Europa

Europa


Cuarta parte Edad de Expansión » 23. El pensamiento científico

Página 36 de 62

2

3

El pensamiento científico

Junto con sus violencias, el siglo XVII suele ser considerado como el del nacimiento del pensamiento científico. Por ciencia solemos entender un conocimiento seguro, no opinable. En realidad, el pensamiento científico ha acompañado al ser humano desde siempre como observaciones objetivas, pruebas, errores y aciertos para obtener saberes firmes: de otro modo, la vida humana se habría extinguido pronto. Los griegos, en especial Platón, se plantearon la cuestión de cómo alcanzar ese tipo de conocimientos, que tan claros parecían en la geometría. ¿Era posible llegar a conclusiones parecidamente indudables y demostrables en todos los campos de la actividad humana, desde las artes a la política, la economía, etc.? El inmenso esfuerzo intelectual desplegado a lo largo de siglos persigue ese objetivo, unido al de aumentar la capacidad de transformar el mundo según necesidades o deseos humanos. Lo nuevo en el XVII es la sistematización de métodos para alcanzar tales certezas, mediante la medición precisa, la experimentación y la matematización, excluyendo de ellas las ideas religiosas.

El pensamiento científico procede de la relevancia otorgada a la razón, pero va un paso más allá y parece relegar a la misma razón a una posición complementaria, auxiliar de la investigación empírica (y al final también innecesaria). El filósofo algo posterior Giambattista Vico pensó que el hombre solo puede conocer de verdad su propia actividad e historia, siéndole inaccesible el mundo físico exterior, tan ajeno a él. La idea suena lógica, pero las llamadas ciencias humanas han resultado muy inseguras y complejas, mientras que la ciencia

moderna comienza precisamente por lo más lejano al hombre, los movimientos estelares. En las culturas y civilizaciones ha sido una constante la observación del firmamento, pues de sus movimientos depende, evidente y estrechamente, la vida humana. Aparte su aplicación práctica a la orientación, la agricultura, etc. la psique siempre se sintió impresionada por el contraste entre la majestuosa regularidad de los movimientos celestes y la inagotable variedad y variación de los terrestres. No era ilógico concluir que las regularidades celestes gobernaban de un modo oculto la enloquecida agitación terrestre, incluso los destinos personales. Pues, naturalmente, el hombre estaba en el universo y debía tener con él una relación profunda, fácil de intuir, aun si no fácil de explicar.

Y por el estudio del firmamento, los movimientos de la Tierra y el Sol, comenzó el sacerdote polaco Copérnico la nueva manera de encarar el mundo, en la primera mitad del siglo XVI. En la segunda mitad, el noble danés Tycho Brahe midió con la mayor precisión entonces posible los movimientos planetarios, medidas que aprovechó el alemán luterano Johannes Kepler (su madre, acusada de brujería, se salvó por los pelos de la muerte) para exponer las leyes del movimiento de los planetas.

Aquellas observaciones y cálculos cuestionaban el tradicional geocentrismo, que consideraba la Tierra el centro inmóvil en torno a la cual giraban el Sol y el universo. El geocentrismo concordaba no solo con las observaciones más elementales, sino también con la importancia que el hombre se concedía a sí mismo. Creado a imagen y semejanza de Dios, parecía natural que ocupase el centro de la creación. La idea de que el planeta girase en torno al sol parecía desplazar al ser humano a una posición secundaria y contrariaba respetadas opiniones de sabios tan indiscutibles como Aristóteles, así como algunos pasajes de las Escrituras. Se suele estimar la «revolución copernicana» como un cambio radical filosófico, psicológico y científico por haber desplazado al hombre del centro del universo; pero antropocentrismo y heliocentrismo no son incompatibles: la humanidad será siempre el centro, por cuanto de sus capacidades y posición brota la comprensión del cosmos. Y cabe concebir un universo donde todos sus puntos fueran el centro, como sugería Nicolás de Cusa, o como en la superficie de una esfera.

