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Cuarta parte Edad de Expansión » 22. Siglos de oro

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Siglos de oro

El siglo XVI fue una gran época del arte y la literatura en la mayor parte de Europa; y al menos Polonia, Inglaterra y España suelen considerarlo su Siglo de Oro. Todos ellos muy influidos por el Renacimiento italiano, aunque con fuertes rasgos nacionales y predominio del barroco hacia el final.

Para los polacos fue una época dorada política y cultural bajo Segismundo I y Segismundo II, de la dinastía Jagellón (hasta 1572), que gobernaba en varios países de la Europa Central. La confederación polaco-lituana, extendida de mar a mar (del Báltico al Negro) vencía a sus enemigos y llegó a ocupar Moscú durante dos años, desde 1610. Aunque la población propiamente polaca era católica, el luteranismo y el calvinismo ganaron posiciones en las regiones de influencia prusiana o alemana; hubo incluso algún intento —fallido— de unificar a todas las iglesias, incluida la ortodoxa, sobre alguna base común. Polonia tenía un régimen estrechamente oligárquico, con un fuerte Parlamento o

Sejm, que debilitaba el poder monárquico a favor de los nobles. A ese régimen le llamaban, en su momento de esplendor «la dorada libertad». Sin embargo era muy opresivo para los campesinos, la inmensa mayoría de la población.

Dentro del Renacimiento polaco, muy influido por el italiano y por el humanismo erasmiano, sus universidades alcanzaron renombre internacional en astronomía y matemáticas. Los protestantes fundaron academias prestigiosas, con las que rivalizaron pronto los jesuitas. La gran figura científica fue el astrónomo y poeta Nicolás Copérnico, y en pensamiento político Andrzej Frycz Modrzewski, teólogo y «padre de la democracia polaca», que en su obra

Republica emendanda propuso reformas razonables encaminadas a suprimir los privilegios haciendo a todos iguales ante la ley, atenuando las desigualdades sociales y denunciando el despotismo de los oligarcas («el campesino no es tu esclavo, sino tu prójimo»), etc. La obra incluía dos partes sobre la Iglesia y la enseñanza, que Roma tachó de heréticas y prohibió.

Republica enmendanda sería una obra muy traducida e influyente en el siglo XVII, en la dirección del pensamiento democrático. Polonia produjo también por entonces una considerable poesía e historiografía, música y arquitectura.

Para Inglaterra y España fue también una era de elevación artística, sobre todo literaria, en la que se crearon sendos teatros nacionales y despuntaron dos de los máximos creadores literarios de todos los tiempos, Shakespeare y Cervantes. El Siglo de Oro español (más de un siglo y medio en realidad) comienza por los tiempos del descubrimiento de América con una obra maestra de la literatura europea,

La Celestina, y se extiende hasta el teatro de Calderón de la Barca y la pintura de Velázquez, en el último tercio del XVII. En Inglaterra es la época llamada isabelina, prolongada con Jacobo I, aunque la literatura inglesa ya no decaería como ocurriría con la española. Tiempo también de esplendor poético, con Spenser, Sidney, el mismo Shakespeare o Marlowe, también dramaturgo.

No todo el mundo ha apreciado a Shakespeare. Voltaire escribirá, mucho después:

En ese caos oscuro compuesto de crímenes y bufonerías, de heroísmo y de torpeza, de charlatanería de mercado y de grandes intereses, había algunos rasgos naturales y chocantes. Así venía a tratarse la tragedia en España en tiempos de Felipe II, viviendo Shakespeare. Ustedes saben que entonces el espíritu de España dominaba en Europa, incluso en Italia. Lope de Vega es el gran ejemplo. Fue precisamente lo mismo que Shakespeare en Inglaterra: una combinación de grandeza y extravagancia (…). Hicieron de la escena un monstruo que gustase al populacho (Era imposible que el contagio no afectase a Inglaterra.

La crítica de Voltaire expresa muy bien las aspiraciones, un tanto engañosas, de orden y claridad propias del teatro francés y más en general de la Ilustración, cuyo espíritu no era precisamente shakespeariano ni español.

