Europa

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Conclusiones

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La historia es tan extraordinariamente amplia, movida, variada y compleja, que se convierte en un embrollo total si no buscamos un hilo conductor que nos permita encontrarle algún sentido, al menos parcial. En la gran mayoría de los análisis, hoy, ese hilo conductor es la economía y la técnica. Y, ciertamente, resulta bastante fácil seguir,

grosso modo, el desarrollo de la capacidad técnica del hombre, y con ella de la economía: esta, sea al modo marxista o al modo liberal, vertebraría las sociedades, de ella surgiría la organización de la sociedad, sus ideas y valores predominantes, etc. La economía parece más fácil de estudiar «científicamente» porque se considera la base «material» de la sociedad: después de todo, el hombre tiene que alimentarse para sobrevivir, por lo que el pensamiento, la religión, etc., pueden concebirse fácilmente como actividades derivadas de esa necesidad imperiosa, idea vulgarizada en el dicho

primum vivere deinde philosophare.

Sin embargo, a pesar de esa aparente concreción material (el mundo de las ideas, de las luchas por el poder, etc., resulta más evanescente por menos «material»), al enfoque económico-técnico pueden hacérsele algunas objeciones. En primer lugar, no existe la menor prueba de que la economía determine o condicione de modo decisivo al resto de la sociedad y su evolución. Aunque para vivir hay que comer, vivir es asunto incomparablemente más amplio que comer. Durante muchos siglos, la economía en las culturas mediterráneas —en realidad en la mayor parte del mundo— era básicamente agraria, y sin embargo las culturas (creencias, mitos, estructuras políticas, costumbres, creatividad artística, etc.) diferían notablemente entre sí: consideremos a Grecia, Cartago, Roma, el mundo céltico, el germánico o el helenístico, y tantas culturas más en los orígenes de Europa. Algo semejante cabe decir de cualquier época histórica, incluyendo la actual, en que la generalización de una tecnología muy similar no evita la proliferación de culturas y la existencia de varias civilizaciones y concepciones civilizatorias, crisis e incertidumbres sobre el destino humano. Ciertamente, la economía tiene su historia, como cualquier actividad humana, y sus influencias sobre otras actividades, pero de ningún modo explica la historia.

En segundo lugar, y en contra de lo sugerido por el

primum vivere, el ser humano, al revés que los animales, necesita «filosofar» para vivir. La economía no es un dato tan material y primario como pueda parecer. Organizarla, incluso en las condiciones más primitivas, exige una fuerte aplicación del espíritu, o del intelecto, si preferimos este vocablo: organización, conocimientos, criterios distributivos, etc., que tienen que ver con la moral. La propia técnica no surge inmediatamente de la economía, sino del esfuerzo mental del ser humano, y no de manera general e indiferenciada, sino por ideas e iniciativas individuales, a veces peligrosas y luego adoptadas por otros. La economía está regida por la «filosofía», es decir por el sentimiento del mundo, el razonamiento y la moral. Tanto la economía socialista como la liberal parten de concepciones filosóficas y políticas determinadas, y no al revés. Y dentro de cada una surgen ideas y políticas diversas, baste recordar las escuelas a lo largo de los últimos siglos o, en los años treinta del pasado, la polémica Hayek-Keynes, de vasto efecto en la orientación de la economía occidental. Hoy, en plena crisis, encontramos interpretaciones y propuestas asimismo divergentes. Hasta la tesis de que la historia se explica por la evolución económico-técnica es también una concepción filosófica. La «filosofía», entendiendo por ella la necesidad de debatirse el hombre, intelectual y físicamente, en un mundo donde debe vivir y morir, un mundo que solo llega a comprender parcialmente, como también se comprende parcialmente a sí mismo, es precisamente la clave de la actividad humana y de su historia, con diversos niveles.

En tercer lugar, si la concepción económico-técnica de la historia explicase la evolución humana, la historia misma quedaría prácticamente abolida. Los cambios tecnológicos han sido acumulativos, lentos y básicamente homogéneos a lo largo de siglos y milenios, aunque muy acelerados hoy. Entonces, para estudiar el pasado podríamos prescindir, como datos secundarios o superfluos, de la ingente cantidad y variedad de actividades, ideas, conflictos, etc., del pasado, y reducir el relato de las andanzas humanas a la producción de materiales de consumo y avances técnicos. El ser humano, con su individuación y variedad de actividades se limitaría en el fondo a trabajar para comer, como los animales aunque de modo más complicado. De hecho se escriben «historias» con esos criterios, ciertamente pesados. Más aún, el pasado quedaría dividido en dos grandes períodos: los muchos miles de años en que los humanos habrían ido dando tumbos, por su ignorancia, y en los que los sucesos no económicos tendrían interés puramente anecdótico o pintoresco, y la era reciente, en que se habría descubierto y por tanto dominado la clave de la evolución humana, como viene a sugerir la tesis del «fin de la historia».

