Esmeralda

Esmeralda


Capítulo 5

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—Oh, no ya has vuelto a lloriquear otra vez —dijo Xemerius, que me esperaba en el pasadizo secreto.

—Sí —me limité a responder.

Para mí había sido muy duro despedirme de Lucas, y no había sido la única que había llorado. Mi abuelo y yo no volveríamos a vernos hasta dentro de treinta y siete años, al menos desde su perspectiva, y a los dos nos parecía un tiempo increíblemente largo. Si hubiera sido por mí, habría saltado inmediatamente al año 1993, pero tuve que prometerle a Lucas que antes recuperaría el sueño atrasado. Aunque eso era mucho decir, porque eran las dos de la madrugada y a las siete menos cuarto tenía que levantarme. Probablemente, mamá necesitaría una grúa para levantarme de la cama.

Al no oír ninguna réplica impertinente de parte de Xemerius, le iluminé la cara con la linterna. Probablemente solo fueran imaginaciones mías pero pareció un poco triste, y eso me hizo pensar que lo había tenido muy abandonado durante todo el día.

—Me alegro de que me hayas esperado, Xemerius —dije en un repentino arrebato de ternura. También me habría gustado acariciarle, pero es imposible acaricia a los espíritus.

—Pura casualidad. Mientras estabas fuera, me he dedicado a buscar un escondite apropiado para este trasto —dijo señalando el cronógrafo.

Volví a envolver el cronógrafo en mi albornoz, lo levanté, lo apoyé en la cadera y me lo coloqué en el brazo. Bostezando, salí a la escalera deslizándome por la abertura, y a continuación empujé el retrato del tatata… del antepasado gordo, que giró silenciosamente hasta tapar de nuevo la entrada.

Xemerius me acompañó volando mientras subía por la escalera.

—Si presionas hacia dentro la pared trasera de tu armario empotrado —no te costará porque solo es cartón enyesado—, podrás deslizarte a rastras hasta el trastero bajo la escalera. Y allí hay un montón de escondites posibles.

—Me parece que por esta noche me conformaré con esconderlo debajo de la cama.

Me caía de sueño y las piernas me pesaban como si fueran de plomo. Había apagado la linterna, de modo que encontré el camino hacia mi cuarto a oscuras. Y probablemente en estado de letargo. En todo caso cuando llegué a la altura de la habitación de Charlotte ya estaba medio dormida, y por eso cuando la puerta se abrió y me quedé atrapada bajo la luz, casi se me cayó el cronógrafo al suelo del susto.

—Oh, shit —gruñó Xemerius—. Antes dormían todos como lirones, ¡te lo juro!

—¿No eres un poco mayorcita para llevar ese pijama de conejitos? —preguntó Charlotte.

Vestida con un camisón de tirantes finos, mi prima se apoyó graciosamente en el marco de la puerta. Los rizos le caían resplandecientes sobre los hombros. (Una ventaja de los cabellos trenzados es que al mismo tiempo pueden producir efecto de tirabuzones con pátina dorada incorporada).

—¿Estás loca? ¡Me has dado un susto de muerte! —murmuré para que no se despertara también la tía Glenda.

—¿Por qué te deslizas de puntillas por mi pasillo en plena noche? ¿Qué llevas ahí?

—¿Qué quieres decir con eso de «mi pasillo»? ¿Quieres que trepe por la fachada para llegar a mi habitación?

Charlotte se aparó de la puerta y dio un paso hacia mí.

—¿Qué llevas bajo el brazo? —repitió, esta vez en tono amenazador.

El hecho de que hablara en susurros lo hacía todo aún más inquietante, y además Charlotte tenía una mirada tan… peligrosa que no me atreví a pasar a su lado.

—Oh, oh —dijo Xemerius—. He aquí alguien que padece un grave síndrome premenstrual. Yo que tú no le buscaría las cosquillas.

La verdad es que tampoco tenía ninguna intención de hacerlo.

—¿Te refieres a mi albornoz?

—¡Enséñame lo que hay ahí dentro! —exigió.

Retrocedí un paso.

—¿Te falta un tornillo o qué? No pienso enseñarte mi albornoz en mitad de la noche. ¡Haz el favor de dejarme pasar, quiero ir a la cama!

—¡Y yo quiero ver qué llevas ahí! —susurró Charlotte—. ¿Crees que soy tan ingenua como tú y que me chupo el dedo? ¿Te piensas que no me he fijado en vuestras miradas conspirativas y vuestros cuchicheos? Si queréis mantener alguna cosa en secreto, deberíais actuar con un poco más de astucia. ¿Qué había en esa arca que tu hermano y mister Bernhard han llevado a tu cuarto? ¿Lo que llevas bajo el brazo?

—Hay que reconocer que la chica no es estúpida —dijo Xemerius rascándose la nariz con un ala.

A otra hora del día y con la cabeza más despejada, seguro que me habría inventado alguna historia para salir del aprieto, pero en ese momento sencillamente no tenía los nervios para eso.

—¡Eso no es asunto tuyo! —resoplé.

—¡Sí que lo es! —resopló a su vez Charlotte—. Tal vez yo no sea el Rubí y por tanto tampoco un miembro del Círculo de los Doce, ¡pero al contrario que tú, al menos pienso como si lo fuera! No he podido oír todo lo que habéis cuchicheado en tu habitación, las puertas de esta casa son demasiado sólidas para ello, ¡pero con lo que he oído tengo más que suficiente! —Dio un paso más hacia mí y señaló mi albornoz—. ¡Deberías darme lo que llevas ahí inmediatamente si no quieres que te lo coja yo!

—¿Nos has espiado?