Puesto que tanto España como Inglaterra creaban por entonces un teatro nacional, debió de llegar a la isla algún eco débil de la península, menor probable a la inversa. Como fuere, el teatro de Shakespeare difiere mucho del de Lope de Vega, como a menudo se ha observado. El del inglés, impregnado de valores aristocráticos, el del español, popular, incluso hostil a los nobles (diferencia ampliable: cultura inglesa más aristocratizante y española más popularizante). Al revés que en Inglaterra, el público estaba mezclado en España, y las mujeres podían actuar. En Shakespeare destacan los caracteres personales con relieve único, mientras que en Lope los caracteres, poco definidos —algo más los femeninos— se diluyen en la gracia de las tramas. El español rehúye la tragedia y es más ligero, incluso en la comedia. De hecho, Lope dio carácter formal —a veces despectivo— a las concepciones que tanto repugnaban a Voltaire: atención al gusto del público por encima de la razón aristotélica y sus unidades de tiempo, acción y lugar; dosis de tragedia y comedia, con final feliz. Este enfoque complacía al «populacho» de Voltaire, que iba al teatro a divertirse y no a meditar, y aunque muy criticado entonces y en el siglo XVIII, tendría gran porvenir observable hoy en la mayor parte del cine. Lope renovó el teatro hispano en obras llenas de encanto, ajenas a pretensiones de clase y bien situadas en ambientes populares. Luego, la mayor parte de sus seguidores imitó su ligereza, pero menos su gracia, dando lugar a una prolongada literatura moral y caracteres un tanto romos.

Tampoco la obra cumbre de Cervantes, el

Quijote, ha gozado de admiración unánime. Según Lord Byron, «Cervantes, con una sonrisa, desterró de España la caballería; una sola carcajada cortó el brazo derecho de su propia patria; pocos héroes ha tenido España desde aquel día (…). La gloria de haberlo compuesto la ha comprado muy cara al precio de la perdición de su patria». Otro crítico inglés, John Ruskin, lo calificó de «burla de los más sagrados principios de la humanidad», debido a su mofa del heroísmo y del amor, haciendo difícil ya creer en ellos. En algo tiene razón Byron: empezaron a escasear los héroes en España; más discutible es que ello obedeciera a esa novela y no a una creciente corrupción y anquilosamiento de virtudes anteriores, como en parte supo ver Quevedo. Y la opinión de Ruskin, aunque aguda, resulta unilateral. Más recientemente, Nabokov, autor de la dudosa maravilla

Lolita, ha denigrado al

Quijote como «enciclopedia de la crueldad», construida de forma basta.

Como obras realmente geniales, las de Shakespeare o las de Cervantes, de este muy destacadamente el

Quijote, son inagotables en sus posibilidades interpretativas. Y sobrepasan las intenciones del autor, como indica la invocación de la

Ilíada: «Canta, diosa, la cólera de Aquiles…». No es el autor, sino la musa quien canta a través de él. La musa burlona, que engaña a tantos autores haciéndoles creer en la excelencia de su inspiración. Pero el arte, con sus ficciones, puede reflejar la extraña realidad de la vida mejor que el análisis concreto. Cuando Shakespeare afirma que «estamos hechos de la materia de los sueños» (o, con Calderón, «la vida es sueño»), ¿qué quiere decir? El sueño nos parece irreal e inconsistente, y nuestros anhelos y pasiones se les asemejan. No tenemos una base clara y sólida en nuestra actuación vital, pues «no existe nada bueno o malo; es el pensamiento humano el que lo hace parecer así»; pero ¿qué es el pensamiento humano? En definitiva, Macbeth, al borde del desastre, lo explica así: «El mañana, el mañana y el mañana se arrastra con paso ruin, día a día, hasta la última sílaba del tiempo marcado, y todos nuestros ayeres han alumbrado a los necios el camino a la muerte polvorienta. ¡Fuera, fuera, fugaz antorcha! La vida es una sombra que pasa, un pobre actor que se pavonea y agita en su hora de escena y nunca más se le oye. Un cuento de ruido y de furia sin sentido, contado por un idiota».

