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Quinta parte: Edad de Apogeo » 30. Las aventuras de la razón (i). Liberalismo y marxismo en el siglo liberal

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Las aventuras de la razón (I)

Liberalismo y marxismo en el siglo liberal

Interesa contrastar la actitud de Thiers con la de Luis XVI ante similares desafíos revolucionarios. Luis XVI vaciló, inseguro de su legitimidad para aplicar a fondo los resortes del poder. Thiers, por el contrario, obró sin titubeos, con plena convicción de su legitimidad. Porque lo que estaba en cuestión desde antes de la Revolución Francesa era la legitimidad del poder monárquico. Es preciso examinar la lógica del proceso.

Todo poder descansa sobre dos pilares: la legitimidad y la fuerza. La primera identifica al poder con el orden social y la capacidad de mantenerlo; y la segunda permite hacerlo eficaz contra sus enemigos, dado que en la sociedad humana existen intereses contrarios entre sí. Desde la caída de Roma, el modo casi generalizado de organizar el Estado en Europa fue la monarquía asentada sobre una oligarquía nobiliaria. Hubo algunas excepciones republicanas en Suiza e Italia (y no debe confundirse república con democracia), y corrientes de pensamiento y políticas disidentes, y ya Suárez había expuesto a principios del XVII que el origen divino del poder permitía formas no monárquicas. Pero muy pocos ponían en duda su legitimidad, que aparecía casi como un hecho de la naturaleza, impuesto por la divinidad.

Ni el rey podía gobernar sin una oligarquía, ni la oligarquía estabilizarse sin tener a la cabeza a alguien respetado por ella y por el pueblo, es decir, un monarca. Esta interdependencia era por naturaleza poco armoniosa y creaba una tensión en la que unas veces predominaban los nobles y otras los reyes. A veces, los nobles elegían al monarca, pero la solución ya mostró sus defectos en la España visigótica: peleas continuas entre clanes oligárquicos, asesinatos e inestabilidad social. Por ello tendió a imponerse la monarquía hereditaria, donde la legitimidad se transmitía de padres a hijos. El riesgo de que un rey saliera deficiente se compensaba con una mayor estabilidad.

Los pensadores de la España visigoda cifraban la legitimidad del rey en su capacidad para hacer justicia, asegurando con ella la paz y prosperidad del pueblo. Justicia significaba equilibrio entre los muchos y contrapuestos intereses sociales. Naturalmente, ese equilibrio ideal solo se alcanzaba por períodos cortos y nunca a plena satisfacción de todos, pues imponía inevitablemente sacrificios a la mayoría. Lo habitual era que unos intereses sufriesen a favor de otros, por falta de fuerza o habilidad para defenderlos. Además las oligarquías, necesarias para mantener el orden, procuraban aprovechar su posición para imponer intereses de grupo por encima de los demás. Por ello la monarquía tendió a hacerse absoluta en una pugna secular.

Con su despotismo ilustrado, la monarquía absoluta racionalizaba el poder, pues hacía progresar al pueblo, aplacando sus ocasionales y temidos estallidos de furia irracional, y de paso ponía coto a las grescas interoligárquicas. Por ambas razones lograba respaldo popular. Algunos ilustrados apreciaban la racionalidad absolutista, pero otros especulaban con los intereses del pueblo y la igualdad y la libertad. Desde Spinoza y antes, se fue atribuyendo una racionalidad superior a la democracia, en la que el pueblo decidiría libre e igualitariamente. Si el objetivo de la monarquía era el orden y la prosperidad del pueblo, este, imaginado como un todo con un solo interés primordial, no tenía por qué depender de un rey o una oligarquía. Así lo teorizaban Rousseau y otros, y Sièyes recogió la idea en su proclama sobre el tercer estado. El pueblo, pacífico, igualitario y amante de vivir bien, no necesitaba intermediarios; más aún, estos, las oligarquías tradicionales, eran culpables de las guerras, los despotismos y tantas desgracias más. Estas especulaciones, núcleo intelectual-sentimental del dinamismo revolucionario, fueron minando la legitimidad monárquica hasta presentarla como una intolerable tiranía, asentada exclusivamente sobre la fuerza.

Después de la revolución, la monarquía solo podía legitimarse recordando el terror, la sangre y las convulsiones revolucionarias: ¿no demostraban estas que el camino revolucionario era el equivocado y el monárquico el único capaz de aportar orden y felicidad al pueblo? Sin embargo, la imagen de un pueblo deseoso de liberarse de los tiranos seguía ejerciendo fuerte atracción, muchos pensaban en la Revolución Francesa como un magno episodio liberador a pesar de todo, máxime en una época romántica en la que los impulsos de la pasión y el sentimiento se valoraban por encima de los del orden y la tranquilidad. La subversión se convertía en virtud heroica. Y la atribución de la soberanía a la nación y no al monarca, corroía a los imperios.

