había prometido que en pocos años la economía soviética superaría a la useña, demostrando con este decisivo criterio su superioridad. Pero no solo no la superó, sino que, a pesar de sus éxitos científicos en algunos campos como la salida al espacio extraterrestre, el nivel de consumo del ciudadano soviético perdía puntos con relación al useño. En realidad, la propia concepción soviética de unas necesidades materiales de los individuos satisfechas por el Estado, tendía a crear una economía estática, siendo la competencia con Occidente el factor que la obligaba a innovar para no quedar demasiado atrás. Desde sus inicios, la economía soviética había avanzado entre pasos liberalizantes y colectivizantes, pero hacia finales de los años setenta su rigidez se demostraba insuperable. Además, la guerra de Vietnam no había sido del todo improductiva para Usa, pues en ella había inventado o aplicado nuevas tecnologías electrónicas y esbozos de lo que sería Internet: unos campos en los que los soviéticos quedaban rezagados año tras año, menguando cualitativamente su potencia militar.

Y en 1979, la URSS invadió Afganistán, metiéndose en una larga y costosa guerra con algunos rasgos parecidos a los que habían motivado el fracaso useño en Vietnam. Por lo que respecta a China, sus experimentos sociales, el último de ellos la «Revolución Cultural Proletaria», se saldaban con atraso económico y millones de muertos. Desde el fallecimiento de Mao, en 1976, ganaron terreno posturas menos utópicas, hasta abocar a una economía básicamente capitalista, aunque bajo férreo control del Partido Comunista, que seguía monopolizando el poder político.

Por fin, en 1989, la caída del emblemático muro de Berlín, construido a modo de cárcel para impedir la huida de alemanes hacia el sector

burgués, preludiaba un derrumbe general del sistema soviético en Europa. En 1991 caía también la URSS, setenta y cuatro años después de la Revolución Bolchevique y cuarenta y seis de su gran victoria sobre Alemania y conversión en superpotencia mundial. La Guerra Fría terminaba no por derrota directa, sino por la imprevista e imprevisible implosión de uno de los bandos. El Imperio soviético se disgregó, los países satélites del este europeo optaron por un modelo político y económico demoliberal, y lo mismo hizo Rusia, que entró en un período de desbarajuste interno, reconducido bastantes años después por Vladímir Putin.

Por su parte, el sistema demoliberal construido en 1945 no había dejado de atravesar serias crisis. A raíz de la guerra árabe-israelí del Yom Kipur, en 1973, los países árabes productores de petróleo cuadruplicaron los precios del crudo y Occidente, sobre todo Europa, sufrió una dura recesión económica. Se fueron abriendo paso las críticas a la economía keynesiana aplicada desde 1945, y la exigencia de vuelta a unas políticas más liberales, hayekianas o no, con bajada de impuestos y gasto público y desregulación de la economía. Ello abrió una nueva etapa de prosperidad conforme avanzaban los años ochenta, unida a espectaculares avances en el dominio de la electrónica y la informática. Y ello, junto con la caída de la URSS, supuso la entrada en un nuevo período histórico, con una sola superpotencia, Usa, dotada de un ejército tan poderoso que absorbía él solo más presupuesto que el de todos los demás países del mundo juntos. En adelante la triunfadora democracia liberal debía ir imponiéndose poco a poco o rápidamente en todo el mundo, por imitación, presión indirecta o por intervención directa. La Europa Occidental, satélite privilegiado de Usa en más de un sentido —aunque con ansias de mayor independencia—, compartía su gloria. En 1949, Usa y la mayoría de Europa Occidental habían creado la OTAN (Organización del Tratado del Atlántico Norte), alianza militar contra el expansionismo soviético. Tras el derrumbe de la URSS, parecía natural que la OTAN se disolviese, por haber perdido o haber cumplido su objetivo fundacional. Pero no fue así, lo cual equivalía a una declaración de intenciones.

