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Quinta parte: Edad de Apogeo » 29. Hegemonía inglesa y resurgimiento alemán

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Hegemonía inglesa y resurgimiento alemán

Veinte años de guerras revolucionarias y napoleónicas habían alterado el mapa político europeo, y aún más, como se vería, el ideológico. Para volver a la normalidad se reunió entre noviembre de 1814 y junio de 1815 el Congreso de Viena, auspiciado por uno de los estadistas más brillantes, el austríaco Metternich. El objetivo venía a ser una continuación de las paces de Westfalia y Utrecht, con pretensión de garantizar una paz permanente: restaurar las fronteras anteriores, así como el principio de no injerencia —vulnerado sin contemplaciones por el mesianismo revolucionario y bonapartista— y el equilibrio de poderes que la Francia republicana y napoleónica habían alterado hasta casi someter al resto del continente a su poder y concepción ideológica.

Se suponía que los desastres causados por aquellas guerras debían haber aleccionado a los europeos para detestar las ideas revolucionarias y permitir la vuelta de las aguas a su cauce. Sin embargo los cambios partían de la evolución ilustrada del siglo anterior, y habían sido demasiado profundos. En realidad, del Congreso salió otra Europa, con nuevas fronteras y aceptación de injerencias e invasiones, ahora no por parte de los revolucionarios, sino de las monarquías para salvaguardar el orden. El Sacro Imperio, tan importante en los avatares europeos durante casi mil años, pasó a la historia en 1806, cuando su último emperador, Francisco II, derrotado por Napoleón, lo suprimió para evitar que Bonaparte se hiciera con el título, y pasó a llamarse solo emperador de Austria. Se creó una confederación alemana, dominada por Prusia, que se extendía por Renania, Westfalia y parte de Polonia. El Imperio austríaco abarcaba la parte sur de la confederación más, fuera de ella, Hungría, tierras eslavas e italianas. Holanda y Bélgica, algo mutiladas a favor de Prusia, formaban un nuevo estado para frenar el expansionismo francés. Italia quedaba dividida en siete estados, entre ellos los Pontificios, restaurados después de su abolición por los franceses. Irónicamente, habían sido los antepasados francos Pipino el Breve y Carlomagno quienes los habían creado un milenio antes. Francia mantenía básicamente sus fronteras anteriores y las bases de su fuerza. Al margen de Viena, Noruega pasó del dominio danés al sueco, por presión inglesa y tras una breve guerra sueco-noruega. Rusia, que se consideraba libertadora de Europa y en cierto modo lo era, retenía Finlandia y gran parte de Polonia.

Quedaban así cinco grandes potencias, Rusia, Prusia, Austria, Francia e Inglaterra, transformada en Reino Unido por inclusión —mal aceptada— de Irlanda, rodeadas de países venidos a menos. Rusia, Prusia y Austria formaron una

Santa Alianza comprometida a garantizar la paz bajo los preceptos cristianos y reivindicando un derecho de intervención contra nuevas revoluciones. Los tres países citados, más Inglaterra, formaron la

Cuádruple Alianza para vigilar a Francia —«la caverna de donde sopla el viento de la muerte sobre el cuerpo social», según Metternich— y mantener la paz. Estos arreglos guardaban semillas de nuevos conflictos graves, pero tratadistas actuales como Henry Kissinger los estiman modélicos, por haber fundado la paz europea más duradera hasta la guerra de 1914. Sin embargo no ocurrió del todo así.