Otra causa de la deslegitimación monárquica radicaba en el debilitamiento del cristianismo. En la Ilustración habían progresado sustancialmente el ateísmo y el deísmo, para el cual Dios se limitaba a la Causa primera, sin que el mundo tuviera más necesidad de su intervención, por lo que el origen divino de la monarquía y del poder en general perdía consistencia. El concepto de «pueblo», como algo evidente y accesible a la razón, sustituía muy ventajosamente al de Dios en relación con la política y la sociedad. Los dones del pueblo como ente pacífico, amante de la libertad y la igualdad, parecían asimismo razonables: un paso más en el dominio de la razón.

Surgían sin embargo algunas contradicciones. Las insurrecciones de 1848 fueron llamadas «la primavera de los pueblos», otorgándoseles por ello plena justificación… pero los pueblos participaron poco. Se trató de alzamientos dirigidos por pequeños grupos de clases medias, intelectuales y estudiantes, secundados por fracciones populares minoritarias. La gran masa permaneció al margen o en contra. El efecto legitimador de la apelación al «pueblo» tenía poco que ver con la realidad y la razón, y más con una especie de fe religiosa, incluso mágica: las imagen idealizada del «pueblo» libre, igualitario y fraterno era un mito, poderosamente movilizador como suelen serlo. La realidad más obvia era que en el seno del pueblo menudeaban las desigualdades y las contraposiciones de intereses entre grupos, igual que en las oligarquías. Y entre los propios revolucionarios, la igualdad y la fraternidad solían escasear, y sus libertades chocar entre sí: de ahí las violencias espasmódicas en que solía desembocar su triunfo momentáneo. Por lo demás, tanto los insurrectos de la Comuna de París como los republicanos de Thiers actuaban y se justificaban en nombre del pueblo. Y dentro de esa común legitimidad se impusieron, naturalmente, quienes tuvieron más fuerza.

El caso de Inglaterra fue diferente: allí las tensiones sociales, a menudo violentas, apenas tuvieron las connotaciones revolucionarias del continente. Era una sociedad fuertemente oligárquica, en la que hacía poca mella la mística del «pueblo», dominada por un pragmatismo economicista manifiesto en una indiferencia básica ante sucesos como la Gran Hambruna irlandesa. El «sentido reverencial del dinero», como lo llamaría Ramiro de Maeztu, se extendía a las capas populares, que mostraban un respeto, incluso apego a la oligarquía mayor que en el continente. El prestigio de las clases altas derivaba en gran parte de sus éxitos imperiales, que canalizaban a su favor el sentimiento nacional y facilitaban una emigración en condiciones pasables a las colonias. La Revolución Francesa había sido examinada sin sentimentalismo, como ejemplo a evitar en cualquier caso. En las capas intelectuales predominaba el agnosticismo sobre el ateísmo, estimulando actitudes morales diversas, al resultar imposible decidir racional o científicamente sobre la existencia o no de Dios. La religión era apreciada, no obstante, para calmar a la población.

* * *

El fracaso de las revoluciones popularistas o democratizantes no impidió que el liberalismo se extendiera por el continente y presionara fuertemente sobre Rusia, de modo que el siglo XIX puede considerarse el siglo liberal por excelencia. Uno de sus rasgos clave era la tolerancia hacia las opiniones religiosas y, hasta cierto punto, las políticas. El pilar de la tolerancia era el mismo que el del agnosticismo: es muy difícil o imposible que en estos terrenos la razón alcance certezas indiscutibles. La idea de tolerancia queda excluida, lógicamente, de la ciencia y de algunos terrenos en que la certeza es claramente alcanzable. Tal actitud tenía dos caras: por un lado evitaba el dogmatismo y abría más libertad al pensamiento; pero por otra tendía a relativizar las cuestiones más vitales, hasta disolverlas en un escepticismo general.