De pronto me entró miedo. ¿Cuántas cosas habría oído Charlotte? ¿Sabría ya que lo que llevaba «ahí» era el cronógrafo? Cronógrafo que, por cierto, desde hacía unos minutos parecía pesar como mínimo el doble de lo habitual. Para mayor seguridad, lo sujeté con las dos manos, lo que hizo que la linterna de Nick se me cayera al suelo y armara un ruido de mil demonios. Aunque a esas alturas ya no estaba tan segura de querer que la tía Glenda siguiera dormida.

—¿Sabías que Gideon y yo aprendimos juntos el arte del Krav Maga?

Charlotte dio un paso y automáticamente yo di uno hacia atrás.

—No. ¿Y tú sabías que en este momento tienes exactamente la misma mirada que el roedor loco de La Edad de Hielo?

—Tal vez tengamos suerte y el Krav Maga sea solo una guarrada inofensiva —dijo Xemerius—. ¡Como el Kamasutra! —Rio entre dientes—. Lo siento, pero en las situaciones extremas siempre se me ocurren los mejores chistes.

—El Krav Maga es una técnica de combate cuerpo a cuerpo israelí muy eficaz —me informó Charlotte—. Con una patada en el plexo podría dejarte fuera de combate o partirte la rodilla de un solo golpe.

—¡Y yo podría gritar pidiendo ayuda!

Hasta ese momento nuestra conversación se había desarrollado en susurros, como si fuéramos dos serpientes charlando, pero ¿qué pasaría si llamaba a escena a los restantes habitantes de la casa? Seguramente entonces Charlotte no me partiría la rodilla, pero todos querrían saber qué había envuelto en el albornoz.

Charlotte debió de adivinar lo que pensaba, porque rio burlonamente mientras se acercaba contoneándose y dijo:

—¡Vamos, grita! ¡Grita, por favor!

—Yo lo haría —dijo Xemerius.

Pero al final no tuve que hacerlo, porque en ese momento, como si hubiera surgido de la nada, apareció mister Bernhard detrás de Charlotte.

—¿Puedo serles útil a las damas? —preguntó.

Charlotte giró bruscamente sobre sus talones como un gato asustado. Durante una fracción de segundo pensé que iba a darle una patada en el plexo solar a mister Bernhard, pero, aunque la punta de su pie se contrajo convulsivamente, por suerte no lo hizo.

—A mí también me entra hambre a veces por la noche, y ya que estoy aquí, no tendría inconveniente en prepararles un piscolabis urgentemente.

Charlotte volvió hacia su habitación con deliberada lentitud.

—No voy a perderte de vista —dijo, y me apuntó al pecho con el índice con aire acusador. La pose era tan teatral que parecía que se estuviera preparando para declamar, pero de hecho se limitó a decir—: Y a usted tampoco, mister Bernhard.

—Tendremos que tomar precauciones —susurré después de que cerrara la puerta de su habitación y el pasillo quedara otra vez a oscuras—. Es una experta en Taj Mahal.

—Tampoco está mal el chiste —comentó Xemerius en tono aprobador.

—¡Y sospecha algo! —dije apretando el paquete-albornoz contra mi pecho—. Si es que no lo sabe ya. Seguro que se chivará a los Vigilantes, y si se enteran de que nosotros…

—Seguro que hay lugares y horas más apropiados para discutir esto —me interrumpió mister Bernhard en un tono insólitamente seco. Y después de recoger la linterna de Nick del suelo, la encendió y la deslizó hacia arriba, por la puerta de la habitación de Charlotte, hasta llegar a la lumbrera semicircular. Estaba entreabierta.

Asentí con la cabeza para indicarle que había comprendido: Charlotte podía oír todo lo que decíamos.

—Sí, tiene razón. Buenas noches mister Bernhard.

—Que duerma bien, miss Gwendolyn.

Mamá no necesitó ninguna grúa para levantarme de la cama por la mañana. Su táctica fue más pérfida. Utilizó el repelente Papá Noel de plástico que le habían regalado a Caroline en las últimas Navidades, un muñeco que, cuando se le daba cuerda graznaba sin parar con su repulsiva voz plasticosa: «Hohoho, merry Christmas everyone».

Al principio todavía traté de amortiguar el ruido tapándome con la manta, pero después de dieciséis «Hohoho» me rendí y la aparté; lo que por otra parte lamenté inmediatamente, ya que entonces me vino a la memoria qué día era. El día del baile.

Si no sucedía un milagro y encontraba una forma de saltar antes de la tarde al año 1993 para ver a mi abuelo, tendría que presentarme ante el conde sin sus informaciones.

Me mordí la lengua. La noche anterior debería haber vuelto a viajar otra vez en el tiempo. Aunque, por otro lado, entonces seguramente Charlotte habría descubierto mis maniobras, de modo que, a fin de cuentas, había tomado la decisión correcta.

Me levanté tambaleándome de la cama y me dirigí al lavabo. Solo había dormido tres horas, porque, después de la irrupción de Charlotte decidí ir sobre seguro y, bajo la dirección de Xemerius, me metí en el armario empotrado, presioné la pared posterior y en el trastero le rajé el vientre al cocodrilo para esconder el cronógrafo dentro.

Después de eso estaba tan rendida que me quedé frita, lo que al menos tenía la ventaja de que me había ahorrado las pesadillas. Al contrario que la tía Maddy, que mientras yo bajaba bamboleándome al primer piso para desayunar —con retraso, porque había estado buscando durante una eternidad el maquillaje de mamá para disimular un poco mis ojeras—, me atrapó en el pasillo y me arrastró a su habitación.

—¿Algo va mal? —pregunté, y enseguida me di cuenta de que habría podido ahorrarme la pregunta, porque si la tía Maddy estaba levantada a las siete y media es que algo iba muy mal.

Mi tía llevaba el pelo completamente alborotado y uno de los dos rulos que debían mantener sus rubios cabellos apartados de la frente se había soltado y ahora le colgaban sobre la oreja.

