Esmeralda

Esmeralda


Capítulo 1

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El extremo de la espada me apuntaba directamente al corazón, y los ojos de mi asesino eran como agujeros negros que amenazaban con tragarse todo lo que estuviera cerca de ellos. Supe que no podría escapar y retrocedí unos pasos tambaleándome.

El hombre me siguió.

—¡Eliminaré del planeta lo que no es querido por Dios! ¡Tu sangre empapará la tierra!

Tenía como mínimo dos réplicas mordaces a esos patéticos gruñidos en la punta de la lengua (¿empapar la tierra?: ¡la tierra estaba embaldosada allí!), pero el pánico no me permitió articular palabra. Por otra parte, el hombre no parecía estar en disposición de apreciar mi sentido del humor. De hecho, ni siquiera parecía que supiera lo que era el humor.

Retrocedí un paso más y mi espalda chocó contra la pared. Mi adversario soltó una risotada. Quizá tuviera sentido del humor al fin y al cabo, solo que no coincidía con el mío.

—¡Ahora morirás, demonio! —gritó, y sin pensárselo dos veces me hundió la espalda en el pecho.

Me desperté sobresaltada lanzando un grito. Estaba bañada en sudor y me dolía el pecho como si efectivamente me hubiera atravesado la hoja de una espada. ¡Qué sueño más horrible! Aunque en realidad tampoco era para sorprenderse.

Los acontecimientos del día anterior (y de los días precedentes) no constituían precisamente una buena base para quedarse acurrucada bien calentita bajo la manta y dormir el sueño de los justos. En realidad, más bien eran la base adecuada para que un montón de pensamientos negativos reptaran por mi cabeza como monstruosas plantas carnívoras. «Gideon solo ha estado fingiendo. En realidad no me quiere».

«Probablemente tampoco tiene que hacer gran cosa para que los corazones de las muchachas vuelen hacia él», oía repetir al conde de Saint Germain con su voz suave y profunda, una y otra vez. Y: «No hay nada más previsible que la reacción de una mujer enamorada».

¿Y cómo se supone que reacciona una mujer enamorada cuando se entera de que le han mentido y la han manipulado? Exacto: habla por teléfono durante horas con su mejor amiga y luego permanece sentada en la oscuridad sin poder conciliar el sueño, preguntándose por qué demonios ha tenido que ir a tropezarse con el tipo en cuestión, mientras llora desconsolada añorando otros tiempos más felices… Fácil de prever, sí.

Los dígitos luminosos del despertador junto a mi cama marcaban las 3:10, lo cual significaba que se me debían de haber cerrado los ojos y que incluso había dormido más de dos horas. Y alguien —¿mamá?— tenía que haber entrado y haberme tapado, porque lo último que recordaba era que estaba acurrucada en la cama con las rodillas levantadas escuchando los latidos súper acelerados de mi corazón.

Qué extraño que un corazón roto pudiera latir aún.

«¡Parece como si estuviera formado solo por esquirlas rojas con los bordes afilados que me arañan desde dentro y me desangran!»; así había tratado de describir a Leslie el estado de mi corazón (de acuerdo, suena tan patético como lo del tipo de la ronquera de mi sueño, pero algunas veces la verdad es tan… cursi…). Y Leslie me había dicho compasivamente: «Sé muy bien cómo te sientes. Cuando Max rompió conmigo, primero pensé que me iba a morir de pena. Y de un fallo orgánico múltiple además: arritmia, disnea, embolia cerebral, parálisis progresiva… Pero, en primer lugar, no dura para siempre; en segundo, la situación no era tan desesperada como te parece y, en tercero, tu corazón no es de cristal».

—No, es de piedra —la corregí sollozando—. Mi corazón es una piedra preciosa que Gideon ha roto en mil pedazos, como en la visión de la tía Maddy.

—Bueno, reconozco que no suena mal del todo, ¡pero no es verdad! En realidad los corazones están hechos de un material completamente distinto, puedes creerme. —Leslie se aclaró la garganta y añadió con tono solemne, como si me estuviera revelando el mayor de los secretos—: Se trata de un material mucho más maleable, irrompible, que puede moldearse de nuevo una y otra vez. Fabricando según una receta secreta.

Otro carraspeo para elevar la tensión. Instintivamente contuve el aliento.

—¡El mazapán! —anunció Leslie.

—¿El mazapán?

Por un instante dejé de sollozar y sonreí sorprendida.

—¡Sí, mazapán! —repitió Leslie muy seria—. Del bueno, del que tiene mucha almendra.

Estuve a punto de soltar una risita, pero entonces recordé que era la chica más desgraciada del mundo y dije, sorbiéndome la nariz:

—¡En ese caso, Gideon me ha mordisqueado un pedazo de corazón! Y de paso también ha mordisqueado todo el chocolate que lo envolvía. Tendrías que haber visto cómo me miraba cuando…

Antes de que pudiera volver a la carga, Leslie lanzó un sonoro suspiro.

—Gwenny, lamento tener que decírtelo, pero no vas a arreglar nada gimoteando. ¡Tienes que pasar página!

