Esmeralda

Esmeralda


Capítulo 7

Página 11 de 27

7

Cuando llamaron a la puerta hacia las diez, me desperté sobresaltada de un sueño profundo, aunque ya era la tercera vez que me despertaban esa mañana. La primera vez había sido a las siete, cuando mamá vino a interesarse por mi estado de salud («Ya no tienes fiebre, eso demuestra que tienes una constitución fuerte. ¡Mañana podrás volver a clase!»). La segunda vez, tres cuartos de hora más tarde, había sido Leslie, que dio un rodeo expresamente para venir a verme de camino a la escuela, porque de madrugada yo le había enviado un SMS.

Que el SMS no consistiera exclusivamente en una acumulación de letras sin sentido era algo que aún me maravillaba, porque, después de haber entrado en mi habitación cerrada, a través del alféizar de la ventana —a unos catorce metros por encima de la acera según mis cálculos—, estaba a punto de desmayarme de miedo y mis manos temblaban tanto que apenas podía acertar con las teclas. Había sido idea de Xemerius que trepara a la ventana de la habitación de Nick y me deslizara hasta la mía por el alféizar pegada a la pared de la casa; aunque su única contribución al éxito de la operación había consistido en aullar «¡Sobre todo no mires abajo!» y «¡Uau, qué alto está esto!».

Leslie y yo solo habíamos tenido unos minutos de tiempo para hablar antes de que ella tuviera que irse a la escuela y yo me hubiera vuelto a dormir profundamente. Hasta que se oyeron voces fuera y una cabeza pelirroja asomó por la rendija de la puerta.

—Buenos días —dijo mister Marley en tono formal.

Xemerius, que estaba dormitando al pie de mi cama, se incorporó de un salto.

—¿Qué hace aquí la alarma de incendios?

Me subí la manta hasta la barbilla.

—¿Se quema algo? —pregunté, menos inspirada aún que Xemerius—. Según mi madre, no tenían que venir a recogerme para elapsar hasta la tarde. ¡Y en todo caso no sacándome directamente de la cama, por Dios!

—¡Joven, esto ya supera todos los límites! —gritó una voz detrás de mister Marley. La tía Maddy le dio un empujoncito para hacerse sitio y se coló en la habitación—. Es evidente que no tiene usted modales —continuó—. Si no, no se atrevería a irrumpir así en el dormitorio de una muchacha.

—Eso. Y yo tampoco estoy preparado aún para recibir visitas —dijo Xemerius, y empezó a lamerse la pata delantera.

—Yo… yo… —balbució mister Marley con la cara enrojecida.

—¡Su comportamiento es realmente inadmisible!

—¡Tía Maddy, no te metas en esto! —La tercera en discordia era Charlotte, vestida con vaqueros y un jersey verde fosforescente que hacía que sus cabellos brillaran como fuego—. Mister Marley y mister Brewer solo han venido a recoger una cosa.

Mister Brewer tenía que ser el joven con traje negro que en ese momento hacía su entrada. El número cuatro. Poco a poco me iba sintiendo como en la Victoria Station en hora punta. Pero mi habitación no tenía ni de cerca los metros cuadrados adecuados para el caso.

Charlotte se adelantó a codazos para abrirse camino.

—¿Dónde está el arca? —preguntó.

—El perro del ventero ladra a los de fuera y muerde a los de dentro —recitó Xemerius.

—¿Qué arca?

Yo aún seguía sentada petrificada bajo mi manta. Y tampoco tenía ninguna intención de levantarme, porque seguía llevando el pijama hecho un asco y no pensaba permitir que mister Marley disfrutara de la visión. Ya bastaba con que me viera con los cabellos revueltos.

—¡Lo sabes perfectamente! —Charlotte se inclinó sobre mí—. Vamos, ¿dónde está?

Los ricitos de la tía Maddy se encresparon de indignación.

—Nadie va a tocar el arca —ordenó en un tono sorprendentemente autoritario.

Aunque no podía competir ni de lejos con la dureza del de lady Arista:

—¡Madeleine! Ya te he dicho que te quedaras abajo. —Ahora también mi abuela entró en la habitación, tiesa como un palo y con la barbilla levantada—. Esto no te incumbe.

Entretanto, Charlotte se abrió paso entre la multitud en dirección al armario, abrió la puerta de un tirón y señaló el arca.

—¡Aquí está!

—Pues claro que me incumbe. Es mi arca —exclamó la tía Maddy, esta vez con una nota de desesperación en la voz—. ¡Solo se la he prestado a Gwendolyn!

—Tonterías —dijo lady Arista—. El arca pertenecía a Lucas. De hecho, durante todos estos años me he preguntado muchas veces dónde podía estar. —Sus ojos, de un azul de hielo, me repasaron de arriba abajo—. Jovencita, si Charlotte tiene razón, no me gustaría estar en tu piel.