—Ay, niña, ya puedes decirlo, ya. —La tía Maddy se dejó caer sobre la cama deshecha y se quedó mirando, con la frente dramáticamente arrugada, el motivo floreando del empapelado color lavanda—. ¡He tenido una visión!

Otra vez no, por favor.

—Déjame que lo adivine: alguien ha pisoteado con su bota el corazón de Rubí y lo hacen añicos —propuse—. O mejor, un cuervo se ha estampado en pleno vuelo contra un escaparate lleno de… ¿relojes?

La tía Maddy sacudió la cabeza, lo que hizo que los ricitos volaran y el segundo rulo se colocara también en una peligrosa posición oblicua.

—¡Gwendolyn, no deberías bromear con eso! Tal vez no siempre sepa lo que significan las visiones, pero siempre han demostrado ser ciertas. —Me cogió de la mano y me atrajo hacia ella—. Y esta vez era tan clara… te he visto con un vestido azul, con una falda amplia que se balanceaba, y por todas partes había velas encendidas y música de violines.

No pude evitar que se me pusiera la carne de gallina. Por si no me angustiaba bastante la idea de tener que asistir al baile, ahora además la tía Maddy tenía una visión. Y yo no había hablado del baile ni del color de mi vestido.

La tía Maddy estaba satisfecha de haber captado por fin mi atención.

—Al principio todo parecía muy plácido, todos bailaban, tú también, pero entonces vi que la sala de baile no tenía techo. Sobre ti, en el cielo, se aglomeraban unas terribles nubes negras de las que surgió un enorme pájaro que se dispuso a lanzarse sobre ti —continuó—. Y cuando quisiste huir, corriste directamente hacia… ¡oh, fue horrible! Sangre por todas partes, todo estaba rojo de sangre, incluso el cielo se tiñó de rojo, y las gotas de lluvia también eran solo sangre…

—Hum… ¿tía Maddy?

—Sí, lo sé, cariño —dijo retorciéndose las manos—, es terriblemente cruel y espero que no signifique lo que parece a primera vista…

—Creo que te has saltado algo —la interrumpí de nuevo—. ¿Hacia dónde corría yo… quiero decir hacia dónde corría la Gwendolyn de tu sueño?

—¡No era un sueño! Era una visión. —Los ojos de la tía Maddy se abrieron aún más, si es que eso era posible—. Hacia una espada. Corriste directamente hacia ella.

—¿Una espada? ¿Y de dónde salía?

—Estaba… sencillamente suspendida en el aire, creo recordar… —añadió la tía Maddy gesticulando nerviosa con la mano—. Pero lo importante no es eso —continuó ligeramente irritada—, ¡sino toda la sangre!

—Hummm… —Me senté junto a ella en el borde de la cama—. ¿Y qué se supone que debo de hacer ahora, en concreto, con estas informaciones?

La tía Maddy volvió la cabeza, cogió de la mesita de noche la lata de caramelos de limón y se metió uno en la boca.

—Ay, cariño, no lo sé. Solo pensé que tal vez te ayudaría… como advertencia…

—Muy bien. Trataré de no correr hacia una espada suspendida en el aire, te lo prometo. —Le di un beso y volví a ponerme en pie—. Y tú deberías dormir un poco más, aún falta mucho para tu hora de levantarte.

—Sí supongo que debería de hacerlo. —La tía Maddy se tendió sobre la cama y se tapó con la manta—. Pero no te tomes esto a la ligera —añadió—. Por favor, ve con cuidado.

—Lo haré. —En la puerta volví a girarme hacia ella—. Y… —Me aclaré la garganta—, ¿por casualidad no aparecía un león en tu visión? ¿O un diamante? ¿O… el sol, tal vez?

—No —dijo tía Maddy, que ya había cerrado los ojos.

—Lo imaginaba —murmuré, y cerré la puerta con suavidad al salir.

Cuando llegué a la mesa, enseguida me di cuenta de que Charlotte no estaba.

—La pobre está enferma —dijo la tía Glenda—. Tiene un poco de fiebre y fuertes dolores de cabeza; supongo que es esa gripe que está causando estragos. ¿Podrás disculpar a tu prima en la escuela, Gwendolyn?

Asentí furiosa. ¡Gripe! ¡Seguro! Lo que Charlotte quería era quedarse en casa para poder registrar mi habitación con calma.

Por lo visto, Xemerius, que se había instalado en el frutero sobre la mesa del desayuno, pensó lo mismo.

—Ya dije que no era tonta esa chica.

Y también mister Bernhard, mientras mantenía en equilibrio un plato con huevos revueltos en la palma de la mano, me dirigió una mirada elocuente.

—La pobre ha tenido que soportar demasiadas emociones estas últimas semanas —añadió la tía Glenda haciendo caso omiso del resoplido descortés de Nick—. No es extraño que su cuerpo pida un descanso.

—No digas tonterías, Glenda —la reprendió lady Arista, y bebió un sorbito de té—. Nosotros los Montrose aguantamos bastante más que eso. Por lo que a mí respecta. —Lady Arista irguió su seca espalda— no he estado enferma ni un solo día en toda mi vida.

—La verdad es que yo también me siento bastante… mal —dije.

Sobre todo cuando pensaba que la puerta de mi cuarto ni siquiera podía cerrarse desde fuera. Como casi todas las puertas de la casa, disponía de un sistema de cierre pasado de moda que solo se podía utilizar desde el interior de la habitación.

Enseguida mi madre se levantó de un salto y me puso la mano en la frente.

La tía Glenda puso los ojos en blanco.

—¡Ya estamos otra vez con esas! Gwendolyn sencillamente no soporta no ser el centro de atención.

