Esmeralda

Esmeralda


Capítulo 6

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6

Nunca había elapsado tan confortablemente como esa tarde. Me habían dado una cesta con mantas, un termo con té caliente, galletas (cómo no) y fruta cortada a trocitos en una fiambrera. Casi me entraron remordimientos cuando me acomodé en el sofá verde. Por un instante pensé en coger la llave del escondite secreto e ir arriba, pero ¿qué iba a conseguir con eso aparte de complicarme la existencia y arriesgarme a ser descubierta? Me encontraba en algún momento del año 1953, pero no había preguntado la fecha exacta porque había tenido que representar mi papel de griposa apática.

Después de la decisión de Falk de cambiar de planes, se había desencadenado una actividad frenética entre los Vigilantes, y finalmente me enviaron a la Sala del Cronógrafo acompañada de un ofendido mister Marley. Se le notaba a la legua que habría preferido mil veces estar presente en las deliberaciones que preocuparse por mí, y por eso tampoco me atreví a preguntarle por la operación Ópalo, sino que me limité a mirar al frente con la misma cara de fastidio que él. Nuestra relación se había deteriorado claramente en los dos últimos días, pero mister Marley era la última persona que me preocupaba en ese momento.

En el año 1953 me comí primero la fruta, luego las galletas y finalmente me tendí en el sofá y me arrebujé bajo las mantas. A pesar de la desagradable luz que emitía la bombilla del techo, a los cinco minutos ya estaba durmiendo como un tronco. Ni siquiera el recuerdo del fantasma sin cabeza que supuestamente rondaba por allí pudo evitarlo. Me desperté reanimada de mi sueño justo a tiempo para el salto de vuelta, y ya estuvo bien que fuera así, porque si no habría aterrizado ruidosamente en posición horizontal a los pies de mister Marley.

Mientras mister Marley, que se limitó a saludarme con una seca inclinación de cabeza, escribía su informe en el diario (seguramente algo así como «La aguafiestas de Rubí, en lugar de cumplir con su deber, ha estado holgazaneando y zampando fruta en el año 1953)», le pregunté si el doctor White aún estaba en el edificio. Me moría por saber por qué no me había desenmascarado y había revelado que mi enfermedad era fingida.

—Ahora no tiene tiempo de ocuparse de sus tonte… de su enfermedad —respondió mister Marley—. En estos momentos todos se están preparando para salir hacia el Ministerio de Defensa para la operación Ópalo.

Un «Y yo no puedo estar allí por tu culpa» flotaba en el aire con tanta claridad como si lo hubiera pronunciado.

¿El Ministerio de Defensa? ¿Y eso por qué? Seguramente no valía la pena que me molestara en preguntárselo al ofendido mister Tomate, porque tal como estaban las cosas entre nosotros, seguro que no me hubiera explicado nada. De hecho, parecía haber decidido que lo mejor era dejar de hablar conmigo. Cogiendo el pañuelo con la punta de los dedos, me vendó los ojos y me condujo sin decir palabra a través del laberinto de pasadizos de los sótanos, con una mano en mi codo y la otra en torno a mi cintura. A cada paso que daba, el contacto físico se me iba haciendo cada vez más molesto, sobre todo porque tenía las manos calientes y sudadas, y apenas podía esperar ya a sacudírmelas de encima cuando por fin subimos por la escalera de caracol y llegamos a la planta baja.

Suspirando, me quité la venda y le expliqué que yo solita podía encontrar la limusina.

—Aún no le he dicho que podía quitarse el pañuelo —protestó mister Marley—. Y, además, forma parte de mis tareas acompañarla hasta la puerta de su casa.

—¡Deje eso! —Irritada, le di un manotazo cuando trató de volver a atarme la venda en torno a la cabeza—. De todos modos, ya conozco el camino, y si es imprescindible que vayamos juntos hasta la puerta de mi casa, le aseguro que no será con su mano en mi cintura.

Volví a ponerme en marcha, y mister Marley me siguió resoplando de indignación.

—¡Se comporta usted como si la hubiera tocado con intenciones deshonestas!

—Sí, exacto —dije para enojarlo.

—¡Vamos, esto ya es…! —chilló mister Marley, pero sus palabras quedaron ahogadas por un griterío en francés.

—¡Ni se atreva a pasearse por ahí sin su cuello, joven! —La puerta del taller de la modista se abrió de golpe ante nosotros, y Gideon salió seguido de cerca por madame Rossini, que agitaba frenéticamente las manos y un pedazo de tela blanca con aspecto de estar furiosa—. ¡Deténgase ahora mismo! ¿Cree que he cosidó este cuello solo paga divegtigme?

Gideon se paró al vernos. Y yo hice lo propio, solo que, no de una forma tan relajada como él, sino más bien al estilo estatua de sal. Y no porque estuviera sorprendida por esa chaqueta curiosamente acolchada que hacía que sus hombros parecieran los de un luchador cargado de anabolizantes, sino porque, por lo visto, siempre que me lo encontraba no podía hacer más que quedarme mirándolo con cara de boba y tener palpitaciones.