—No lo hago expresamente —le aseguré—. Es algo que me sale de dentro sin que pueda evitarlo. Hace un minuto era la chica más feliz del mundo, y luego va y me dice que…

—Muy bien. Gideon se ha portado como un cerdo —me interrumpió Leslie rápidamente—. Aunque no consigo entender por qué. ¿Cómo es eso de que las chicas enamoradas son más fáciles de manejar? Yo diría que es justo lo contrario. Las chicas enamoradas son como bombas de relojería a punto de estallar. Nunca se puede saber qué es lo que harán. Creo que Gideon y su machista amigo el conde han cometido un error garrafal.

—Yo pensaba que realmente me quería. Que haya estado fingiendo todo el tiempo es algo tan…

¿Ruin? ¿Cruel? No encontraba ninguna palabra para describir mis sentimientos.

—¡Vamos Gwenny! En otras circunstancias podrías seguir hundiéndote en la autocompasión durante semanas y no te diría nada, pero en este momento sencillamente no puedes permitírtelo. Necesitas todas tus energías para otras cosas, como, por ejemplo, sobrevivir. —La voz de Leslie sonaba insólitamente severa—. ¡De modo que haz el favor de dominarte de una vez!

—Eso mismo me ha dicho también Xemerius antes de largarse y dejarme sola.

—¡Ese monstruito invisible tiene razón! Ahora tenemos que mantener la cabeza fría y recabar todos los hechos. Puaj, ¿qué es esto? Espera un momento, tengo que abrir la ventana, Bertie acaba de tirarse uno de esos pedos que te dejan K. O… ¡Perro malo! ¿Por dónde íbamos? Sí exacto, tenemos que descubrir qué escondió tu abuelo en vuestra casa. —La voz de Leslie subió ligeramente de tono—. Tengo que reconocer que Raphael ha sido de gran ayuda. Tal vez no sea tan bobo como parece.

—En tu opinión, querrás decir. —Gracias a Raphael, el hermano pequeño de Gideon, que desde hacía poco iba a nuestra escuela, habíamos descubierto que el enigma que mi abuelo me había dejado consistía en unas coordenadas geográficas que conducían directamente a nuestra casa—. La verdad es que me interesaría muchísimo saber hasta qué punto está informado de los secretos de los Vigilantes y los viajes en el tiempo de Gideon.

—Posiblemente sepa más de lo que podrá suponerse. En todo caso no se tragó la historia de que los juegos de misterios son el último grito en Londres. Pero fue bastante listo para no hacerme preguntas. —Leslie hizo una pausa y añadió—: Tiene unos ojos bastante bonitos.

—Es verdad.

Eran realmente bonitos, sí; lo cual me hizo recordar que Gideon tenía los mismos ojos que su hermano. Verdes y coronados por unas gruesas cejas oscuras.

—No es que esté especialmente impresionada, solo es una constatación.

«Me he enamorado de ti». Gideon lo había dicho muy serio, mirándome directamente a los ojos. ¡Y yo le había devuelto la mirada y le había creído! Las lágrimas volvieron a correr por mis mejillas y apenas pude oír lo que Leslie decía.

—… espero que sea una carta larga o una especie de diario en el que tu abuelo te explique todo lo que los otros se callan y a ser posible más. Entonces no tendríamos que seguir avanzando a ciegas y por fin podríamos trazar un plan de verdad que…

Esos ojos tendrían que estar prohibidos, o, si no, deberían promulgar una ley que impidiera que los chicos con unos ojos tan bonitos pudieran andar por ahí sin gafas de sol, a no ser que tuvieran unas orejas de elefante o alguna cosa por el estilo…

—¿Gwenny? No estarías lloriqueando otra vez… —Ahora el tono de su voz de Leslie era igual que el de mistress Counter, nuestra profesora de geografía, cuando algún alumno le decía que se había olvidado los deberes en casa—. ¡Cariño, eso que haces no es bueno! ¡Tienes que dejar de dramatizar y de hurgar en la herida! ¡Tenemos que tener…!

—… la cabeza fría! Tienes razón.

Aunque me costó un gran esfuerzo, hice todo lo posible por expulsar de mi mente el recuerdo de los ojos de Gideon e insuflar un poco más de confianza a mi voz. Sencillamente, se lo debía a Leslie. Al fin y al cabo, ella me había estado apoyando incondicionalmente durante estos días. Por eso, antes de que colgara, no pude menos que decirle lo contenta que estaba de tenerla como amiga. (Aunque al hacerlo de nuevo se me escaparon unas lágrimas, pero esta vez de emoción).

—¡Y yo también! —me aseguró Leslie—. ¡Qué aburrida sería mi vida sin ti!

Cuando colgó, faltaba poco para la medianoche, y de hecho me había sentido un poco mejor durante unos minutos, pero en ese momento, a las tres y diez, me moría de ganas de volver a llamarla y soltarle otra vez el mismo rollo.