Un efecto de la revolución fue el nacionalismo, la doctrina democrática que negaba la soberanía a un monarca o grupo social y la desplazaba a la nación, «al pueblo». Hasta entonces habían existido la Europa de las naciones y la Europa de los imperios, pero ahora se volvía imparable la presión para derruir los imperios convirtiendo en nuevas naciones a sus diversas comunidades culturales. Tanto el Imperio otomano como el austríaco, (austrohúngaro desde 1867) o el ruso iban a experimentar frecuentes disturbios por esa razón. Grecia fue el primer país en emanciparse, en 1828, ayudada por Rusia, Inglaterra y Francia. Prusia se convirtió en el epicentro del nacionalismo alemán, hasta conseguir la unificación (salvo Austria) después de dos guerras victoriosas, una contra Austria en 1866, y otra contra Francia, en 1870. A continuación se proclamó

Segundo Reich (Imperio, considerando como Primer Reich al Sacro Imperio), bajo la dirección del canciller Otto von Bismarck y con Guillermo I como káiser (César). La denominación no ocultaba su realidad como efectiva nación alemana unificada por primera vez en la historia, aunque Austria persistiese fuera, a la cabeza de un multinacinal imperio de verdad, el Austrohúngaro.

En Italia, la casa de Saboya abanderó el nacionalismo italiano, y apoyada por Francia mantuvo guerras entre 1848 y 1870 contra Austria, otros estados y finalmente el Papado, que terminaron con la unificación de Italia el mismo año en que se declaraba el Imperio alemán. Por primera vez desde la caída de Roma, Italia, por la que tanto habían contendido Francia, España y el Sacro Imperio, se convertía en una nación soberana monárquica. Su dato más significativo fue el traslado de la capital a Roma, liquidando los Estados Pontificios, tachados de obstáculo mayor a la nación italiana, lo que nutrió un fuerte anticatolicismo o anticlericalismo. De este modo, la Europa de las naciones, limitada durante tanto tiempo al frente atlántico, se ampliaba hacia el centro, sobre la ruina del Sacro Imperio y de las ancestrales divisiones de Italia.

La eliminación de los Estados Pontificios iba en la dirección de Westfalia, con raíces muchos más hondas en la revolución luterana y aun antes. Recluido el papa Pío IX en algunos edificios, parecía el principio del fin de la Iglesia, pero no iba a ser así. La masa de la población en Italia, como en España, Francia, gran parte de Alemania, etc., seguía siendo católica y, más aún, el catolicismo siguió creciendo por países protestantes. Su antecesor Pío VII, asistente a la coronación de Bonaparte, había restaurado a los jesuitas después de que en 1773 hubieran sido suprimidos por Clemente XIV atendiendo a presiones de gobiernos católicos que encontraban a la orden perjudicial para sus políticas absolutistas. Tal como los jesuitas habían desempeñado un papel esencial contra el protestantismo, lo harían ahora contra la masonería, el deísmo y otros movimientos. Con Pío IX, a pesar de la pérdida de los Estados Pontificios, el catolicismo iba a experimentar una expansión mayor, con viejas órdenes renovadas, como los benedictinos, dominicos, jesuitas o salesianos, fundados por entonces.

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El equilibro de poderes sentado en el Congreso de Viena permitió a Inglaterra desentenderse en gran medida de los asuntos europeos —permaneciendo vigilante contra la posible preponderancia de algún país— y dedicarse a su imperio, que aumentaba sin cesar. Los intentos imperiales ingleses en América no habían sido brillantes: en Canadá se habían impuesto a los franceses en un territorio muy vasto pero inhóspito y poco rentable de momento; había perdido las más productivas trece colonias, y realmente beneficiosas eran solo Jamaica y Barbados. Y los ataques por Centroamérica y Argentina habían sido repelidos.

Más suerte había tenido en Asia con la conquista, a finales del siglo XVIII y durante el XIX, del enorme subcontinente indio, equivalente a la mitad de Europa, desplazando a los competidores franceses, holandeses y portugueses (esto retuvieron unas pequeñas zonas). Hizo la conquista la Compañía de las Indias Orientales (British East India Company), cuyas exacciones y cambios agrícolas causaron la Gran Hambruna de Bengala, en 1770, con muerte de unos 10 millones de nativos. Uno de sus negocios principales, y también de los holandeses desde las islas de la Sonda, fue el cultivo del opio, vendido principalmente en China. Debido a sus estragos, el emperador Tao Kuang lo prohibió y destruyó numerosos envíos. La compañía, indignada por tal ultraje al libre comercio, movió al gobierno de Londres a una primera guerra en 1839 y a otra, con apoyo francés, en 1850. Ambas duraron varios años. Triunfaron los comerciantes, e Inglaterra impuso a China la cesión de Hong Kong.