Me subí la manta un poquito más y pensé en la posibilidad de desaparecer del todo debajo.

—Está cerrada —informó Charlotte inclinada sobre el arca.

Lady Arista tendió la mano hacia mí.

—La llave, Gwendolyn.

—No la tengo. —Mi voz quedó amortiguada por la manta—. Y tampoco entiendo qué…

—Ahora no te pongas testaruda —me interrumpió lady Arista. Pero como Leslie se había vuelto a colgar la llave al cuello, no me quedaba más remedio que ponerme testaruda.

Charlotte empezó a revolver los cajones de mi escritorio y la tía Maddy le dio una palmadita en los dedos.

—¡Deberías avergonzarte!

Mister Marley se aclaró la garganta.

—Con su permiso, lady Montrose, debo decir que en Temple disponemos de los medios y recursos necesarios para abrir la cerradura en caso de no disponer de la llave…

—«Los medios y recursos necesarios» —dijo Xemerius imitando sus aires de misterio—. Como si las palanquetas tuvieran propiedades mágicas. ¡Estúpido fanfarrón!

—Muy bien, entonces llévense el arca —dijo lady Arista, y se volvió hacia la puerta—. ¡Mister Bernhard —la oí gritar—, acompañe a estos señores abajo!

—A primera vista uno diría que ya tienen suficientes antigüedades en ese edificio —dijo Xemerius—. Unos tipos codiciosos, esos Vigilantes.

—¡Protesto una vez más contra este atropello! —gritó la tía Maddy mientras mister Marley y el otro hombre se llevaban el arca de la habitación sin decir palabra—. Esto es… allanamiento de morada. Cuando Grace se entere de que han entrado en sus habitaciones sin permiso, montará en cólera.

—Esta sigue siendo mi casa y aquí valen mis reglas —dijo lady Arista fríamente, y antes de marcharse añadió—: Que Gwendolyn no sea consciente de sus deberes y por desgracia se muestre indigna de ser una Montrose, puede justificarse por su edad y su falta de conocimientos, ¡pero tú, Madeleine, deberías saber por qué objetivos luchó tu hermano durante toda su vida! De ti había esperado más sentido del honor familiar. Estoy muy decepcionada con las dos.

—Yo también estoy decepcionada. —La tía Maddy puso los brazos en jarras y dirigió una mirada furiosa a lady Arista, que había dado media vuelta y salía muy tiesa de la habitación—. Con las dos. ¡Al fin y al cabo somos una familia! —Como lady Arista ya no podía oírla, se volvió hacia Charlotte—: ¡Liebrecilla! ¿Cómo has podido hacerlo?

Charlotte se sonrojó. Durante un brevísimo instante me recordó al inefable mister Marley y pensé en dónde habría metido el móvil, porque me habría encantado conservar esa imagen para la posteridad, o para posteriores intentos de chantaje.

—No podía permitir que Gwendolyn boicoteara algo que ni siquiera es capaz de comprender —dijo Charlotte (incluso le temblaba un poco la voz)— solo por ese afán que tiene de colocarse siempre en primer plano. Ella… no siente ningún respeto por los misterios a los que se encuentra ligada inmerecidamente. —Me lanzó una mirada venenosa y aquello pareció ayudarla a recuperar un poco el aplomo—. ¡Has montado este lío tú sola! —resopló con nuevos ánimos—. ¡Incluso me ofrecí a ayudarte! ¡Pero no! Tú siempre tienes que saltarte todas las reglas.

Y dicho esto, volvió a ser la misma de siempre e hizo lo que mejor sabía hacer: echarse el pelo hacia atrás orgullosamente y salir con paso firme de la habitación.

—Oh, Dios, Dios, Dios —exclamó la tía Maddy dejándose caer pesadamente sobre mi cama. (Xemerius tuvo el tiempo justo para rodar de lado y salvarse en el último momento.)—. ¿Qué vamos a hacer ahora? Seguro que vendrán a buscarme cuando hayan abierto el arca, y es más que seguro que no se andarán con chiquitas contigo. —Cogió la lata de caramelos de limón del bolsillo de la falda y se metió cinco de golpe en la boca—. Sencillamente no puedo soportarlo.

—¡Tranquila, tía Maddy! —Me pasé los dedos por el pelo y le sonreí—: Lo único que hay dentro del arca es mi atlas y las obras completas de Jane Austen que me regalaste por Navidad.

—Oh. —La tía Maddy se frotó la nariz y lanzó un resoplido de alivio—. Naturalmente ya lo había pensado —dijo chupeteando frenéticamente los caramelos—. Pero ¿dónde…?