Yo no era una de esas personas con tendencia a lamentarse y a darles vueltas a los problemas, pero era la primera vez en mi vida que sufría penas de amor. Quiero decir, de las auténticas. De las que duelen de verdad. Y ante eso, todo lo demás pasaba a un segundo plano. Incluso mi supervivencia me parecía algo secundario. Para ser del todo sincera, la idea de morir no me parecía tan desagradable en ese instante. Al fin y al cabo, no sería la primera que moría de amor; en ese sentido estaba en buena compañía: la Sirenita, Julieta, Pocahontas, la Dama de las Camelias, Madame Butterfly, y ahora también yo, Gwendolyn Shepherd. Lo bueno era que podía ahorrarme el número del puñal, porque con lo miserable que me sentía seguro que hacía tiempo que estaba infectada de tuberculosis, de modo que tendría una muerte mucho más estética. Pálida y hermosa como Blancanieves, yacería en mi cama con el cabello esparcido sobre la almohada. Y Gideon se arrodillaría a mi lado y lamentaría amargamente lo que había hecho cuando yo murmurara mis últimas palabras con un hilo de voz…

Pero antes de nada tenía que ir urgentemente al lavabo.

El té a la menta con mucho azúcar y limón era una especie de remedio universal contra todos los males en nuestra familia, y yo me había bebido una jarra entera. Porque, en cuanto había entrado por la puerta de vuelta del cuartel general de los Vigilantes mi madre se había dado cuenta enseguida de que no me encontraba bien —algo que en realidad tampoco tenía mucho mérito, porque, de tanto llorar, parecía un conejo albino— y yo estaba totalmente segura de que no se iba a creer la explicación (propuesta por Xemerius) de que había tenido que cortar cebollas durante el trayecto en la limusina.

—¿Te han hecho algo esos condenados Vigilantes? ¿Qué ha pasado? —preguntó, consiguiendo parecer al mismo tiempo preocupada y terriblemente furiosa—. Mataré a Falk si…

—Nadie me ha hecho nada, mamá —me apresuré a asegurarle—. Y no ha pasado nada.

—¡Como si fuera a creerse algo así! ¿Por qué no le has explicado lo de las cebollas? Nunca haces caso de lo que te digo —exclamó Xemerius pateando el suelo con las zarpas.

Xemerius era un pequeño daimon gárgola de piedra con unas grandes orejas, alas de murciélago, larga cola escamosa de dragón y dos cuernecitos sobre una cabeza de aspecto gatuno. Por desgracia, esta encantadora criatura no era ni la mitad de tierna de lo que podía imaginarse por su aspecto y, por desgracia, nadie excepto yo podía oír sus comentarios desvergonzados y darle la correspondiente réplica.

Por otro lado, el que yo pudiera ver daimones gárgola y otros espíritus y que pudiera hablar con ellos desde mi más tierna infancia era solo una de las extrañas cualidades con las que me había tocado vivir. La otra, aún más rara y desconocida por mí misma hasta hacía solo dos semanas, era que yo pertenecía a un círculo —¡secreto!— de doce viajeros del tiempo y debía saltar diariamente durante unas horas a algún lugar del pasado. En realidad, se suponía que la afectada por la maldición, quiero decir, por el don de viajar en el tiempo, debía ser mi prima Charlotte, que de hecho era la más apropiada para el cometido; pero al final me tocó a mí cargar con el muerto, algo que debería haber sabido desde el principio, acostumbrada como estaba a que siempre me tocara la china. En Navidades, cuando hacíamos el amigo invisible, era yo la que sacaba el papelito con el nombre de la profesora (¿qué demonios se supone que puedes regalarle a una profesora?); cuando tenía entradas para un concierto, caía enferma (o a veces también durante las vacaciones), y cuando quería estar especialmente guapa, me salía un grano en la frente tan grande como un tercer ojo. Ya sé que de entrada no parece que los viajes en el tiempo se puedan comparar con un grano y que se tiende a considerar que son algo divertido y envidiable, pero lo cierto es que no lo son en absoluto. Más bien pueden describirse como fastidiosos, estresantes y peligrosos. Y, por último, no hay que olvidar que si no hubiera heredado ese estúpido don, nunca habría conocido a Gideon, lo que significaría que mi corazón —fuera de mazapán o no— todavía estaría incólume. De hecho, Gideon era uno de los doce viajeros del tiempo que quedaban vivos, porque a los otros solo se les podía encontrar en el pasado.

—Has estado llorando —constató mi madre con voz neutra.

—¡¿Ves?! —gritó Xemerius—. Ahora intentará tirarte de la lengua y no te perderá de vista ni un segundo, y para nosotros se habrá acabado lo de buscar tesoros esta noche.

Le respondí con una mueca para darle a entender que esa noche no estaba de humor para buscar tesoros (es lo que hay que hacer con los amigos invisibles si no quieres que te tomen por loca por hablar sola).

—Dile que querías probar si funcionaba tu espray de pimienta y que te has rociado los ojos sin querer —gruñó entonces el aire.

Pero estaba demasiado agotada para mentir, de modo que miré a mi madre con los ojos llorosos y lo intenté con la verdad, dejando espacio para que llenara los huecos.

—Es solo que… no me encuentro bien porque… cosas de chicas, ¿sabes?

—Ay, cariño.

—Cuando llame a Leslie, seguro que enseguida me sentiré mejor.

