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Segunda parte: Edad de Supervivencia » 6. Segunda oleada de invasiones: el islam contra el Mediterráneo

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Segunda oleada de invasiones:

el islam contra el Mediterráneo

Mientras por el oeste europeo ocurrían los fenómenos de destrucción, reconstrucción y renovación, algunos de cuyos aspectos principales hemos señalado, a miles de kilómetros, en las ignoradas profundidades del desierto arábigo, sucedían hechos que iban a repercutir muy pronto sobre Europa y seguirían haciéndolo hasta hoy.

En 610, Mahoma (Muhammad), un rico comerciante árabe probablemente analfabeto, viajero hasta Siria por las rutas caravaneras, tuvo cerca de La Meca una visión del ángel Gabriel, que le comunicó haber sido elegido por Dios como el profeta definitivo, después de Abraham, Moisés y Jesús. El ángel le transmitió la palabra de Dios (Alá o Allah), que debía memorizar en versículos para enseñarla al pueblo. Las revelaciones fueron escritas después de su muerte en el

Corán (Recitación). Su transmisión en árabe hacía sagrada esa lengua. Complemento del Corán serían la

Sunna (normas de conducta) y los

jadices, que recogían dichos y hechos atribuidos a Mahoma, suponiendo que después de su revelación, no habría cometido pecado o error en su vida.

La doctrina mahometana establece seis «pilares de la fe»: creencia en Dios, en los ángeles, en el Corán, en los profetas, en la resurrección con juicio final, y en la predestinación. Esta última no impedía al hombre elegir entre el bien y el mal ni la responsabilidad por sus actos, aunque será Alá, capacitado para transformar el mal en bien, quien decida su salvación o condena con posible influencia de las súplicas de Mahoma. La fe se manifiesta en cinco formas: la frase «no hay más Dios que Alá, y Mahoma es su mayor profeta», la oración cinco veces al día, la peregrinación a La Meca al menos una vez en la vida, el ayuno de ramadán; y la limosna. Quienes sigan la doctrina entran en la

umma, comunidad de creyentes, o

islam (sumisión a la palabra de Dios). La fe exige asimismo la

yijad, lucha interior contra la inclinación a seguir al diablo, y exterior contra los infieles (guerra santa). Por ello divide al mundo en dos partes:

Dar al Islam, casa (territorio o comunidad) de la sumisión a Alá, y

Dar al Jarb o «casa de la guerra», las comunidades no islámicas, a las que someter. Con el tiempo, el Islam debería extenderse sobre toda la humanidad por un medio u otro.

Junto con la fe está la

sharia, la ley islámica, más interpretable, que marca al creyente sus deberes para alcanzar el buen fin en este mundo y en el otro. La

sharia abarca todos los aspectos de la vida: religiosos, políticos, culturales, higiénicos, económicos, sexuales, familiares, nutricionales, etc. Es invariable, por encima de las cambiantes leyes comunes. Su principal prohibición es el politeísmo, con las imágenes o estatuas, o las súplicas a profetas y santos. Por ello, y por el concepto de la Trinidad, los musulmanes solían tachar de politeístas a los cristianos, los cuales, al igual que los judíos, habrían deformado o malinterpretado las enseñanzas contenidas en la Biblia.

Mahoma reclutó algunos seguidores, que fueron rechazados por los politeístas en La Meca. Por ello se trasladó a Medina el año 622 (

Hégira) a partir del cual se numeran los años en el calendario islámico. Desde Medina, los suyos hostigaron a La Meca. Tras varios combates la conquistaron en 630, degollando a los que habían apostatado de sus enseñanzas o le habían insultado. A partir de ahí, Mahoma se impuso en solo dos años a las demás tribus de Arabia, muriendo en 632, con sesenta y tres años de edad.