—En un lugar seguro, espero. —Suspiré hondo y pasé las piernas por encima del borde de la cama—. Pero por si vuelven enseguida con una orden de registro o algo así, será mejor que me vaya a duchar. Y, por cierto, ¡muchas gracias por tu consejo de ayer! Con que todas las habitaciones estaban vacías. ¡Aterricé en el dormitorio de la tía Glenda y el ex tío Charlie!

—¡Uy! —exclamó la tía Maddy, y del susto se tragó un caramelo.

Esa mañana no volví a ver a Charlotte ni a mi abuela. El teléfono sonó unas cuantas veces en el piso de abajo y también una en el nuestro, pero era mi madre, que quería saber cómo me encontraba.

Más tarde vino de visita la amiga de la tía Maddy, mistress Purpleplum, y oí cómo las dos reían como dos niñas pequeñas. Pero, por lo demás, todo permaneció tranquilo. Antes de que me recogieran al mediodía para llevarme a Temple. Xemerius y yo aún pudimos dedicarnos un rato a la lectura de Anna Karenina, quiero decir, a la parte que no había sido redactada por Tolstói. Las páginas 400 a 600 contenían principalmente transcripciones de las Crónicas y los Anales de los Vigilantes. Lucas había escrito en referencia a ellas: «Estas son solo las partes más interesantes, querida nieta»; pero, para ser sincera, al principio no las encontré especialmente interesante. Los llamados «Principios sobre la naturaleza del tiempo», redactados personalmente por el conde de Saint Germain, superaron mis capacidades cerebrales ya desde la primera frase. «Si bien en el presente el pasado ya ha sucedido, es preciso extremar la prudencia para no poner en peligro lo presente a través de lo pasado al hacerlo presente».

—¿Tú lo entiendes? —le pregunté a Xemerius—. ¿Por un lado de todos modos ya ha sucedido todo y por eso también sucederá como ha sucedido, y por otro lado no se puede infectar a nadie con virus de la gripe? ¿O qué sentido tiene, si no?

Xemerius sacudió la cabeza.

—Nos lo saltamos y ya está, ¿vale?

Pero también el ensayo de un tal doctor M. Giordano (no creo que fuera una casualidad, ¿no?) con el título «El conde de Saint Germain, viajero del tiempo y visionario − Análisis de fuentes a partir de cartas y actas de la Inquisición», publicado en 1992 en una revista especializada en la investigación histórica, empezaba con una frase tipo gusano de ocho líneas de largo que no invitaba precisamente a seguir leyendo.

Por lo visto, Xemerius pensaba lo mismo que yo, porque vociferó «¡Qué aburrido!», de manera que también me lo salté y fui pasando páginas hasta llegar al punto en que Lucas había recopilado todos los verso y rimas. Algunos ya los conocía de antes, pero incluso los que eran nuevos para mí me parecieron confusos, cargados de símbolos y abiertos a muchas interpretaciones, como las visiones de la tía Maddy. Las palabras «muerte» e «inmortal» estaban sobrerepresentadas, asociadas con frecuencia a «suerte» y «fatal».

—Bueno, está claro que no son de Goethe —opinó también Xemerius—. Parece como si unos cuantos borrachos se hubieran reunido para inventar rimas cuanto más crípticas mejor. A ver, chicos, pensemos un poco, ¿qué rima con citrina? ¿Harina, piscina, gomina? No, será mejor que pongamos sibilina, hips, suena mucho más misterioso.

Me eché a reír. Realmente aquellos versos eran lo último. Pero estaba segura de que Leslie se lanzaría sobre ellos entusiasmada; le encantaba todo lo críptico, y estaba firmemente convencida de que la lectura de Anna Karenina nos haría dar un paso de gigante en nuestras investigaciones.

«Este es el inicio de una nueva era —anunció dramáticamente esta mañana blandiendo el libro—. Quien posee el conocimiento, también posee el poder. —Aquí vaciló un momento—. Es de una película, pero en este momento no recuerdo cuál. Tanto da, el hecho es que ahora podremos llegar por fin al fondo de este asunto».

Tal vez tuviera razón, pero el caso es que ahora, sentada en el sofá verde en el año 1953, no me sentía ni un ápice más poderosa o sabia que antes, sino sencillamente terriblemente sola. Cómo me habría gustado poder tener a Leslie a mi lado… o a Xemerius.

Pasando las hojas, al azar, tropecé con el fragmento del que me había hablado mister Marley. Efectivamente, en octubre de 1782, había una entrada en los Anales con el siguiente texto: «… y así el conde nos exhortó una vez más, antes de su partida, a reducir al máximo también en el futuro el contacto de los viajeros del tiempo femeninos, y en especial de la nacida en último lugar Rubí, con el poder de los misterios, y a no menospreciar nunca la fuerza destructora de la curiosidad femenina». Sí, desde luego. No me costaba nada creer que el conde hubiera dicho eso; de hecho, ya podía oír su voz: «La fuerza destructora de la curiosidad femenina…». Pfff.