Para mi sorpresa, y la de Xemerius, mi madre se dio por satisfecha con esa explicación. Me preparó té, me dejó la jarra y mi taza estampada preferida en la mesita de noche, me acarició la cabeza y me dejó tranquila, renunciando incluso a sus habituales advertencias («¡Gwen, que son las diez y ya llevas cuarenta minutos al teléfono! ¡Ya os veréis mañana en la escuela!»). A veces, realmente, era la mejor madre del mundo.

Suspirando, levanté las piernas de la cama y caminé con paso inseguro en dirección al cuarto de baño. Sentí un corriente de aire fría.

—¿Xemerius? ¿Estás ahí? —pregunté a media voz mientras buscaba el interruptor a tientas.

—Eso depende. —Xemerius estaba colgado cabeza abajo de la lámpara del pasillo, balanceándose y parpadeando deslumbrado por la luz—. ¡Solo si no vuelves a transformarte en una fuente ambulante! —Su voz se hizo aguda y llorosa y empezó a imitarme, por desgracia, bastante bien—. «Y entonces él dijo, no tengo ni idea de qué estás hablando, y entonces yo dije, sí o no, y a continuación él dijo, sí, pero por favor, deja de llorar…» —Suspiró de forma teatral—. Realmente las chicas son lo más irritante que hay, por detrás de los empleados de banca jubilados, las dependientas de las tiendas de medias y los presidentes de las sociedades de horticultura.

—No puedo garantizarte nada —susurré para no despertar al resto de la familia—. Lo mejor será que no hablemos de tú-ya-sabes-quién, porque si no… bueno… la fuente podría volver a ponerse en marcha.

—De todos modos, no podría soportar oír su nombre otra vez. ¿Qué te parece si por fin nos ponemos a hacer algo razonable, como, por ejemplo, buscar un tesoro?

Dormir tal vez habría sido algo razonable, pero, por desgracia, volvía a estar completamente desvelada.

—Por mí, podemos empezar a buscar, pero antes tengo que ir un momento a eliminar el té.

—¿Quéééé?

Señalé la puerta del baño.

—Ah, vale —dijo Xemerius—. Te esperaré aquí.

En el espejo del baño tenía mejor aspecto del que esperaba. Ni rastro de tuberculosis, por desgracia. Solo tenía los párpados algo hinchados, como si me hubiera pasado un poco con la sombra de ojos rosa.

—¿Se puede saber dónde te has metido todo este rato, Xemerius? —pregunté cuando volví al salir al pasillo—. No habrás estado, por casualidad, en casa de…

—¿De quién? —preguntó Xemerius con cara de indignación—. No me estarás preguntando por aquel cuyo nombre no puede pronunciarse…

—Hmmmm… sí.

Me moría de ganas de saber qué había hecho Gideon esa noche. ¿Cómo estaría su herida del brazo? ¿Habría hablado con alguien sobre mí? ¿Le habría dicho tal vez algo como: «Todo esto es un gran malentendido. Claro que quiero a Gwendolyn. Nunca he tratado de engañarla»?

—Ni hablar, no voy a caer en la trampa. —Xemerius bajó aleteando de la lámpara y se posó en el suelo. Sentado ante mí, apenas me llegaba por encima de las rodillas—. Además, no he salido. He revisado a fondo toda la casa. Si alguien puede encontrar el tesoro, ese soy yo, aunque solo sea porque ninguno de vosotros es capaz de pasar a través de las paredes, o de revolver los cajones de la cómoda de tu abuela sin ser descubierto.

—Alguna ventaja tiene que tener ser invisible —dije yo, y renuncié a comentar que Xemerius no podía revolver nada de nada, porque con sus zarpas fantasmales ni siquiera podía abrir un cajón. Ninguno de los espíritus que había conocido hasta el momento era capaz de mover objetos. Y la mayoría ni siquiera eran capaces de provocar una corriente de aire—. Supongo que ya sabes que no estamos buscando un tesoro, sino solo una indicación de mi abuelo que pueda servirnos de ayuda para saber algo más sobre este asunto.

—La casa está repleta de trastos en los que guardar tesoros, por no hablar de todos los posibles escondrijos —continuó Xemerius sin inmutarse—. Las paredes del primer piso en parte son dobles, y en medio hay unos pasadizos estrechísimos que definitivamente no han sido pensados para gente con el culo gordo.

—¿De verdad? —Nunca había visto esos pasadizos de los que hablaba—. ¿Y cómo se puede entrar?

—En la mayoría de las habitaciones las puertas han sido, sencillamente, empapeladas, pero aún hay una entrada en el armario empotrado de tu tía abuela y otra detrás del macizo aparador del comedor. Y en la biblioteca también hay una conexión con la escalera de la vivienda de mister Bernhard y otra que sube al segundo piso.

—Lo que explicaría por qué mister Bernhard siempre aparece como si saliera de la nada —murmuré yo.

—Y eso no es todo: en el gran tubo de la chimenea que corre junto a la pared divisoria con el número 83 hay una escalera por la que se puede trepar hasta el tejado. Desde la cocina ya no hay acceso, porque ahí la chimenea está tapiada, pero en el armario empotrado del final del pasillo del primer piso hay una trampilla lo bastante grande para que pase incluso Papá Noel. O vuestro siniestro mayordomo.

—O el deshollinador.