El pensador useño Francis Fukuyama expresó lo que muchos pensaban: la nueva situación mundial suponía «el fin de la historia», el fin de las guerras, salvo intervenciones puntuales, porque a la democracia liberal se la suponía esencialmente pacífica, al descansar sobre la economía y el intercambio comercial, que debía interesar a todo el mundo (y a pesar de una larga experiencia histórica de guerras comerciales o de comercios poco saludables). Fukuyama no pintaba el mundo resultante con colores sugestivos, y sí próximos a los del «despotismo democrático» previsto por Tocqueville. La misión de los gobiernos consistiría en el cálculo para resolver interminables problemas técnicos y económicos generados por las cada vez más complejas exigencias de los consumidores, tratando de proteger simultáneamente el medio ambiente. En ese mundo sobrarían los viejos valores por los que tantos habían arriesgado la vida: el honor, la pasión por ideales, el valor, la audacia, etc. El arte y la filosofía perderían su razón de ser, salvo como mero entretenimiento o repaso de la atribulada historia humana, por fin concluida. En buena medida eso parecía ocurrir realmente en los albores del siglo actual, y muchos sostendrían que ocurre en Usa o en Europa.

Otro pensador useño, Samuel Huntington opinaba, por el contrario, que los conflictos entre naciones ampliarían su escala y se redefinirían como «choque de civilizaciones». La propia Usa estaba siendo invadida pacíficamente por oleadas de

latinoamericanos representantes de una civilización con valores y visión de la vida muy distintos de los anglosajones que habían forjado el país y su «sueño americano». No obstante, ese sueño se había elaborado con valores de tolerancia, libertad de movimiento, etc., que favorecían la inmigración masiva. Los temores se complican con el supuesto de que las personas poco inteligentes se reproducen más que las inteligentes, lo que entrañaría serios peligros futuros.

Una tercera corriente, llamada «corrección política», pone el acento en la igualdad de culturas y personas, no solo ante la ley, sino en cualquier aspecto, negando las desigualdades naturales entre hombres y mujeres, entre formas de sexualidad, entre valoraciones y formas de pensar, entre culturas, últimamente entre personas y animales, a los cuales otorga «derechos». Y tiende a considerar al ser humano, en especial al blanco de origen europeo, no simplemente como un animal, sino como un animal dañino para

Gea, la «madre tierra», con alternativas como volver a una economía «ecológica» que entrañaría la muerte de cientos de millones de personas. Últimamente salen a la luz hasta propuestas de prohibir la leche, por discriminatoria contra las hembras. Algunos ideólogos ya predican el aborto sistemático de varones, por belicosos y depredadores ecológicos, para alcanzar una sociedad esencialmente femenina; o, más consecuentemente, proponen la eliminación no traumática del ser humano por un pacto libre para cesar la reproducción y vivir los últimos días de la humanidad entre todos los placeres posibles… Asimismo se percibe un decaimiento de los lazos familiares, de la relación entre los sexos, a menudo crispada y con episodios violentos, etc. Se trata de movimientos ecologistas, feministas, homosexualistas, abortistas, etc. Es difícil decidir si los hechos citados y una multitud de otros parecidos presentes constantemente en los medios de difusión, las redes sociales e Internet, son simples pintoresquismos pasajeros o síntomas de una realidad más profunda, similar a la que precedió la decadencia y hundimiento de Roma.

Casi coincidiendo con la caída de la URSS, la CEE se transformó en Unión Europea, con ambición de homogeneizar progresivamente a Europa absorbiendo la soberanía de las naciones, imponiendo el inglés como lengua común y superior, sobre un eje francoalemán como núcleo político, en el que Alemania va tomando cada vez más el papel dominante. Su inicial contenido democristiano fue transformándose en socialdemócrata, con clara influencia de la masonería. La actitud anticristiana se acentuó, borrándose de sus documentos oficiales la referencia a la cristiandad como raíz de la civilización europea; y la economía se ha transformado en el criterio de toda la actividad social o cultural. La propia cultura europea está siendo desvaída por el «multiculturalismo», y el abortismo y homosexualismo se han convertido en auténticas señas de identidad de la UE. No es puramente imaginario el aserto de que la UE entraña casi todo lo contrario de lo que ha significado históricamente Europa, un nuevo avance de la religión prometeica, y es discutible si se trata de un signo de revitalización o de profundización en la decadencia.