La compañía, auténtico subestado, llegó a dominar India, Birmania, Singapur y Hong Kong, pero en 1857 los cipayos —tropas indígenas a su servicio— se rebelaron, dando lugar a atrocidades por ambas partes. Los ingleses quemaron pueblos, masacraron a sus habitantes y ejecutaron a muchos prisioneros a cañonazos, atándolos a las bocas de las piezas. Después de esto, la compañía fue disuelta y Londres asumió directamente la administración del territorio, con los mismos objetivos de lucro pero mayor humanidad y esfuerzo civilizador. Aquel enorme y poblado territorio se convirtió en «La joya de la corona» inglesa o británica. Por él se habían desarrollado civilizaciones y culturas variadas en una historia intensísima, y su población era mayoritariamente hinduista, con nutridas incrustaciones musulmanas. Los ingleses mantuvieron el sistema de castas implantado por los arios veinticinco siglos antes, al que simplemente añadieron una casta más por encima de todas y sin mezcla con ellas, la de sus propios funcionarios, comerciantes y militares.

Por más que el estado británico se denominase «Reino Unido de Gran Bretaña e Irlanda», esta última podía considerarse una posesión imperial. Su población, casi toda católica, había sido despojada progresivamente de sus tierras ya desde Cromwell, reduciendo a los naturales a jornaleros y aparceros, alimentados casi exclusivamente de patatas. Como observó el reformador y viajero francés Gustave de Beaumont, la isla había sido convertida en «una nación de pobres». En 1845 comenzó una plaga que arruinó la cosecha de patatas y desató un hambre masiva que en cuatro años causaría en torno a un millón de muertos y obligaría a emigrar a dos millones. El hambre afectó, en menor medida, a Escocia y otros lugares. Irlanda producía abundantes alimentos, que se siguieron exportando a Inglaterra: los propietarios defendieron con guardias armados sus almacenes contra los hambrientos, y la emigración, hacinada en barcos insalubres, rindió fuertes ganancias a los armadores. Indignó en toda Europa que tal catástrofe ocurriera al lado mismo del país entonces más rico del mundo. Fue una especie de genocidio, motivado, de un lado, por un acusado desprecio a los irlandeses, y de otro por el criterio economicista que hacía de la riqueza y la rentabilidad una virtud moral por encima de otras. Los irlandeses, nunca sumisos al yugo inglés y a la privación de derechos para los católicos, radicalizaron su descontento, abocando a un activo nacionalismo.

Hasta entonces el único continente no explorado a fondo habían sido los inmensos desiertos y selvas de África. En el último cuarto del XIX, la exploración y colonización de aquellas tierras, con riquezas mineras y otras precisadas por una Europa industrial, ocasionó una competición entre potencias. El inglés Cecil Rhodes concibió el magno proyecto de dominar la franja central del continente desde Egipto a Suráfrica, instalar en él numerosos colonos británicos y construir un ferrocarril desde El Cairo a El Cabo; todo lo cual se realizaría. No menos interés tenía para Londres el Canal de Suez, una de las mayores obras de ingeniería jamás acometidas por el hombre y debida al francés Fernando de Lesseps en 1869. El Canal, con Gibraltar y Malta, aseguraba el dominio inglés del Mediterráneo, y acortaba enormemente la ruta entre Inglaterra y sus posesiones en el Índico. La Conferencia de Berlín, en 1884, decidió los términos del reparto de África para evitar conflictos. Francia ocuparía el Magreb, casi todo el Sahara, Madagascar y regiones del África Negra; Inglaterra, la gran franja mencionada —salvo Tanganika (Tanzania), que pasaba a Alemania junto con otras regiones—; Italia el Cuerno de África, Portugal, Angola, Mozambique y otras menores, y el rey de Bélgica el Congo, donde aplicaría una colonización de extrema crueldad. España recibiría pequeños trozos. El reparto indicaba también que la supremacía inglesa ya estaba siendo cuestionada por Francia y Alemania, y se sucederían los incidentes, sin llegar a la lucha abierta.