¿No percibimos en esta descripción más verdad, aun si una verdad desesperada entrevista al borde del desastre personal, que en muchos tratados de filosofía o psicología? El fondo del problema está en la fe: la vida se convierte en un infierno sin una fe que la transcienda y dé sentido. Macbeth ha tenido fe en sí mismo, en su destino, en su poder personal y su gloria, prometidos por las brujas. Por ellos ha cometido innumerables crímenes, pero ¿qué importan, si sale triunfante? Ante la derrota, la vida se le muestra como un absurdo. Pero si hubiera continuado con éxito hasta el final su carrera de crímenes, ¿entendería la vida como un caos sin sentido, o como plena y satisfactoria? A menudo triunfan los Macbeth y fracasan los Macduff y Malcolm. Y estando todos los hombres inclinados al mal, ¿quién podría juzgar a otro más allá de las conveniencias o prejuicios sociales? Pero si Macbeth hubiera triunfado, su descripción de la vida como ruido y furia daría la impresión de ser aún más realista.

Cervantes aborda a sus personajes desde un ángulo diferente, en apariencia más ligero. Don Quijote viene a ser lo contrario de Macbeth. No aspira al poder, sino a la aventura, no comete crímenes, sino que encuentra el sentido de su vida en luchar contra ellos, en defender la justicia, proteger al débil y cultivar un amor ideal; y lo hace con tenacidad a prueba de adversidades. Tampoco es un necio, aunque su sentido de la realidad parezca difuso, ni un hipócrita que encubra con altisonancias intereses ruines. Para evitar un efecto trágico, no hay más desastres que las palizas reiteradas que sufre el héroe, por su escasa cordura, que busca injusticias y ocasiones de combate donde no las hay, contrastándola con la alta inspiración y sensatez de sus discursos o de sus consejos a Sancho. Macbeth, pintado como hombre por así decir renacentista, tiene fe en sí mismo, en su destino; Don Quijote la tiene en un ideal superior y transcendente por encima de él. Macbeth solo fracasa al final; Don Quijote fracasa de continuo ante una realidad grosera. Superficialmente no hay ahí tragedia, sino una especie de burla melancólica, pero la tragedia es profunda, radica en la colisión entre el ideal con que intenta dar sentido a su vida, y el mundo chabacano y sin justicia —sin sentido— que golpea una y otra vez sus empeños. También puede entenderse el

Quijote, según Unamuno y otros vienen a indicar, como el trasunto de un Cristo, cuyos altos ideales le llevan a un sacrificio permanente. Sancho, hombre vulgar, ajeno a altas aspiraciones o inquietudes, comprende la desmesura de su amo, pero también percibe en él una grandeza, y por eso le sigue y ayuda noblemente.

En la

Ilíada, Helena dice estas enigmáticas palabras: «Zeus nos dio un mal destino para que a los venideros sirvamos de tema para sus cantos». Las desdichas de Don Quijote, nacidas de su «posesión por un dios» (entusiasmo), son un tema inagotable, porque, como los personajes de Shakespeare, siempre enseñarán a «los venideros» algo sobre sí mismos. Enseñanzas no utilitarias ni concretables, sino más bien sugestivas.

Ofrece interés, asimismo, la comparación entre las vidas de Shakespeare y Cervantes. Este, soldado y aventurero además de escritor, huyó a Italia siendo joven por causa de un duelo, combatió en Lepanto y otras ocasiones por Grecia y norte de África, y estuvo cautivo en Argel cinco años, entre 1575 y 1580. Los piratas berberiscos capturaban barcos y practicaban asiduamente incursiones sobre el litoral español, con ayuda de los moriscos establecidos en España, para saquear los pueblos y llevarse población, Los niños eran educados en el Islam, las mujeres entregadas a los harenes, y los hombres sometidos a trabajo esclavo con trato brutal. Podían ser rescatados mediante pago de cantidades considerables, en otro caso no solían durar mucho. El número de cautivos era elevado, de modo que se fundó una orden religiosa, los trinitarios, dedicada precisamente a reunir dinero para pagar rescates. Tanto de soldado como de cautivo —situación de la que intentó huir varias veces, jugándose la vida—, Cervantes demostró verdadero temple de héroe. Rescatado y vuelto a España, con treinta y tres años, entró en el áspero mundillo literario, tuvo una hija ilegítima y un matrimonio difícil, por la pobreza. Ejerció tareas de ocasión y pasó dos breves estancias en la cárcel, en una de las cuales parece haber concebido el

Quijote, cuya primera parte publicó ya con cincuenta y ocho años: le dio popularidad en media Europa, pero poco dinero.