Hay semejanzas entre Mahoma y Moisés, ambos líderes religiosos, políticos y guerreros (Moisés no fue lo último, pero sentó las bases para la conquista de Canaán), mientras que Jesús se limitó al terreno religioso. Jesús, además, no se proclamó profeta sino mesías Hijo de Dios y personificación humana de Dios mismo, que con su vida, pasión y resurrección «borra los pecados del mundo» o abre el camino a una vida humana no determinada por el pecado original. Por otra parte, las biografías de Jesús y de Mahoma son prácticamente opuestas. Jesús permaneció casto y propugnó la monogamia y la estricta fidelidad conyugal, mientras que Mahoma practicó y autorizó la poligamia, y llegó a consumar el matrimonio con una niña de nueve años. Frente al fracaso mundano de Jesús, asumido sin resistencia, Mahoma fue un mercader y guerrero triunfador, y sus veintitrés años de predicación se señalaron por combates y sangrientas venganzas. A su vez, cristianismo e islamismo coincidían en su aspiración universalista, a diferencia del judaísmo, centrado en un solo pueblo.

Las minuciosas prescripciones de la

sharia para todos los aspectos de la vida corriente tienen un precedente en las normas judías, pero no existen, o solo muy atenuadamente, en las cristianas. El cristianismo daba, en principio, mayor importancia a la actitud y el espíritu y menor a las reglas o fórmulas: «Quien ama al prójimo ha cumplido toda la ley»; o, según San Agustín, «ama y haz lo que quieras». En la práctica ese amor podía volverse harto asfixiante, pero también dejaba mucho más campo a la iniciativa personal y a la especulación teórica. El concepto musulmán de predestinación y sumisión a la voluntad de Dios difiere considerablemente del cristiano católico, en el cual el libre albedrío, y por tanto la libertad personal, adquieren una dimensión superior. El Islam tampoco diferencia entre el poder religioso y el político, como sí lo hace el cristianismo. Ni existe en el cristianismo un concepto como el de

yijad, fundamental en la expansión del Islam. La concepción del cielo y el premio a los buenos también varía profundamente: algunos judíos no creían en tal cosa, y el paraíso islámico (

Yanna) choca por excesivamente material y carnal con la sensibilidad cristiana: un mundo sin fin de placeres de todo tipo, en especial sexuales «cientos de veces más intensos que los terrenales». El cielo cristiano es indeterminado, fundamentalmente espiritual.

Y encontramos otra diferencia histórica en la expansión de ambas doctrinas. La del cristianismo muy lenta durante tres siglos, y no bélica. La del Islam, guerrera y realmente vertiginosa, más que cualquier otro movimiento histórico hasta entonces.

Jesús no dejó un cuerpo de doctrina más allá de una interpretación condensada de la Biblia, que excluía la reglamentación sistemática de la vida humana («el sábado para el hombre y no el hombre para el sábado», etc.). Por el contrario el Islam ofrecía una doctrina acabada, con reglas de vida minuciosas, semejantes a las judías, junto con un conjunto de obligaciones básicas sencillas y definitorias. Probablemente esa mezcla de sencillez y minuciosidad dé al mahometismo su fuerza, bien clara, por ejemplo, en la extrema dificultad de que una población cristiana o de otra religión ganada por el Islam, vuelva a la fe anterior. España es probablemente la única excepción a gran escala.

El Islam tampoco ha experimentado nunca, salvo en momentos pasajeros, la fuerte tensión entre razón y fe, ni entre política y religión, tan características del catolicismo. Hay que decir también que en el Imperio bizantino esta doble dialéctica quedaría muy atenuada, pese a estar más cristianizado y haber conservado la herencia griega mucho más que la Europa Occidental; pero esa herencia estaba allí ya un tanto anquilosada.

* * *

Rodeaban a Arabia por el norte dos poderosos imperios civilizados, el Romano de Oriente o bizantino, y el persa sasánida. En el segundo, los cristianos se reducían a débiles minorías oprimidas y su religión era el zoroastrismo, algunos de cuyos rasgos habían influido en el judaísmo y a través de él en el cristianismo. Los sasánidas habían derrocado en el siglo III a los partos e instaurado una dinastía nueva, que heredó la tradicional enemistad con Roma. Partos y sasánidas representaban a pueblos de tipo indoeuropeo (la palabra Irán significa «tierra de arios»), que dominaban a otras poblaciones. Los sasánidas desarrollaron una brillante civilización, cuya joya mayor fue la academia de Gundishapur, acaso el mayor foco intelectual del mundo en su tiempo, que recogía la herencia filosófica y científica griega e india y una avanzada medicina. Irán se beneficiaba cultural y comercialmente de su posición intermedia entre la civilización grecolatina y la india, y de la relación también con China a través de la Ruta de la Seda; y al mismo tiempo ejerció influencia en las dos direcciones. A su vez, los bizantinos habían recuperado bajo Justiniano, en el siglo vi, amplias zonas del Imperio de Occidente en el Mediterráneo. Las guerras con los sasánidas les habían puesto en grave peligro, del que se habían recuperado poco antes de la intervención musulmana.