La idea heliocéntrica no era tan nueva, pues ya en India, Grecia o en el Islam habían especulado con ella algunos pensadores. Lo nuevo era la observación precisa y la demostración matemática. La teoría de Copérnico fue aceptada como hipótesis por la Iglesia y rechazada por los protestantes, pero al cabo de un tiempo las posiciones se invertirían, por el caso Galileo. El heliocentrismo no estaba por entonces bien probado, y provocó una controversia entre científica y teológica. El papa Urbano VII pidió a Galileo, a quien protegía y admiraba, un informe con los pros y los contras de las teorías geo y heliocéntrica, y el científico escribió en 1632 su

Diálogo sobre los dos principales sistemas del mundo. No era un informe comparativo como le habían pedido, sino una defensa a ultranza del heliocentrismo y una mofa del propio Papa, caracterizado con el nombre de

Simplicio. Galileo no terminaba de demostrar su teoría y aducía la prueba falsa de que las mareas proceden de la traslación del planeta, fallo que harían notar los dominicos. Un proceso inquisitorial tachó de herejía el heliocentrismo, teoría a su vez falsa pero un avance sobre el geocentrismo. El tribunal prohibió las obras de Galileo y le condenó a arresto domiciliario en su lujosa villa; y pronto se lo atenuó.

El caso revela el miedo de la Iglesia a las herejías, pero también su postura abierta a nuevas hipótesis. Muchos eclesiásticos admiraban a Galileo, y aunque los jesuitas de Roma y otros lo atacasen, polemizaban con él no solo en términos teológicos sino también científicos. Galileo, por lo demás, no era una figura aislada, destacaba en un medio de creciente afición a la ciencia, del que era muestra la Academia dei Lincei, donde aquel había cosechado grandes laureles. La Academia era una de las primeras comunidades científicas europeas, creada en Roma en 1603 con apoyo papal.

El mejor candidato a padre del pensamiento científico es probablemente Galileo, no solo por sus invenciones y descubrimientos pasmosos, sino por haber asentado la concepción y método, la sistematización del experimento o la noción, no nueva pero expuesta con nitidez, de que «el libro del universo está escrito en lenguaje matemático». De modo similar a las sociedades, el universo se regía por «leyes», con la diferencia de que eran matematizables y funcionaban con seguridad mil veces mayor. Galileo disfrutó casi toda su vida del apoyo de la jerarquía eclesiástica, nunca dijo

eppur si muove, y su choque con la Iglesia provino más de su altanería que de una lucha entre ciencia y teología, o entre libertad de pensamiento y autoridad, como ha solido explicarse.

Algún tiempo después Isaac Newton llevó a su mayor generalización los avances de Copérnico, Kepler y Galileo, estableciendo, entre otras cosas, las leyes del movimiento y la gravedad, una desconcertante fuerza de atracción entre los cuerpos inertes que explicaba tanto la caída de los cuerpos pequeños, a partir de cierta distancia, hacia el centro de la Tierra, como la estabilidad del sistema planetario. A la cuestión de por qué se atraían los cuerpos replicó con la frase

Hypotheses non fingo, dando a entender que la ciencia trataba de hechos y relaciones entre ellos, no de sus causas; pero la pregunta era lógica y Newton dedicó, algo en secreto, considerables y no fructíferos esfuerzos a contestarla. Atribuyó al universo infinitud y eternidad, rasgos que contradecían la propia teoría de la gravedad, contradicción no percibida por entonces. Infinitud y eternidad eran atributos divinos, si bien él no sacó de ellos conclusiones panteístas. Hombre creyente, imaginó un universo ordenado como un reloj, necesitado por ello de un «relojero», es decir, de Dios, que se limitaba a poner en marcha su creación, dotándola de leyes para que funcionase por sí misma. Nueva concepción de la divinidad.

* * *

Suele describirse el método científico como una serie de pasos: observación de hechos, hipótesis sobre lo observado, predicción de resultados o efectos posteriores, experimentos que confirmen (o no) esas predicciones, y teorización general que encaje las conclusiones en un orden más amplio. Mayoritariamente había predominado el método

deductivo o racionalista, por el que se alcanzan verdades particulares desde principios generales considerados ciertos, muchas veces por el prestigio intelectual de sus formuladores. Ahora, el método se invertía en parte,

induciendo de lo particular a lo general, de los datos observados a la hipótesis. Pero este método no es puramente inductivo ni una máquina de adquirir certezas, ni deja de lado la especulación: la acumulación de datos no genera por sí sola hipótesis válidas, sino que en estas se da una especulación implícita, que a su vez condiciona en alguna medida la selección de datos. De hecho, la mayoría de las hipótesis salen falsas, e interviene en ellas la personalidad de quien las hace; y los grandes científicos escasean, como los grandes artistas.

