Esmeralda

Esmeralda


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Belgravia, Londres, 3 de julio de 1912.

—Me temo que quedará una fea cicatriz —dijo el médico sin levantar la cabeza.

Paul sonrió con ironía.

—Bueno siempre será mejor que la amputación que profetizó mistress Catastrofista.

—¡Muy gracioso! —resopló Lucy—. Yo no soy catastrofista. ¡Y tú… mister Despreocupado, no deberías tomártelo a broma! Sabes de sobra lo fácil que es que se infecte una herida, y más en esta época, que es un sinónimo de condena a muerte: aquí los antibióticos brillan por su ausencia y los médicos son todos unos carniceros ignorantes.

—Vaya, muchas gracias —dijo el médico mientras extendía una pasta amarrosa sobre la herida recién cosida. Aquello escocía de un modo espantoso, y Paul tuvo que hacer un gran esfuerzo para que el dolor no se reflejara en su rostro. Solo esperaba no haber dejado ninguna mancha en el elegante diván de Lady Tilney.

—No es culpa suya. —Paul notó que Lucy hacía grandes esfuerzos para sonar amable, e incluso trataba de sonreír, una sonrisa bastante forzada, pero, al fin y al cabo, es la intención lo que cuenta—. Estoy segura de que hace todo lo que puede —añadió.

—Nadie podría hacer más. El doctor Harrison es el mejor —aseguró Lady Tilney.

—Y el único… —murmuró Paul, que de pronto se sentía increíblemente cansado. La bebida dulzona que le había dado el médico debía de contener un somnífero.

—Sobre todo el más discreto —remató el señor Harrison. El brazo de Paul quedó protegido por un vendaje blanco inmaculado—. Y para ser sinceros, no puedo imaginar que dentro de ochenta años las heridas abiertas con objetos cortantes y punzantes se traten de una forma distinta a la que yo lo he hecho.

Lucy respiró hondo y Paul intuyó enseguida lo que iba a pasar a continuación. Se le había soltado un mechón de pelo del tocado, y con aire rebelde se lo colocó detrás de las orejas y replicó:

—Sí, bueno, en términos generales es posible que no, pero si las bacterias… ¿Sabe?, las bacterias son unos organismos unicelulares que…

—¡Ya basta, Lucy! —la interrumpió Paul—. ¡El doctor Harrison sabe muy bien lo que son las bacterias! —La herida todavía le escocía terriblemente, y al mismo tiempo se sentía tan agotado que solo tenía ganas de cerrar los ojos y dormir un rato. Pero aquello habría irritado aún más a Lucy, y Paul sabía que en realidad tras sus ojos azules que echaban chispas solo se ocultaba la preocupación y, peor aún, el miedo que le inspiraba su estado. Lo mejor que podía hacer por ella era no dejar ver lo mal que se encontraba y su propia desesperación, de modo que sencillamente siguió hablando—. Al fin y al cabo no estamos en la Edad Media, sino en el siglo XX, el siglo de los avances revolucionarios. Hace tiempo que se ha inventado el electrocardiograma, y desde hace unos años también se conoce el agente patógeno de la sífilis y se ha encontrado un tratamiento.

—Vaya. Ya veo que alguien ha estado muy atento en la clase de misterios. —Ahora Lucy parecía a punto de estallar—. ¡Te felicito!

—Y el año pasado una tal Marie Curie obtuvo el premio nobel de Química —añadió el doctor Harrison.

—Ah, ¿sí? ¿Y qué otra cosa ha descubierto esa buena señora? ¿La bomba atómica?

—Es terrible lo inculta que eres en según qué cosas. Marie Curie descubrió el radio…

—¡Vamos, cierra el pico de una vez! —Lucy se había cruzado de brazos y lo escrutaba furiosa, sin prestar atención a las miradas reprobatorias que lanzaba lady Tilney—. ¡Puedes guardarte tus charlas para otro día! ¿Sabes? ¡Ahora! ¡Podrías! ¡Estar! ¡Muerto! ¿Quieres explicarme, por favor, cómo iba a superar yo esta catástrofe sin ti? —Se le quebró la voz—. ¿O cómo podría seguir viviendo sin ti?

—Lo siento, princesa.

