Europa

Europa


Cuarta parte Edad de Expansión » 17. Guerra, comercio y derecho internacional

Página 29 de 62

1

7

Guerra, comercio y derecho internacional

Las expediciones portuguesas y españolas comenzaron también la era de los imperios europeos interoceánicos, que iban a extenderse hasta mediados del siglo XX. Los primeros, a partir del siglo XVI, fueron el español y el portugués; seguirían los de Inglaterra, Holanda y Francia. A su vez, Rusia cruzaría los Urales ampliándose hacia Siberia y poniendo fin a las grandes invasiones asiáticas. Aunque todos ellos tuvieran el carácter común europeo, difirieron mucho entre sí. El portugués se compuso la mayor parte del tiempo de enclaves militar-comerciales por África, Asia y América, mientras que el español abarcó grandes superficies y adoptó desde el primer momento un carácter más misional cristiano que los demás.

Hubo numerosas empresas exploradoras-conquistadoras españolas, casi todas acometidas por pequeños grupos de unos centenares de marinos o soldados. Las más exitosas y conocidas han sido las de Méjico y Perú. En los dos casos, la estrategia consistió en acercarse osadamente hasta el núcleo del poder enemigo y derrotarlo allí mismo: al tratarse de estados muy jerarquizados, el golpe precipitó su derrumbe. En Méjico, Cortés empleó a fondo la diplomacia para atraerse a los pueblos tiranizados por los mexicas y se benefició de algunas profecías supersticiosas, hasta capturar al emperador Moctezuma. Estuvo al borde de la catástrofe en «la noche triste», que eludió a base de audacia. En Perú, Pizarro explotó la guerra civil entre los incas a la muerte en 1527 de su rey Huayna Cápac. Su sucesor, Huáscar había hecho matar a un hermano suyo y a otros nobles, pero un tercer hermano, Atahualpa, se sublevó con ayuda de pueblos resentidos por las matanzas perpetradas por Huayna. Al llegar Pizarro, Atahualpa había capturado a Huáscar y torturado y asesinado a sus mujeres, hijos y sirvientes. Pizarro logró apoderarse de Atahualpa en una acción temeraria, y el poder inca se vino pronto abajo, no sin cruentas luchas. Cabe contrastar esos éxitos con fracasos como el de Pedro de Valdivia en Chile: aniquilada su tropa en una emboscada india, Valdivia fue atormentado durante tres días con conchas de marisco aguzadas, con las que le cortaban trozos de carne que cocinaban y comían ante él.

Las hazañas de los conquistadores tuvieron después muy mala prensa, resumida en el juicio del historiador del arte Ernst Gombrich: frente a los indios «pacíficos, pobres y sencillos», los españoles «eran feroces, crueles capitanes de bandoleros, increíblemente despiadados y de una inaudita falsedad y malicia para con los nativos, impulsados por una codicia salvaje hacia aventuras cada vez más fantásticas. Ninguna les parecía imposible, ningún medio les parecía demasiado malo para obtener el oro. Eran increíblemente valerosos e increíblemente inhumanos. Lo más triste es que aquellas personas no solo se llamaban cristianos, sino que afirmaban continuamente que cometían todas aquellas crueldades con los paganos a favor de la cristiandad».

Algo de verdad hay en lo de «las aventuras más fantásticas» y «ninguna les parecía imposible». Muchos se inspiraban en los libros de caballerías, de las que viene el nombre de California. «No fuera yo español si no buscara peligros», escribiría el literato Francisco de Quevedo. Sin embargo, aquellos

bandoleros no solo se tenían por cristianos, sino que, después de los monjes de la Edad de las Invasiones, hicieron el mayor esfuerzo cristianizador conocido, nunca igualado después; fundaron decenas de ciudades, que llegarían a ser las más bellas y racionales del continente, algunas bien conservadas hasta hoy; llevaron consigo miles de libros, y la imprenta tardó poco en funcionar a buen ritmo; crearon escuelas y universidades; hicieron estudios sobre la geografía, la historia y las gentes; trasplantaron vegetales alimenticios inexistentes allí, y pasaron a Europa otros como el tomate, la patata, el tabaco o el maíz. Llevaron ganado, y los mulos y asnos, junto con la rueda, libraron a los indios de trabajar como bestias de carga. Acabaron con los sacrificios humanos, el canibalismo o costumbres como la venta de niñas. Y pronto obraron según leyes, mejor o peor cumplidas, como todas (dieron lugar a luchas civiles entre los propios hispanos), pero que forman uno de los corpus más avanzados y humanitarios de cualquier época.