La península árabe era un desierto salpicado de oasis y pequeñas ciudades, con población escasa y dividida en tribus que hasta Mahoma luchaban a menudo entre sí. Pero, unificadas bajo la nueva religión y tras una breve crisis sucesoria a la muerte de su profeta, cobraron un empuje explosivo, emprendiendo la guerra santa contra los dos imperios del norte. Pronto ocuparon las tierras bizantinas cristianas de Palestina y Siria, con Damasco y Jerusalén, ciudades de enorme contenido simbólico, en particular la segunda, para cristianos y judíos; y desde entonces también para los musulmanes. Simultáneamente embistieron a los sasánidas y aniquilaron su imperio en unas pocas batallas. El acoso a los bizantinos prosiguió, arrebatándoles sus posesiones asiáticas excepto la mayor parte de Asia Menor, así como Egipto. Apenas veinte años después de la muerte de Mahoma, el mapa político y religioso de Oriente Próximo y norte de África había cambiado de modo radical. Y en unos decenios más el poder mahometano abarcaba desde el Magreb a la India y Asia Central.

Tanto el Imperio sasánida como el bizantino eran potencias demográfica, técnica, económica y culturalmente muy por encima de las tribus del desierto árabe, y sin embargo no lograron resistir al ímpetu de estas. Se han atribuido estas conquistas al debilitamiento de bizantinos y persas en una serie de guerras previas entre ellos, pero tal explicación no basta para entender victorias tan enormes y a menudo en inferioridad de fuerzas. Naturalmente, los musulmanes vieron en ellas la especial protección de Alá. Lo constatable es que disponían de excelentes jefes militares, de tropas muy fanatizadas y de tácticas de caballería ligera muy efectivas.

Las conquistas árabes arrasaron la civilización sasánida, masacraron ciudades enteras, destruyeron la academia de Gundishapur y quemaron su magnífica biblioteca. Lo mismo harían con la de Alejandría, que ya había sufrido incendios anteriores y no volvería a funcionar como foco de cultura. Sin embargo, pasada una primera época de devastación, los musulmanes comenzaron a asimilar parte de la cultura y la técnica de las poblaciones sometidas y a desplegar una cultura ecléctica de gran nivel.

A principios del siglo VIII, los árabes habían conquistado el Magreb, convirtiendo a numerosos bereberes, y se disponían a continuar su triunfal carrera por Europa. La ocasión era propicia porque España sufría una aguda crisis. En los decenios anteriores, el Estado hispano-godo había robustecido un aparato estatal centralizado aplicando el principio de monarquía hereditaria en lugar de electoral, aunque sin éxito definitivo. El año 700 falleció el rey Witiza, a quien debía suceder un hijo suyo de corta edad. La nobleza volvió al principio electoral y nombró rey a Rodrigo, provocando el resentimiento de los witizanos. Coincidieron pestes y sequías que debilitaron demográfica e institucionalmente al país. Probablemente los witizanos invitaron a los musulmanes (en este caso bereberes) a ayudarles para derrocar a su rival, y el resultado fue la batalla de la Janda o Guadalete, en 711, donde los witizanos lo traicionaron y Rodrigo fue derrotado. Los islámicos, advirtiendo la debilidad en que quedaba el estado español, avanzaron rápidamente y en cinco años se adueñaron del país.

La facilidad con que cayó el estado probablemente más sólido de Europa Occidental, ha dado lugar a mil lucubraciones fantasiosas, que he tratado en

Nueva historia de España. Pero los datos citados y los precedentes de la expansión islámica explican bien la «pérdida de España», como la definía la

Crónica mozárabe pocos años después.

