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Cuarta parte Edad de Expansión » 18. Apogeo del Renacimiento. Lutero revoluciona media Europa

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Apogeo del Renacimiento

Lutero revoluciona media Europa

Aunque el Renacimiento abarcó todas las actividades superiores humanas (artes, ciencia, pensamiento…), quizá destacó más en el arte, desde la arquitectura a la música o la poesía, con su apogeo en la primera mitad del XVI, con figuras como Leonardo da Vinci, Miguel Ángel, Botticelli o Rafael y muchos otros en Italia. Desde Escandinavia a España se extendió el mismo espíritu, con numerosos artistas y escritores nuevos, que harían muy larga la enumeración. En los Países Bajos se desarrolló una pintura particular, más directamente enlazada con el gótico, aunque progresivamente influida por Italia. Quizá no sea exagerado considerar la época del Renacimiento como la más alta del arte europeo, aunque tampoco quepa hablar de decadencia a partir de él.

Pico della Mirandola resume el espíritu humanista o renacentista en su

Discurso sobre la dignidad del hombre:

El Supremo Arquitecto situó al hombre en el centro del mundo y le dijo: «La naturaleza de las demás cosas está limitada y contenida dentro de las leyes que les hemos prescrito. Tú, sin límites que te coaccionen, decidirás los propios límites de tu naturaleza según la libre voluntad que te hemos otorgado. Tu libre albedrío te permitirá modelarte como prefieras. Mediante tu poder podrás degenerar hasta las formas más bajas de la vida, que son las animales. Y el discernimiento de tu alma te permitirá renacer en las formas más altas, que son divinas».

Un pensamiento optimista sobre las capacidades humanas, admitiendo su origen extrahumano.

Tales capacidades debían plasmarse en tipos humanos como el popularizado por Baltasar Castiglione en

Il libro del cortegiano. En él discurre en forma dialogada sobre el amor, la nobleza, el arte, la distinción femenina, la oratoria, el humor, etc., dibujando un «cortesano» ideal, físicamente fuerte, experto en las armas, las humanidades, gentil y educado con las damas, tranquilo, de finura expresiva y buen razonador.

El pensamiento renacentista seguía siendo claramente católico, aun con inclinación a separar la razón de la fe, como en

El príncipe de Maquiavelo, de tanta repercusión en el pensamiento político posterior. La tradición atribuía el origen del poder a la divinidad, subordinándolo a principios de justicia y servicio a la sociedad basados en la ley moral natural, impresa asimismo por Dios en el corazón humano. Maquiavelo prescinde de tales supuestos y examina el poder desde un punto de vista técnico. La experiencia mostraba que el ejercicio del poder y las luchas por él se ejercían demasiado a menudo sin atención a conceptos de justicia o de servicio, si bien se suponía que la moral o el temor a la condenación eterna frenaban la práctica nuda y cruda de la fuerza y la astucia. Pero también cabía pensar que las invocaciones morales y religiosas solo disfrazaban intereses políticos descarnados. El

príncipe maquiavélico debía ser más maniobrero, calculador y despiadado que sus rivales. Los frenos morales solo estorbarían sus planes, aunque podía invocarlos como una añagaza en la lucha. Su enfoque ha sido alabado como científico o racional por prescindir de la religión; pero si bien la práctica política suele incluir una dosis de brutalidad y engaño, los planes más astutos y refinados suelen fracasar ante imponderables. Por otra parte, el poder tipo

Príncipe generaría una lucha interminable de todos contra todos. El autor también supone que el poder absoluto es más estable y pacífico que el compartido con otros nobles.

Maquiavelo presentó como modelo a Fernando el Católico «rey de España, que de ser un monarca débil se ha convertido por su fama y por su gloria en el primer rey de los cristianos». Y sin duda Fernando, acaso el estadista más capaz de su tiempo, junto con su esposa Isabel, demostró una sobresaliente destreza de maniobra; pero atribuir sus convicciones religiosas a pura hipocresía u oportunismo suena arbitrario. La Reconquista, una larga lucha tanto religiosa como política, había dejado en España un sentimiento católico más compacto que en el resto de Europa, y la reforma de la Iglesia, muy respaldada por Fernando e Isabel, es una prueba más de ello.

Con todo, Maquiavelo no dejaba de expresar una realidad, bien visible, por ejemplo, en la alianza de Francisco I de Francia con los turcos contra España y el Sacro Imperio, o la ruptura del inglés Enrique VIII con Roma para crear una Iglesia propia, por el rechazo del Papa a su divorcio de Catalina de Aragón. La «razón de Estado» primaba sobre cualquiera otra con demasiada frecuencia.