Además, la mera observación parte de hipótesis. Si el hombre puede observar, se debe a que tiene ciertas capacidades ajenas a su propia capacidad creativa. Se supone además que sus observaciones tienen un grado de verdad, es decir, que no son meras ilusiones de los sentidos o de la razón, sino que corresponden a una realidad exterior a él; y ello a pesar de la experiencia corriente en que muchas observaciones nos engañan, y de que con los datos observados la razón establece a menudo relaciones o conclusiones de apariencia lógica pero en realidad ficticias. No obstante, el hecho de que esas observaciones y razonamientos puedan contrastarse con la realidad mediante el experimento, indica que podemos alcanzar conclusiones verdaderas y sacarles partido mediante la técnica. Aun así, lo que llamamos realidad seguía siendo objeto de especulación. Quizá nuestra realidad sea una especie de fantasmagoría causada por la manera en que estamos hechos, «con la sustancia de los sueños»; o solo una parte o una manifestación aparente de una realidad superior y constituyente, que nos está velada y vedada. Esta hipótesis, implícita en las religiones, afecta evidentemente a la ciencia, aun si esta prescinde de ella —hasta cierto punto— por pragmatismo: «Si hay algo más allá de nuestra capacidad de observación y pensamiento, ¿qué nos importa, en definitiva? Podemos seguir trabajando como si no existiera tal cosa». Pero la cuestión seguiría dando pie a reflexiones de pensadores y científicos.

El pensamiento científico prima la observación empírica, refinada en el experimento sistematizado, y la cuantificación y medición exactas; y relega en apariencia a la razón ordenadora; pero tampoco puede prescindir de esta. Las observaciones e hipótesis precisan ser ordenadas de modo racional, lógico, aunque ya sin partir de principios inamovibles y sometiéndose a los resultados de las investigaciones empíricas. A pesar de que la razón lleva con frecuencia a aferrarse a la teoría y a menospreciar o retorcer los datos incómodos, sigue siendo necesaria, pues de otro modo los datos e hipótesis se presentarían como un maremágnum indescifrable.

El filósofo inglés Francis Bacon estableció normas para acceder a un saber objetivo eliminado los «ídolos», es decir, los prejuicios individuales y sociales, las emociones, el lenguaje equívoco o el argumento de autoridad religioso, filosófico o político. Bacon tiene expresiones como que «cuanto más contradictorio e increíble es el divino misterio, mayor honor se hace a Dios creyéndolo», o «un poco de filosofía inclina al ateísmo; una filosofía más profunda devuelve la religión». Sin embargo define cierto ideal científico típicamente tecnicista, de enorme peso en el mundo anglosajón: «El conocimiento es poder», «la imprenta, la pólvora y la brújula han cambiado la faz de la Tierra. Nada ha influido en los asuntos humanos más que estos tres inventos mecánicos». Si, de manera insensible, se iba invirtiendo la relación entre el hombre y Dios, haciendo de este una criatura del Hombre, en cambio la Técnica parecía emanciparse como un ente aparte que determinaba al ser humano, más que este a ella. Bacon imaginó una

Nueva Atlántida, utopía organizada en torno al conocimiento puro y aplicado, movida por el afán de adaptar el mundo al gusto e interés que supone propios del ser humano. A esa sociedad le atribuye, con notable fe, el súmmum de «la generosidad e ilustración, dignidad y esplendor, piedad y espíritu público».

Consecuencia lógica de esas ideas era la extirpación de las personas y grupos reacios a ellas, y Bacon, hombre coherente, propugnó una «guerra santa», en nombre de la técnica, para aniquilar en el mundo a cuanto se opusiera a su modo de entender la civilización; tarea que como ultrapatriota inglés, consideraba un «honor divino» reservado a su país. Proponía por ello, entre otras cosas, la guerra a España, cuya actitud personaliza en el estoico Séneca; aceptación de los accidentes y hechos desagradables de la vida, que Bacon suponía esencialmente superables mediante la inventiva técnica.