—¡Como si yo quisiera tocarla voluntariamente! ¡Solo lo hago porque debo hacerlo! —chilló mister Marley detrás de mí, y Gideon enarcó una ceja y me sonrió burlonamente.

Me apresuré a sonreír tan burlonamente como él y deslicé la mirada tan despacio como pude de la ridícula chaqueta, pasando por los pantalones bombachos, hasta las pantorrillas embutidas en medias y los zapatos con hebillas.

—¡Autenticidad, joven! —Madame Rossini seguía haciendo molinetes en el aire con el cuello—. ¿Cuántas veces tengo que explicárselo? Ah, ahí está mi pobre cuellecitó de cisne enfermo. —Una gran sonrisa iluminó su cara redonda—. Bon soir, ma petite. Dile a este cabeza de chorlito que no debe hacerme rabiar. (Casi se atragantó al decir «gabiag»).

—Está bien. Traiga eso. —Gideon dejó que madame Rossini le colocara el cuello—. Claro que de todos modos no va a verme mucha gente; y aunque me vieran, la verdad es que no puedo imaginar que fuera algo normal llevar día y noche una faldita de ballet tan rígida como esta atada al cuello.

—Pues sí que la llevaban, en todo caso en la cogté.

—No entiendo por qué te quejas, si te queda genial —dije con una sonrisa realmente desagradable—. Tu cabeza parece un bombón enorme.

—Sí, lo sé. —Gideon también sonrió—. Estoy para comerme. Pero al menos esto distrae la atención de los bombachos, espero.

—Los pantalones son muy pero que muy sexis —afirmó madame Rossini sin poder contener una risita.

—Me alegro de haberte hecho pasar un buen rato —comentó Gideon—. Madame Rossini, ¡mi capa!

Me mordí el labio para dejar de reír. Solo faltaba que empezara a tontear con ese cerdo como si no hubiera pasado nada, como si realmente fuéramos amigos. Pero ya era demasiado tarde.

Al pasar a mi lado, Gideon me acarició la mejilla tan de improviso que no me dio tiempo a reaccionar.

—Que te mejores, Gwendolyn.

—¡Ah, ahí va el pequeño rebelde! Directo a su aventura en el siglo XVI vestido como debe ser. —Madame Rossini sonrió satisfecha—. Aunque apuesto a que el chico malo se sacará el cuello por el camino.

Yo también miré al chico malo mientras se marchaba. Hummm… tal vez sí eran un pelín sexis los bombachos.

—Nosotros también tenemos que irnos —dijo mister Marley, y a continuación me sujetó por el codo y me soltó de nuevo inmediatamente como si se hubiera quemado.

De camino al coche se mantuvo a unos metros de distancia, a pesar de lo cual aún pude oír que murmuraba entre dientes:

—¡Inaudito! No es en absoluto mi tipo.

Mi miedo a que Charlotte pudiera encontrar el cronógrafo mientras yo estaba fuera resultó ser infundado. Había infravalorado la capacidad imaginativa de mi familia. Cuando llegué a casa, Nick estaba jugando con un yoyo ante la puerta de mi habitación.

—Por el momento solo los miembros tienen acceso al cuartel general —dijo—. ¿Contraseña?

—Yo soy el capo, ¿lo has olvidado? —Le revolví el pelo—. ¡Argh! ¿Otra vez chicle?

Nick se dispuso a protestar indignado, y yo aproveché la oportunidad para deslizarme dentro de mi cuarto.

Mi dormitorio estaba irreconocible. Mi tía abuela, reclamada por mister Bernhard —que seguramente aún seguía corriendo de una floristería a otra—, se había pasado el día allí dentro y había conseguido darle su propio toque personal a la habitación. No es que fuera desordenada, pero tengo que reconocer que, por alguna razón, mis cosas tendían a cubrir todo el suelo de mi cuarto. Por primera vez desde hacía mucho tiempo, podía volver a verse la alfombra, la cama estaba hecha —la tía Maddy había sacado de algún sitio, como por arte de magia, una colcha blanca y unos cojines a juego—, la ropa estaba bien doblada sobre la silla, los papeles, cuadernos y libros de la escuela que rondaban por todas partes estaban apilados en orden sobre el escritorio e incluso la maceta con el helecho reseco había desaparecido de la repisa de la ventana. En su lugar había un precioso arreglo floral que desprendía un delicado aroma a fresas. Incluso Xemerius, en vez de balancearse de forma anárquica colgado de la lámpara del lecho, estaba decorativamente sentado sobre la cómoda, con su cola de dragón enrollada en torno al cuerpo, justo al lado de una enorme bandeja de caramelos.

—Qué atmósfera más distinta, ¿eh? —me saludó—. Tu tía abuela entiende algo de feng shui, eso hay que reconocérselo.

—No te preocupes, no he tirado nada —dijo la tía Maddy, que estaba sentada sobre la cama con un libro en las manos—. Solo he ordenado un poco y he sacado el polvo para que fuera más agradable. —No pude menos de correr a besarla—. He estado todo el día terriblemente preocupada.

Xemerius asintió enérgicamente con la cabeza.