* * *

A principios del siglo XVI, el sacerdote holandés Erasmo de Róterdam, el humanista más prestigioso de Europa, trató de depurar a la Iglesia de gangas. La Iglesia había evolucionado entre reformas parciales, debates sobre la Biblia y otros más políticos, nacidos del contraste entre el ideal evangélico y un mundo marcado por el pecado original; del poder espiritual y su ejercicio material; de la relación entre Roma y los estados cristianos; entre Roma y el conjunto de la Iglesia; entre la predicación y la compulsión violenta; entre los papas y los concilios; de la validez del magisterio eclesiástico, de la conducta exigible al clero, la defensa frente al Islam, etc.

Erasmo preconizó un examen más libre de la Biblia y una actitud más crítica hacia la autoridad. Se opuso al formalismo rígido y a vicios como la ostentación del alto clero, la compra de cargos eclesiásticos o la venta de indulgencias. Estas consistían en actos piadosos con los que la gente esperaba atenuar las penas de sus deudos en el purgatorio: rezos, peregrinaciones, limosnas o donativos para construir edificios religiosos. La idea del purgatorio se había desarrollado tardíamente en la Iglesia para evitar la opción drástica entre cielo e infierno; y para sufragar la construcción de la magna basílica de San Pedro, la oferta de indulgencias se había multiplicado. Erasmo esperaba que la corrección de aquellos vicios afirmaría la paz entre cristianos y un renacer religioso.

A Erasmo se le apreciaba especialmente en España, donde estaba en marcha la reforma eclesiástica de Cisneros. Sin embargo rechazó ir a enseñar a la Universidad de Alcalá de Henares: «Non placet Hispania», porque había allí demasiados judíos —decía—, a pesar de la expulsión. Debía de referirse a los conversos, no obstante lo cual trabó amistad con el español Juan Luis Vives, de familia de conversos, varios de cuyos miembros habían sido perseguidos por la Inquisición y quemados. Vives escribió obras pedagógicas apoyadas en la experiencia, expuso métodos de análisis más científicos, y propuso una asistencia social sistemática para los pobres. Por sus estudios sobre las emociones y movimientos del alma, relacionándolos con la medicina, suele estimársele precursor del psicoanálisis o más ampliamente de la psicología moderna.

Vives residió un tiempo en Inglaterra, en la corte de Enrique VIII mientras estuvo casado con Catalina, hija de los Reyes Católicos. Catalina fue una mujer muy notable y popular entre los ingleses. Siguiendo probablemente a su madre Isabel puso de moda la educación femenina en Inglaterra (para la que Vives escribió

De institutione feminae christianae), protegió centros de enseñanza superior y propugnó la alianza de Inglaterra con España. Cuando el rey la repudió por Ana Bolena, Vives, contrario al divorcio, fue encarcelado, aunque salvó la cabeza y pudo volver a Flandes. Peor fortuna tendría el canciller Tomás Moro, con quien Vives y Erasmo formaban un círculo de amigos, respetados como los humanistas europeos más notables. Moro también se opuso al divorcio de Enrique VIII y a la ruptura con Roma, por lo que fue decapitado en 1535, lo mismo que cientos de monjes y otros disidentes. Los protestantes acusarían a Moro de haber propiciado ejecuciones de varios de ellos, pero no parece cierto. Al año siguiente fallecería Erasmo, y Vives cuatro más tarde. Los tres habían creído en una próxima era de paz entre cristianos para afrontar con éxito la obsesionante presión turca, pero la realidad iba a ser la de nuevas guerras y persecuciones religiosas en la cristiandad.

* * *

Una evolución muy distinta de la humanista o renacentista se incubaba en Alemania desde principios de siglo, hasta llegar a la ruptura con Roma partiendo de un asunto de aire poco fundamental: las indulgencias. Por aquellos años el papa León X, muy aficionado al lujo, recurrió a la venta masiva de indulgencias, con el objetivo mencionado. El fraile agustino Martín Lutero, haciendo eco al enfado de muchos alemanes, alegó que estos daban así 300.000 florines anuales para alimentar a los clérigos parásitos de Roma, y tachaba a las indulgencias de negocio sacrílego que explotaba la credulidad y angustia del vulgo. En su enojo subyacía un resentimiento patriótico: «Los italianos se creen los únicos seres humanos (…). ¡No hay nación más despreciada que la alemana! Italia nos llama bestias, Francia e Inglaterra se burlan de nosotros». Expuso sus célebres tesis contra las indulgencias en la puerta de una iglesia de Wittenberg, en 1517, y fue acusado de herejía. Él se dijo dispuesto a retractarse si se le demostraba su error mediante las Escrituras; pero la Biblia solía admitir más de una lectura y no hubo concordia. Lutero fue excomulgado y pasó a elaborar una nueva teología. El fondo de la disputa era el problema teológico de la salvación.