Aunque el tráfico de esclavos fue perseguido por los ingleses, continuó largo tiempo por parte de los árabes. Se aplicaron otras medidas civilizatorias, como cierta instrucción elemental para los negros, mucho más tarde también alguna superior, algún esfuerzo cristianizador; pero los negros fueron considerados, en general, humanos deficientes o atrasados. Algunos fueron exhibidos en jaulas en Europa y Usa.

El Islam, tantos siglos peligroso para Europa, pasaba, en el norte de África, bajo dominación francesa, italiana e inglesa; y lo mismo la parte meridional de Asia: el sur de Arabia, zonas de Persia y las partes musulmanas de India, bajo poder inglés; Indonesia o Islas de la Sonda bajo Holanda, con algún enclave portugués; Indochina, bajo control francés. Permanecía el Imperio otomano, pero mutilado y estancado. Usa forzaba a Japón a abrirse al comercio exterior, y a finales del siglo tomaba Filipinas y las últimas posesiones españolas del Pacífico. Solo China era un bocado demasiado grande, pero aun así perdería varias pequeñas guerras con europeos y useños, que le impondrían condiciones comerciales y privilegios, provocando crisis y revueltas internas. Por el norte, Rusia consolidaba su poder sobre Siberia y el Asia Central, y descendía hacia la India inglesa, con riesgo creciente de choque.

El Imperio inglés llegaría a ser el más grande de la historia, con casi 30 millones de kilómetros cuadrados, incluyendo zonas tan vastas, pero inhóspitas y de momento poco productivas, como Canadá o Australia, donde gran parte de los indígenas fueron exterminados. A pesar de todo, la cultura inglesa, aun sin mezclarse, ejercería cierto influjo civilizador sobre las culturas coloniales; también influiría en Hispanoamérica y en la misma Europa, reforzado por el empuje creciente de Usa. A lo largo de la época victoriana (la reina Victoria reinó entre 1831 y 1901), Inglaterra fue el país más rico, estable y poderoso del mundo, con un moralismo y un clasismo estrictos sobre unas masas a menudo misérrimas pero en paulatina mejora. Su brillante alta cultura competía con el prestigio de la francesa. De todas formas, conforme avanzaba la centuria, Alemania y Usa empezaban a disputar su primacía al poderío inglés. Así, Inglaterra creó un ámbito cultural propio que continúa creciendo en la actualidad a través de Usa. Solo el ámbito hispano podría comparársele en número de hablantes, pero a diferencia del dinamismo anglosajón, la cultura hispana no ha logrado reponerse plenamente de sus crisis de finales del siglo XVII y principios del XIX.

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Por lo que respecta a Francia, había vuelto la monarquía, pero ya no el absolutismo, y las tensiones revolucionarias persistían, abocando en 1848 a una II República bastante desordenada, que en menos de cuatro años dio paso a un Segundo Imperio bajo Napoleón III, sobrino del anterior. Un año después, ocurrió en el mar Negro el previsto choque entre Rusia e Inglaterra, por la ambición de San Petersburgo de controlar los accesos al Mediterráneo por los Dardanelos, a costa del Imperio turco, llamado «el enfermo de Europa». Inglaterra rechazó la intervención y formó coalición con Francia y los otomanos, que en la Guerra de Crimea, muy sangrienta para todas las partes, consiguió frenar a los rusos. Francia salió de allí prestigiada como «árbitro de Europa»; no así Inglaterra, cuyo ejército había demostrado graves deficiencias. Francia volvía a exhibir robustez interna y capacidad de intervención exterior. Durante el siguiente decenio y medio, el país se estabilizó, creó una pujante industria y expandió sus colonias por África y Asia, a pesar de que su intento de satelizar a Méjico acabó en desastre. De ahí el origen del término «Latinoamérica», que se extendió para difuminar el origen hispano. París se convirtió en modelo urbanístico tras la reforma de Haussmann y en el mayor centro de la cultura europea.