—¡Y con razón! Apenas habíamos leído diez páginas, bueno, quiero decir, apenas la tía Maddy había leído diez páginas cuando Charlotte se deslizó dentro de la habitación —me informó—. Se quedó atónita cuando vio a la tía, pero enseguida se rehízo y dijo que había venido a buscar una goma.

La tía Maddy me explicó lo mismo.

—Como acababa de ordenar el escritorio, pude ayudarla en eso. Por cierto, también he sacado punta a tus lápices y los he clasificado por colores. Después vino otra vez, supuestamente para devolver la goma. Por la tarde Nick y yo nos hemos ido relevando; al fin y al cabo, también tenía que ir al lavabo de vez en cuando.

—Cinco veces, para ser exactos —dijo Nick, que me había seguido.

—Es por todo ese té —aclaró la tía Maddy disculpándose.

—Muchas gracias, tía Maddy, ¡has estado fantástica! Todos habéis estado fantásticos.

Volví a alborotarle el pelo a Nick.

La tía Maddy se echó a reír.

—Me gusta ser de utilidad. Ya le he dicho a Violet que mañana tendremos que vernos en tu habitación.

—¡Tía Maddy! ¿No le habrás hablado a Violet del cronógrafo? —exclamó Nick.

Violet Purpleplum era para la tía Maddy más o menos lo que Leslie para mí.

—¡Claro que no! —La tía Maddy le dirigió una mirada indignada—. ¡Lo juré por mi vida! Le he dicho que la luz aquí arriba era mejor para hacer trabajos manuales y que así lady Arista no nos molestaría. De todos modos, una de tus ventanas no cierra bien, querida: hay corriente, todo el tiempo he estado notando como un soplo de aire frío.

Xemerius puso cara de culpable.

—No lo hago intencionadamente —dijo—. Es que el libro era tan emocionante que…

Pero yo ya estaba pensando en la noche que me esperaba.

—Tía Maddy, ¿sabes quién ocupaba mi habitación en noviembre de 1993?

Mi tía abuela arrugó la frente, tratando de recordar.

—¿En 1993? Déjame que piense. ¿Margret Thatcher aún era primera ministra en esa época? Entonces era… a ver, ¿cómo se llamaba?, lo tengo en la punta de la lengua.

—¡Uf! La buena señora lo confunde todo —dijo Xemerius—. ¡Será mejor que me lo preguntes a mí! 1993 fue el año en que llegó a los cines El día de la marmota, la he visto catorce veces; además, se hizo pública la relación del príncipe Carlos con Camilla Parker-Bowles, y el primer ministro se llamaba…

—Eso no importa —le interrumpí—. Solo quiero saber si puedo saltar esta noche sin peligro al año 1993 desde aquí. —Me parecía la opción más segura, porque no se podía descartar que Charlotte se hubiera procurado un traje de camuflaje negro y estuviera haciendo guardia en el pasillo las veinticuatro horas—. ¿Estaba ocupada o no la habitación, tía Maddy?

Llanfairpwllgwyngyllgogerychwyrndrobwllllantysiliogogogoch —exclamó la tía Maddy, y Xemerius, Nick y yo la miramos perplejos.

—Esta mujer ha perdido definitivamente el oremus —dijo Xemerius—. Esta tarde ya me ha llamado la atención que al leer siempre riera en el sitio equivocado.

Llanfairpwllgwyngyllgogerychwyrndrobwllllantysiliogogogoch —repitió la tía Maddy, y a continuación nos dirigió una sonrisa radiante y se llevó un caramelo de limón a la boca—. Así se llamaba la ciudad de Gales de donde procedía nuestra ama de llaves. Para que luego digan que no tengo buena memoria.

—Tía Maddy, solo quiero saber si…

—Sí, sí, ya lo he entendido. El ama de llaves se llamaba Gladiola Langdon y vivió a principios de los años noventa en la habitación de tu madre —me interrumpió—. ¿Qué, te sorprende eso? ¿Sabes?, en contra de la opinión común, tu tía abuela tiene un cerebro que funciona extraordinariamente bien. En esa época las restantes habitaciones de aquí arriba se utilizaban solo de vez en cuando como habitaciones de invitados, y el resto del tiempo estaban vacías. Y Gladiola tenía muy mal oído. De modo que puedes subir sin miedo a tu máquina del tiempo y volver a bajar en el año 1993. —La tía Maddy rio entre dientes—. Gladiola Langdon: no creo que olvidemos nunca su apple pie. La pobre ni siquiera se preocupaba de apartar los corazones.

Mamá tenía bastantes remordimientos de conciencia por lo de mi supuesta gripe. Después de que Falk de Villiers la hubiera llamado personalmente por la tarde y le hubiera comunicado los consejos del doctor White sobre guardar cama y tomar muchas bebidas calientes, me repitió unas cien veces lo mal que se sentía por no haberme escuchado, luego me exprimió tres limones a mano y a continuación se sentó media hora junto a mi cama para asegurarse de que me lo bebiera todo. Además, como había castañeteado con los dientes de una forma un poco demasiado convincente, me envolvió en dos mantas y, por si fuera poco, me colocó una bolsa de agua caliente en los pies.