—¡Y aún me falta el sótano! —Xemerius hizo como si no hubiera oído mi objeción—. ¿Ya saben vuestros vecinos que hay una puerta secreta que da a su casa? ¿Y que bajo su sótano existe otro sótano más? Aunque quien quiera buscar algo allí no debe tener miedo de las arañas.

—Entonces será mejor que busquemos primero en otro sitio —dije rápidamente olvidándome por completo de susurrar.

—Si supiéramos qué estamos buscando, naturalmente sería más sencillo. —Xemerius se rascó la barbilla con la pata trasera—. Pero con lo poco que sabemos podría tratarse de cualquier cosa: el cocodrilo disecado del trastero de la escalera, la botella de whisky detrás de los libros de la biblioteca, el fajo de cartas del compartimento secreto del secreter de tu tía abuela, la caja metida en un hueco de la pared…

—¿Una caja en la pared? —le interrumpí.

Xemerius asintió con la cabeza.

—Oh, creo que has despertado a tu hermano —dijo.

Giré sobre mí misma. Mi hermano Nick, de doce años, estaba parado en la puerta de su habitación y se pasaba las manos por su revuelta cabellera pelirroja.

—¿Con quién estás hablando, Gwenny?

—Es muy tarde —susurré—. Vuelve a la cama, Nick.

Nick me miró indeciso, y pude ver literalmente cómo se iba despabilando segundo a segundo.

—¿Qué decías de una caja en la pared?

—Yo… quería buscarla, pero creo que será mejor que espere a que se haga de día.

—¡Tonterías! —exclamó Xemerius—. Veo en la oscuridad tan bien como… una lechuza. Además, difícilmente vas a poder registrar la casa cuando todos estén despiertos, a no ser que quieras tener más compañía aún.

—Yo tengo una linterna —dijo Nick—. ¿Y qué hay dentro de la caja?

—No lo sé exactamente. —Reflexioné un momento—. Posiblemente algo del abuelito.

—Oh —dijo Nick interesado—. ¿Y dónde está escondida la caja?

Miré a Xemerius.

—La he visto colocada en una pared lateral del pasadizo secreto que hay detrás del hombre gordo con patillas montado a caballo —dijo Xemerius—. Pero ¿quién va a esconder secretos… tesoros a estas alturas en una aburrida arca? El cocodrilo me parece mucho más prometedor. ¿Quién sabe con qué lo habrán rellenado? Yo voto por que lo rajemos.

Como el cocodrilo y yo ya nos conocíamos de antes, me opuse a su propuesta.

—Primero miraremos en esa caja. Lo del hueco en la pared no suena nada mal.

—¡Suena aburriiido! —berreó Xemerius—. Probablemente, uno de tus antepasados escondió ahí el tabaco de pipa para que no lo vieran sus padres… —Por lo visto, se le había ocurrido una idea, porque de repente sonrió con malicia—. ¡O el cuerpo descuartizado de una criada insolente!

—La caja está en el pasadizo secreto detrás del cuadro del tatatarabuelo Hugh —le expliqué a Nick—, pero…

Antes de que hubiera terminado la frase, mi hermano ya había dado media vuelta.

—¡Voy corriendo a por mi linterna!

Lancé un suspiro.

—¿Y ahora por qué suspiras otra vez? —Xemerius puso los ojos en blanco—. No veo qué problema hay en que nos acompañe. Haré mi ronda rápidamente para asegurarme de que el resto de la familia sigue durmiendo —añadió desplegando las alas—. No queremos que la fisgona de tu tía nos sorprenda in fraganti cuando encontremos los diamantes, ¿verdad?

—¿Qué diamantes?

—¡Piensa en positivo por una vez! —Xemerius ya había salido volando—. ¿Qué prefieres? ¿Diamantes o los restos putrefactos de la criada insolente? Todo es cuestión de actitud. Nos encontraremos ante el gordo del jamelgo.

—¿Estás hablando con un fantasma?

Nick, que había vuelto a aparecer detrás de mí, apagó la luz del pasillo y encendió su linterna.

Asentí con la cabeza. Nick nunca había puesto en duda que podía ver fantasmas, todo lo contrario: a los cuatro años (yo tenía ocho) ya me defendía con vehemencia cuando alguien no quería creerme como la tía Glenda, por ejemplo, que siempre se indignaba cuando iba con nosotros a Harrods y yo me ponía a hablar con el simpático portero uniformado de los grandes almacenes, mister Grizzle. Como mister Grizzle ya hacía cincuenta años que había muerto, naturalmente nadie podía comprender que me quedara allí parada y empezara a hablar sobre los Windsor (mister Grizzle era un ferviente admirador de la reina) y sobre lo húmedo que era ese junio (el tiempo era el segundo tema favorito de mister Grizzle). Algunas personas se reían, otras encontraban que los niños tenían una fantasía «divina» (lo que la mayoría subrayaba revolviéndome el cabello) y otras sencillamente sacudían la cabeza, pero nadie se alteraba tanto como la tía Glenda. Abochornada por mi conducta, mi tía acostumbraba a tirar de mí, se ponía a maldecir cuando yo plantaba los pies en el suelo, decía que debería tomar ejemplo de Charlotte (que, por cierto, ya por entonces era tan perfecta que no se le movía de sitio ni un pasador del pelo) y, lo más cruel de todo, me amenazaba con dejarme sin postre. Pero aunque sabía que cumpliría sus amenazas (y a mí me encantaban los postres en todas sus variantes, incluida la compota de ciruelas), no tenía valor para pasar ante mister Grizzle fingiendo que no le veía. En momentos así, Nick siempre trataba de ayudarme rogándole a la tía Glenda que me soltara porque el pobre mister Grizzle no tenía a nadie con quien charlar aparte de mí, y en cada ocasión la tía Glenda le dejaba fuera de combate con gran habilidad diciéndole con voz melosa: «Ay, mi pequeño Nick, ¿cuándo entenderás que tu hermana solo quiere llamar la atención? ¡Los fantasmas no existen! ¿O es que ves a alguno por aquí?». Y al final Nick siempre se veía obligado a sacudir tristemente la cabeza y la tía Glenda podía sonreír con aire triunfal.