—Bah —exclamó ella—. No hace falta que pongas esa cara de perro apaleado.

—No tiene ningún sentido preocuparse por lo que habría podido pasar, querida —dijo lady Tilney sacudiendo la cabeza mientras ayudaba al doctor Harrison a guardar de nuevo su material médico en el maletín—. Lo que cuenta es que al final todo ha ido bien. Dentro de lo malo, Paul ha tenido suerte.

—¡Que hubiera podido acabar peor no significa que todo haya ido bien! —gritó Lucy—. ¡Nada ha ido bien! ¡Nada en absoluto! —Sus ojos se empañaron en lágrimas, y Paul sintió que se le rompía el corazón—. Ya hace tres meses que estamos aquí y hasta ahora no hemos conseguido nada de lo que habíamos planeado. Al contrario, ¡solo hemos empeorado aún más las cosas! ¡Ahora que por fin teníamos esos malditos papeles en nuestro poder, va Paul y se deshace de ellos!

—Es posible que me precipitara un poco. —Paul dejó caer la cabeza sobre la almohada—, pero en ese momento sencillamente creí que estaba haciendo lo correcto. —Sobre todo teniendo en cuenta que había visto la muerte muy próxima. No había faltado mucho para que la hoja de la espada de Lord Alastair acabara con su vida. Pero de ningún modo podía decírselo a Lucy—. Si Gideon se pusiera de nuestro lado —continuó—, aún tendríamos una oportunidad. En cuanto haya leído los papeles, comprenderá por qué hacemos esto. —¡O eso era al menos lo que esperaba!

—¡Pero si ni nosotros mismos sabemos exactamente qué hay en esos papeles! Tal vez estén cifrados o… ¡por el amor de Dios, si ni siquiera sabes qué le has dado a Gideon en realidad! —exclamó Lucy—. Lord Alastair podría haberte colado cualquier cosa: viejas cuentas, cartas de amor, hojas en blanco…

A Paul ya se le había ocurrido esa posibilidad hacía tiempo, pero lo pasado, pasado estaba, y ya no se podía remediar.

—A veces hay que tener confianza —murmuró y deseó que esa afirmación fuera cierta en su caso. Más aún que la posibilidad de haber entregado a Gideon unos papeles sin valor, le atormentaba pensar que el muchacho podía haber ido directamente con los documentos al conde de Saint Germain. Eso significaría que se había despedido de la única baza con la que contaban. Pero Gideon había dicho que amaba a Gwendolyn, y la forma en que se había expresado había sido de algún modo… convincente.

«Me lo prometió» quiso decir Paul, pero de su boca solo salió un murmullo inaudible. De todos modos, no habría sido fiel a la verdad, porque en realidad no había llegado a oír la respuesta de Gideon.

—Fue una idea estúpida querer colaborar con la Alianza Florentina —oyó que decía Lucy.

Se le habían cerrado los ojos. Fuera lo que fuese lo que le había dado al doctor Harrison, actuaba terriblemente deprisa.

—Sí, lo sé. Lo sé —continuó Lucy—. Fue una idea estúpida por mi parte. Tendríamos que habernos encargado del asunto nosotros mismos.

—Pero vosotros no sois unos asesinos, querida —repitió Lady Tilney.

—¿Moralmente existe una diferencia entre matar a alguien o encargar a alguien que lo haga? —Lucy suspiró hondo, y aunque Lady Tilney la contradijo enérgicamente («¡Muchacha, no digas esas cosas! ¡Vosotros no habéis encargado ningún asesinato, solo habéis transmitido algunas informaciones!»), continuó diciendo en un tono de profundo desconsuelo—: En realidad hemos hecho mal todo lo que podía hacerse mal, Paul. En tres meses solo hemos conseguido malgastar un montón de tiempo y el dinero de Lady Margret, además de implicar en este asunto a demasiada gente que no habría tenido por qué verse mezclada en esto.

—Es el dinero de lord Tilney —la corrigió Lady Tilney—. Y créeme cuando digo que te quedarías asombrada si supieras en qué puede llegar a malgastar el dinero ese hombre. Las carreras de caballos y las bailarinas son los más inofensivos que puedo mencionar al respecto. Lo poco que aportó para nuestro asunto le pasa totalmente desapercibido. Y aunque no fuera así, debería ser lo bastante caballeroso para no mencionarlo.