El liberalismo admitía sin embargo alguna certeza. Como hemos indicado, su pensamiento arraigaba en un triple mito: el «estado natural», el «contrato social» y la igualdad originaria de todos los hombres. Mitos, porque nada de ellos había existido nunca, pero se daban de algún modo por reales. No obstante, a partir de esos fundamentos, el liberalismo construyó un sistema de racionalidad bastante clara: el Estado se había creado para proteger los derechos de los individuos a la vida, la libertad, la propiedad y la felicidad. Esos derechos no los inventaba el liberalismo, existían de siempre, distinguiendo a los hombres libres de los esclavos, pero la nueva doctrina los especificaba de modo más concreto. No se trataba de una doctrina simple: evidentemente, el individuo no puede sobrevivir fuera de la sociedad, a la que debe todas las condiciones de su existencia, desde el propio nacimiento, la lengua y los conocimientos, hasta la alimentación, la medicina, etc. También salta a la vista que los individuos componentes de la sociedad difieren mucho entre sí. El problema de armonizar los impulsos individuales con las necesidades sociales yace en el fondo de todo el pensamiento político desde Grecia y Roma, y ha suscitado diversas soluciones. Con o sin «estado de naturaleza y contrato», la experiencia había demostrado los peligros de desintegración social cuando predomina en exceso el individualismo, y de despotismo cuando el orden social se imponía sin respeto a los individuos.

La solución liberal giraba en torno a los derechos individuales. Pero si bien el derecho a la vida podía aplicarse también a los esclavos, y la libertad o la felicidad resultaban algo evanescentes, y por tanto inciertas u opinables, en cambio la propiedad privada constituía una certeza sobre la que construir una teoría de la sociedad. Dicha propiedad y el comercio derivado constituirían la raíz de los derechos reivindicados a la vida, la libertad, y la felicidad; más aún, serían la fuente misma de las culturas y civilizaciones, como han expuesto diversos teóricos liberales. La calidad de una civilización dependería del grado en que la propiedad y el comercio fueran respetados por el poder, y sus problemas y decadencias podían explicarse de ese modo. En cambio, si un poder poco intervencionista se limita a garantizar ciertas normas que encaucen los intereses particulares para evitar una batalla permanente, entonces la sociedad alcanzará la mayor riqueza, libertad y felicidad posibles. Sobre esas bases se articula también la moral, como venía a proponer Adam Smith. El fin que daba sentido a la vida consistiría en el enriquecimiento, que daría a su vez la medida de la felicidad y la libertad; algo que muchos darían por evidente.

Así, la política liberal se concretaba en un Estado pequeño y poco costoso, con libertades políticas y separación de poderes y sufragio frecuente o periódico. La monarquía podía subsistir, sometida a un Parlamento que a su vez representaba a los propietarios. De hecho, se trataba de un Estado-herramienta al servicio de los propietarios y comerciantes. La racionalidad del sistema se parecía a la del absolutismo: los más ricos serían en principio los más ilustrados y responsables, ya que la mayor posesión implica una mayor preocupación y resistencia a los cantos de sirena de la demagogia, a la que tiende la mayor parte de la sociedad, precisamente por sus escasas o nulas propiedades y menor ocasión de ilustrarse. El liberalismo, por tanto, no es democrático, y de ahí que en el siglo XIX predominase en Europa el voto censitario a los parlamentos: solo votaban los dueños de cierta fortuna. Aun así, la tendencia general fue a ampliar el sufragio y en algunos casos a hacerlo universal, como en la Francia de 1875 (con precedentes), en Alemania en 1871 o España en 1890. Existía un temor razonable a que el voto general condujese a abolir precisamente el sistema liberal.

Claro que con ello se negaba el dogma de la igualdad ante la ley y, más al fondo, de la igualdad en general. De todos modos podía explicarse: partiendo de una igualdad originaria, es lógico y justo que los mejores y más capaces triunfasen sobre los menos capaces o más perezosos. Así, el liberalismo venía a ser una forma de aristocracia, no fundamentada en el valor y la espada, sino en la habilidad para hacer dinero. Como hacer dinero en circunstancias normales significa satisfacer los deseos o necesidades de otros, podría decirse que la fortuna de los más hábiles repercutía sobre el conjunto de la sociedad, enriqueciéndola a su vez. Algo que sonaba razonable, pero que también podía cuestionarse por razonamiento o apelando a la realidad social.

Por lo demás, hay dos clases de propiedad privada: la más personal, común a las personas libres y que generalmente deja de ser objeto de comercio una vez puesta en uso —hasta los esclavos obran como si sus harapos o su escudilla fueran propiedad suya—; y la propiedad de tierras, fábricas, edificios, mercancías… que sí constituyen objetos de comercio. Pero la desigualdad entre propietarios de bienes productivos y comerciables ha sido siempre enorme, desde los magnates a los buhoneros, y una gran masa solo tiene como propiedad vendible su propio cuerpo. Y la propuesta igualdad ante la ley no impide que un poderoso propietario tenga ventaja a la hora de conseguir los mejores abogados e influencias. Tampoco es cierto que las libertades sean iguales para todos: en la práctica, los dirigentes en cualquier asociación son siempre unos pocos, solo los ricos pueden mantener un periódico, solo una pequeña minoría ejerce realmente la libertad de expresión más allá de su ámbito familiar o de amigos, donde siempre existió esa libertad…