Cabe relacionar la intensa y azarosa vida de Cervantes con su conocimiento de los hombres, reflejado en su obra. Curiosamente no puede decirse lo mismo de Shakespeare, cuya vida conocida parece un tanto «normal», y sin embargo la variedad y profundidad de caracteres que pueblan sus obras es más amplia, profunda y original que en Cervantes, si excluimos el

Quijote. Por esa razón se ha dudado a menudo de que Shakespeare fuera el verdadero autor de su literatura, que algunos han querido atribuir a otros, de modo inconcluyente. Pero ya decía Lao Tse: «El hombre sabio, sin salir de casa, conoce el mundo». Tanto Shakespeare como Cervantes, exhiben, por lo demás, fuertes sentimientos patrióticos.

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Cada ser humano reacciona de tres modos ante el mundo y la vida que le ha tocado: con el sentimiento, la razón y la acción. Ninguno de estos tres medios obra de forma pura, sino que las tres van juntas siempre, si bien en proporciones muy diversas. El sentimiento del mundo es el medio más primario y por ello el principal, y da lugar al arte y la religión; la razón origina la filosofía y la ciencia; y la acción se manifiesta en mil prácticas, como la economía, la política, la guerra o la técnica. El sentimiento opera para la mayoría como sensaciones difíciles de expresar o expresadas comúnmente de forma basta, y por eso reciben tanto aprecio los artistas o los profetas, aquellos capaces de traducir de algún modo sugestivo los sentimientos que de forma primitiva o confusa afectan a todos, provocando emociones más o menos profundas. El poeta inglés Sidney afirmaba que el poeta supera al historiador, al pensador o al científico, por cuanto sus verdades son más profundas y transcendentes, y así parece apreciarlo el público en general. La cultura europea exhibe cierto vaivén entre el predominio de la razón y el del sentimiento, en corrientes culturales sucesivas.

Una de esas grandes corrientes con predominio del sentimiento, sucesor al clasicismo renacentista, fue el barroco, expandido desde finales del siglo XVI y durante un siglo y medio por la mayor parte de Europa. El barroco suele identificarse con el espíritu de Trento y cundió con menos fuerza en los países protestantes. Como todos los previos grandes movimientos culturales en Europa centro-occidental, se hace difícil definirlo con precisión pues sus elementos de continuidad con el pasado no pesan menos que sus novedades; y como ellos, afectó a todas las artes, el pensamiento y la ciencia. Suele señalarse en el barroco una pérdida del optimismo humanista, debida acaso a las desilusiones causadas por las sangrientas querellas y la división de la cristiandad. En el siglo XVII, las discordias intereuropeas no mermaron, sino que se hicieron más crueles, sobre todo en la Guerra de los Treinta Años. La búsqueda clasicista de la armonía retrocede ante la expresión de sentimientos complicados, retorcidos y aun rebuscados, con cierto

horror vacui, tanto en las artes plásticas como en el pensamiento, la literatura, o la misma política. El dolor o el éxtasis predominan sobre la serenidad o la felicidad tranquila. La música, expresión más directa del sentimiento, alcanza en el barroco una de sus más altas cotas en la historia, aunque a menudo sea difícil identificarla con los rasgos patéticos propios del barroco en general. El movimiento partió de Roma y cuajó muy bien en España, que lo reexportó a América: iglesias, pintura y una naciente literatura hispanoamericana.

El XVII sería el siglo dominante del barroco, que afectó a todas las artes y al pensamiento y a la cultura general. En él continúa el siglo de oro español e inglés y toma forma el holandés. En España, una de sus manifestaciones más típicas es la literatura picaresca, una literatura de decadencia, aunque cuente con un brillante precedente en

El lazarillo de Tormes, escrita en pleno apogeo español. En esa literatura, la jovialidad de la vida más o menos delictiva del pícaro, con sus trapisondas e ingeniosidades, flota sobre un fondo derrotista y un moralismo algo tosco.