La Iglesia, por su parte, fue superando los peores efectos del Vaticano II en los pontificados del papa polaco Juan Pablo II y el alemán Benedicto XVI, abandonando el diálogo con los marxistas y reiterando la condena al comunismo, que, a través de Polonia, ayudó a la disgregación del Imperio soviético. El actual Francisco I parece recuperar el espíritu o interpretación del Vaticano II parcialmente corregido por sus dos antecesores, y ha atacado la herencia de España en América, dato no baladí; o interpretado en clave económica fenómenos como el terrorismo.

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Tan inesperado como la caída de la Unión Soviética ha sido el renacer del integrismo musulmán. Entre los siglos viii y XVII, el Islam planeó como una amenaza permanente sobre Europa desde el sureste y el Mediterráneo, pero a partir de entonces el peligro había desaparecido y habían sido los europeos quienes habían reducido a una dependencia mayor o menor a la mayor parte del mundo mahometano. Esta relación de fuerzas y posiciones parecía ya definitiva, pues, entre otras razones, se asentaba en una superioridad científica y técnica que no cesaba de acentuarse. El ámbito musulmán o Musulmania no se integraba con el europeo, y los esfuerzos de algunas potencias coloniales como Francia por favorecer las conversiones o el abandono del Islam habían fracasado casi por completo. Pero el Islam parecía sumido en un atraso invencible, rechazo a la ciencia y la técnica occidentales, y pasividad fatalista. Pocos europeos creían que ese panorama fuera a cambiar, probablemente en siglos. Alguno más perspicaz, como Churchill, advirtió tan pronto como 1891 que bajo esa fachada «el mahometismo, lejos de estar moribundo, es una fe combativa y proselitista», y que si no fuera por el escudo de la ciencia, «la civilización de la Europa moderna podría caer, como cayó el Imperio romano». No obstante hay indicios de que Churchill, como otros occidentales, sintió atracción por el Islam, acaso porque este proponía una fe incondicional, sin fisuras y militante, en contraste con la vacilación, la duda y el relativismo extendidos por Europa.

Y bajo los signos externos de indolencia y parálisis cultural, dentro del Islam obraban corrientes que propugnaban renovar su vieja fuerza adoptando la técnica occidental. Algunas de ellas fueron tan lejos como impulsar cierto grado de laicismo y separación entre la religión y el Estado. Después de la I Guerra mundial, Kemal Atatürk implantó en Turquía una especie de democracia tutelada por las fuerzas armadas, y pudo entenderse el experimento como una señal de la dirección en que se desenvolvería el Islam, al ritmo que fuera. Con pareja intención nació tras la Guerra Mundial el partido panárabe

Baaz, de carácter laico, socialista y modernizador, que logró gobernar en Siria e Irak, e influir en otros países del entorno. También Egipto, con el coronel Nasser, seguía más o menos la pauta, y otro país fundamental en la región, Irán, se occidentalizaba con rapidez bajo el

sah (rey) Reza Pahlavi. Lo mismo grupos palestinos contra Israel, alguno de los cuales se presentó como marxista-leninista.

A partir de 1967, tras la victoria israelí en la Guerra de los Seis Días, la organización palestina

Al Fatah y otras, también ajenas al integrismo, desataron campañas de atentados terroristas, y aunque no consiguieron su objetivo directo de destruir Israel, alcanzaron el indirecto de transformar gran parte de la opinión pública occidental, antes simpatizante de los israelíes, en antijudío. Aquel terrorismo se combinó, por lo que respecta a Europa, con otro puramente europeo, de carácter comunista o comunistoide en Alemania, Italia, España y en menor medida en Francia.

