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Segunda parte: Edad de Supervivencia » 7. Carlomagno. Invasiones vikingas y nueva barbarie. Oratores, bellatores, laboratores

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Carlomagno. Invasiones vikingas y nueva barbarie

Oratores, bellatores, laboratores

La contención de los musulmanes en Poitiers facilitó la unificación de los francos, que se expandieron por Germania y norte de Italia hacia finales del agitado siglo VIII. El principal creador del nuevo imperio fue el nieto de Carlos Martel, Carlomagno, que cristianizó a los germanos paganos, a veces por medios brutales, como la decapitación de sajones renuentes. Asimismo expulsó a los lombardos del norte de Italia y atacó a Al Ándalus: tomó Zaragoza y Pamplona, pero en 778 sufrió en Roncesvalles un grave revés, pereciendo varios de sus nobles más ilustres a manos de los vascones. Siete años después pasaría de nuevo los Pirineos, creando en ellos la Marca Hispánica, una línea defensiva de condados. De estos surgirían Aragón y, más tarde, Cataluña.

Pese a su desastroso derrumbe, el Imperio romano era recordado como prestigioso modelo de orden y cultura, y en 800, el papa León III coronó a Carlomagno emperador de un supuestamente renovado Imperio Romano de Occidente. El nuevo estado —más germánico que romano, aunque la cultura latina prevaleciera en la parte franca— no abarcaba a Inglaterra ni a España ni a zonas de Germania, y duró poco. En 843, después de guerras internas, tres nietos de Carlomagno se lo repartieron. Aun así, la experiencia carolingia no pasó en vano, sino que persistió como ideal que daría lugar, un siglo largo más tarde, al Imperio Romano-Germánico, calificado de sacro posteriormente.

Carlomagno aplicó reformas económicas, eclesiales y sociales, mejoró la contabilidad regia, sustituyó la moneda basada en el oro por la de plata, prohibió la usura, y a los judíos el préstamo de dinero, e impuso algunos controles de precios. Con él decayó la esclavitud en el campo —poco rentable en tiempos de escaso comercio— en beneficio de la servidumbre. Los siervos tenían ciertos derechos y podían vivir de su trabajo.

Más decisivas fueron las reformas culturales: Carlomagno, si bien iletrado, entendía el valor de la enseñanza y la ilustración, y estimuló las artes, la arquitectura y la copia de manuscritos. Su logro mayor fue la creación de la escuela palatina o academia de Aquisgrán, ciudad donde fijó su capital. Su inspirador, el monje inglés Alcuino de York, aspiraba a fundar «una nueva Atenas», incluso superior a la griega, por incorporar la doctrina cristiana. Alcuino dirigió la academia, interesando en ella a numerosos sabios de la época, anglosajones, germanos, italianos o españoles como Teodulfo, el más destacado después de Alcuino. Teodulfo recomendó que los sacerdotes abrieran escuelas en pueblos y ciudades, sin cobrar por ello. Un efecto raramente señalado de la invasión islámica de España fue la emigración de monjes españoles hacia Francia y Germania, donde participaron en la fundación de los monasterios renanos como los de Murbach y Reichenau por San Pirminio, probablemente hispano, y adonde llevaron manuscritos de San Isidoro y de la escuela de copistas de Córdoba. Otros sabios, huyendo de Sevilla y Córdoba, se habían asentado en los condados de la Marca Hispánica, que se convirtieron en una zona particularmente culta.

La escuela palatina educaba en el

trivium y el

quadrivium, y promovía la copia de manuscritos y la producción intelectual. Carlomagno ordenó imitarla a los obispos y jefes políticos de su imperio. Otro logro de gran relieve fue la unificación de la escritura en la llamada minúscula carolingia. Hasta entonces las escrituras variaban mucho y se entendían mal de unos lugares a otros. La carolingia se hizo más comprensible por su uniformidad y porque introdujo nuevos signos de puntuación y espacios entre palabras. Por estas razones se ha acuñado el término «renacimiento carolingio», pero más que renacimiento fue un perfeccionamiento de las tareas educativas y civilizadoras emprendidas desde muy pronto por la Iglesia y amparadas por diversos reyes.[4]