Para la Iglesia, el hombre caído por el pecado original solo se hace digno de volver con su Creador mediante un combate en la vida terrena —auxiliado por la gracia divina— contra su inclinación al mal, al pecado. En la doctrina tomista, preponderante pero no única en la Iglesia, las buenas obras contribuían a la salvación, y la razón podía conciliarse con la fe y ayudar a comprender el misterio de la divinidad. Marsilio de Padua, Occam y otros habían rechazado tal capacidad de la razón, separándola de la fe, y negado a la Iglesia muchas de sus atribuciones, en beneficio del poder político. Lutero fue mucho más radical en la misma línea: negó el purgatorio y la autoridad del Papa y de los concilios: la relación con Dios se establecía de modo individual mediante la libre y personal interpretación de la Biblia (

Sola Scriptura), negando valor al magisterio de la Iglesia. Las obras pretendidamente piadosas eran nulas, pues la razón y voluntad del hombre, corruptas por el pecado, no pueden siquiera apreciar el valor de aquellas, ni penetrar el designio divino. La salvación solo puede venir de la fe (

Sola fides), un don de gracia dispensado a quienes el propio Dios, desde la eternidad, había querido salvar.

Estas ideas, presentadas como reforma, constituían una auténtica revolución. Al no contar las obras para la salvación, Lutero podía escribir: «Peca y peca fuertemente, pero confíate a Cristo y goza en él con mayor intensidad, porque Él vence al pecado y la muerte. Mientras estemos en la tierra tendremos que pecar, porque en esta vida no habita la justicia (…). Basta con reconocer al Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo, y de Él no nos apartará el pecado, aun si fornicamos y asesinamos miles de veces en un solo día». «El cristianismo consiste en un continuo ejercicio en el sentimiento de no estar en pecado, aunque peques, porque tus pecados recaen sobre Cristo». Carlos V advirtió en 1521, en la Dieta de Worms: «Este hermano aislado yerra con seguridad al alzarse contra el pensamiento de toda la cristiandad, pues si él tuviera razón, la cristiandad habría andado errada desde hace más de mil años».

Erasmo le objetaba que si solo Dios sabe a quiénes ha decidido salvar, ¿cómo puede creer una persona que está entre los elegidos? Respuesta: «Ningún hombre podrá creerlo [por la razón]; los elegidos empero lo creerán». «Si Dios obra en nosotros, nuestra voluntad, cambiada y suavemente tocada por el hálito del Espíritu, querrá y obrará el bien (…) de forma espontánea». No era una contestación muy racional, pero según Lutero la razón era «la ramera del diablo (…). Debería ser pisoteada y destruida». La razón, en efecto, podía usarse como corrosivo de la fe, y la voluntad de creer debía aniquilarla. No obstante, Lutero solo podía defender sus tesis empleando la razón.

Si solo Dios decidía desde la eternidad quiénes iban a salvarse o condenarse, quedaba destruido el libre albedrío, clave de la ética y la responsabilidad personal en Tomás de Aquino. Para Lutero, el individuo era libre de entender a su gusto las Escrituras, pero, paradójicamente, su salvación o condena estaban predeterminadas. Erasmo, que había sido su amigo y en parte inspirador, le objetó en

De libero arbitrio: si el hombre no precisa la Iglesia ni órganos intermedios entre él y Dios, y puede interpretar la Biblia como único sacerdote de sí mismo, ¿cómo se concilia esta supuesta libertad con su incapacidad de elección moral? Según Erasmo, el hombre puede superar las consecuencias del pecado original ayudado por la gracia, la voluntad y la razón: todas ellas cooperan al mismo fin. La libre voluntad no se anula por el hecho de que los designios divinos sean en gran parte oscuros para nuestra mente. Si Jesús llora por una Jerusalén que le repudia, e invita a los judíos a seguirle, es porque reconoce el libre arbitrio; y si al hombre, según Lutero, no le es posible aceptar ni rechazar la gracia, ¿qué sentido tiene hablar de recompensa, castigo y obediencia, como hace la Biblia?