También sería el XVII la edad dorada de la cultura en Holanda y Francia. El siglo de oro holandés acompaña a sus éxitos políticos y militares: independizado plenamente de España, extiende sus empresas bélicas y comerciales por América y Asia, y pasa de contender con España a hacerlo con Inglaterra, entre otras cosas por el lucrativo tráfico negrero, dando lugar a tres guerras. El año 1672, conocido como «el del desastre», marca el comienzo del declive de Holanda, al ser derrotada por su rival y por Francia. El país estaba agriamente dividido entre los republicanos y los monárquicos de la casa de Orange, y entre los partidarios de la guerra y los más pacíficos. Uno de sus más distinguidos políticos, también matemático, Johan de Witt, tachado de culpable del desastre, fue linchado con la mayor crueldad, junto con su hermano Cornelis, y sus cadáveres desventrados y mutilados expuestos al público. De Witt había presidido unos años excelentes para Holanda, con innovaciones económicas del mayor alcance futuro, como la bolsa y la sociedad anónima, convirtiéndose Ámsterdam en el mayor centro financiero de Europa. Su tecnología naval era la mejor, sus navegantes llegaron al norte de Canadá y al sur de Australia, y sus compañías comerciales, que actuaban como verdaderos estados que además de comerciar hacían guerras y practicaban el corso, forjaron un imperio colonial por África, América y el Índico, mucho de él a costa de Portugal. Mas a principios del siglo siguiente, Holanda había perdido su primacía naval y financiera y su hegemonía esclavista, todo ello heredado por Inglaterra.

En Holanda, los conflictos entre los propios calvinistas, resueltos a veces con sangre, y la persistencia de una considerable población católica, derivaron finalmente un nivel de tolerancia mayor que en otras naciones, de modo que allí acudieron intelectuales como Descartes, Locke o Bayle, perseguidos en sus países, o algunos judíos, en particular Spinoza. Con todo, el país no produjo una gran cultura propia excepto en ciencia (Huygens) y en pintura (Vermeer, y sobre todo Rubens, una de las cumbres de la pintura de la época, junto con Velázquez, y aun de cualquier época).

Baruch Spinoza o Espinosa, judío de origen portugués, replanteó los grandes temas filosóficos y éticos semiabandonados por el Renacimiento. Identificó a Dios con la naturaleza: la sustancia de lo existente tenía carácter divino (infinita, eterna, etc.) y el hombre, parte de esa sustancia, podía conocer el mundo, es decir, lo divino, mediante la ciencia. El mundo se fundamentaría en sí mismo, lo que excluía la idea de un Dios ajeno y creador. Este panteísmo le valió anatemas de los judíos sefardíes afincados en Holanda, de los que se defendió en español. Y le hizo impopular entre protestantes y católicos, unos por su empeño en aplicar a la religión la razón por encima de la fe, y los otros por negar un Dios creador. En el sistema de Spinoza, la libertad se esfuma, salvo como conocimiento y conformidad humana con las leyes naturales/divinas. El bien y el mal resultan relativos y subjetivos, siendo nuestra deficiente comprensión de la naturaleza-Dios lo que nos hace creer malos sucesos desgraciados, que dejan de serlo en un plano más amplio y profundo. Se diluye la perspectiva sobre el bien y el mal, por cuanto ambos expresan a la naturaleza-Dios; y por la misma razón la diferencia entre verdad y error. La ética puede demostrarse por métodos geométricos.

En cuanto a Francia, es René Descartes su máxima figura intelectual que, como su coetáneo Spinoza, aspira a comprender al mundo, al hombre y a la divinidad, aplicando la razón. La razón constituiría la única fuente del saber real, y debía conducir a tesis únicas e irrebatibles… no obstante lo cual ambos pensadores divergían en sus razonadas conclusiones. Descartes, católico, entiende a Dios como un ente sobrenatural, cuya existencia afirma demostrar racionalmente apelando a la imposibilidad de que el hombre se hubiera creado a sí mismo, y a la idea de perfección impresa necesariamente por la divinidad, ya que la naturaleza humana es imperfecta. Mediante el método de la duda sistemática para alcanzar verdades inconcusas, encontró dos sustancias de lo real, básicas e irreductibles: la