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Si bien se concedía preeminencia a Constantinopla, por pura fórmula, el oeste europeo se alejaba de ella. La propia coronación de Carlomagno como emperador de hecho de Occidente fue tachada de ilegítima en Constantinopla. Carlomagno aseguró al Papado amplios territorios en Italia central, ya donados por su padre Pipino el Breve, y la relación entre Roma y su protector imperial se hizo íntima. El Papado trató de extender su poder sobre los territorios que habían pertenecido al Imperio de Occidente invocando una supuesta donación hecha al Papa por el emperador Constantino. Esta «Donación de Constantino», un fraude, según se demostraría más tarde, permitió consolidar los Estados Pontificios y justificar injerencias papales en el gobierno de los países.

A Carlomagno se le ha llamado «padre de Europa», y así lo ha consagrado la Unión Europea, por abarcar su imperio la mayor parte de Europa Occidental y haber protegido la cultura, la enseñanza y la herencia clásica. Pero su acción, comparada con la de San Benito, fue geográficamente más restringida y menos espiritual-cultural, y su proyecto fracasó pronto. Y sobre todo su estrecha unidad político-religiosa con supremacía del emperador (cesaropapismo) lo asemejaba al Imperio bizantino y no a las tradiciones occidentales. Además, una parte muy considerable de Europa, y en diversas épocas la más creativa, la de las naciones occidentales, se mantuvo y mantendría siempre al margen de los imperios propios del centro y este del continente.

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Carlomagno falleció en 814, mismo año en que se descubrió en Compostela la tumba atribuida al apóstol Santiago, la cual iba a convertirse en un centro de peregrinación español y europeo, y eje de comunicación cultural durante siglos e incluso hoy. Desde los visigodos corría el rumor de una predicación de Santiago en España. Martirizado en Jerusalén, su cuerpo habría sido trasladado a Galicia. El viejo himno

O Dei Verbum, compuesto en Asturias hacia 784, quizá por el intelectual Beato de Liébana, proclama al apóstol «Dorada cabeza refulgente de España, defensor nuestro y patrono nacional (

vernulus)». El hallazgo reforzó la confianza de los españoles en su causa contra el Islam y despertó sumo interés al norte de los Pirineos. La ruta jacobea comenzó en Oviedo a través de paisajes espectaculares, dotada de albergues por los reyes; y pronto llegaron peregrinos desde Francia y otros países siguiendo el litoral cantábrico.

El descubrimiento ocurrió cuando se consolidaba el reino de Asturias bajo el largo reinado (cincuenta y un años) de Alfonso II el Casto, contemporáneo de Carlomagno y de su hijo Luis el Piadoso. Hasta Alfonso, la subsistencia de Asturias había sido precaria, por las aceifas islámicas y revueltas interiores, pero él reafirmó el reino, infligió serios reveses a los árabes y llevó su audacia hasta ocupar momentáneamente Lisboa, en 798. Al paso, mejoró la administración, repobló partes de Galicia, León y Castilla, se atrajo a los vascones de Álava y mantuvo contactos con Carlomagno. Trató de convertir a su capital, Oviedo, en una nueva Toledo reforzando la tradición visigótica. En Oviedo nació el armonioso y delicado arte asturiano en iglesias y palacios. Su reino ocupaba un séptimo de la península, bastante para sostenerse frente a las embestidas de Córdoba.

Las hazañas de Alfonso tuvieron alcance no solo peninsular, al crear una barrera en expansión hacia el sur frente a los muslimes, que estos ya no lograrían romper más que parcialmente y de forma no duradera, alejándolos del centro de Europa. La activa lucha de Oviedo, por entonces único reino español, obligaba a Córdoba a concentrar su agresividad en el norte cantábrico. De haber sido aniquilada Asturias, Al Ándalus habría podido dirigir sus esfuerzos contra la débil cadena de condados de la Marca Hispánica, por entonces pasiva, y más allá, nuevamente hacia Francia. No obstante, el peligro islámico persistía mediante una constante piratería en el Mediterráneo, causa de graves destrucciones y mortandad, con incursiones sobre la costa italiana y francesa. En 846 los musulmanes llegaron a saquear Roma, hacia finales de siglo se apoderarían de Sicilia y más tarde ocasionarían una grave derrota al Sacro Imperio en Calabria. La contención del Islam en España cobraría más valor cuando el resto de Europa Occidental sufriera los ataques de vikingos y magiares.