Sin embargo, el día en que mi tía decidió finalmente no volver a llevarnos a Harrods, Nick cambió sorprendentemente de táctica. Mi diminuto y mofletudo hermanito (¡era tan mono de pequeño, y tenía un ceceo tan encantador!) se plantó ante la tía Glenda y gritó: «¿Zabez lo que acaba de decirme mizter Grizzle, tía Glenda? ¡Ha dicho que erez una bruja mala y frutada!». Naturalmente, mister Grizzle nunca hubiera dicho algo así (era demasiado educado y la tía Glenda demasiado buena clienta), pero la noche anterior mamá soltó algo parecido. Al oírlo, la tía Glenda apretó los labios y se largó pisando fuerte, llevándose consigo de la mano a Charlotte. Luego en casa hubo una discusión bastante fea con mi madre (mamá estaba enfadada porque habíamos tenido que encontrar el camino de vuelta solos, y a la tía Glenda le quedó claro como el agua que lo de la bruja «frutada» había salido de labios de su hermana), y el resultado fue que ya no pudimos salir más de compras con la tía Glenda. Aunque la palabra «frutada» se ha seguido utilizando entre nosotros hasta el día de hoy.

Más adelante, a medida que me iba haciendo mayor, dejé de contarle a todo el mundo que podía ver cosas que ellos no veían. Es lo más inteligente que se puede hacer si no quieres que te tomen por loca. Solo con mis hermanos y con Leslie no tenía necesidad de disimular, porque ellos me creían. En el caso de mamá y la tía abuela Maddy no estaba tan segura de eso, pero al menos ellas nunca se reían de mí. Como la tía Maddy tenía visiones a intervalos irregulares, probablemente sabía muy bien cómo te sentías cuando nadie te creía.

—¿Es simpático? —susurró Nick. El cono de luz de su linterna bailaba sobre los escalones.

—¿Quién?

—Pues el fantasma.

—Sí —murmuré ateniéndome a la verdad.

—¿Y qué aspecto tiene?

—Es bastante mono, pero él se considera un tipo peligroso.

Mientras bajábamos andando de puntillas hasta el segundo piso, que ocupaban la tía Glenda y Charlotte, traté de describir a Xemerius lo mejor que pude.

—¡Qué guay! —susurró Nick—. ¡Una mascota invisible! ¡Qué envidia me das!

—¡Una mascota! Sobre todo, no se te ocurra decir eso cuando Xemerius esté presente.

Casi esperaba oír los ronquidos de mi prima a través de la puerta del dormitorio, pero naturalmente Charlotte no roncaba. Las personas perfectas no hacen ruidos desagradables mientras duermen. Qué «frutante».

Medio piso más abajo, mi hermano pequeño soltó un profundo bostezo, y de pronto me entraron remordimientos de conciencia.

—Escucha, Nick, son las tres y media de la noche y mañana tienes que ir a la escuela. Mamá me matará si descubre que no te he dejado dormir.

—¡No estoy nada cansado! ¡Y no estaría bien que ahora me enviaras a la cama y siguieras sin mí! Dime, ¿qué escondió el abuelo?

—No tengo ni idea; tal vez un libro en el que me lo explica todo o una carta. El abuelito era el gran maestre de los Vigilantes. Lo sabía todo sobre mí y esa historia de los viajes en el tiempo, y también sabía que no era Charlotte la que había heredado el gen, porque yo me encontré con él personalmente en el pasado y se lo expliqué.

—¡Qué suerte tienes! —susurró Nick, y añadió casi avergonzado—: La verdad es que yo apenas lo recuerdo. Solo me acuerdo de que siempre estaba de buen humor y de que no era nada estricto, justo lo contrario de lady Arista. Además, siempre olía a caramelo y a hierbas raras.

—Eso era su tabaco de pipa. ¡Cuidado!

Llegué justo a tiempo de frenar a Nick. Ya habíamos pasado el segundo piso, pero en el tramo de escalera que llevaba al primer piso había unos cuantos peldaños traicioneros que crujían mucho. Al final había aprendido algo de repetidos paseos nocturnos a la cocina durante años. Rodeamos los puntos peligrosos y finalmente llegamos a la pintura del tatatarabuelo Hugh.

—¡Muy bien, allá vamos!