Con el paso de los años, el panarabismo o nacionalismo árabe con sus propuestas laicas y socialistas, fue entendido como un fracaso, y en lugar de proseguir el camino de la occidentalización, ganaron terreno los partidos e intelectuales que propugnaban lo contrario, una vuelta a la pureza del Islam, a la ley islámica o

sharia, al velo o el

burka en la vestimenta femenina (que casi habían desaparecido en la población urbana de gran parte de Musulmania); y, en especial, la diferenciación entre

Dar al-Islam y

Dar al Jarb, es decir Casa del Islam y Casa de la Guerra. En la primera, la tierra de la sumisión a la voluntad de Dios, debía reinar la paz entre los creyentes —cosa rara vez alcanzada—, mientras que la tierra de los infieles es por definición objeto de guerra o

yijad. El proyecto de conseguir la unidad político-religiosa del Islam derribando a los regímenes más o menos occidentalistas, y el de atacar a los infieles europeos (tildados, harto inadecuadamente, de cristianos o «cruzados») van juntos en la mente y las manos del integrismo islámico.

Una magna victoria del islamismo radical en su versión chiita fue, en 1979, el derrocamiento del régimen prouseño de Irán, hasta entonces una piedra angular de la estabilidad y occidentalización del Oriente Medio y Próximo. Interesa destacar que su caída fue auspiciada por la propia Usa y, en un plano más propagandístico, por diversos países europeos, Francia en primera fila, que querían ver la caída del sha como un triunfo democrático sobre el gobierno autoritario. El resultado fue la victoria de un férreo Estado islamista, en la tendencia chiita (la mayoría de los musulmanes son sunnitas), que no cesaría de hostigar al Gran Satán, según definían a Usa, y que barrió todas las medidas occidentalizantes anteriores. Como concluyó melancólicamente el sha, «es peligroso ser enemigo de Usa, pero aún más peligroso ser su amigo».

Lo mismo ocurriría en Afganistán cuando los soviéticos tuvieron que retirarse, prólogo a la implosión de la URSS. El terrorismo y la movilización de masas —a menudo apoyada por la UE y Usa— se convirtieron en los métodos predilectos del integrismo, que predicaba abiertamente la guerra santa contra Occidente en general y Europa en particular, entendida esta por los islámicos como un territorio enemigo, por infiel y por haber humillado largamente al Islam. En ese contexto, los integristas no han dejado de reivindicar Al Ándalus contra España, e incluso un país que por ahora ha optado por Occidente, como es Marruecos, mantiene viva, aun si por ahora en sordina, la reclamación andalusí. La glorificación de Al Ándalus es una política persistente de numerosos grupos e intelectuales no musulmanes en la propia España. Los líderes islamistas creen que Europa va madurando para convertirse en

Dar al-Islam, y parte de la estrategia es la inmigración masiva.

La descolonización propició una fuerte inmigración musulmana en Francia, también, por otras causas, turca en Alemania, y desde entonces las minorías musulmanas no han cesado de crecer en numerosos países de la UE. Incluso líderes occidentalizados y socialistas como los argelinos Ben Bella y Boumedienne expresaron ideas como esta: «Un día millones de hombres del hemisferio sur irán al hemisferio norte. Y no irán como amigos, porque irán a conquistarlo. Y lo conquistarán con sus hijos. Los vientres de nuestras mujeres nos darán la victoria». Las citas sobre tales propósitos podrían multiplicarse, pues no son ocultadas, salvo por diversos dirigentes y medios de masas de la UE. Después de varios siglos, el Islam vuelve a ser un peligro real para Europa. La respuesta de la UE ha sido desde hace años el fomento de esa inmigración, con la idea de que los inmigrantes encontrarán atractiva y admirarán la cultura que siguen llamando europea, en la que terminarán integrándose aun si se producen conflictos ocasionales.