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En 793, ochenta años después de la invasión musulmana de España, comenzaban los asaltos vikingos (también conocidos como normandos y

rus), con la matanza de los monjes de Lindisfarne, monasterio de origen irlandés en Northumbria, al noroeste de Inglaterra. El reino de Northumbria, una vez cristianizado con el antes mencionado rey Edwin, se había convertido en un centro de civilización y cristianización, también del continente. El pillaje y destrucción de Lindisfarne conmocionó a la cristiandad, y en adelante las incursiones se harían más y más audaces, hasta convertirse en invasiones con verdaderos ejércitos, que amenazaron y en parte destruyeron los reinos cristianos de Irlanda e Inglaterra, y el propio imperio legado por Carlomagno.

Los vikingos mezclaban la piratería con el comercio y la colonización, y durante dos siglos tuvieron en vilo a la civilización en el oeste europeo. Arrasaron innumerables conventos, aniquilaron el monaquismo irlandés y el de Northumbria, instalaron bases en el este de Irlanda para asaltar más cómodamente a Inglaterra y a Francia, descendiendo asimismo desde Dinamarca. En 844 atacaron España, siendo rechazados en La Coruña. Quizá parte de los mismos cayeron sobre Lisboa y Sevilla, entonces musulmanas, y, subiendo por el río Ebro, entraron en territorio vascón y capturaron al rey de Pamplona García Íñiguez, liberándolo por un alto rescate. En 968 volvieron a incursionar sobre Galicia (

Jakobsland, por la tumba de Santiago) causando estrago en los monasterios, sus bibliotecas y sus moradores. Y así otras correrías. Sin embargo se trató de acciones menores comparadas con las que sacudieron las Islas Británicas, Francia y Germania.

También saltaron los vikingos de isla en isla por las escocesas, Islandia y Groenlandia, quizá hasta la Península del Labrador, en América. Estas correrías correspondían a daneses y noruegos, mientras que los suecos, llamados varegos, se internaron por los grandes ríos rusos desde el mar Báltico hasta alcanzar el mar Negro por el río Dniéper, desde donde hostigaron al Imperio bizantino.

Aunque se les recuerda ante todo como piratas devastadores, los vikingos asentaron también rutas comerciales en torno a Europa, por el Atlántico y los ríos rusos, e incluso en el Mediterráneo. Y su herencia política tuvo gran relevancia para el futuro europeo: puede considerárseles los fundadores de Rusia y de Inglaterra. Los suecos se asentaron en Nóvgorod y Kíef (

Rus de Kíef, hacia 883), y se eslavizaron, creando un imperio del Báltico al Negro. Al lado opuesto del continente, se establecieron en la región de Francia a la que dieron su nombre, Normandía, y adquirieron la lengua francesa. Desde allí invadieron Inglaterra en 1066, imponiendo un poder unificador, pues hasta entonces la unificación de la parte inglesa de Gran Bretaña había sido precaria e inestable. En el Mediterráneo lograron imponerse en Sicilia y sur de Italia, expulsando a los sarracenos, aunque allí no tendría efecto comparable a los de Rusia e Inglaterra.

Los vikingos profesaban la religión germánica, con su gusto por la lucha y la aventura y su desdén por la «muerte de buey» propia de sedentarios. Según testimonios árabes, el padre de un recién nacido colocaba a este una espada entre las manos: «No tendrás más herencia que lo que ganes con la espada». Los jefes solían ser quemados junto con sus posesiones, incluyendo, al parecer, su mujer y concubinas, costumbre que se mantendría en la India. Claro está que ello no podía ser la conducta común, pues de otro modo su sociedad no habría podido acumular riqueza; pero en la medida que ocurría constituía un acicate para todo tipo de empresas. Ya cristianizados, sus tradiciones orales serían pasadas a escrito en Islandia: las sagas, inspiradoras de conductas y literatura posterior en Escandinavia y Alemania. La «era vikinga» duró dos siglos, hasta el XI, cuando sufrieron derrotas importantes y, sobre todo, se cristianizaron: una vez más, la Iglesia logró conquistar a sus debeladores.