Entre tanto, Prusia no cesaba de fortalecerse, para alarma de Francia. En 1870 terminó por desatarse la guerra entre ambas, por causa de la sucesión a la corona española, que París y Berlín querían favorable a cada uno. En menos de un año, los franceses fueron aplastados, con gran número de bajas mortales. De resultas, el Imperio de Napoleón III dio paso a una III República y Francia quedó por un tiempo fuera de combate.

Con motivo de la victoria en la Guerra Franco-Prusiana se constituyó el Segundo Reich, o más propiamente la nación alemana, con exclusión de Austria, como quedó dicho. La nueva Alemania despertaría creciente inquietud en Inglaterra, pues la vitalidad y energía germanas iban compitiendo o superándola industrial, comercial y culturalmente. Dato clave del auge alemán fue una reforma universitaria, promovida a principios de siglo por Wilhelm von Humboldt, que apostaba por la libertad intelectual, haciendo de la investigación y la ciencia, mediante laboratorios, seminarios y departamentos específicos, el objetivo central de la universidad. El sistema alemán se extendería a otros países europeos y a Usa. Hasta entonces, la universidad había sido la columna vertebral de la alta cultura europea, muy ligada al cristianismo y sus iglesias. Durante este siglo, más aún que en el anterior, el cristianismo perdió peso universitario a favor de la religión que hemos llamado prometeica. No solo en ciencia y técnica destacaría Alemania: también en el pensamiento, la música y las artes en general.

Rusia, por su parte, proseguía tenazmente la política de ampliar su acceso a los mares del entorno y de colonizar Siberia y Asia Central; pero su rasgo más significativo durante el siglo XIX fue un repentino esplendor cultural, totalmente imprevisible desde su pobreza anterior. En 1861 el zar Alejandro II abolió la servidumbre, una reforma liberal, y veinte años después, cuando preparaba un parlamento elegido o

duma fue asesinado por revolucionarios anarquistas. Aunque atrasada en muchos aspectos, a finales de siglo Rusia se industrializaba con rapidez, su literatura y música fascinaban al resto de Europa, y su ciencia adelantaba a grandes pasos.

En cuanto a España, el siglo XIX fue probablemente el peor de su historia, bajo permanente mediatización inglesa, salpicado por tres guerras civiles entre liberales y absolutistas, más incontables golpes militares o «pronunciamientos» por parte de unos liberales contra otros. En el terreno cultural fue asimismo un siglo inferior al XVIII. En 1898 Usa declaró la guerra a España con falsos pretextos, a fin de adueñarse de sus últimas posesiones en América y el Pacífico. Para someter a Filipinas, Usa llevó a cabo una guerra sin piedad, con abundantes matanzas indiscriminadas. Por entonces España había superado el espasmódico período anterior, con un gobierno estable y prosperidad acumulativa, pero su derrota frente a Usa causaría una profundísima crisis moral y psicológica que perturbaría su evolución interna.

Según el siglo iba a su fin, en medio de una profunda depresión económica, la muy relativa paz instaurada en Viena hacía agua, y los imperialismos y la competencia comercial de las potencias mayores anunciaban conflictos mayores.