Otra manifestación de la política de Usa y la UE ha sido la promoción de las llamadas «primaveras árabes» (por referencia a la «primavera de los pueblos» de 1848), supuestamente democratizantes en el norte de África y Oriente Próximo, ayudando a derrocar, para ello, a regímenes árabes laicos e incluso prooccidentales. El fruto de esas primaveras ha sido una serie de guerras civiles abiertas o latentes, y caos en Libia y en Siria, con un golpe militar que de momento ha contenido en Egipto la deriva islamista —mayoritaria en las urnas— y dado alas a un agresivo yijadismo e inmigración de multitudes de refugiados reales o supuestos.

Hasta ahora, la acción terrorista islámica más espectacular ha sido la destrucción de las torres gemelas neoyorkinas. Su consecuencia fue la intervención militar de Usa y diversos países europeos en Afganistán e Irak. En los dos casos, la apabullante tecnología bélica occidental obtuvo rápidas y fáciles victorias… para enfangarse a continuación en una costosísima lucha frente a un terrorismo que ha conseguido derrotar allí, de hecho, a Usa y sus aliados, obligándoles a retirarse. Y en Europa el terror islámico ha venido haciéndose cada vez más incontrolable. Tradicionalmente, el terrorismo europeo no solía cometer matanzas indiscriminadas (a veces sí lo había hecho en España la ETA), pero el islámico carece en absoluto de esa inhibición. Se ha insistido mucho en que tales actos son realizados por una ínfima minoría de musulmanes, lo cual no deja de ser un tanto perogrullesco. Pero ¿qué porcentaje de los inmigrantes islámicos los condena? Se han intentado manifestaciones de inmigrantes contra los terroristas y han fracasado de forma casi grotesca. Y la tendencia viene siendo a crear verdaderos guetos en diversas ciudades, donde la ley del país no se aplica. Se da también el caso, particularmente en Inglaterra, de cierto número de conversos al Islam especialmente entre mujeres, algo inesperado.

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De cualquier modo que se mire, estos procesos y fenómenos transmiten una densa impresión de declive civilizatorio. En enero de 2016 a la pregunta «¿estaría usted dispuesto a luchar por su país?» en una encuesta internacional, solo respondía afirmativamente entre un 15 y un 21 por ciento de los jóvenes europeos, sin llegar en ningún caso al 50 por ciento. Ello indica, de paso, un escaso aprecio popular al sistema político demoliberal, particularmente entre los jóvenes. Por otra parte crece en la UE la protesta contra lo que muchos calibran como deriva totalitaria de los gobiernos, cuya proclamada tolerancia solo suele ejercerse en una dirección. El antiguo disidente soviético Vladímir Bukovski lo ha señalado concretamente, y países con experiencia del sovietismo, como Hungría y Polonia, se resisten cada vez más al

Diktat de Bruselas. Por su parte, Inglaterra ha elegido separarse de un designio europeísta juzgado poco democrático. Estos datos y otros que pudieran señalarse indican que el declive europeo iniciado en 1945, o quizá en 1918, no es un fenómeno circunstancial, sino que tiende a mantenerse e incluso a empeorar, a pesar de la bonanza económica; la cual, para más contrariedad, lleva nueve años en una crisis cuya salida no se vislumbra con mediana certeza.

¿Puede Europa, o algunos de sus países, encontrar el modo de superar la actual situación, o el continente ha entrado en un declive irreversible dentro de un mundo «globalizado» creado por él mismo desde finales del siglo XV, y en el que no parece tener nada nuevo que aportar, aparte de competir por los mercados o proponer absurdos como algunos de los mencionados? ¿Se trata de una decadencia real, o solo de un bache pasajero? ¿Es posible inspirarse en los orígenes, purificándolos, o el mundo ha emprendido una marcha para la que sirven de poco o de nada, las experiencias del pasado? Por ahora no se aprecian señales de mejora, aunque siempre puede pensarse que peores etapas se han superado. Según Toynbee, las civilizaciones se refuerzan o perecen según sean capaces de dar respuesta a los retos que les plantea la historia, pero hoy incluso esos retos se presentan de forma difusa, difícil de captar con precisión, por lo que la respuesta a ellos se hace igualmente incierta.

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