Nick iluminó la cara de nuestro antepasado con la linterna.

—¡Es una crueldad que llamara a su caballo Fat Annie! ¡El animal es superesbelto, y en cambio él parece un cerdo bien cebado con barba!

—Sí, a mí también me lo parece.

Palpé por detrás del marco buscando la palanca que ponía en movimiento el mecanismo de la puerta secreta. Como siempre, se atrancaba un poco.

—Todos duermen como bebés. —Xemerius aterrizó resoplando junto a nosotros en los escalones—. Todos menos mister Bernhard, que por lo visto padece de insomnio. Pero no os preocupéis, que no nos molestará: está sentado en la cocina ante un plato de salchichas de pollo frías mirando una película de Clint Eastwood.

—Perfecto.

Con el chirrido habitual, el cuadro giró hacia delante dejando paso a unos pocos escalones situados entre las paredes, que un metro y medio más allá acababan ante otra puerta más ancha. Esa puerta conducía al baño del primer piso, y por el otro lado estaba camuflada con un espejo que llegaba hasta el suelo. En otro tiempo a menudo pasábamos por ella solo para divertirnos (lo emocionante estaba en que nunca se podía saber si en ese momento alguien estaría utilizando el baño), pero nunca descubrimos para qué servía en realidad aquel pasadizo secreto. Tal vez simplemente a uno de nuestros antepasados le gustara la idea de poder desaparecer cuando quisiera del reservado.

—¿Y dónde está la caja, Xemerius? —pregunté.

Ichquierda. Entre lach paredes.

En la penumbra no podía distinguirlo bien, pero sonaba como si estuviera intentando sacarse algo de entre los dientes.

—El nombre de Xemerius es como un trabalenguas —dijo Nick—. Yo le llamaría Xemi. O Merry. ¿Puedo coger yo la caja?

—Está a la izquierda —dije.

¿Cho un trabalenguach? —dijo Xemerius—. ¡Txemi o Merry! ¡Ni che te ocurra! Cho vengo de una larga echtirpe de poterosos daimones, y nuechtroch nombrech…

—Oye, ¿tienes algo en la boca?

Xemerius masticó y escupió antes de decir:

—Ahora ya nada. Me he comido a esa paloma que dormía en el tejado. Estúpidas plumas.

—¡Tú no puedes comer!

—No tiene ni idea de nada, pero siempre tiene que opinar de todo —dijo Xemerius ofendido—. Y ni siquiera me concede el gusto de zamparme una palomita.

—Tú no puedes comer palomas —repetí—. Eres un espíritu.

—¡Yo soy un daimon! ¡Puedo comer lo que me dé la gana! Una vez incluso me tragué a un cura enterito, con sotana y alzacuellos. ¿Por qué me miras con esa cara de incrédula?

—Será mejor que vigiles si viene alguien.

—¡Oye! ¿Es que no me crees?

Nick ya había bajado los escalones e iluminaba el muro con su linterna.

—No veo nada.

—Pues la caja está detrás de las piedras. En un hueco, cabeza hueca —dijo Xemerius—. ¡Y yo no miento! Si digo que me he zampado una paloma, es que me he zampado una paloma.

—Está en un hueco detrás de las piedras —informé a Nick.

—Pues no da la sensación de que haya ninguna suelta.

Mi hermano pequeño se arrodilló en el suelo y empujó las piedras con las manos para ver si alguna cedía.

—¡Hola! ¡Estoy hablando contigo! —dijo Xemerius—. ¿Acaso me estás ignorando, niña llorica? —Y al ver que no respondía, gritó—: ¡Muy bien, de acuerdo, era una paloma fantasma! Pero vale igual.

—¿Paloma fantasma? No me hagas reír. Aunque hubiera palomas fantasma (y yo no he visto nunca ninguna), tampoco podrías comértela: los espíritus no se pueden matar entre sí.

—Estas piedras están fijadas a prueba de bomba —informó Nick.

Xemerius resopló enojado.

—En primer lugar, también las palomas pueden decidir a veces quedarse en la tierra como espíritus, vete a saber por qué. Tal vez tengan alguna cuenta pendiente con un gato. En segundo lugar, ¡explícame, por favor, cómo puedes distinguir a una paloma fantasma de las otras! Y en tercer lugar, su vida fantasmal se acaba cuando me las como. Porque yo no soy un espíritu corriente, sino (no sé cuántas veces tendré que decírtelo) un daimon. Es posible que no pueda hacer muchas cosas en vuestro mundo, pero en el mundo de los espíritus soy un tipo importante. ¿Cuándo vas a comprenderlo?

Nick volvió a ponerse de pie y asestó unas cuantas patadas a la pared.

—Imposible, no hay nada que hacer.

—¡Chist, para! Haces demasiado ruido. —Asomé la cabeza al pasadizo y dirigí una mirada de reproche a Xemerius—. Muy bien, fantástico, tipo importante, y ahora, ¿qué hacemos?

—¿Qué pasa? Yo no he dicho nada de piedras sueltas.

—Y, entonces, ¿cómo vamos a llegar hasta la caja?