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Los mecanismos de Viena para volver a la «normalidad» anterior solo podían funcionar muy a medias. En sectores intelectuales, militares y algunos populares, subsistía la semilla revolucionaria en espera de nueva ocasión. Un primer movimiento surgió del golpe de Riego en España, en 1820, que determinó la independencia de la América hispana y se contagió a Nápoles, Piamonte y Portugal, con repercusiones menores en Francia y Rusia en años siguientes. El pronunciamiento y otras revueltas militares obligaron a Fernando VII a renunciar a sus pretensiones absolutistas y aceptar la Constitución de 1812, liberal y nacionalista, elaborada en Cádiz durante la invasión francesa. El liberalismo llegaba a España en circunstancias adversas, asociado en la mentalidad popular a una invasión francesa extremadamente destructiva y anticatólica, y a una ayuda inglesa dudosa, por las muchas violencias que había perpetrado contra sus propios aliados españoles. Por lo cual los liberales solo tenían apoyo efectivo en sectores militares, intelectuales y minorías populares, más anticlericales que otra cosa. El subsiguiente Trienio Liberal aumentó la convulsión, con querellas entre grupos liberales, no cumplió ninguna de las esperanzas depositadas en el cambio, y terminó con la intervención contrarrevolucionaria de Francia (los «Cien mil hijos de San Luis»). El rey volvió a un semiabsolutismo a cada paso más inviable en un país muy dividido, sobre todo en la cúspide del poder.

El año 1830 registró una nueva sacudida europea, esta vez desde el foco francés, donde se derrocó a un rey para poner otro constitucionalista. La chispa se propagó a Bélgica, que se separó de Holanda; a Polonia, cuya revuelta fue aplastada por el zar; a Italia y Alemania, donde tampoco tuvo éxito. Grecia, una raíz principal de la cultura europea, también experimentaba un resurgir nacional frente a Estambul. En 1826 se había producido el sitio de Misolongui, donde dos años antes había muerto Lord Byron, figura emblemática del romanticismo. Los nacionalistas griegos resistieron heroicamente a los turcos: algunos prefirieron volarse a sí mismos antes que caer prisioneros, y la mayoría fueron masacrados o vendidos como esclavos. La tragedia levantó por toda Europa una oleada de simpatía por la causa griega, que llevaría a su independencia. En España, la muerte del rey en 1833 abrió paso a una guerra civil de seis años (I Guerra Carlista) muy enconada y cruenta, con victoria liberal.

Sería en 1848 cuando los impulsos revolucionarios cobrasen mayor ímpetu, amenazando con derruir el sistema creado en Viena. En Francia cayó la monarquía, sustituida por una república intranquila que solo duraría cuatro años. En la propia Viena, Metternich tuvo que huir de los insurrectos, y el papa Pío IX debió hacer lo mismo en Roma. El movimiento se propagó a Hungría y Bohemia. Los austríacos debieron evacuar Milán, y en otros estados italianos los reyes abandonaron rápidamente ilusiones absolutistas para adoptar constituciones liberales; otro tanto sucedió en estados alemanes, particularmente en Berlín, y se planteó la unidad nacional, fallida por el momento. La sacudida duró poco, y en cuestión de meses y con apoyo de Rusia, el gran baluarte absolutista, las aguas volvieron a su cauce en casi todas partes. Sin embargo la situación general había cambiado, y las monarquías se reformaban en un sentido liberal y constitucional, esto es, nacionalista.

Un pronunciamiento militar dio fin en España, en 1868, a la monarquía de Isabel II. El suceso fue bautizado como

Revolución Gloriosa, por referencia a la inglesa casi dos siglos anterior, pero no hizo honor al calificativo. Seis años desordenados, habiendo provocado indirectamente la Guerra Franco-Prusiana, abocaron a una breve I República perfectamente disparatada, con triple guerra civil y movimientos disgregadores. Y en 1875 se restauró la monarquía borbónica.