Otra invasión asoló a Europa Occidental en el siglo X, la de los magiares, procedentes de Siberia, que avanzaron por Polonia, Alemania, Francia y norte de Italia, llegando hasta España. Una significativa oración de la época decía «De las flechas de los magiares líbranos, Señor». Su amenaza perdió fuerza cuando fueron a su vez se bautizados; y darían origen a Hungría.

La Iglesia demostró un sacrificio y tenacidad en verdad asombrosos en la tarea casi imposible de cristianizar a los bárbaros, y su éxito permitió sobrevivir y dar forma a la civilización europea. En cambio ante el Islam fracasaron tanto la predicación como las armas, y la expansión sarracena por el sur mediterráneo y el Oriente Próximo resultaría irreversible. Por el contrario, serían las huestes de Mahoma las que continuarían sus avances, excepto en España, amenazando permanentemente a la cristiandad.

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Pese a haber sido contenida, la «era vikinga», complicada con los movimientos magiares y el hostigamiento musulmán, dejó un rastro de desmoralización. Ciudades y cientos de monasterios sufrieron pillaje e incendio, y la caída del Imperio carolingio fragmentó más y más el poder. Los señores feudales añadían confusión con sus guerras privadas, y nombraban obispos y abades dentro de sus familias o paniaguados. A su vez, obispos y abades se convertían a menudo en jefes políticos y militares. La instrucción de sacerdotes y monjes cayó a niveles ínfimos en gran parte del territorio, y la regla de San Benito apenas se cumplía. El pueblo bajo sufría especialmente aquel permanente estrago, y las costumbres se degradaron en una nueva barbarie. Los daneses cristianizados volvieron al paganismo tras una breve conversión, y lo mismo los eslavos de Polonia y Centroeuropa, resentidos por el despotismo de los germanos.

Degradación semejante y aún más acentuada sufrió la misma Roma durante el llamado «siglo de hierro» o «Siglo Oscuro», en realidad casi dos entre mediados del IX y mediados del XI. Al contrario que el Patriarcado de Constantinopla, dependiente de hecho del emperador bizantino, el Papado siempre fue reacio a la intromisión política y administrativa del poder imperial, y había roto con la dependencia del emperador bizantino, pero solo para caer en la subordinación a Carlomagno. Ahora bien, al romperse el Imperio carolingio, el Papado se libró de la tutela imperial, para sufrir el poder más directo de los pervertidos clanes nobiliarios romanos y convertirse en juguete de sus querellas y ambiciones. Aquel largo «siglo» presenció a cerca de medio centenar de papas, algunos solo durante unos días. Hasta tres y cuatro se disputaron el cargo al mismo tiempo, y varios fueron encarcelados, o envenenados, o asesinados por sus rivales. Hubo papas hijos de papas o de otros clérigos, o acusados de practicar magia o pactar con el diablo. Durante un período de «pornocracia» dos mujeres, madre e hija, jefas de hecho de uno de los clanes nobiliarios, pusieron y quitaron papas. La madre amancebó a su hija con un papa sexagenario, del cual tuvo un hijo a quien haría Papa a su tiempo. Otro convirtió la sede «en un burdel», regalando objetos sagrados a sus amantes. Episodio único, pero indicativo del envilecimiento, fue el

Sínodo horrendo: un papa exhumó el cadáver de su antecesor para someterlo a juicio y condenarlo: despojaron al difunto de sus ropajes, le cortaron los tres dedos de bendecir y lo tiraron a una fosa común, de la que volvieron a sacarlo para echarlo al río Tíber. Hubo papas mejores: Silvestre II, por ejemplo, gran erudito y cultivador de la ciencia y la técnica; pero en conjunto la degradación duraría hasta entrado el siglo XI.