—Soy una mala madre —dijo mientras me acariciaba la cabeza—. Y eso en una situación que ya debe ser bastante dura de soportar para ti.

Sí, de hecho en eso tenía razón. Y no solo porque me sentía como si estuviera en una sauna y sobre mi vientre se pudieran freír dos huevos. Durante unos segundos me permití hundirme en la autocompasión.

—No eres una mala madre, mami —le dije luego.

Pero en lugar de tranquilizarse, me pareció que estaba aún más preocupada que antes si cabe.

—Espero que no te dejen hacer nada peligroso, esos viejos obsesionados con sus secretos.

Tomé cuatro sorbitos seguidos de limón caliente. Una vez más me encontraba ante el dilema de ponerla al corriente de todo o seguir callando como hasta entonces. No me sentía nada bien teniendo que mentirle, u ocultándole cosas importantes, pero tampoco quería que tuviera que preocuparse por mí o que la tomara con los Vigilantes. Además, seguramente no daría saltos de alegría si le explicaba que tenía escondido el cronógrafo en casa y que organizaba viajes en el tiempo por mi cuenta.

—Falk me ha asegurado que te limitas a permanecer sentada en un sótano haciendo los deberes —dijo—. Y que lo único que puede preocuparme es que tengas que estar tanto tiempo sin ver la luz del sol.

Dudé un segundo antes de decirle con una media sonrisa:

—En eso tiene razón. Está oscuro y es terriblemente aburrido.

—Eso está bien. No me gustaría que te ocurriera lo que a Lucy.

—Mamá, ¿qué pasó exactamente?

No era la primera vez en las dos últimas semanas que le hacía esa pregunta sin obtener una respuesta satisfactoria.

—Pero si ya lo sabes. —Mamá volvió a acariciarme la cabeza—. ¡Oh, mi pobre ratoncito! Si estás ardiendo de fiebre.

Le aparté la mano con suavidad. Sí, lo de que ardía era cierto, pero no de fiebre.

—Mamá, me gustaría saber qué pasó —dije.

Dudó un momento antes de explicar lo que hacía tiempo que ya sabía: que Lucy y Paul eran de la opinión que el círculo de sangre no debía cerrarse y que habían robado el cronógrafo y se habían escondido con él porque los Vigilantes no compartían su punto de vista.

—Y como era prácticamente imposible escapar a la red de espionaje de los Vigilantes (seguro que también tienen gente en Scotland Yard y en los servicios secretos), al final Lucy y Paul no tuvieron más remedio que saltar con el cronógrafo al pasado no se sabe a ciencia cierta a qué año —seguí yo en su lugar, y levanté discretamente las mantas con los pies para refrescarme un poco.

—Eso es. Y créeme, no fue nada fácil para ellos dejarlo todo atrás. —Mamá parecía a punto de echarse a llorar.

—Sí, pero ¿por qué opinaban que el círculo de sangre no debía cerrarse?

¡Por Dios, no había quien soportara ese calor! ¿Por qué no me había limitado a decir que tenía escalofríos?

Mamá se quedó mirando al vacío.

—Solo sé que no se fiaban de las intenciones del conde de Saint Germain —continuó— y que estaban convencidos de que el secreto de los Vigilantes estaba basado en una mentira. Hoy me arrepiento de no haber querido saber más… pero creo que a Lucy ya le parecía bien así. No quería ponerme en peligro a mí también.

—Los Vigilantes creen que el secreto del círculo de sangre es una especie de remedio milagroso. Una medicina que curará todas las enfermedades de la humanidad —dije, y por la cara que puso mamá comprendí que aquella información no constituía ninguna novedad para ella—. ¿Por qué iban a querer impedir Lucy y Paul que se encontrara un remedio así? ¿Por qué Lucy y Paul iban a estar en contra?

—Porque… el precio que había que pagar les parecía demasiado alto —respondió mamá en un susurro. Una lágrima brotó de sus ojos y resbaló por su mejilla. Se apresuró a secársela con el dorso de la mano y se levantó—. Trata de dormir un poco, tesoro —dijo recuperada su voz normal—. Seguro que pronto se te pasará el frío. Dormir es siempre la mejor medicina.

—Buenas noches, mamá.

En otras circunstancias seguro que habría seguido acribillándola a preguntas, pero en ese momento apenas podía esperar a que la puerta de mi habitación se cerrara tras ella. En cuanto salió, aparté las mantas de un tirón y abrí la ventana tan deprisa que asusté a dos palomas (¿o palomas fantasma?) que se habían instalado en el alféizar. Cuando Xemerius volvió de su vuelo de control por la casa, ya me había cambiado mi pijama empapado de sudor por uno nuevo.

—Todos están en sus camas, incluida Charlotte, pero ella mira al techo con los ojos bien abiertos y hace estiramientos para las pantorrillas —informó Xemerius—. Uf, pareces una langosta.

—Y también me siento como una langosta.