—Está fría. —Mamá me agarró la punta de la nariz con los dedos como si tuviera cinco años—. Y aquí seco y caliente, como debe ser. —Me acarició el cabello—. Este fin de semana puedo dedicarme a mimarte si quieres. Podríamos desayunar en la cama…

—Uau, sí. Y nos lees historias de Peter, Flopsy, Mopsy y Cotton Tail, como antes —dijo Caroline, con el cerdito de ganchillo sentado en su regazo—. Y luego alimentaremos a Gwenny con trocitos de manzana y le pondremos compresas frías.

Lady Arista colocó una rodaja de pepino sobre su tostada, en la que ya se apilaban en un orden perfecto queso, jamón, huevo revuelto y tomate.

—Gwendolyn, no tienes aspecto de estar enferma, más bien diría que rebosas vitalidad.

¡Increíble! ¡Apenas puedes mantener los ojos abiertos del cansancio y parece que te haya mordido un vampiro, y van y te dicen que rebosas vitalidad!

—Hoy estaré todo el día en casa —dijo mister Bernhard—. Podría llevarle a Charlotte un poco de sopa de pollo caliente.

Aunque se lo decía a la tía Glenda, estaba muy claro que aquello iba dirigido a mí.

—Ya me ocuparé yo de mi hija. Usted debería ir al taller Walden Jones para recoger mis encargos y el vestido para la fiesta de Charlotte.

—Eso está en Islington —dijo mister Bernhard, dirigiéndome una mirada de preocupación—. Estaré un buen rato fuera.

—Sí, así es.

La tía Glenda frunció el ceño extrañada.

—Cuando vuelva, podría pararse a comprar unas flores —dijo lady Arista—. Unos cuantos arreglos primaverales para el vestíbulo, la mesa del comedor y la habitación de música. Nada chillón como esos vulgares tulipanes papagayo de hace poco, sino más bien tonos blancos y delicados amarillos y lilas.

Mamá repartió besos de despedida a todos antes de irse a trabajar.

—Si encuentra nomeolvides, podría traerme una macetita, mister Bernhard. O muguete, si ya hay.

—Muy bien —dijo mister Bernhard.

—Sí, ya puestos, traiga también unos lirios, así los podrán poner en mi tumba cuando haya muerto porque me han enviado a la escuela estando enferma —dije malhumorada, pero mamá ya había salido por la puerta.

—Vamos, no te preocupes —trató de animarme Xemerius—. Si la arpía pelirroja se queda en casa, Charlotte tampoco se podrá pasear tan fácilmente por tu habitación. Y aunque lo hiciera, aún tendría que ocurrírsele la idea de empujar la pared posterior de tu armario y escurrirse hasta el trastero. E incluso entonces nunca conseguiría reunir el valor suficiente para destripar el cocodrilo. ¿Qué? Supongo que ahora te alegras de que esta noche te haya convencido de rajar a ese bicho…

Asentí con la cabeza, aunque me estremecí por dentro al recordar aquel rincón oscuro y siniestro lleno de telarañas, y naturalmente seguía estando preocupada. Si Charlotte realmente había intuido, o sabía incluso, qué debía buscar, no se rendiría tan deprisa. Y, además, yo llegaría a casa más tarde de lo habitual si no conseguía aplazar la visita al baile. Demasiado tarde, tal vez. ¿Qué pasaría si los Vigilantes se enteraban de que el cronógrafo robado se encontraba en nuestra casa? Un cronógrafo al que solo le faltaba la sangre de Gideon para cerrar el círculo. Al pensarlo, se me puso la carne de gallina. Probablemente se quedarían alucinados cuando se dieran cuenta de que se encontraban tan cerca de cumplir la misión de su vida. ¿Y quién era yo para mantener en secreto algo con lo que posiblemente se podía fabricar un remedio contra todas las enfermedades de la humanidad?

—Y siempre existe la posibilidad de que la pobre chica esté enferma de verdad —dijo Xemerius.

—Sí, y la Tierra es plana —repliqué yo estúpidamente en voz alta. Todos en la mesa me miraron desconcertados.

—No, Gwenny, la Tierra es como una bola —me corrigió amablemente Caroline—. Y se supone que vuela a toda velocidad a través del universo. Al principio yo tampoco quería creerlo. —Cortó un pedazo de tostada y los sostuvo ante el morro rosa del cerdito—. Pero en realidad resulta que es así. ¿No es verdad, Margret? ¿Un trocito más con jamón?

Nick soltó un débil gruñido y lady Arista torció la boca en una mueca de desaprobación.

—¿No habíamos establecido la regla de que en las comidas no podían estar presentes animales de trapo, muñecas ni amigos reales o imaginarios?

—Pero es que Margret se porta muy bien —repuso Caroline, aunque enseguida dejó resbalar el cerdo bajo la silla como una buena chica.

La tía Glenda estornudó ruidosamente. Por lo visto, ahora también era alérgica a los animales de trapo.

Aunque Xemerius había prometido defender el cronógrafo con su vida (en ese momento me reí, aunque no con muchas ganas) e informarme enseguida si Charlotte entraba en mi habitación, no podía dejar de pensar en lo que pasaría si el cronógrafo llegaba a manos de los Vigilantes. Pero darle vueltas a ese tema tampoco servía de nada; tenían que superar el día y confiar que todo fuera bien. Primera medida: bajé del autobús una parada antes para hacer algo contra mi cansancio en el Starbucks.

—¿Podrías prepararme tres espressos en un Caramel macchiato? —le pregunté al chico que estaba detrás del mostrador, y él respondió con ironía:

—¡Si a cambio me das tu número de móvil!

Lo miré con un poco más de atención y le devolví la sonrisa halagada. Con sus cabellos oscuros y esa coleta súper larga me recordaba a uno de esos tipos apuestos que salen en las películas francesas.