Obviamente, ocurrieron atrocidades, como en todos los choques de culturas y grupos sociales, antes y ahora; pero ¿cuántas atrocidades y en comparación con qué otros episodios? Se ha utilizado durante siglos como informe fidedigno el del dominico Bartolomé de las Casas

Brevísima relación de la destrucción de las Indias, reflejado en el juicio de Gombrich. Las Casas ofrece datos como estos: la isla La Española (76.000 km2) tenía cinco grandes reinos, uno de ellos mayor que Portugal (90.000 km2), otro con una vega de 400 kilómetros (80 leguas) y 30.000 ríos cargados de oro. Entre Darién y Nicaragua, otros 2.500 kilómetros también repletos de riquezas. Guatemala tendría más de 500 kilómetros de lado. En el Imperio azteca cabrían cuatro y cinco Españas… Solo la Española habría «henchido a España de oro». En realidad había poco oro, y sería la plata el metal precioso más explotado.

Tales disparates geográficos apenas son nada comparados con los demográficos: las costas estaban «todas llenas como una colmena de gentes (…) que parece que puso Dios en aquellas tierras todo el golpe o la mayor cantidad de todo el linaje humano». No había región que no estuviera «pobladísima» y con «grandes urbes». En Nicaragua, con sus colosales riquezas «era cosa verdaderamente de admiración ver cuán poblada de pueblos, que cuasi duraban tres y cuatro lenguas en luengo», mucho mayores que cualesquiera de Europa (y de las que la arqueología no ha hallado rastro). La Nueva España, futuro Méjico, tenía muchas ciudades más habitadas que «Toledo y Sevilla y Valladolid y Zaragoza juntamente con Barcelona», de modo que «para andallas en torno se han de andar más de mil e ochocientas leguas» (casi diez mil kilómetros). El Yucatán «estaba lleno de infinitas gentes» y lo mismo Florida. Las Antillas habían sido «la tierras más pobladas del mundo». Centroamérica también disfrutaba «de la mayor e más felice e más poblada tierra que se cree haber en el mundo». Y todo por el estilo. El fraile no creyó oportuno explicar de qué podría vivir aquella miríada humana en medio de selvas, con agricultura muy primaria o simplemente sin ella. Difícilmente habría más densidad que en la Amazonia actual, exceptuando parte del altiplano de Méjico.

Hacia aquellas tribus vuelca Las Casas los más encendidos elogios: «Sin maldades ni dobleces», «limpias, de vivo entendimiento, muy capaces», «mansísimas ovejas», «sin vicios o pecados», «sin rencillas ni bullicios, no rijosos, sin rencores, sin odios», «no poseen ni quieren poseer bienes terrenales». Etcétera. Vivían en el paraíso, pues, libres del pecado original. Tan fabulosas virtudes aumentaban el horror de la conducta de los hispanos, que «como lobos y tigres y leones cruelísimos», no hacían otra cosa con las gentes que «despedazarlas, matarlas, angustiarlas, afligirlas, atormentarlas y destruirlas» por medio de «nunca vistas ni leídas ni oídas maneras de crueldad». En Nueva España habrían masacrado a más de cuatro millones de hombres, mujeres y niños, «a cuchillo y a lanzadas y quemándolos vivos», sin contar los que seguían matando cada día «en cuatrocientas y cincuenta leguas en torno cuasi de la ciudad de Méjico». En Nicaragua, cincuenta de a caballo alanceaban a la población sin dejar vivo «a hombre, ni mujer, ni viejo, ni niño». En Santa Marta los desmanes habrían superado lo anterior, aunque es difícil imaginar cómo. Calculaba haber sido asesinados no menos de quince millones de indios… que seguramente no existían en toda la zona por entonces.