* * *

Como decimos, fue en Grecia donde de forma explícita se planteó la posibilidad de alcanzar verdades seguras. Platón supuso, por analogía con las matemáticas y la geometría, una realidad más allá de la confusa y variable que nos ofrecen los sentidos: un mundo de entes ideales o

ideas, de las que el mundo sensible sería una copia burda. Así, la observación perdía valor, pues la lógica interna de las «ideas», a semejanza de las matemáticas, produciría un grado de certeza muy superior al de cualquier dato observable. Su valoración de las matemáticas es una base de la ciencia, pero su teoría de las ideas no tanto: Aristóteles la consideró innecesaria, por cuanto no lograba explicar cómo el mundo sensible y mutable podía surgir del mundo impalpable y eterno de las ideas (problema análogo al de las sustancias de Descartes). Con lo cual la observación empírica del mundo sensible volvía al primer plano. Al final, los enfoques platónico y aristotélico, formalmente opuestos, resultarían complementarios.

La cuestión del conocimiento firme interesó menos en la antigua Roma, poco inclinada a especulaciones de aire poco práctico, y más a la técnica, la ordenación social y el destino humano. Luego, las circunstancias de la Edad de Supervivencia permitieron poco más que salvar parte del legado anterior. Es en la Edad de Estabilización cuando resurgen muchas cuestiones antiguas, dando lugar a un pensamiento original sobre Dios, el mundo y el hombre, la razón y la fe, la razón y la experiencia, las matemáticas y el mundo, etc., aparte de invenciones técnicas. Este largo movimiento religioso e intelectual abocaría por un lado a la crisis religiosa del siglo XVI y por otro a la ciencia llamada moderna en el XVII. Al destacar la ruptura entre la ciencia

moderna y las concepciones

medievales se oscurece la continuidad entre ambas, pues el pensamiento científico no habría cuajado sin las densas especulaciones y disputas escolásticas.

El nuevo pensamiento desvinculaba la ciencia de los principios morales y anulaba la misma noción de finalidad, la «causa final» aristotélica. De ahí provenían cuestiones que se harían conscientes con el tiempo. ¿Hasta dónde sería posible obtener certezas científicas? ¿Estaría todo el universo y el propio ser humano al alcance de ellas? ¿Iría la ciencia reduciendo el mundo opinable hasta acabar con él, o bien existiría un doble mundo, uno asequible a las certezas y otro sujeto por su naturaleza al yugo de la opinión y el azar o de un cálculo de probabilidades demasiado amplio? El método parecía implicar un mundo consistente e inteligible por sí mismo, sin necesidad de una intervención exterior, de un Creador, que poco a poco iría pareciendo una «hipótesis innecesaria». ¿Reflejaba ello la realidad del mundo o era solo una exigencia del método? Lo mismo con la exclusión de la finalidad, y por tanto del sentido: ¿respondía esa exclusión solo al método, o exponía la naturaleza real del mundo y de la vida, es decir un mundo y una vida sin finalidad? Aunque tardó mucho tiempo en oponerse la ciencia y la religión, los prodigiosos frutos del pensamiento científico sugerían que la misma idea de sentido de las cosas era un mero prejuicio, por lo que el mundo perdía todo lazo con las cosmologías religiosas y con los imperativos morales, quedando privado de cualquier finalidad. La propia vida parecería convertirse en una carrera accidentada hacia ninguna parte.

* * *

Se ha popularizado la idea de que el cristianismo, en particular su rama católica, rechazó la ciencia, y que esta solo pudo consolidarse rompiendo las ligaduras religiosas. Pero si bien el pensamiento científico toma forma apartándose un tanto de la religión (y la filosofía), no puede ser casual su nacimiento en la Europa cristiana, en instituciones como las universidades y academias creadas en tan fundamental medida por la Iglesia; ni la contribución científica en todo tiempo, antes y después, de eclesiásticos y personas de espíritu religioso. Sin todo ello nunca habría eclosionado el espíritu científico.