La respuesta «Con martillo y escarpa» era perfectamente lógica, solo que no fue Xemerius quien la dio, sino mister Bernhard. Me quedé petrificada del susto. Ahí estaba, solo un metro por encima de mí. En la penumbra veía brillar la montura dorada de sus gafas de lechuza. Y sus dientes. ¿Era posible que estuviera sonriendo?

—¡Oh, mierda! —Con la emoción, Xemerius escupió un chorro de agua sobre la alfombra de la escalera—. Debe de haber inhalado las salchichas. O la película era una porquería. Sencillamente ya no se puede confiar en Clint Eastwood.

Lamentablemente, lo único que fui capaz de articular fue:

—¿Q… qué?

—El martillo y la escarpa serían la elección correcta —repitió mister Bernhard con calma—. Pero propongo que dejemos la empresa para más tarde, aunque solo sea para no alterar la tranquilidad nocturna de los otros habitantes del edificio cuando usted saque el arca de su escondite. Ah, aquí está también mister Nick. —Miró hacia la luz de la linterna de Nick sin parpadear—. ¡Descalzo! Se resfriará andando así por la casa.

Él, por su parte, iba equipado con unas zapatillas y un elegante albornoz con un monograma bordado. W. B. (¿Walter? ¿Willy? ¿Wigand? Para mí, mister Bernhard siempre había sido un hombre sin nombre de pila).

—¿Cómo se ha enterado de que estamos buscando una caja? —preguntó Nick. Su tono de voz era bastante enérgico, pero por sus ojos dilatados pude ver que estaba tan espantado y desconcertado como yo.

Mister Bernhard se puso bien las gafas.

—Bueno, supongo que porque fui yo quien emparedé aquí esa «caja». En realidad, se trata de un arca con un trabajo de marquetería muy valioso, una antigüedad de principios del siglo XVIII que perteneció a su abuelo.

—¿Y qué hay dentro? —pregunté, por fin capaz de articular otra vez con claridad.

Mister Bernhard me dirigió una mirada de reproche.

—Habría sido del todo inapropiado por mi parte hacer esa pregunta. Simplemente me limité a esconder aquí el arca por encargo de su abuelo.

—Si cree que me lo voy a tragar… —dijo Xemerius enfurruñado—. Este hombre mete la nariz en todas partes. Y se acerca sigilosamente por detrás cuando uno se siente a salvo después de haberle dejado ante un plato de salchichas. ¡Pero todo esto es por tu culpa, incrédula fuente ambulante! Si no me hubieras acusado de mentir, este insomne senil no habría podido sorprendernos.

—Desde luego, estaré encantado de ayudarles a volver a sacar el arca de aquí —continuó mister Bernhard—, pero sería preferible hacerlo hoy al atardecer, cuando su abuela y su tía se encuentren en la reunión de la sección femenina del Rotary Club. Por eso ahora les propongo que nos vayamos todos a la cama; al fin y al cabo, mañana tienen que ir a la escuela.

—Sí, claro —dijo Xemerius—, y entretanto él saca ese trasto de la pared por su cuenta, y luego se hace con los diamantes y nos deja a nosotros unas cuantas nueces viejas en la caja. Ya sabemos cómo funciona esto.

—Tonterías —murmuré. Si esa hubiera sido la intención de mister Bernhard, habría podido hacerlo mucho antes, porque, aparte de él, nadie sabía de la existencia de la caja. Pero ¿qué demonios podía haber dentro para que el abuelito la hubiera hecho emparedar en su propia casa?

—¿Por qué quiere ayudarnos? —preguntó Nick, adelantándose impertinentemente a la pregunta que yo ya tenía en la punta de la lengua.

—Porque manejo muy bien el martillo y la escarpa —dijo mister Bernhard. Y bajando aún más el tono de voz, añadió—: Y porque, lamentablemente, su abuelo no puede estar aquí para apoyar a miss Gwendolyn.

De pronto se me hizo un nudo en la garganta y tuve que hacer un esfuerzo para no echarme a llorar otra vez.

—Gracias —murmuré.

—No se alegre demasiado pronto. La llave del arca se ha… perdido. Y no sé si podré reunir el valor suficiente para maltratar una obra tan valiosa como esa con una palanqueta.

Mister Bernhard suspiró.

—¿Eso significa que no les dirá nada de esto a mamá y a lady Arista? —preguntó Nick.

—No si se van enseguida a la cama. —De nuevo vi brillar sus dientes en la penumbra antes de que se volviera para subir otra vez por la escalera—. Buenas noches. Traten de dormir un poco.

—Buenas noches, mister Bernhard —murmuramos Nick y yo.

—Viejo tunante —dijo Xemerius—. ¡A partir de ahora no te voy a quitar los ojos de encima!

Cuando el círculo de la sangre se completa

la eternidad fragua la piedra filosofal.

Vestida de juventud surge una nueva fuerza

que al elegido otorga un poder inmortal

 

Mas cuando ascienda la duodécima estrella,

reanudará el destino su curso fatal.

Perderá su lozanía el roble con ella,

sometido al yugo del tiempo terrenal.

 

Hasta que el lucero palidezca y muera,

no tendrá el águila su nido eternal.

Y solo por amor se extingue una estrella,

si ha elegido libremente su final.

De los Escritos secretos del conde de Saint Germain

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