res cogitans, o el yo pensante, y la

res extensa, o mundo exterior. Sin embargo no logró explicar cómo la

res cogitans, el pensamiento humano, podía conocer la

res extensa. Por tanto recurrió a Dios: este, una de cuyas perfecciones consistiría en no engañar al hombre, intermediaba entre ambas sustancias haciendo posible el conocimiento (Spinoza sorteó el problema declarando una sola sustancia divina-natural). Tipificado el yo pensante por su capacidad de conocer, el problema del bien y el mal se reducía al conocimiento: el mal consistiría en la ignorancia, un punto de vista con mucho futuro en las ideologías utópicas y que privaba de sentido el libre albedrío o la libertad, determinados por el conocimiento. Viejo problema.

Se ha valorado a Spinoza y Descartes como padres de la filosofía

moderna, en la que la razón desempeña un papel dominante, haciendo innecesaria la fe. Con respecto a la filosofía anterior se observa un desplazamiento sutil que consistiría, esquemáticamente, en una progresiva inversión de la relación entre hombre y Dios. El hombre va pasando de ser una criatura de Dios a convertir a Dios en una criatura suya. Ya no es Dios quien crea al hombre, sino el hombre quien crea la divinidad y las religiones, siendo estas productos psíquicos analizables por la razón, arma máxima y constitutiva del ser humano. Se va esfumando el Dios católico, asequible por la razón, aun si solo parcialmente; y más aún el Dios protestante, asequible únicamente por la fe.

Blaise Pascal, importante científico y matemático como Descartes, y opuesto a él y a Spinoza, percibió un peligro en aquel racionalismo que difuminaba la religión. El empleo exclusivo de la razón expulsa los sentimientos como perturbadores del orden racional, y produce un mundo seco y tedioso. Negó que la verdad fuera alcanzable exclusivamente por la razón o el análisis de la experiencia: a la verdad más profunda, la de los principios, solo se llega por medio del «corazón», el sentimiento de amor inscrito por Dios en nuestra naturaleza. La razón y el amor dan lugar respectivamente a un espíritu de geometría y a un espíritu de sutilidad, y deben ir juntos, porque alejados entre sí extravían el alma. Emprendió una magna obra de apologética del cristianismo, sin el cual, afirmaba, el mundo y la gente serían un monstruo y un caos. Pascal entró en la polémica jansenista, un catolicismo divergente del predicado por los jesuitas: partía del concepto de San Agustín sobre la gracia, lo que le aproximaba a los protestantes. Y exigía una ética menos flexible y casuística que la de los jesuitas, tachados de hipócritas y apegados al poder terrenal. Pero los jansenistas siempre se consideraron católicos, y Pascal resume: «Aquel que nos creó sin nuestro concurso no puede salvarnos sin nuestra participación», doctrina opuesta a Lutero. El empleo puro de la razón reducía todos los problemas al del conocimiento, apartando u oscureciendo otros como el del porqué de nuestra presencia en el mundo.

Para Francia, el XVII, fue su

Grand Siècle, sobre todo su segunda mitad. No solo se convirtió en la mayor potencia política y militar, sino en el centro cultural de Europa —menos acentuadamente de Inglaterra y España—; y su idioma en lengua franca de las cortes europeas. Es la época de su teatro nacional (Corneille, Racine, Molière), de los citados Pascal, Descartes, y muchos más. En todas las manifestaciones de la alta cultura abundan figuras de primer orden, aun si en literatura no alcanzan las cumbres anteriores de Inglaterra o España. Las artes plásticas combinan el barroco con un mayor clasicismo a partir de la segunda mitad del siglo, particularmente en la arquitectura y el urbanismo. Hay un designio de hacer de París una ciudad monumental y modelo para el resto del continente, capaz de sobrepasar a Roma, no digamos a Madrid o a Londres, que no destacaban por sus monumentos o cuidado urbanismo. El palacio de Versalles será imitado en varias otras cortes, desde Rusia a Nápoles, y lo mismo las modas de París. El espíritu francés, en búsqueda de la claridad y la razón, trata de imitar, como en el Renacimiento, los modelos griegos y romanos, tomados como ejemplos de racionalidad y desdeñando su lado mistérico y

dionisíaco, en expresión posterior de Nietzsche.

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