Lancé un suspiro y fui a echar el cerrojo. Nadie, y menos que nadie Charlotte, debía entrar en mi habitación mientras estuviera fuera. No tenía ni idea de lo que se proponía hacer con sus pantorrillas distendidas, pero en todo caso no debía entrar de ningún modo en la habitación.

Abrí el armario empotrado y respiré hondo. Era un ejercicio extremadamente fatigoso avanzar reptando por ese agujero hasta llegar al cocodrilo, en cuyo vientre descansaba el cronógrafo instalado en su lecho de virutas. Por el camino, mi pijama limpio se tiñó de un gris sucio en toda la parte delantera y se me quedaron pegadas un montón de telarañas. Realmente repugnante.

—Tienes… una cosita aquí —dijo Xemerius señalándome el pecho cuando salí arrastrándome del agujero con el cronógrafo en brazos. La cosita resultó ser una araña tan grande como la palma de la mano de Caroline. (O casi). Tuve que hacer un gran esfuerzo para reprimir un grito que no solo habría despertado a todos los habitantes de la casa, sino al barrio entero. La araña corrió a buscar refugio bajo la cama. (Es increíble lo rápido que se puede correr con ocho patas).

—¡Puaj! —repetí durante un minuto más o menos, y luego empecé a ajustar el cronógrafo estremeciéndome todavía de asco.

—No hagas tantos aspavientos —dijo Xemerius—. Hay arañas veinte veces más grandes que esta.

—¿Dónde? ¿En el planeta Romulus? Muy bien, si tú lo dices… —Levanté el cronógrafo y lo coloqué en el armario encima del arca, me arrodillé delante y metí el dedo en el compartimento bajo el rubí—. Dentro de una hora y media volveré a estar aquí. Y tú mientras tanto podrías controlar la tarántula.

Agité la linterna de Nick en el aire para despedirme e inspiré hondo.

Xemerius se colocó dramáticamente la mano en el pecho.

—¿Quieres marcharte ya? El día aún queda lejos…

—Cierra el pico, Julieta —dije, y apreté con fuerza el dedo contra la aguja.

En mi siguiente inspiración tenía franela en la boca. La escupí asqueada y encendí la linterna a toda prisa. Era una bata que colgaba directamente ante mi cara. De hecho, el armario estaba atiborrado de prendas de vestir que colgaban en dos filas, y tardé un rato en conseguir ponerme en pie en medio de toda esa ropa.

—¿Has oído eso? —preguntó una voz de mujer fuera del armario.

Oh, no, por favor.

—¿Qué ocurre, tesoro? —Era la voz de un hombre que sonaba muy amedrentada.

Yo, por mi parte, estaba tan asustada que era incapaz de moverme.

—¡Hay luz en el armario ropero! —chilló la voz femenina, que sonaba justo lo contrario a amedrentada. Para ser más exactos, sonaba muy parecido a la de la tía Glenda.

¡Mierda! Apagué la linterna y me retiré prudentemente hacia la segunda fila de ropa hasta que mi espalda topó contra la pared.

—Posiblemente…

—¡No, Charles! —El tono era aún más autoritario que antes—. No estoy loca, si es eso lo que quieres decir.

—Pero yo…

—Había luz en el armario y ahora me harás el favor de levantarte y mirar a ver qué pasa. Si no, puedes ir a dormir a la habitación de costura. —Sin duda Charlotte había heredado el siseo de Glenda—. ¡No, espera! No puede ser; si mistress Langdon te ve allí, le preguntará a mi madre si tenemos una crisis matrimonial, y eso ya sería lo último, porque yo no tengo ninguna crisis matrimonial, yo no, aunque tú solo te casaras conmigo porque tu padre estaba interesado en el título.

—Pero, Glenda…

—¡A mí no me engañas! Hace nada lady Presdemere me explicó…

Y la tía Glenda se lanzó a escupir maldades contra el mundo o contra su desdichado marido, olvidándose por completo de la luz en el armario ropero. Por desgracia también se olvidó de que era noche cerrada, y siguió vociferando durante dos horas enteras. De Charles solo se oía de vez en cuando un atemorizado piar. La verdad es que no era extraño que esos dos se hubieran separado; lo que había que preguntarse era cómo habían conseguido engendrar antes a la encantadora Charlotte.

En algún momento, Glenda reprochó a su marido que la estuviera privando de un sueño bien merecido, seguido de lo cual crujieron los muelles de la cama y unos minutos más tarde se oyeron los primeros ronquidos. Bueno, si a algunos les funcionaba la leche con miel para el insomnio, en el caso de la tía Glenda parecía que había encontrado el remedio en otro lugar.

Maldiciendo a la tía Maddy y a su fenomenal memoria, esperé todavía media hora para asegurarme, y luego abrí con cuidado la puerta del armario. Al fin y al cabo no podía desperdiciar todo mi tiempo en ese cubículo; seguro que a esas horas el abuelo ya estaría muerto de preocupación. En la habitación había un poco más de luz que en el armario, la suficiente para reconocer los contornos de los muebles y no tropezar con nada.

Tan silenciosamente como pude, me deslicé hacia la puerta y bajé el picaporte. Y justo en ese momento la tía Glenda se incorporó de un brinco:

—¡Ahí hay alguien! ¡Charles!