Naturalmente solo parecía guapo mientras no se comparara con Gideon, lo que estúpidamente hice al instante.

—Ya tiene novio —dijo alguien detrás de mí. Volví la cabeza molesta, y vi que era Raphael. El hermano de Gideon me guiñó un ojo antes de añadir—: Además, es demasiado joven para ti, como podrás ver fácilmente por su uniforme. Un caffe latte y un muffin de arándanos, por favor.

Puse los ojos en blanco y cogí mi mezcla especial con una sonrisa de disculpa.

—No tengo novio, pero ahora mismo no tengo tiempo. Vuelve a preguntármelo dentro de dos años, ¿vale?

—Lo haré —replicó el chico.

—Seguro que no lo hará —dijo Raphael—. Me apuesto lo que quieras a que les pide el número a todas las chicas guapas.

Sencillamente lo dejé plantado, pero Raphael volvió a alcanzarme en la acera.

—¡Eh, espera! Siento mucho haberte estropeado el ligue. —Miró su café con gran desconfianza—. Seguro que me ha escupido en el vaso.

Tomé un gran trago de mi vaso de papel, me quemé instantáneamente los labios, la lengua y la parte delantera de la garganta y me pregunté, cuando pude volver a pensar, si no habría sido mejor tomar el café por vía intravenosa.

—Ayer estuve con Celia, la que va a nuestra clase, en el cine —continuó Raphael—. Una chica genial. Increíblemente guapa y divertida. ¿No te parece?

—¿Quééé? —dije con la nariz metida en la espuma de leche. (Por lo visto, Xemerius me estaba influyendo).

—Nos divertimos mucho juntos —siguió—. Pero será mejor que no se lo digas a Leslie, podría ponerse celosa.

Estuve a punto de echarme a reír. Qué ricura de chico, ahora quería manipularme.

—Muy bien. Callaré como una tumba.

—¿Así que crees que de verdad podría ponerse celosa? —preguntó Raphael rápidamente.

—¡Sí, claro! Loca de celos. Sobre todo teniendo en cuenta que no hay ninguna Celia en clase.

Raphael se rascó la nariz desconcertado.

—¿La rubia? ¿La de la fiesta?

—Cynthia.

—Es verdad que estuve con ella en el cine —protestó.

El uniforme de la clase, con su desastrosa combinación de amarillo tristón y azul marino, le sentaba aún peor que a los demás. Y el modo como se pasaba la mano por los cabellos me recordó a Nick y despertó mi instinto maternal. Me pareció que merecía un premio por no mostrarse tan arrogante y seguro de sí mismo como su hermano mayor.

—Se lo haré saber a Leslie suavizándolo un poco, ¿de acuerdo? —le propuse.

Rio tímidamente.

—Pero no le digas que me he equivocado de nombre… bueno… mejor que no le digas nada… o tal vez…

—Déjame hacer a mí. —Le tiré de la corbata como despedida—. ¡Y oye, felicidades! Hoy te has hecho bien el nudo.

—Lo ha hecho Cyndy —dijo Raphael sonriendo, un poco cortado—. O como se llame.

A primera hora teníamos clase de inglés con mister Whitman, que reaccionó a la noticia de la enfermedad de Charlotte con una simple inclinación de cabeza, a pesar de que no pude resistirme a la tentación de dibujar en el aire unas comillas mientras pronunciaba la palabra «enferma».

—Tendrías que haberlo traído —susurró Leslie mientras mister Whitman repartía los deberes corregidos de la semana anterior.

—¿El cronógrafo? ¿A la escuela? ¿Bromeas? ¿Y qué pasaría si lo descubre mister Whitman? A la Ardilla le daría un infarto. Aunque antes aún tendría tiempo de informar rápidamente a sus colegas Vigilantes, que me descuartizarían, me llevarían al potro, o harían lo que sea que dicten sus chaladas reglas de oro para un caso como este. —Le tendí a Leslie la llave del arca—. Aquí está la llave de tu corazón. En realidad quería dársela a Raphael, pero he pensado que no te gustaría, ¿no?

Leslie puso los ojos en blanco y volvió la cabeza hacia delante, donde estaba sentado Raphael, esforzándose en no mirarla.

—Vuelve a colgártelo, y procura que Charlotte no te lo quite.

—Krav Maga —murmuró Leslie—. ¿No salía en una película con Jennifer López? ¿Esa en la que al final le da una paliza a su violento ex marido? A mí también me gustaría aprenderlo.

—¿Crees que Charlotte puede abrir el armario simplemente a puntapiés? Aunque tampoco me sorprendería que ella y Gideon hubieran aprendido a abrir cerraduras. Seguramente tenían un taller de prácticas con un agente del MI6: «Forzar sin palanqueta: el elegante método de la horquilla para el pelo». —Suspiré hondo.

—Si Charlotte supiera realmente lo que hemos encontrado, ya hace tiempo que habría avisado a los Vigilantes —dijo Leslie sacudiendo la cabeza—. Si es que tiene algo, debe de ser solo una sospecha. Cree que podrá encontrar alguna cosa con la que darse importancia y hacerte quedar mal a ti.

—Sí, y si lo encuentra…

—Espero que estén discutiendo sobre el soneto número 130.

Mister Whitman de repente estaba ante nosotras.

—Hace días que no hablamos de otra cosa —dijo Leslie.

Mister Whitman enarcó las cejas.

—Últimamente no puedo sustraerme a la impresión de que ustedes dos dedican demasiado tiempo a ocupaciones que no favorecen su rendimiento escolar. Una carta a los padres podría ser lo más recomendable en un caso como este. Creo que por el dinero que pagan por tener el privilegio de ofrecerles una formación en esta institución, podría esperarse un cierto grado de compromiso por su parte. —Con un ligero chasquido, nuestros deberes aterrizaron sobre la mesa—. Un poco más de interés por Shakespeare las hubiera ayudado en sus trabajos, cuyo resultado, por desgracia, es solo mediocre.