La derrota francesa ante Prusia dio lugar, a su vez, a la sacudida revolucionaria de La Comuna (

Commune), en París y otras ciudades, con ciertos rasgos semejantes a los de la Revolución de 1789: violenta movilización del pueblo bajo, excitado por agitadores de clase media e intelectuales; y un odio al pasado manifiesto en incendios y demolición de monumentos, edificios, bibliotecas y archivos. Numerosos sacerdotes y el arzobispo de París fueron asesinados. Alguno de los dirigentes advirtió: «París será nuestra o dejará de existir»; amenaza curiosamente similar a la del rey Enrique III contra la católica capital durante las guerras de religión. Para entonces el Segundo Imperio había dado paso a la III República, y su dirigente, Adolphe Thiers, aplastó sin contemplaciones a los insurrectos, que resistieron dos meses en la primavera de 1871. Se dijo que había hecho fusilar a 20.000 de ellos, también a muchas «petroleras», mujeres incendiarias; estudios posteriores han rebajado los comuneros muertos a 7.000, con 1.500 fusilados, cifra alta de todos modos.

La Comuna fue una explosión anárquica sin dirección ni aspiraciones precisas, motivada en parte por la derrota ante Prusia. Sería reivindicada como propia por Carlos Marx y por ideólogos anarquistas, y quedaría como un modelo idealizado por los revolucionarios comunistas o

antiburgueses.

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Los procesos políticos en Europa tuvieron lugar entre una acumulación acelerada de inventos técnicos y avances científicos y médicos. Desde mediados del siglo cundió la llamada «segunda revolución industrial», en la que el textil cedió a la siderurgia, se explotaron nuevas energías como la electricidad o el petróleo, se extendió el telégrafo, luego el teléfono, se multiplicaron los ferrocarriles y los barcos de vapor, aparecieron el submarino (este con participación de inventores españoles), la fotografía y el cine, nació el automóvil, aumentó las productividad agraria, etc. Regiones de Gran Bretaña, Bélgica, Francia, Alemania, norte de Italia y Usa se industrializaron intensamente, con aranceles proteccionistas, excepto Inglaterra, que partía con ventaja inicial. Las grandes empresas tenían sus propios laboratorios e innovaban constantemente, y las universidades se pusieron al servicio de la ciencia y la técnica. Las condiciones materiales de vida mejoraron en conjunto, y se abrían perspectivas de eliminar el hambre y la miseria, al menos para grandes masas. Sindicatos y mociones parlamentarias prohibieron el trabajo fabril de los niños, restringieron el de las mujeres de las labores más duras o insanas y redujeron los horarios de labor.

La sanidad mejoró extraordinariamente gracias la expansión de las vacunas y el control de las enfermedades infecciosas. Un caso significativo de las dificultades en que a veces se desarrollaban los avances fue el del médico húngaro Ignaç Semmelweis. Este, por sus observaciones, se dio cuenta de que muchas parturientas morían por falta de higiene en las manos de los galenos asistentes a los partos, lo que causaba fiebres puerperales. Su simple propuesta a los médicos para que se lavasen cuidadosamente las manos fue recibida con indignación, pues parecía acusar a los especialistas de la muerte de las pacientes. En consecuencia fue desacreditado y terminó su corta vida en un asilo, posiblemente por maltrato, en 1865. Solo cuando Luis Pasteur descubrió, aun en vida de Semmelweis, la existencia de gérmenes microbianos como causantes de infecciones, y el inglés Joseph Lister sistematizó y aplicó el descubrimiento, pudo establecer que el desdichado médico húngaro tenía razón, y millares de vidas de madres se salvaron.

Al abrigo de las mejoras sanitarias, el cese de las pestes y la mayor producción agraria, la población europea se triplicó a lo largo del siglo hasta los 420 millones de personas, una progresión nunca ocurrida en la historia de ningún continente. Por supuesto, las grandes masas vivían en medio de estrecheces, pero la espita de la emigración permitió aliviar tensiones sociales, contribuyendo también al fracaso de los movimientos revolucionarios. Millones de ingleses, alemanes, italianos, españoles, escandinavos, etc., emigraron a América, sobre todo a Usa y Argentina, y a Australia, donde, unos más otros menos, encontraron vidas más desahogadas.

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