Tales

informes han popularizado la leyenda de un genocidio tan inaudito como imaginario. La realidad es que en las islas del Caribe la población indígena, que solo podía ser escasa, desapareció casi, por una explotación abusiva a manos de los colonizadores, o por enfermedades contra las que no tenían defensas. Pero fue la excepción. Se ha especulado mucho con una «catástrofe demográfica» sin precedentes, de hasta decenas de millones de muertes, ocurrida en Méjico durante la colonización, por enfermedades o matanzas. Pero se trata de estimaciones sobre una población imposible para los medios técnicos y agrarios aztecas. Y cualquier viajero por América puede constatar la muy alta proporción de indios y mestizos en las ex colonias españolas, en contraste con las antiguas colonias inglesas o francesas, donde la población aborigen es residual. Los indios sufrieron también epidemias, naturales del continente o contagiadas involuntariamente por los españoles, que también las sufrían.

En fin, atrocidades mayores o menores han acompañado siempre los movimientos de las sociedades; pero es más que dudoso que aquellos conquistadores y colonizadores cometieran más —probablemente fueron menos— que los indios en sus luchas tribales, o en Europa los turcos, o protestantes y católicos en sus guerras (Las Casas escribió con la revolución luterana en marcha); por no hablar de la quema de brujas, etc.

Las diatribas del dominico son tan obviamente desmesuradas o claramente falsas, que hacen dudar de la salud mental del autor. Aceptarlas exigía una dosis muy fuerte de credulidad o de malicia, y los españoles de las Indias se sintieron injuriados y calumniados. Pero en España fueron tomadas en consideración, y fuera de ella serían recogidas y ampliadas como «leyenda negra» en los países rivales de España, y muy especialmente por los protestantes, hasta hoy mismo: prueba del poder de la propaganda, cuyo peso social no ha cesado de aumentar.

El documento de Las Casas no tiene relevancia solo como iniciador de la leyenda negra, sino también del mito del «buen salvaje», que en la Ilustración, ayudaría a conformar mentalidades europeas aun hoy existentes, de carácter utópico o mesiánico.

Un efecto siniestro de la conquista fue el tráfico negrero desde África para explotar las plantaciones en régimen de esclavitud. Fue algo difícil de evitar, porque los indios no aguantaban el trabajo a la europea, y los blancos lo soportaban mal en aquellos climas. La esclavitud se había extinguido casi por completo en Europa, pero los europeos la revitalizarían masivamente durante tres siglos más.

* * *

Se ha dicho que Las Casas fundó la idea de los derechos humanos, pero admitió la esclavitud de negros o de blancos infieles. Y tampoco es suya la idea con respecto a los indios, pues el testamento de Isabel la Católica ya establecía esos derechos, como asimismo, de modo más teorizado, el padre Vitoria. No obstante, su escrito causó sensación en España, pues ponía en duda la legitimidad de la conquista y, más allá, planteaba implícitamente la cuestión de la guerra justa.

La guerra siempre ha acompañado la evolución humana, desde las culturas más primitivas a las más complejas, incluyendo contiendas civiles, invasiones, expulsiones y aculturaciones derivadas. Pocos pueblos viven hoy en una tierra propia desde su origen. En época civilizada, las guerras solían justificarse con acusaciones de ruptura de pactos o deslealtad, aunque otras veces no se esgrimían pretextos. Los hunos, mongoles y turcos solo parecen expresar la ambición de poder del más fuerte. Aristóteles había defendido el derecho de las culturas superiores a someter a las inferiores y los romanos creían sus conquistas una prueba de valor y superioridad, legitimándolas como obra de pacificación y aplicación de un derecho y cultura más refinados.

A lo largo del tiempo, la Europa cristiana se había visto varias veces al borde del abismo, pero había subsistido por la predicación y las armas, combinación eficaz frente a los paganos, inútil con los islámicos que habían arrebatado a la cristiandad la mitad de su territorio y entre quienes no rendían fruto los sermones. Aquellas luchas no causaban inquietud moral o intelectual, pero en América sí, como la vida supuestamente natural e inocente de los indios turbada por los viciosos y ávidos europeos.

La conquista se justificaba como medio de «llevar la luz» del Evangelio y salvar las almas, pero el ideal chocaba con dos escollos: ¿había derecho a conquistar a unas poblaciones antes desconocidas y con las que, por ello, no existía conflicto previo? ¿Y respondía el ideal evangelizador a la conducta de conquistadores y «encomenderos» (a los conquistadores se les «encomendaba» un número de indios que trabajasen para ellos y a quienes debían evangelizar, cosa que ocurría o no)?