—¿Y por qué razón será? —murmuré enojada. ¡Qué descaro! ¿Primero tenía que sacrificar todo mi tiempo libre para viajes en el tiempo, pruebas de modista y clases de baile, y luego aún tenía que escuchar que no trabajaba bastante en la escuela?

—Charlotte es la viva prueba de que se pueden combinar muy bien las dos cosas, Gwendolyn —replicó mister Whitman como si me hubiera adivinado el pensamiento—. Sus notas son brillantes. Y nunca se ha quejado por nada. Podrías tomar perfectamente ejemplo de su autodisciplina.

Le dirigí una mirada asesina mientras se marchaba.

Leslie me dio un cariñoso codazo en las costillas.

—Alguna vez le diremos lo que pensamos a la cruel Ardilla. A más tardar en el momento en que tengamos el aprobado final en el bolsillo. Pero hoy sería un puro despilfarro de energía.

—Sí, tienes razón. Al fin y al cabo la necesito toda para mantenerme despierta. —Se me escapó un bostezo—. A ver si el triple espresso hace de una vez efecto.

Leslie asintió aprobatoriamente con la cabeza.

—Muy bien, y cuando pase, tenemos que ponernos a reflexionar enseguida sobre cómo puedes saltarte el baile.

—¡Pero no puede estar enferma! —dijo mister Marley retorciéndose las manos desesperado—. Ya está todo preparado. ¿Cómo voy a explicárselo a los demás?

—No es culpa suya que me haya puesto enferma —dije con voz apagada, y salí de la limusina como si me costara horrores moverme—. Ni tampoco mía. Es una causa de fuerza mayor contra la que no se puede hacer nada.

—¡Sí se puede! ¡E incluso se debe! —Mister Marley me miró indignado—. Y tampoco parece que esté tan enferma —añadió, lo que era un golpe bajo porque yo había superado mi vanidad y había vuelto a quitarme el maquillaje de mamá para las ojeras. Leslie había pensado incluso en mejorar el efecto con sombra de ojos de color gris y lila, pero después de echar una ojeada a mi cara había vuelto a guardar su bolsita de maquillaje. Los cercos bajo mis ojos no hubieran desentonado en absoluto en una película de vampiros y además estaba pálida como una sábana.

—Bueno, pero es que no se trata de lo enferma que parezca, sino de lo enferma que estoy en realidad —dije, y le pasé la cartera a mister Marley. Ya que estaba tan enferma y débil, por esa vez podía llevarla él—. Y creo que en estas circunstancias también se puede aplazar la visita al baile.

—¡No! ¡Totalmente descartado! —gritó mister Marley, e inmediatamente se tapó la boca con la mano y miró a su alrededor asustado—. ¿Sabe hasta qué punto han sido complicadas las tareas preparatorias? —continuó diciendo en un susurro mientras ponía rumbo al cuartel general y yo le seguía a paso de tortuga como si no tuviera fuerzas para mover las piernas—. No ha sido nada sencillo convencer al director de su escuela para que aceptara que el grupo de teatro aficionado utilizara el taller artístico del sótano como sala de ensayos. ¡Precisamente hoy! Y el conde de Saint Germain ha indicado expresamente…

Mister Marley empezaba a ponerme de los nervios. (¿Grupo de teatro aficionado? ¿Y el director Gilles? No entendía ni media palabra).

—Escuche: ¡estoy enferma! ¡¡¡Enferma!!! Ya me he tomado tres aspirinas y no ha servido de nada. Al contrario, cada vez estoy peor. Y también tengo fiebre. Y me sofoco al andar.

Para reforzar mis palabras me agarré a la barandilla de la escalera de entrada y empecé a respirar roncamente.

—¡Mañana puede ponerse enferma, mañana! —berreó mister Marley—. ¡Mister George! Dígale que no puede ponerse enferma hasta mañana, que si no todo el plan temporal quedará… ¡echado a perder!

—¿Estás enferma, Gwendolyn?

Mister George, que había aparecido en la puerta, me rodeó atentamente con el brazo y me condujo al interior del edificio. Eso ya estaba mejor.

Asentí con cara de sufrimiento.

—Seguramente me ha contagiado Charlotte. —¡Ajá! ¡Perfecto! Las dos teníamos la misma gripe inventada. Donde las dan las toman—. Siento como si fuera a estallarme la cabeza.

—Pero eso resulta realmente inconveniente ahora —dijo mister George.

—Todo el rato he estado intentando hacérselo comprender —dijo mister Marley exasperado mientras avanzaba a cámara lenta pegado a nuestros talones. Para variar, su cara no estaba roja como un tomate, sino cubierta de manchas blancas y rojas, como si no acabara de decidirse sobre cuál era el color adecuado para esa situación—. Supongo que el doctor White podrá darle alguna inyección, ¿no? Solo tiene que aguantar unas horas.

—Sí, sería una posibilidad —convino mister George. Le miré con el rabillo del ojo desconcertada. Francamente, había esperado un poco más de compasión y de apoyo por su parte. Ahora sí que empezaba a sentirme realmente enferma, pero más bien de miedo. De algún modo intuía que los Vigilantes no iban a mostrarse muy amables conmigo si se daban cuenta de que solo había estado fingiendo. Pero ya era demasiado tarde para volverse atrás.

En lugar de llevarme al taller de madame Rossini, donde se suponía que en ese momento debían enfundarme en mis ropas del siglo XVIII, mister George me condujo a la Sala del Dragón, y mister Marley nos siguió, con mi cartera en la mano, hablando excitadamente consigo mismo.