A menudo se ha relacionado la ciencia

moderna con el protestantismo, y es verdad que ganó impulso en (algunos) países protestantes; pero el hecho es que se originó en los católicos, y que la católica Francia permaneció siempre en primera línea. La condena protestante de la razón, tachada de diabólica y enemiga de Dios, parecía de entrada impedir la ciencia, pero dejaba acaso mayor margen a la reflexión mundana al separar la fe de la vida práctica, por cuanto la voluntad de Dios quedaba inaccesible al hombre, cuyas obras carecían de valor: al final, la religión podía reducirse a un supuesto innecesario. Además, el protestantismo era una doctrina esencialmente pesimista, al contrario que el catolicismo, que fiaba tanto a las obras (y la ciencia, el trabajo por conocer mejor la Creación era también una obra meritoria). En todo caso, la Inglaterra semiprotestante descolló con Isaac Newton, estimado a menudo como el mayor científico de la historia; y con la Royal Society, fundada en 1660, quizá la sociedad científica más notable de Europa; mientras la Academia dei Lincei iba languideciendo. Por tanto, la cuestión es más bien por qué Italia perdió el paso en la ciencia después de haber contribuido tan decisivamente a ella, y por qué en España se anquilosó mientras en Francia fructificaba espléndidamente.

El impulso científico provocaba inquietud y reticencia en muchos ambientes religiosos. Si el hombre dejaba de ser el centro del universo para convertirse en un animal, peculiar pero en definitiva un animal más, regido por leyes aún desconocidas pero semejantes a las de cualquier otra forma de vida, y sin ningún sentido o finalidad especial, ¿dónde quedaba su dignidad, su libertad y todos los atributos que se autoconcedía como imagen de Dios? Oscuramente se percibía un camino lleno de peligros, contrario a la religión, hacia el ateísmo y el extravío moral.

En relación con España, habría que añadir otro aspecto. Se ha atribuido su retraso científico a la Inquisición, pero esta no persiguió a los científicos ni quemó sus libros; más bien los protegió. El inquisidor Juan de Zúñiga incluyó expresamente el sistema copernicano en los estudios universitarios y creó estudios matemáticos de cierta consideración. Y, pese a las condenas de Roma, desestimadas como no de fe, lo mismo pasó con Galileo, que pensó en instalarse en España cuando comenzaron sus dificultades romanas. Tampoco se prohibieron los trabajos científicos de Newton o Leibniz ni las obras de Spinoza o Hobbes. Diversos inquisidores promovieron las bibliotecas y la publicación de libros científicos, y alguno, como Vicente del Olmo, editó la

Geometría especulativa y práctica de los planos y de los sólidos, y

Trigonometría con resolución de triángulos planos y esféricos, del matemático y astrónomo José de Zaragoza, o escribió

Nueva descripción del Orbe de la Tierra.

Por otra parte España, con Portugal, se había adelantado un siglo al resto de Europa en la exploración del mundo y en la colonización, tareas seguidas de estudios científicos sobre la naturaleza, la historia y la etimología de los nuevos territorios, tales como la

Historia natural y moral de las Indias, de José Acosta donde expone observaciones zoológicas precursoras en alguna medida del evolucionismo, etc. Hubo avances apreciables en la construcción naval, cartografía, o minería; y algunos miembros de la Escuela de Salamanca plantearon problemas físicos sobre el movimiento que desarrollarían Galileo y Newton. El ambiente era bastante liberal hacia los estudios científicos, y las condiciones materiales tan buenas como en cualquier otro país. Ciertamente la economía y la población declinaron en el siglo XVII pero ello no tenía por qué haber anulado a minorías despiertas e inquietas. Lo cual vuelve más extraño el hecho de que, como resume el matemático italiano Libri «la única gloria que Dios ha negado a España hasta ahora ha sido un gran geómetra», es decir, un gran científico.

Quizá esta limitación, que tanto había de pesar en la decadencia hispana, obedeciera al carácter más romano que griego de su tradición. Y probablemente incluía un rechazo a la ciencia por desarrollarse en países considerados enemigos, mentalidad contraria a novedades que venían haciendo naufragar la anterior hegemonía española («novedad, no verdad», se decía con romo juego de palabras). España se había reconstruido durante ocho siglos de lucha contra invasiones islámicas, otro más contra la amenaza turca, y seguía hostigada desde el Magreb, mientras otros países, que veían el peligro más lejos, se habían permitido incluso atacar por la espalda a quienes estaban defendiendo a todos. La combinación de decadencia y resentimiento por aquellos hechos fomentó un ambiente de recogimiento, muy distinto de la intrepidez y apertura mental que antaño había procurado tantos éxitos al país.