No es fácil explicar cómo la naciente civilización eurooccidental consiguió reponerse de tales calamidades. La causa más obvia consistió en la reacción de algunos dirigentes clericales y políticos ante la contemplación de la ruina. Así, Otón I logró refundar en 962 el Imperio carolingio, llamado en adelante Romano-Germánico, la entidad política más extensa de toda Europa y que perduraría casi nueve siglos, hasta principios del XIX, cuando Napoleón lo disolvió por no poder heredarlo. Significativamente, Francia, origen del Imperio carolingio, quedaba fuera del nuevo. Otón recuperó el cesaropapismo de Carlomagno y, ante la degradación romana, se atribuyó la potestad de nombrar papas, origen de mil altercados y violencias entre ambos poderes. En medios monásticos creció la conciencia de la necesidad de una reforma profunda. Ya a principios del siglo IX, Benito de Aniano, de origen hispanogodo, propugnó la vuelta a la pureza de la regla benedictina; pero solo a finales del siglo X se empezaría a aplicar la reforma con éxito. Para entonces la presión de vikingos, magiares y sarracenos habían descendido en gran manera.

La degradación eclesiástica y política afectó sobre todo a Francia y al Sacro Imperio, en menor media a España, salvo, quizá, a la Marca Hispánica. Una causa fue que las incursiones vikingas tuvieron poca incidencia en la península, y las magiares apenas la tocaron. Además, la lucha permanente contra Al Ándalus ocupaba las energías e imponía una disciplina. Por otra parte, la necesidad de repoblar las tierras ganadas a los moros obligaba a los reyes y señores a otorgar fueros y ventajas, evitando o suavizando la opresión feudal. Tomó forma, así, una sociedad bastante diferenciada y más libre que al norte de los Pirineos. Incluso hubo una caballería villana, fenómeno excepcional en la Europa de entonces, donde la caballería estaba restringida a los nobles y sus huestes.

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A lo largo de aquellos tumultuosos siglos fue cobrando forma una sociedad nueva, muy distinta de la romana. No fue algo planeado, sino producto espontáneo de las duras circunstancias, que tan en primer plano habían colocado al clero y a los guerreros. El sistema fue racionalizado en la división en tres estamentos o

estados, los

oratores o clérigos

, bellatores o guerreros, y los

laboratores o trabajadores. Los primeros procuraban con sus rezos la salvación de la sociedad, los segundos la defendían de sus enemigos y los terceros aseguraban el sustento común. La división no era rígida: los

laboratores podían ser llamados a actuar como

bellatores, y lo mismo hacían a veces los

oratores, los cuales también obraban como

laboratores en los monasterios.

Como hemos visto, los clérigos desempeñaron el papel clave organizando a las poblaciones mediante los obispados y una malla de monasterios que cubría toda Europa expandiendo su fe, la enseñanza y la civilización, y salvaguardando en lo posible el legado grecolatino. Pero, por más que predicasen la paz y convirtiesen a muchos, no habrían subsistido sin la acción guerrera, que rechazaba a los invasores y protegía los avances misioneros. A su vez, los

bellatores, por su mera dinámica, solo habrían causado una incesante formación y destrucción de reinos bárbaros, como, por lo demás, ocurrió en parte. Los pequeños ejércitos privados de los nobles movilizaban a sus campesinos cuando hacía falta, sirviendo como medio limitado de promoción social.

Y, aun bajo duras condiciones, los trabajadores fueron mejorando su situación al debilitarse la esclavitud y sobre todo en tiempos de paz, que se harían más largos desde finales del siglo X, cuando el Occidente entrase en una edad más estable. La masa de los

laboratores la componían los campesinos, libres o siervos, e incluía a artesanos y comerciantes. La especialidad del campesino era el trabajo físico, desdeñado por los nobles, aunque no por los monjes; y los siervos de la gleba, sistema heredado de Roma, mantenían con los terratenientes una relación contractual. A menudo oprimidos y exprimidos, tenían algunos derechos y obligaciones mutuas con los señores. No podían moverse de su tierra sin permiso del amo, pero este debía protegerlos, no podía expulsarlos ni tenía derecho de vida o muerte sobre ellos. A cambio podía exigirles servicios onerosos. El siervo trabajaba sus campos y los del amo, retenía parte de los frutos de este y mantenía una autonomía limitada, por contrato hereditario. La servidumbre constituía un avance sobre la esclavitud y contribuía a aumentar la producción, al interesar al siervo en ella. Había campesinos libres, pero sujetos a cargas, en especial militares. Estas relaciones nacían de la inseguridad de la época: los señores brindaban protección y legalidad a cambio de servicios o servidumbre