Más al fondo, la «mano invisible» de Adam Smith no traía todos los beneficios esperados. A períodos de prosperidad sucedían los de crisis, con masas de desocupados empobrecidos y quiebra de empresas; el último cuarto del siglo sufrió precisamente una prolongada Gran Depresión. Y permanecía el dato ancestral de que quienes más duramente trabajaban menos parte de la riqueza percibían. La propiedad y la riqueza, por tanto la influencia y el poder, tendían a concentrarse en pocas manos, con cierta fusión entre las oligarquías tradicionales nobiliarias y terratenientes y los grandes capitalistas y financieros. En todas partes, algo menos en Francia por efecto de las revoluciones, los nuevos potentados sentían fascinación por los viejos títulos y hubo una considerable fusión entre ambas oligarquías, reflejada en la cínica frase de Lampedusa en

El gatopardo: «Todo debe cambiar para que todo siga igual». En el parlamento bajo o Cámara de los Comunes inglesa, predominó absolutamente la vieja oligarquía hasta pasados los dos tercios del siglo, mientras que en la Cámara alta o de los Lores, la entrada de los grandes negociantes se aceleró desde 1885. Lo que podía decirse es que había un mayor movimiento y rotación de personas en todos los niveles sociales.

A lo largo de este siglo XIX, el liberalismo sería desafiado más y más por otras corrientes ideológicas, también por los impulsos democratizadores, nacidos fuera del sistema y también en su interior, por sus contradicciones al predicar la igualdad ante la ley y al mismo tiempo el derecho de propiedad como base del sistema.

* * *

En 1848, en práctica coincidencia con las revoluciones de aquel año, se publicó el

Manifiesto del Partido Comunista, de Marx y Engels, exponiendo las bases de una nueva doctrina social, esbozadas desde antiguo como ideales utópicos, condenados al fracaso por irreales. Ahora se proponía una teoría

científica, por tanto cierta, que lo cambiaría todo. El marxismo tomaba del liberalismo el concepto de la economía como base explicativa de la sociedad, pero lo llevaba a conclusiones radicalmente opuestas; y de paso ofrecía una explicación de la historia de aparente coherencia. ¿Era posible la igualdad comunista con que habían soñado tantos? Lo era, pero no por razones morales, sino por un desarrollo suficiente de la riqueza social. Históricamente, ello nunca había ocurrido, por la precariedad del conocimiento científico y de la técnica, de modo que la escasez había impuesto la separación entre unas clases explotadoras y otras explotadas, y la consiguiente lucha entre ellas. La escasez hacía que la lucha de clases solo pudiera causar la sustitución de una oligarquía o clase explotadora por otra. Sin embargo todo cambiaba con el sistema capitalista o

burgués: su vertiginoso desarrollo de las fuerzas productivas sentaba las bases para un reino de abundancia generalizada, como ya habían entrevisto algunos gracias a las máquinas. Si la abundancia llegaba a todos, la división social en clases perdía su razón histórica de ser. ¿Y qué lo impedía? Justamente lo que más estimaba el liberalismo: la propiedad privada de los medios de producción.

La explotación del hombre por el hombre se mantenía de dos formas: por la fuerza (el Estado, considerado aparato de violencia de la clase dominante) y por la ideología. Marx llamaba ideologías a construcciones intelectuales fantásticas destinadas a justificar el poder de los explotadores como un hecho natural, inevitable o decidido por Dios. Así, sobre la estructura económica, se alzaba una superestructura ideológica de derecho, filosofía, arte e instituciones derivadas. La ideología por excelencia era la religión, «opio del pueblo» destinado a mantener a los oprimidos en sumisión voluntaria y fuente del resto del conjunto ideológico.

Dentro de estos límites, la lucha de clases había hecho evolucionar la sociedad desde una supuesta comuna primitiva a través de los «modos de producción» esclavista, asiático, feudal y capitalista. La Revolución Francesa debía entenderse, precisamente, como el derrocamiento del sistema feudal por la burguesía emergente. Para derribar al sistema anterior, la nueva clase burguesa debía atraerse al conjunto de la sociedad con valores generales, incluso con gérmenes de comunismo, inevitablemente traicionados luego.

El liberalismo era precisamente la ideología más propia del capitalismo, y su falsedad se manifestaba en tres formas al menos:

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