El doctor White, Falk de Villiers, mister Whitman y otro hombre que no conocía (¿tal vez el ministro de Sanidad?) estaban sentados en torno a la mesa. Cuando mister George me empujó al interior de la habitación, todos volvieron la cabeza hacia la puerta y se nos quedaron mirando, lo que hizo que me pusiera todavía más nerviosa.

—Dice que está enferma —soltó mister Marley, que había entrado en la sala detrás de nosotros. Falk de Villiers se levantó.

—Cierre primero la puerta, por favor, mister Marley. Y ahora empecemos de nuevo. ¿Quién está enferma?

—¡Pues ella! —Mister Marley apuntó acusadoramente su dedo índice hacia mí y yo resistí la tentación de poner una vez más los ojos en blanco.

Mister George me soltó, se sentó lanzando un gemido en una silla libre y se secó el sudor de la calva dando unos toquecitos con su pañuelo.

—Sí, Gwendolyn no se encuentra bien.

—De verdad que lo siento —dije cuidándome mucho de mirar hacia abajo y a la derecha (una vez leí que todo el mundo mira arriba a la izquierda cuando miente)—, pero no me veo capaz de asistir al baile de hoy. Apenas puedo aguantarme en pie y cada vez me encuentro peor.

Para reforzar mis palabras, me apoyé en el respaldo de la silla de mister George, momento en el que me di cuenta de que Gideon también estaba en la sala y se me aceleró el corazón.

Era tan injusto que su simple presencia bastara para hacerme perder el aplomo mientras él estaba tan tranquilo allí de pie junto a la ventana, con las manos hundidas en los bolsillos de los vaqueros, sonriéndome como si nada. Aunque la verdad es que tampoco era una sonrisa insolente, amplia y radiante, sino solo una mínima elevación de las comisuras de los labios; pero, por otro lado, sus ojos también sonreían, y por alguna razón otra vez se me hizo un nudo en la garganta.

Rápidamente miré hacia otro lado y descubrí en la enorme chimenea al pequeño Robert, el hijo del doctor White que se había ahogado en la piscina cuando tenía siete años. Al principio el pequeño fantasma se había mostrado tímido conmigo, pero poco a poco había ido ganando confianza. Ahora me saludó con la mano entusiasmado, pero yo solo pude responderle con una breve inclinación de cabeza.

—¿Y qué clase de enfermedad repentina e inesperada es esa? —Mister Whitman me miraba fijamente con aire burlón—. Antes en la escuela estabas fresca como una rosa. —Se cruzó de brazos con aire severo, pero luego debió de pensárselo mejor y cambió de táctica para adoptar su tono suave e indulgente de profesor sensible. Y yo sabía por experiencia que aquel tono raramente anunciaba algo bueno—. Si lo que pasa es que te asusta el baile, Gwendolyn, podemos entenderlo. Tal vez el doctor White pueda darte algo contra el miedo escénico.

Falk asintió con la cabeza.

—Realmente no podemos aplazar la cita de hoy —dijo, y mister George también se volvió contra mí:

—Mister Whitman tiene razón, tu miedo es totalmente normal. Cualquiera en tu lugar estaría nervioso. No es nada de lo que haya que avergonzarse.

—Y, además, tampoco estarás sola —completó Falk—. Gideon te acompañará todo el rato.

Aunque no quería hacerlo, volví la mirada hacia Gideon, e instantáneamente volví a apartar la vista al ver que tenía los ojos clavados en mí, como si quisiera atraparme con la mirada. Falk continuó:

—En un abrir y cerrar de ojos estarás aquí de nuevo y todo habrá pasado.

—Y piensa en tu bonito vestido… —añadió el supuesto ministro de Sanidad tratando de engatusarme.

(Pero ¿qué se había creído? ¿Me tomaba por una niña de diez años que aún jugaba con Barbies?)

Hubo un murmullo general de asentimiento y todos me sonrieron animadamente con excepción del doctor White, que como siempre había fruncido el entrecejo y tenía una expresión tan seria que casi daba miedo. El pequeño Robert ladeó la cabeza en un gesto de disculpa.

—Me pica la garganta, tengo dolor de cabeza y me duele todo el cuerpo —dije con toda la firmeza de que fui capaz—. Creo que lo del miedo escénico es algo distinto. Mi prima se ha quedado hoy en casa con gripe y me la ha contagiado. ¡Es así de sencillo!

—¡Se le debería explicar una vez más que se trata de un acontecimiento de importancia histórica…! —chilló mister Marley desde atrás, pero mister Whitman le interrumpió.

—Gwendolyn, ¿recuerdas nuestra conversación de esta mañana? —preguntó en un tono que era incluso un poco más meloso aún que el de antes.

¿De qué conversación hablaba? ¿No estaría insinuando en serio que su sermón sobre mi falta de compromiso escolar era una conversación? Pero sí, por lo visto se refería a eso.

—Posiblemente deba atribuirse a la formación que recibió de nosotros, pero estoy seguro de que Charlotte, en tu lugar, habría sido consciente de sus deberes y nunca habría antepuesto su estado de salud a sus tareas en la misión que todos compartimos.

Bueno, tampoco era culpa mía que hubieran formado a la persona equivocada. Me aferré con más fuerza al respaldo de la silla.

—Créame —dije—, si Charlotte estuviera tan enferma como yo, tampoco podría ir a ese baile.

Mister Whitman parecía a punto de perder la paciencia definitivamente.

—Creo que no comprendes la importancia que tiene esto para mí.

—¡Esta conversación no nos lleva a ninguna parte! —Fue el doctor White quien habló, como siempre en un tono extremadamente brusco—. Estamos perdiendo un tiempo precioso. Si la muchacha está realmente enferma, difícilmente vamos a encontrar argumentos razonables para convencerla. Y si solo está simulando… —Corrió su silla hacia atrás, se levantó y dio la vuelta a la mesa tan rápido que el pequeño Robert tuvo dificultades para seguirlo—. ¡Abre la boca!