No esperé a que el desgraciado de Charles se despertara o encendiera la luz; abrí la puerta de golpe y esprinté tan rápido como pude pasillo arriba y escaleras abajo, crucé el corredor del segundo piso a toda velocidad y seguí bajando sin prestar atención a los escalones que crujían. Yo misma no sabía muy bien hacia dónde corría, pero tenía una extraña sensación de déjà-vu; ¿no había vivido ya todo eso antes?

En el primer piso me di de bruces contra una figura, a la que, después del susto inicial, identifiqué como mi abuelo. Lucas me agarró del brazo sin decir palabra y me arrastró a la biblioteca.

—¿Qué haces armando todo este escándalo? —susurró después de cerrar la puerta—. ¿Y por qué llegas tan tarde? No sé cuánto rato llevo esperando ante el cuadro del tatatarabuelo Hugh. Ya empezaba a pensar que te había pasado algo.

—Y me ha pasado. Gracias a la tía Maddy he aterrizado directamente en el dormitorio de la tía Glenda —dije sin aliento—. Y me temo que me ha visto. Probablemente en este momento ya estará telefoneando a la policía.

Ver a Lucas con su actual aspecto representó un pequeño shock para mí. Volvía a ser el abuelito que conocía de pequeña; el joven Lucas de pelo engominado ya era solo un vago recuerdo que se difuminaba en mi memoria. Aunque sabía que era una bobada reaccionar así, mis ojos se empañaron de lágrimas.

El abuelo no se dio cuenta porque estaba escuchando junto a la puerta.

—Espera aquí, iré a mirar. —Se volvió un momento hacia mí y sonrió—. Ahí delante hay sándwiches, por si te apetece. Y si alguien entra…

—… soy tu prima Hazel —terminé la frase por él.

—… ¡será mejor que te escondas! Ahí al fondo, bajo el escritorio.

Pero no fue necesario. Poco después Lucas volvió a entrar. Yo había aprovechado el tiempo para recuperar el aliento, tragarme un sándwich y calcular cuántos minutos me quedaban antes del salto de vuelta.

—No hay por qué preocuparse —dijo—. En este momento le está echando la culpa a Charles de las pesadillas que tiene desde su boda. —Sacudió la cabeza—. ¡Es increíble que el único heredero de una dinastía de propietarios de cadenas de hoteles soporte algo así! Pero, bueno, olvidémonos de Glenda. —Sonrió—. Deja que te vea, nieta. Estas exactamente como te recordaba, tal vez incluso un poco más guapa. ¿Qué le ha pasado a tu pijama? Pareces un deshollinador.

Lancé un suspiro.

—No ha sido tan sencillo llegar aquí, ¿sabes? En el año 2011 no puedo arrastrar el cronógrafo de un lado a otro por la casa, porque Charlotte se ha olido algo y está siempre al acecho. No me sorprendería nada que en este mismo instante estuviera forzando el cerrojo de mi cuarto. Y ahora apenas me queda tiempo antes de saltar de vuelta; me he pasado una eternidad metida en ese armario. —Chasqueé la lengua irritada—. Y si no aterrizo en mi habitación, me habré encerrado a mí misma fuera. ¡Genial! —Me dejé caer en el sillón gimiendo—. ¡Qué desastre! Tendremos que fijar otra cita, y además antes de ese maldito baile. ¡Propongo que nos encontraremos en el tejado! Creo que es el único sitio de la casa en el que se puede estar tranquilo. ¿Qué tal te iría mañana a medianoche, desde tu perspectiva? ¿O para ti es demasiado difícil subir al tejado sin que te vean? Parece que hay un camino a través de la chimenea, o eso dice Xemerius, pero no sé…

—Alto, alto, alto —dijo el abuelo, y me dirigió una sonrisa satisfecha—. Por fin he tenido unos años para reflexionar y por eso ya tengo algo preparado. —Señaló la mesa, donde, junto al plato con los sándwiches, había un mamotreto de libro.

—¿Anna Karenina?

El abuelo asintió con la cabeza.

—¡Ábrelo!

—¿Has ocultado un código dentro? —aventuré—. ¿Como en El Caballero Verde? —¡No podía ser cierto! ¿Lucas había empleado treinta y siete años en elaborar un mensaje cifrado para mí? Seguramente tendría que pasarme días contando letras—. ¿Sabes?, preferiría que me dijeras simplemente qué hay ahí dentro. Aún tenemos unos minutos.

—Vamos, vamos, un poco de calma. Lee la primera frase —me pidió el abuelo.

Busqué el primer capítulo.

—«Todas las familias felices se parecen, pero cada familia infeliz lo es a su propio modo». Hum… sí, muy bonito y muy sabio, pero…

—Parece perfectamente normal, ¿verdad? —Lucas estaba radiante—. ¡Pero es una edición especial! Las primeras y las últimas cuatrocientas páginas son de Tolstói, igual que doscientas páginas de en medio; pero las otras las he escrito para ti, exactamente con el mismo tipo de imprenta. ¡Un camuflaje perfecto! Ahí encontrarás todas las informaciones que he podido reunir en treinta y siete años, aunque aún no sé con exactitud cuál fue el motivo concreto de la huida de Lucy y Paul con el cronógrafo. —Me cogió el libro de las manos e hizo correr las páginas con los dedos—. Tenemos pruebas de que el conde ocultó documentos importantes a los Vigilantes desde el año fundacional: profecías de las que se desprende que la piedra filosofal no es lo que ha querido que todos creyeran.