Lutero con

De servo arbitrio («Sobre el arbitrio esclavo»), replicó que la presciencia de Dios no deja lugar a la contingencia: «Todo cuanto hacemos, todo cuanto sucede, aunque nos parezca ocurrir mutablemente y que podría ocurrir también de otra forma, de hecho ocurre por necesidad, sin alternativa e inmutablemente, si nos referimos a la voluntad de Dios. Pues la voluntad de Dios es eficaz, y no puede ser impedida». «El destino puede más que todos los esfuerzos humanos». «Si esto se pasa por alto, no puede haber fe ni ningún culto a Dios». «El hombre no posee un libre albedrío, sino que es un cautivo, un sometido y siervo, de la voluntad de Dios, o de la de Satanás». Y si el hombre no es libre, no es responsable de sus obras, que nada valen ni cuentan para su salvación. Solo cuenta la gracia, manifiesta en el sentimiento personal de la fe. Posición contraria también a la humanista del hombre como artífice de su destino.

La cuestión de la salvación refleja una esencial angustia humana, expuesta de forma particular en el cristianismo. El mundo, lleno de placeres y penas que fácilmente se transforman unos en otros, parece arbitrario e injusto, «un laberinto de errores» como decía Pleberio en

La Celestina; y el bien y el mal se confunden a menudo. Podría considerarse el mundo radicalmente injusto, por lo que el restablecimiento de la justicia exigiría otro mundo en el cual los buenos tendrían la recompensa y los malvados el castigo. Pero si la salvación o condena estaba predestinada al margen de lo que hicieran o pensaran los hombres, ¿qué necesidad había de predicar el Evangelio? Además, la angustia se exacerbaba. Calvino, discípulo de Lutero, encontró unos indicios que permitían al individuo creer que pertenecía al grupo de los elegidos: una vida austera y piadosa y el éxito en las empresas económicas u otras, permitirían intuir en esta vida la salvación en la otra. El calvinismo ofrecía así un consuelo que le ganó popularidad por varios países europeos, en disidencia parcial con el luteranismo puro.

El movimiento luterano, comienzo del protestantismo, excluyó la idea de los santos, las imágenes y la preeminencia de la Virgen María como intercesora, tradicional en el catolicismo; suprimió los sacramentos —a excepción del bautismo y la eucaristía—, el celibato eclesiástico y los conventos (Lutero se exclaustró y se casó con una exmonja). El sacerdocio tradicional era sustituido por «pastores» elegidos por las comunidades y con limitada capacidad orientativa. Para impulsar su movimiento, Lutero tradujo la Biblia al alemán, lo que, gracias a la imprenta, le dio la mayor difusión.

Otra dificultad de la nueva doctrina la expuso el propio Lutero con sarcasmo: de pronto, nobles, ciudadanos y campesinos «entienden el Evangelio mejor que yo o San Pablo; ahora son sabios…». «Algunos enseñan que Cristo no es Dios, otros enseñan esto y aquellos lo otro (…). Ningún patán es tan rudo como cuando tiene sueños y fantasías, cree haber sido inspirado por el Espíritu Santo y ser un profeta». Empero, llevada la tesis a sus consecuencias lógicas, las interpretaciones bíblicas de cualquier patán valían lo mismo que las de Lutero: bastaba que fueran sentidas con sinceridad, y ¿quién podría decidir si lo eran o no? Por eso los impulsos disgregadores y las polémicas mejor o peor razonadas en el protestantismo fueron siempre muy potentes, De ahí, también, las represiones contra los disidentes, para evitar la disolución general.

Por lo demás, la interpretación de las Escrituras por Roma debía ser reconocida tan buena como cualquier otra. Y aun arguyendo que muchos católicos la aceptaran por temor a ser considerados herejes y castigados, y no por convicción sincera, lo cierto es que otros muchos lo hacían con plena convicción y un sentimiento de identificación con Dios no menos intenso que el que pudieran exhibir los propios Lutero o Calvino.

Lutero también promovió la caza y quema de brujas, fenómeno del que salvó a España la Inquisición. Sus diatribas antihebraicas no eran menos duras. En

Contra las mentiras de los judíos los trata de

«blasfemos desvergonzados

»,

«engendros de víboras, hijos del demonio». «El cristiano no tiene enemigo más enconado y mortificante que el judío», que injuriaba a Jesús y trataban de prostituta a su madre:

«Poseídos de todos los demonios (…) se jactan de ser el pueblo elegido por Dios, cuando Dios les ha dado sobradas muestras de su desagrado y castigo (…). Se quejan de estar cautivos entre nosotros, pero nadie los retiene. Ellos, archiladrones, nos tienen cautivos con su usura (…). Aconsejo se les prohíba la usura y se les quite todo el dinero y las riquezas en plata y oro»; y quemar sus sinagogas, quitarles sus libros religiosos… «Sometedlos a trabajo forzado, tratadlos con rigor, como hizo Moisés en el desierto matando a tres mil de ellos para que no pereciera el pueblo entero (…). Si esto no basta, tendremos que expulsarlos como perros rabiosos»…No obstante, el concepto protestante de «los elegidos» guardaba una clara similitud con el de «pueblo elegido», de los judíos.