Por no seguir, el sentido de la historia procurado por tales concepciones sería el de una carrera sin fin por alcanzar más y más capacidad técnica y riqueza material. Para dar a la tesis un contenido menos pedestremente materialista, se atribuye a la creación de riqueza la creación de libertad: cuanta más riqueza más libertad y un ser humano por tanto más creativo, en un progreso indefinido. Es curioso que en esa concepción general coincidan dos ideologías en otros aspectos opuestas como el marxismo y el liberalismo, de modo que no sería demasiado chocante calificar de liberal-marxista el enfoque de la historia hoy dominante.

Tal como se la ha considerado espontáneamente desde que existen crónicas, la historia es fundamentalmente política, entendiendo por tal los mil sucesos y conflictos derivados de la individuación extrema del ser humano en diversas apetencias particulares y colectivas, que dan a la historia su dinamismo casi vertiginoso en personajes, acontecimientos, choques, pasiones, ideas, alianzas, cambios… Persiste la cuestión: ¿hay algo detrás de esa aparente barahúnda de «ruido y furia» que le dé coherencia? He sostenido que el trasfondo consiste en el esfuerzo que en sentido amplio llamaríamos filosófico, cuya manifestación más primaria y profunda es la religión. La inseguridad radical —salvo en su final destino individual— de la condición humana, impone alguna forma de fe que dé consuelo, esperanza y sentido a su vida, y le permita liberar sus energías culturales. Por tanto la fe, la religión con sus mitos y ritos, es connatural a la condición humana, aunque pueda adoptar formas diversas.

La historia de Europa puede entenderse, hasta el siglo XVIII, como historia del cristianismo con su tensión entre razón y fe, entre Atenas y Jerusalén, etc. (durante siglos fue el único continente cristiano, aunque persistieran bolsas de esa religión en los territorios conquistados por el Islam). Sobre el fondo común de la religiosidad humana, la cristiana contiene diferencias considerables, que he expuesto muy en esbozo (este libro viene a constituir una serie de esbozos). A partir del siglo XVIII se abren paso las ideologías, igualmente basadas en diversas formas de fe, en parte de raíz cristiana, pero con varios puntos en común: el alejamiento del cristianismo o la hostilidad violenta contra él; una divinización del Hombre, con la creencia en su bondad natural, echada a perder por causas supuestamente ajenas a él, como la religión tradicional o «la sociedad»; la exaltación de la Razón como instrumento capaz de superar aquella inseguridad radical del hombre, y del Progreso como vehículo para avanzar en esa dirección. Formas de religiosidad que he denominado prometeicas, por creer que de algún modo estaban previstas en los mitos de las religiones tradicionales.

Creo que esta transformación de la religión cristiana en religión prometeica no se ha dado en ninguna otra civilización, al menos con la intensidad intelectual y política con que se ha producido en Europa. No obstante, debe recordarse que nunca ha logrado abolir o aniquilar las creencias cristianas, las cuales han persistido, a pesar de retrocesos y persecuciones, como un componente esencial de las culturas del continente. Lo que ocurra en el futuro nos está vedado saberlo, pero es razonable pensar que la tensión prometeica-cristiana tendrá un papel muy importante.

Echando la vista al pasado, la civilización europea desde su lejano origen en la II Guerra Púnica, se ha caracterizado por un excepcional dinamismo e impulso creativo en todos los ámbitos de la cultura. Aun con un acompañamiento frecuente de atrocidades, tampoco infrecuentes en otras culturas, ninguna otra civilización ha generado tal número de relevantes pensadores, artistas, científicos, dirigentes de pueblos, aventureros, descubridores, ni se ha planteado problemas filosóficos o existenciales con tal agudeza y audacia, aunque a veces parezca la audacia de la locura. Y tampoco ha obrado nunca Europa como un todo, sino que siempre ha sido una nación u otra la que ha tomado la delantera, seguida más o menos por las demás. Una evolución bajo el influjo enigmático, sugestivo e inspirador de la fe, tradicional o ideológica.

Suele simbolizarse a Europa en la figura de la princesa fenicia de ese nombre, raptada por Zeus en forma de toro. Pero si algún personaje de la mitología griega —una de sus grandes raíces culturales, cultivada y asimilada por el cristianismo— puede caracterizar la historia que hemos querido resumir, sería más bien Atenea, diosa de la sabiduría y de la guerra, pues en las dos cosas han sido pródigos los países que componen el continente. Combinándolas, hablaríamos de un intelecto, o mejor de un espíritu combativo. Que acaso no se haya agotado, pese a su evidente declive actual.

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