—Sino…

—Aún no estamos del todo seguros, estamos trabajando para hacernos con esos documentos. —El abuelo se rascó la cabeza—. Escucha, he reflexionado mucho, naturalmente, y he llegado a la conclusión de que en el año 2011 ya no estaré con vida. Existe una gran probabilidad de que haya muerto antes de que tú seas bastante mayor para que pueda introducirte en estos temas.

No sabía qué debía decir, pero asentí con la cabeza.

Mi abuelito sonrió con su maravillosa sonrisa en la que todo su rostro se cubría de arrugas.

—Eso no es malo, Gwen. Una cosa puedo asegurarte: aunque tuviera que morirme hoy, no estaría triste; he tenido una vida fantástica. —Las arruguitas se marcaron aún más—. Lo único que siento es que ya no pueda ayudarte en tu época.

Asentí de nuevo e hice grandes esfuerzos para no romper a llorar.

—Oh, vamos, cuervito. Tú deberías saber mejor que nadie que la muerte forma parte de la vida. —Lucas me dio unas palmaditas en el brazo—. Aunque me imagino que podemos contar con que tendré la decencia de aparecerme en espíritu en esta casa después de mi muerte. De hecho, podría ser perfectamente que necesitarás algo de apoyo.

—Sí, eso estaría bien —susurré—. Y sería horrible al mismo tiempo.

Los fantasmas que conocía no eran particularmente felices y yo estaba convencida de que habrían preferido estar en otro sitio. A ninguno le gustaba ser un espíritu. Ahora que lo pensaba, la mayoría ni siquiera creían que estaban muertos. No, ya estaba bien que el abuelito no fuera uno de ellos.

—¿Cuándo tienes que volver? —me preguntó.

Levanté la cabeza y miré el reloj. ¡Dios mío, cómo podía pasar tan deprisa el tiempo!

—Dentro de nueve minutos. Y tengo que elapsar en la habitación de la tía Glenda, porque en mi época he cerrado mi puerta por dentro.

—Podríamos intentar colarte en la habitación solo unos segundos antes —dijo Lucas—. Así desaparecerías antes de que llegaran a comprender realmente…

En ese momento llamaron a la puerta.

—Lucas, ¿estás ahí?

—¡Escóndete! —susurró Lucas, pero yo ya había reaccionado. Temerariamente me lancé en plancha bajo el escritorio una fracción de segundo antes de que la puerta se abriera y entrara lady Arista. Solo podía ver sus pies y el dobladillo de su bata, pero su voz era inconfundible.

—¿Qué haces aquí abajo en plena noche? ¿Y esos sándwiches de atún? Ya sabes lo que dijo el doctor White.

Se dejó caer con un suspiro en el sillón que yo había calentado. Ahora mi marco de visión alcanzaba hasta sus hombros, que como siempre mantenía bien erguidos. ¿Podría llegar a ver alguna parte de mi cuerpo si volvía la cabeza?

Lady Arista chasqueó la lengua.

—Charles ha venido a verme hace un momento. Afirma que Glenda ha amenazado con pegarle.

—Vaya por Dios. —La voz de Lucas sonaba sorprendentemente relajada—. Pobre muchacho. ¿Y tú qué has hecho?

—Le he servido un vaso de whisky —respondió mi abuela soltando una risita. Contuve el aliento. ¿Mi abuela soltando una risita? Era la primera vez que oía algo así. Ya nos quedábamos bastante asombrados cuando reía, pero lo de las risitas era un capítulo aparte. Aquello era más o menos como tratar de tocar una ópera de Wagner con una flauta dulce.

—¡Y entonces se ha puesto a llorar! —dijo mi abuela con un desdén más propio de lady Arista—. Tras lo cual he sido yo la que ha tenido que beberse un vaso de whisky.

—Esa es mi chica.

Oí que mi abuelo reía bajito, y de pronto sentí como un calorcillo en el corazón. Los dos parecían felices juntos. (Bueno, al menos de cuello para abajo). Y en ese momento me di cuenta de que en realidad no tenía ni idea de cómo había sido su matrimonio.

—A ver si la casa de Glenda y Charles se acaba de una vez —dijo lady Arista—. No parece que a nuestros hijos se les dé muy bien lo de encontrar pareja. La Jane de Harry es espantosamente aburrida. Charles es un blandengue. Y el Nicolas de Grace es más pobre que una rata.

—Pero la hace feliz, y eso es lo principal.

Lady Arista se levantó.

—Sí, la verdad es que de todos ellos Nicolas es el que menos motivos de queja me da. Habría sido mucho peor que Grace hubiera seguido con ese De Villiers cargado de ínfulas. —Pude ver cómo se estremecía—. De hecho, todos esos De Villiers son de una arrogancia insoportable. Solo espero que también Lucy entre en razón.