Un gran conflicto surgió en Alemania en 1524-25 con la revuelta de los campesinos oprimidos por los magnates. Los rebeldes exigían mejoras políticas y económicas, y encontraron un líder visionario en Thomas Münzer, pastor luterano con ideas propias. Münzer acusó a su maestro de excesiva connivencia con los poderosos y abogó por la supresión de las jerarquías sociales: «Todos somos hermanos. ¿De dónde vienen entonces la riqueza y la pobreza?». La rebelión cobró un empuje mayor que otras similares en los siglos anteriores, y sus reivindicaciones iban desde la anulación de los trabajos no pagados y de la servidumbre a la abolición de la propiedad privada.

Muchos campesinos seguían a Lutero, a quien protegían los magnates. Lutero vaciló, pero cuando se vislumbraba la derrota de los rebeldes, tildó su lucha de «obra diabólica», por traicionar la fidelidad y obediencia a los señores: «El bautismo no hace libres a los hombres en el cuerpo y la propiedad, sino en el alma, y el Evangelio no manda poner los bienes en común»; los campesinos «pretenden justificar con el Evangelio sus horrendos crímenes. No debe de quedar un demonio en el infierno, pues todos han entrado en los campesinos». Por tanto, «deben ser aniquilados, estrangulados, apuñalados en secreto o públicamente, por quienquiera pueda hacerlo, como se mata a los perros rabiosos, pues nada puede haber más venenoso, dañino y diabólico que un rebelde (…). Quien vacile en hacerlo peca (…). Por tanto, apreciables señores, matad cuantos campesinos podáis (…). Un príncipe puede ganar el cielo derramando sangre mejor que otros rezando>». El baño de sangre pudo saldarse en hasta cien mil muertos.

Erasmo y otros acusaron a Lutero de propiciar el motín y la disgregación de la cristiandad, pero el acusado no se arredró por tales cargos. En respuesta a Erasmo invocó los Evangelios: «No he venido a traer la paz, sino la espada»; «he venido a echar fuego en la tierra»; «lee en los

Hechos de los Apóstoles los efectos en el mundo de la palabra de Pablo (por no hablar de los demás apóstoles), cómo él solo excita a gentiles y judíos o, como decían entonces sus mismos enemigos, “trastorna el mundo entero». «El mundo y su dios no pueden ni quieren tolerar la palabra del Dios verdadero, y el Dios verdadero no quiere ni puede callar. Y si estos dos Dioses están en guerra el uno con el otro, ¿qué otra cosa puede producirse en el mundo entero sino tumulto? Querer aplacar estos tumultos no es otra cosa que querer abolir la palabra de Dios e impedir su predicación». Y advertía a Erasmo y a quienes propugnaban la paz entre cristianos para afrontar a los turcos: «No ves que estos tumultos y facciones infestan el mundo de acuerdo con el plan y la obra de Dios, y temes que el cielo se venga abajo; en cambio yo, a Dios gracias, entiendo las cosas correctamente, porque preveo tumultos mayores en el futuro, comparados con los cuales los de ahora semejan el susurro de una ligera brisa o el quedo murmullo del agua». Su odio a Roma se expresaba en frases como estas: «Basta de palabras. ¡El hierro! ¡El fuego! (…) ¿Por qué no atacamos con las armas a la Sodoma romana y nos lavamos las manos en su sangre?». Resuena en Lutero algo así como un eco de las invasiones germánicas, o de las frases de Tácito contrastando la pureza moral de los germanos con los vicios de Roma. El emperador Carlos declaraba: «Me arrepiento de haber tardado tanto en adoptar medidas contra él».

Lutero no dejó de reconocer efectos indeseados de sus doctrinas: «Cuanto más se avanza, peor se torna el mundo (…). El pueblo es ahora más avaro, más cruel, más impúdico, más desvergonzado y peor que bajo el papismo». Con todo, su voluntad no flaqueaba: «¿Quién habría predicado, si hubiéramos previsto que de ello resultarían tantos males, sediciones, escándalos, blasfemias, ingratitudes y perversidades? Pero ya que estamos en ello, tengamos buen ánimo contra la mala fortuna».

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