De la primera cuestión teorizó el dominico Francisco de Vitoria, uno de los pensadores más descollantes de la Escuela de Salamanca, la cual abordaría a lo largo de un siglo problemas sociales, políticos y económicos a los que dio soluciones novedosas. Vitoria defendió la plena humanidad de los indios, con los mismos derechos que los españoles, según la ley natural. Por lo mismo, negó validez al reparto del mundo entre Portugal y España, concedido por el papa Alejandro VI en el Tratado de Tordesillas. La relación entre pueblos debía partir del entendimiento y la ley, y solo sería justa una guerra en defensa propia o de los derechos naturales; no por motivos religiosos o expansivos. La idea negaba legitimidad a la conquista, pero podía interpretarse de otro modo: entre los derechos naturales estaban la prédica del cristianismo, el comercio y la paz. Si los indios impedían estos derechos, podía hacérseles guerra, y Vitoria distinguió varios «justos títulos» para la presencia española en América: propagar el Evangelio, proteger a los indígenas bautizados contra los reacios, combatir los delitos contra natura (canibalismo, sodomía…), soberanía del rey de España si los indios la aceptaban, defensa de unas u otras tribus enfrentadas, rescate de los naturales de su atraso. En la práctica, la conquista se justificaba mientras no cometiera crímenes o atropellos, un desiderátum nunca cumplible del todo.

Y así estaba el asunto cuando el panfleto de Las Casas llegó a España. Vitoria murió en 1546, y en 1550 se abrió la Gran Controversia de Valladolid, por orden del rey Carlos I, que también regía el Sacro Imperio como Carlos V. Se trataba de decidir, más que las acusaciones concretas de crímenes, el derecho de España a permanecer en América. El contradictor de Las Casas fue el sacerdote Juan Ginés de Sepúlveda, y el interés del debate rebasa, con ser importante, al problema estricto de la conquista.

Sepúlveda argumentó con tesis religiosas, filosóficas y humanistas: los judíos habían ocupado Canaán, tierra prometida por Yahvé; San Agustín creía lícito apartar a los paganos de la idolatría, aun coactivamente; San Pablo daba poder a la Iglesia para predicar por encima de los poderes temporales… Los indios no eran mejores o peores que los demás, pero sus culturas primarias y contrarias a la ley natural los hacían esclavos por naturaleza, por lo que la conquista, sin la cual sería imposible bautizarlos, debía ponderarse como un acto de amor. «No digo que a estos bárbaros se les haya de despojar de sus posesiones y bienes, ni reducir a servidumbre, sino que se deben someter al imperio (autoridad) de los cristianos». La conversión debía hacerse de forma persuasiva, y si esta fallaba los españoles tenían derecho a ocupar sus tierras, destituir a sus jefes y poner otros. La conquista, pues, era justa en principio.

Para Las Casas, los estados indios eran no solo comparables a los europeos, sino mejores, pues «muchas y aun todas las repúblicas europeas fueron muy más perversas, irracionales y en muchas virtudes muy menos morigeradas y ordenadas». Solo podría castigar al idólatra quien tuviera jurisdicción para ello, y no la tenían el rey ni el Papa, pues los indios no habían sido antes súbditos del rey, ni podían ser sometidos al fuero eclesiástico ni ser perseguidos como herejes, ni ser castigado un pueblo como si todo él fuera delincuente: España carecía de títulos para estar allí, salvo con misioneros.

Si Las Casas hubiera impuesto plenamente sus tesis, la historia de América habría sido otra: los imperios y tribus indias habrían seguido tal cual, pues difícilmente habrían renunciado a sus ideas y costumbres solo por la predicación, suponiendo que admitieran esta. Su evolución técnica y en otros aspectos habría sido también mucho más lenta. Lo más realista es que de la conquista y colonización se habrían ocupado otras potencias europeas con menos escrúpulos morales, como había de ocurrir en muchos casos.

La Controversia terminó sin ganador claro. La conquista quedó frenada, pero solo pasajeramente, pues el proceso era irreversible. Vitoria había dicho que no podía abandonarse del todo la administración de las Indias, y la corona no podía obligar a los colonos a volverse de allá ni prescindir de los metales preciosos. Los propios indios, sufridores de las «guerras floridas» y las masacres de incas y aztecas parecían no estar muy de acuerdo con las tesis de Las Casas, a juzgar por la rapidez y entusiasmo con que acogieron la evangelización. El fruto político del debate fue la promulgación de leyes notables por su racionalidad y sentido humanitario, aplicadas en grados diversos, como ocurre siempre.