España fue ocupada combinando la decisiva acción militar con acuerdos con poderes locales amedrentados y con la ayuda de los descontentos judíos. España dejaría paso a Al Ándalus, cambio de nombre que entrañaba una decisiva transformación desde una cultura cristiana y europea a otra islámica y africano-oriental, como ocurriría en casi todos los países donde se habían impuesto los árabes. Una transformación semejante a la ocasionada por las conquistas romanas, y que amenazaba igualmente al resto de Europa. Sin embargo, al poco tiempo, en 718, empezaron las primeras rebeliones en Asturias y cuatro años más tarde rebeldes locales acaudillados por el noble godo Pelayo desbarataban en Covadonga una expedición árabe de castigo, inicio de un largo proceso histórico de la mayor transcendencia, adecuadamente llamado Reconquista.

Los árabes prosiguieron su marcha atacando a los francos. Conquistaron el sureste y durante años saquearon extensos territorios hasta el centro del país, imponiendo pactos a nobles locales, como en España. En 732 los francos unieron fuerzas bajo el caudillaje de Carlos, más tarde llamado Martel (Martillo), e infligieron una fuerte derrota a los árabes en Poitiers. Carlos era el gobernador de facto («mayordomo de palacio») del reino de Austrasia, al que hizo hegemónico sobre los demás reinos francos. Explotando la victoria de Poitiers expulsó a los árabes de casi toda Francia, salvo la región sureste (Narbona), y castigó duramente a los nobles que habían pactado con ellos. Los islámicos ya no intentarían adueñarse de Francia, porque la lucha contra la Reconquista en España absorbió sus energías. La batalla de Poitiers es reconocida como decisiva en la historia de Europa Occidental, pero probablemente no lo fue menos la de Covadonga.

Tras un primer período de destrucciones, los islámicos asimilaron parte de la cultura autóctona y desplegaron una propia. Su centro fue el valle del Guadalquivir, la región más próspera y culta de la península desde antes de los romanos, e hicieron de su capital, Córdoba, la ciudad más rica y civilizada del Occidente continental. Desde ella lanzaban año tras año terroríficas incursiones (aceifas) contra el norte, devastando los cultivos, incendiando pueblos y llevándose cautivos. Los españoles de Asturias partían con abismal desventaja material y numérica, por lo que habría sido bastante natural que fueran aniquilados. Sin embargo resistieron: el reino de Asturias se rehacía y continuaba expandiéndose, desbaratando a menudo a los islámicos.

El poder árabe tenía dos flaquezas graves: aunque iba convirtiendo al Islam a más y más indígenas, se basaba en el despotismo racista de los clanes árabes, por ello enfrentados al grueso de la población y a los magrebíes que habían comenzado la conquista de la península. Además, los propios clanes árabes estaban querellados entre sí, y en consecuencia, las guerras civiles en Al Ándalus serían casi constantes. Desconfiados de sus súbditos, tanto de los conversos (muladíes) como de los que permanecían cristianos (mozárabes), su ejército se componía de mercenarios del norte de África y de esclavos. La esclavitud casi había desaparecido en Asturias y los reinos que siguieron la Reconquista, pero en Al Ándalus se extendió mucho, con el tráfico correspondiente desde el África negra y desde la Europa Oriental (eslavos sobre todo).

Hasta 750, el Imperio árabe, llamado califato (el califa venía a ser sucesor de Mahoma y máximo jefe de los creyentes, emperador de hecho) había estado dirigido por la familia Omeya. Ese año la familia Abasí derrocó a los Omeyas y cambió la capital de Damasco a Bagdad. Ello repercutió en Al Ándalus cuando llegó allí el omeya Abderramán I huyendo del exterminio del resto de su familia. Abderramán independizó de hecho a Al Ándalus, fracturando así el imperio árabe por su parte occidental.

La irrupción árabe creó en el Mediterráneo una situación nueva, nunca vista desde más de un milenio antes, al romper la relación comercial y cultural entre las orillas norte y sur, un hecho trascendental que contribuyó a hacer más dura la vida europea. La interrupción afectó también en gran medida a la relación entre la parte occidental y el Imperio bizantino, debido al establecimiento de tribus eslavas en los Balcanes, que Constantinopla no pudo impedir y que interrumpían u obstaculizaban la circulación hacia el occidente. De este modo se formaba una doble barrera, aunque no del todo impermeable, entre el norte y el sur y entre el este y el oeste del Mediterráneo.

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