* * *

Estaba también la cuestión de si el método científico, tan eficaz con los cuerpos inertes, sería aplicable a la actividad humana o a la vida en general. Aquí parecía más difícil prescindir de la noción de sentido o finalidad, la experimentación se hacía más ardua y la matematización menos útil. Un ejemplo podía ser la economía, por los muchos problemas intelectuales y morales que entrañaba. Parecía fácil de entender el hambre traída por una mala cosecha; en cambio una cosecha abundante también podía arruinar a muchos, cosa no tan sencilla de explicar. Hacia finales del siglo XVI y durante buena parte del siguiente ocurrió una «revolución de los precios», un ritmo de inflación inusual para la época (si bien inferior a los ritmos habituales en el siglo XX), que produjo cambios sociales considerables, cuya causa tampoco era fácil de entender. O por qué un préstamo debía devolverse aumentado, incluso muy aumentado, asunto que había dado lugar a condenas y teorías varias. Intuitivamente, la economía podía definirse como el conjunto del trabajo necesario para sostener «materialmente» la sociedad; ¿por qué, entonces, quienes más dura y penosamente trabajaban eran a menudo quienes menos riqueza recibían? Y, en definitiva, ¿en qué consistía el valor de los productos del trabajo?

Problemas como estos fueron abordados por la Escuela de Salamanca y otros. Martín de Azpilcueta explicó la inflación de la época por la llegada de fuertes sumas de plata americana, teoría respaldada por economistas del siglo XX, aunque no por todos. Tradicionalmente se suponía que el valor de un producto consistía o debía consistir en su coste de producción, una medida en apariencia objetiva; pero Luis de Alcalá y otros sostuvieron que su valor era subjetivo, es decir, dependía del interés o utilidad que le encontraran los compradores y del acuerdo al respecto entre estos y los vendedores. La discusión sobre el valor de las mercancías volvería a la palestra con fuerza redoblada en los siglos XIX y XX a partir del economista inglés Ricardo y de Carlos Marx.

No menos relevante era la cuestión de los impuestos: considerados necesarios para sufragar el Estado, el aparato de orden y paz social, ¿en qué grado podían considerarse justificados o injustificados? ¿Podían dictarse sin contar con quienes habían de pagarlos?, etc. Los autores «salmantinos» condenaron como tiránicos los impuestos juzgados injustos por no subvenir al interés común, o por empobrecer a la sociedad, o por oprimir al pueblo. Los impuestos habían pesado en la decadencia del Imperio romano, como ocurría con España por entonces. Según hemos visto, era muy difícil evitar unos impuestos desproporcionados, debido a la magnitud de los compromisos internacionales contraídos y la necesidad de defenderse de adversarios muy poderosos.

Cuestión tradicionalmente embrollada era la de la usura o interés del dinero prestado. Devolver más dinero del recibido en un préstamo parecía ilógico e inmoral, había acarreado la ruina de muchas personas, y la Iglesia lo había condenado… siempre en vano, ya que la usura permanecía pese a todas las prohibiciones. Lo cual indicaba algún fallo en el razonamiento condenatorio. Con esa dificultad también bregaron varios autores de Salamanca, encontrando al interés varias justificaciones, como el riesgo del prestamista a perder su dinero, la compensación por otra posible utilidad que el prestamista podía dar a su dinero, o por el sacrificio de prescindir de él en el presente para recibirlo en un futuro. Finalmente, si se consideraba el dinero una mercancía, parecía natural recibir un beneficio por ella, como por cualquier otra.

Estas cuestiones tenían un intenso matiz moral. Como venía a decir Thomas Müntzer, jefe anabaptista de los campesinos alemanes, si todos somos hijos de Dios, ¿por qué hay pobres y ricos? ¿Por qué unos disfrutan de mil lujos y otros se ven forzados a un trabajo penoso y a la miseria? Las desigualdades sociales nacían de la propiedad, y esta, ¿qué justificación tenía? En la Iglesia había una larga tradición —no única— de condena a la propiedad y exaltación de la pobreza, pero los «salmantinos» valoraron la propiedad como algo neutro, bueno o malo según se emplease; y en general beneficiosa para toda la sociedad, pues el propietario la cuidaba y hacía rendir más que la propiedad comunal.

Ir a la siguiente página

Report Page