Esta división social abarcó a casi todo el oeste europeo. La formuló Alfredo el Grande de Inglaterra a finales del siglo IX, racionalizando un estado de hecho. Isidoro de Sevilla había expresado la idea pareja de una sociedad sostenida por la división de sus miembros en misiones jerarquizadas. En San Agustín, la división social reflejaría de modo imperfecto el orden perfecto de la Ciudad de Dios. El sistema recuerda el de castas impuesto por los arios en la India; pero aquí no eran verdaderas castas, pues aunque lo común era que quien naciera en un estado social permaneciera en él, había posibilidades de promoción, en particular a través del clero, debido al celibato y a la prédica cristiana de igualdad y dignidad personal. Dentro del clero, los puestos altos los ocupaban personas de origen noble, pero también los alcanzaban algunos de familia humilde. También el comercio, muy arriesgado debido al bandidaje y las exacciones nobiliarias, permitía a unos pocos adquirir fortuna e influencia. Se les llamaba «sirios», por el origen de la mayoría, y los judíos aprovechaban sus pequeñas comunidades dispersas por varios países para formar una red de contactos e informaciones

ad hoc.

Aquella división trifuncional, racionalizada, daba estabilidad y orden a la sociedad, por lo que, a pesar de todas las conmociones, injusticias y abusos, permanecería, más o menos modificada y con crisis y variaciones territoriales, hasta finales del siglo XVIII, en que la Revolución Francesa originó un nuevo orden.

La división en tres funciones no revela a quienes realmente ejercían el poder, el cual recaía en una oligarquía compuesta del rey y los

bellatores más poderosos; más algunos obispos y grandes abades. Los

laboratores solo podían compartir algo de poder si la buena suerte comercial les permitía enriquecerse y prestar dinero a los poderosos, cosa harto infrecuente. El préstamo a interés, que llevó a muchos a la ruina, era condenado, lo cual dificultaba la usura, pero contribuía a mantener la sociedad con pocos cambios.

El sistema, llamado feudalismo, creaba una aguda rivalidad entre los monarcas y los señores. El disperso poder señorial limitaba el del monarca o emperador, impidiéndole hacerse absoluto; pero a su vez pesaba duramente sobre los

laboratores, «el pueblo», que solía preferir el poder monárquico, más suave y alejado. Esas pugnas iban a caracterizar largo tiempo la historia europea.

De este modo, la naciente civilización ofrecía tres fuertes tensiones: entre la fe y la razón heredada de la cultura grecolatina; entre el poder religioso y el político, manifiesto en las luchas entre el Papado y el imperio por nombrar (y controlar) los altos cargos eclesiásticos; y entre los monarcas y los señores feudales, complicada luego con la progresiva importancia de las ciudades. Esta triple tensión causaría conflictos sangrientos, pero también un extraordinario florecimiento cultural e intelectual cuando el cese de las invasiones diese lugar a un largo período más pacífico y próspero.

La Edad de Supervivencia, entre los siglos V y XI originaría otra tensión menos visible entre el espíritu práctico, racional o cristiano, y el recuerdo nebuloso, transmitido en cuentos y relatos orales de una era en la que a la estrechez de la vida práctica se superponía un mundo semionírico de heroísmos, magia, amores, predestinación y tragedias, leyendas con mezcla inextricable de mito y realidad, de cristianismo y paganismo. Parte de aquel mundo sería recogida o recreada ya en la nueva Edad de Asentamiento, por poetas y monjes deseosos de salvarlo del olvido, en cantares de gesta, sagas, etc., y su espíritu no dejaría de contrapuntear en la cultura europea a la fe cristiana y el racionalismo grecolatino. El acervo de cantos y relatos legendarios de la Hispania goda, que sin duda existió, se perdió irremediablemente con la invasión árabe, quedando como un eco las narraciones posteriores sobre la pérdida de España, la traición de don Julián y del obispo Oppas, la violación de Florinda la Cava por don Rodrigo, otras en torno a Covadonga o Roncesvalles, etc.

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