—Y yo, personalmente, tengo que decir que habría lamentado mucho que no se hubiera implicado en este asunto —aseguró el doctor Harrison con una sonrisa—. A estas alturas ya empezaba a encontrar mi vida un poco aburrida. Al fin y al cabo, no todos los días tiene uno la oportunidad de tratar con viajeros del tiempo que lleguen del futuro y siempre pueden decir la última palabra independientemente de lo que se hable. Y, entre nosotros, la forma de proceder de los caballeros De Villiers y Pinkerton-Smythe enervaría a cualquiera.

—Desde luego —convino Lady Tilney—. Este fatuo de Jonathan incluso amenazó a su mujer con encerrarla en casa si seguía mostrando simpatía por las sufragistas. —Y añadió imitando la voz gruñona de un hombre—: ¿Y qué vendría después de esto? ¿El derecho a voto para los perros?

—Es verdad, y por eso le amenazó usted con darle una bofetada —dijo el doctor Harrison—. Tengo que reconocer que ha sido una de las pocas veces en las que no me he aburrido mortalmente en una reunión de té.

—Pero si no fue así en absoluto. Solo le dije que no me haría responsable de lo que hiciera mi mano derecha si seguía pronunciando ese tipo de comentarios incalificables.

—«Si seguía diciendo tamañas estupideces», son las palabras exactas —la corrigió el doctor Harrison—. Lo recuerdo bien porque me dejó profundamente impresionado.

Lady Tilney rio y le ofreció su brazo.

—Le acompañaré hasta la puerta, doctor Harrison.

Paul trató de abrir los ojos e incorporarse para darle las gracias, pero no consiguió hacer ni una cosa ni la otra.

—Brl… ias —balbució con las últimas fuerzas que le quedaban.

—¡¿Qué demonios había en eso que le ha dado?! —le gritó Lucy al médico mientras se marchaba.

El doctor Harrison se volvió al umbral y contestó:

—Solo unas gotas de tintura de morfina. ¡Totalmente inofensiva!

Paul no llegó a oír el grito de indignación de Lucy.

De los Anales de los Vigilantes

30 de marzo de 1916

CONTRASEÑA DEL DÍA:

Potius sero quam numquam. (Livio)

 

Dado que, según nuestras fuentes de información en el Servicio Secreto, se espera que en los próximos días se produzcan en Londres nuevos ataques aéreos de la escuadrilla de la Marina alemana, procedemos a aplicar de inmediato el protocolo de seguridad de nivel uno. El cronógrafo se instalará indefinidamente en la Sala de Documentos, y lady Tilney, mi hermano Jonathan y yo elapsaremos juntos desde allí para limitar a tres horas el tiempo diariamente destinado a este fin. Los viajes al siglo XIX no deberían representar ningún problema en este lugar, ya que durante la noche raramente se encontraba nadie allí y en los Anales no se habla en ningún momento de una visita desde el futuro por lo que podemos partir de la base de que nunca se detectó nuestra presencia.

Como era de esperar, lady Tilney se resistió a apartarse de sus usos habituales y no pudo encontrar, según sus propias palabras, «ninguna lógica en nuestra argumentación», pero al final tuvo que inclinarse ante la decisión de nuestro gran maestre. Los tiempos de guerra requieren, como es sabido, medidas excepcionales.

La elapsación de esta tarde al año 1851 ha transcurrido de forma sorprendentemente plácida, tal vez porque mi solícita esposa nos ha proporcionado una buena porción de sus incomparables pastas de té y porque, recordando los encendidos debates que se habían producido en otras ocasiones, hemos evitado temas como el derecho a voto de las mujeres. Por más que lady Tilney se ha lamentado en un momento dado de no poder ir a la Exposición Universal de Hyde Park, la conversación no ha terminado en disputa, ya que nosotros compartimos totalmente su decepción sobre el particular. Con sus propuestas de matar el tiempo a partir de mañana jugando al póquer, lady Tilney ha dejado ver una vez más el lado excéntrico de su personalidad.

 

EL TIEMPO HOY: Ligera llovizna con tiempo primaveral, 16 grados Celsius.

INFORME: Timothy de Villiers, Círculo Interior.

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