El debate tenía un aspecto paradójico, pues el propio Las Casas certificaba con sus puntos de vista la superioridad de la cultura hispana, capaz de enfocar un dilema ético-político que los indios no estaban en condiciones de abordar. La influencia de Las Casas dura hasta la actualidad y, por otra paradoja, sus acusaciones se han popularizado por ideologías que en el siglo XX sí han realizado verdaderos genocidios. Así, un gran lascasista español ha sido el historiador stalinista Tuñón de Lara. Tampoco protestantes, franceses o ingleses que con tanta pericia explotaron la

Brevisima relación demostraron una particular virtud y compasión en sus colonias. En Méjico, después de la independencia, el nuevo estado, muy lascasista, arrebató a los indios las extensas tierras que les había garantizado la corona española.

De todos modos, la controversia fue novedosa en el pensamiento civilizado y tiene consecuencias hasta hoy. Dio impulso al derecho de gentes, más tarde llamado derecho internacional, que decenios después retomaría el holandés Hugo Grocio, bajo influencia de Vitoria y otros pensadores hispanos. Este derecho intenta regular las relaciones internacionales en lugar de dejarlas al imperio de la fuerza, y se asienta en el concepto de ley natural… que también podía interpretarse de diversos modos, como atestigua la Controversia. Cierto que, en la práctica, las relaciones internacionales en Europa, América y resto del mundo han seguido rigiéndose en gran medida por realidades ajenas a las exigencias teóricas y legales.

* * *

La guerra era analizada, pues, en términos de «justa e injusta», con propósito de controlarla de algún modo. Para los cristianos se trata de un efecto de la condición humana, definida míticamente por el pecado original. Cabe interpretar el mito como el paso de la inocencia y seguridad del instinto a la condición propiamente humana de la moral, cargada de culpa y de incertidumbre, fuente de continua elaboración religiosa y filosófica. Siendo por tanto, propia del hombre, la guerra, como tantos males, no podría extirparse, pero sí reducirse y limitarse sus peores efectos.

No es fácil entender la causa de las guerras en la historia humana. Las ha habido por motivos comerciales, como entre las ciudades italianas o las del Báltico; por invasión y defensa contra invasiones; por políticas de poder y prestigio; por motivos religiosos, como la

yijad (y pronto invocarían motivos similares las luchas entre católicos y protestantes)… Muchas contiendas mezclan inextricablemente causas, fines o pretextos económicos, religiosos y de poder, pero la definición de Clausewitz de la guerra como continuación de la política por otros medios, es quizá la más abarcadora. Así, la guerra viene a ser una forma de la política, es decir, del poder

El poder, ligado a su vez al «pecado original», está presente siempre, con diversas formas, en las sociedades humanas. Racionalizándolo, cabe atribuir su universalidad y necesidad a la profunda individuación de los seres humanos, manifiesta en la diversidad y a menudo oposición de intereses, deseos, aspiraciones, sentimientos y capacidades, que harían la vida social imposible, de no existir una fuerza, apoyada en la violencia, capaz de imponer orden. Garantizar el orden y la paz constituye, como tantas veces se ha dicho, la justificación de todo poder, sea del tipo que fuere, y es al mismo tiempo la causa de las guerras. Los inconvenientes del poder han llevado a teorizar sociedades sin él, ácratas; pero ello solo resulta concebible en sociedades prehumanas, regidas por el instinto, al modo de las abejas o las hormigas, donde la individuación desapareciera prácticamente.

Obviamente, la violencia no es el único pilar del poder, y un estado que la emplease en exclusiva duraría poco. Otro pilar es la ley y el derecho, que arbitra entre intereses y aspiraciones particulares o de grupo. La ley y el derecho se apoyan entre sí: la primera surge para evitar la violencia, pero solo puede mantenerse apoyándose en la violencia. Tras haber comido la fruta del árbol del bien y el mal, el hombre se ve obligado a distinguir entre leyes y violencias buenas y malas, justas e injustas.

Ir a la siguiente página

Report Page