Bueno, eso ya superaba todos los límites. Le miré indignada, pero antes de que pudiera reaccionar, ya me había sujetado la cabeza con las dos manos. Empezó a palparme el cuello con los dedos desde las orejas hacia abajo y a continuación me puso una mano sobre la frente. Estaba perdida.

—Hummm… —dijo finalmente, y su expresión se volvió aún más sombría si cabe—. Nódulos linfáticos hinchados, temperatura alta; realmente no tiene buen aspecto. Por favor, abre la boca, Gwendolyn.

Estupefacta, hice lo que me decía. ¿Nódulos linfáticos hinchados? ¿Temperatura alta? ¿Realmente me había puesto enferma de puro pánico?

—Justo lo que pensaba. —El doctor White se sacó un bastoncito de madera del bolsillo del pecho y presionó mi lengua hacia abajo—. Garganta enrojecida, amígdalas inflamadas… no es raro que te duela la garganta. Te debe hacer un daño de mil demonios al tragar.

—Oh, pobre —dijo Robert compasivamente, y añadió haciendo una mueca—: Ahora seguro que tendrás que tomar uno de esos asquerosos jarabes para la tos.

—¿Sientes frío? —preguntó su padre.

Asentí vacilando. ¿Por qué demonios hacía eso? Precisamente el doctor White, que siempre se comportaba como si yo fuera a aprovechar la menor oportunidad para largarme con el cronógrafo.

—Lo que pensaba. La fiebre subirá aún más. —El doctor White se volvió hacia los demás—. En fin, tiene todo el aspecto de una infección vírica.

Los Vigilantes presentes en la sala parecían un poco avergonzados. Me esforcé en no mirar a Gideon, aunque me hubiera encantado ver la cara que ponía.

—¿Puedes darle algo contra eso, Jake? —preguntó Falk de Villiers.

—Como mucho algo para bajar la fiebre, pero nada que le permita hacer vida normal en las próximas horas. Tendrá que guardar cama. —El doctor White me observó con aire irritado—. Si tiene suerte, será una de esas fiebres de un día que están apareciendo últimamente. Aunque también puede ser muy bien que dure varios días…

—Pero, a pesar de todo, podríamos… —empezó mister Whitman.

—No, no podemos —le interrumpió el doctor White bruscamente, y tuve que hacer grandes esfuerzos para no mirarle como si fuera la octava maravilla del mundo—. Aparte de que difícilmente Gideon va a poder llevarla al baile en una silla de ruedas, sería irresponsable y un atentado contra las reglas de oro enviarla al siglo XVIII con una infección vírica aguda.

—En eso tengo que darle la razón —dijo el desconocido al que yo tomaba por el ministro de Sanidad—. No se sabe cómo podría reaccionar el sistema inmunitario de una persona de esa época a un virus moderno. Podría tener efectos devastadores.

—Como en otro tiempo con los mayas —murmuró mister George.

Falk lanzó un profundo suspiro.

—Bueno, supongo que la decisión está tomada. Gideon y Gwendolyn no irán al baile hoy. Tal vez, en lugar de eso, podríamos adelantar la operación Ópalo. Marley, ¿querría, por favor, informar a los otros sobre nuestro cambio de planes?

—Desde luego, sir.

Mister Marley se dirigió visiblemente abatido hacia la puerta. La cara con que me miró era la viva encarnación del reproche, pero a mí tanto me daba. Lo importante era que había conseguido una prórroga. Aún no podía hacerme a la idea de que todo hubiera salido tan bien.

Me arriesgué a lanzar una mirada a Gideon. Al contrario que los otros, él no parecía sentirse molesto por el aplazamiento de nuestra excursión, porque me sonrió. ¿Habría intuido que mi enfermedad era simulada? ¿O sencillamente se alegraba de haber podido ahorrarse por un día la lata de tener que disfrazarse? Fuera como fuese, resistí a la tentación de devolverle la sonrisa y volví la mirada hacia el doctor White. Cómo me hubiera gustado poder hablar a solas con él. Pero el médico estaba enfrascado en una conversación con el ministro y parecía haberse olvidado por completo de mí.

—Ven, Gwendolyn —dijo una voz compasiva. Era mister George—. Te llevaremos rápidamente a elapsar y luego podrás irte a casa.

Asentí con la cabeza.

Aquello era justo lo que estaba esperando oír.

Un viaje en el tiempo realizado con la ayuda del cronógrafo puede durar de 120 segundos a 240 minutos: en el caso de Ópalo, Aguamarina, Citrina, Jade, Zafiro y Rubí el ajuste mínimo es de 121 segundos, y el máximo de 239 minutos Para evitar saltos incontrolados en el tiempo, los portadores del gen deben elapsar 180 minutos diariamente. Si el tiempo les sitúa por debajo de este límite, pueden producirse saltos incontrolados dentro de un plazo de veinticuatro horas (véanse las actas del 6 de enero de Enero de 1902 y el 17 de febrero de 1902, Timothy de Villiers).

Según investigaciones empíricas realizadas por el conde de Saint Germain en los años 1720 a 1730, un portador del gen puede elapsar diariamente con el cronógrafo un total de hasta cinco horas y media, es decir, 330 minutos. Si se supera dicho límite, aparecen dolores de cabeza y sensaciones de vértigo y debilidad, así como una importante merma de las capacidades perceptivas y coordinativas, este dato pudo ser confirmado por los hermanos De Villiers en tres ensayos personales de características semejantes.

De las Crónicas de los Vigilantes, volumen 3, capítulo 1, «Los misterios del cronógrafo»

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