—Creo que Paul se aparta un poco del patrón. —El abuelito sonrió satisfecho—. Encuentro que es un joven muy simpático.

—Yo no lo creo; de tal palo, tal astilla. ¿Subes conmigo?

—Me gustaría leer un ratito más…

Sí, y charlar un ratito más con la nieta del futuro, si no tenía inconveniente. Se me estaba acabando el tiempo. Desde donde estaba no podía ver el reloj, pero podía oír el tictac. ¿Y no estaba empezando a notar de nuevo esa maldita sensación de vértigo en el vientre?

—¿Anna Karenina? Un libro tan melancólico, ¿verdad, mi amor? —Vi cómo las delgadas manos de mi abuela sujetaban el libro y lo abrían al azar. Seguramente Lucas estaba conteniendo el aliento igual que yo—. «¿Realmente es posible comunicar a otro lo que uno siente?» Vaya, tal vez debería volver a leerlo, aunque esta vez con gafas.

—Primero lo leeré yo —dijo Lucas en tono decidido.

—Pero esta noche no.

Volvió a dejar el libro sobre la mesa y se inclinó hacia Lucas. No podía verlo bien, pero parecía que se estaban abrazando.

—Iré dentro de unos minutos, morritos de miel —dijo Lucas, aunque hubiera sido mejor que no lo hubiera hecho, porque al oír «morritos de miel» (¡por favor, estaba hablando con lady Arista!) di un respingo y mi cabeza chocó contra la bandeja del escritorio.

—¿Qué ha sido eso? —preguntó mi abuela en tono áspero.

—¿Qué quieres decir?

Vi cómo la mano de Lucas barría de la mesa el libro de Anna Karenina.

—¡Ese ruido!

—Yo no he oído nada —dijo Lucas, pero no pudo evitar que lady Arista se volviera hacia mí. Sin necesidad de verlo, pude sentir cómo sus ojos echaban chispas sobre la arrogante nariz mientras buscaba el origen del ruido.

¿Y ahora qué?

Lucas carraspeó y le dio una fuerte bofetada al libro, que se deslizó por el suelo de parquet y se detuvo a medio metro del escritorio. Se me encogió el estómago al ver que lady Arista daba un paso hacia mí.

—Pero si es… —murmuró para sí lady Arista.

—Ahora o nunca —dijo Lucas, y supuse que se refería a mí. Con gesto decidido lancé atrevidamente el brazo hacia delante, atrapé el libro y lo apreté contra mi pecho. Mi abuela lanzó un grito de sorpresa, pero antes de que se agachara y me descubriera bajo el escritorio, sus zapatillas bordadas se desvanecieron ante mis ojos.

De vuelta al año 2011, salí reptando de debajo del escritorio con el corazón palpitante y agradecí a Dios que desde 1993 no hubieran movido el mueble de lado ni un centímetro.

Pobre lady Arista, después de haber visto cómo al escritorio le salían brazos y se comía un libro probablemente necesitaría otro whisky.

Yo, en cambio, solo necesitaba mi cama. Cuando Charlotte se interpuso en mi camino en el segundo piso, ni siquiera me sobresalté, como si mi corazón hubiera decidido que por ese día ya había tenido bastantes emociones.

—He oído que estabas muy enferma y que tenías que guardar cama.

Encendió una linterna de bolsillo y me deslumbró con una cegadora luz de LED, lo que me hizo caer en la cuenta de que me había dejado olvidada la linterna de Nick en algún sitio en el año 1993. Seguramente en el armario empotrado.

—Exacto. Por lo visto me has contagiado —dije—. Parece que es una enfermedad que no te deja dormir por la noche. He ido a buscar algo para leer. ¿Y tú qué haces? ¿Entrenándote un poco?

—¿Por qué no? —Charlotte se acercó un paso más y apuntó la linterna hacia mi libro—. ¿Anna Karenina? ¿No es un poco difícil para ti?

—¿Tú crees? Bueno, entonces quizá será mejor que cambiemos. Yo te doy Anna Karenina y tú me prestas A la sombra de la colina de los vampiros.

Charlotte calló durante unos segundos desconcertada. Y luego volvió a deslumbrarme con la fría luz de la linterna.

—Enséñame lo que hay en esa arca y entonces tal vez pueda ayudarte a evitar lo peor, Gwenny.

¡Vaya!, si también podía hablar en un tono completamente distinto, suave y meloso; casi parecía un poco preocupada.

Pasé a su lado (con los abdominales en tensión).

—¡Olvídalo, Charlotte! Y mantente alejada de mi habitación, ¿está claro?

—Si estoy en lo cierto, eres aún más tonta de lo que había imaginado.

Su voz sonaba otra vez como siempre. Aunque esperaba que me cortara el paso y —como mínimo— me diera una patada en la espinilla, me dejó marchar. Solo la luz de su linterna me persiguió todavía durante un trecho.

No se puede parar el tiempo, pero para el amor a veces se detiene.

Pearl S. Buck

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