De todos modos, eso tampoco me aclaraba nada con respecto al baile —que por desgracia solo se había aplazado pero no anulado—; aparte de que toda esa verborrea al estilo Vigilantes no me daba precisamente ganas de encontrarme de nuevo frente al conde.

Un poco más inquieta aún que antes, me dediqué al estudio de las Reglas de oro. Ahí se hablaba mucho del honor y la conciencia del deber y de la obligación de no hacer nada en el pasado que pudiera cambiar el futuro. Supongo que yo había infringido en cada uno de mis viajes la regla número cuatro: «No se puede transportar ningún objeto de una época a otra». Y también la regla número cinco: «No se debe influir nunca en el destino de los hombres en el pasado». Dejé caer el libro en mi regazo y me mordisqueé pensativamente el labio inferior. Tal vez Charlotte tenía razón y yo era una especie de infractora de reglas recalcitrante por norma. ¿Habrían registrado entretanto los Vigilantes mi habitación de arriba abajo? ¿O incluso toda la casa, con perros rastreadores y detectores de metal? En todo caso, no tenía la sensación de que nuestra pequeña maniobra de distracción hubiera socavado seriamente la credibilidad de Charlotte.

Aunque mister Marley parecía un poco trastornado cuando vino a recogerme a casa. Le costaba muchísimo mirarme a los ojos, por más que tratara de hacer como si no hubiera pasado nada.

—Probablemente se avergüenza —opinó Xemerius—. Me habría encantado ver su cara de bobo cuando abrió el arca y encontró los libros. Espero que con el susto dejara caer la palanqueta y le diera en el pie.

Sí, tenía que haber sido un momento de decepción para mister Marley. Y para Charlotte, naturalmente. Pero estaba segura de que no se rendiría tan pronto.

De todos modos, de camino en coche al cuartel general mister Marley trató de iniciar una conversación aparentemente relajada, sin duda para ocultar sus sentimientos de culpa, y mientras abría un paraguas negro sobre mi cabeza preguntó en tono animado:

—Hace fresco hoy, ¿verdad?

Realmente aquello era demasiado estúpido, de modo que repliqué jocosamente:

—Sí. ¿Y cuándo me devolverán el arca?

Lo único que se le ocurrió a modo de respuesta fue ponerse como un tomate.

—¿Puedo recuperar al menos mis libros, o es que todavía están buscando huellas dactilares?

No, la verdad es que no sentía ninguna lástima por él.

—Nosotros… por desgracia… tal vez… un error —tartamudeó, y Xemerius y yo preguntamos al unísono:

—¿Quééé?

Mister Marley se mostró visiblemente aliviado cuando en la entrada nos tropezamos con mister Whitman, que como siempre parecía una estrella de cine desfilando por la alfombra roja. Por lo visto, también él acababa de llegar, porque en ese momento se quitó el abrigo con su característica elegancia y se sacudió las gotas de lluvia de su espesa cabellera, mientras nos sonreía mostrando su perfecta y blanca dentadura. Solo faltaba la tormenta de flashes. Si hubiera sido Cynthia, seguro que me habría quedado mirando embobada, pero yo estaba totalmente inmunizada contra su apostura y su encanto personal (que conmigo utilizaba solo esporádicamente). Y aparte de eso Xemerius se había colocado a su espalda y estaba haciendo muecas y poniéndole orejas de burro.

—Gwendolyn, me han dicho que ya te encuentras mejor —quiso saber mister Whitman.

¿Y quién demonios le había dicho eso?

—Un poco —respondí, y para desviar la conversación de mi inexistente enfermedad y porque iba lanzada, seguí hablando a toda velocidad—. Ahora mismo le estaba preguntando a mister Marley por mi arca. Tal vez usted pueda decirme cuándo me la devolverán y por qué motivo se la han llevado.

—¡Bien! La mejor defensa es un buen ataque —me animó Xemerius—. Ya veo que aquí te las arreglas sin mí, de modo que volaré a casa para le… para ver cómo están las cosas. See you later, alligátor, ¡je, je!

Mister Marley se puso a recitar otra vez su texto con pausas entre medias:

—Yo… nosotros… información errónea.

Mister Whitman chasqueó la lengua con aire irritado. A su lado mister Marley parecía aún más torpe y desmañado de lo habitual.

—Marley, puede tomarse un descanso para almorzar.

—Bien, sir. Descanso para almorzar, sir. —Faltó poco para que mister Marley entrechocara los talones.

—Tu prima sospecha que te encuentras en posesión de un objeto que no te pertenece —continuó mister Whitman dirigiéndome una mirada que daba escalofríos después de que mister Marley se hubiera marchado a toda prisa.

Leslie le había puesto a mister Whitman el mote de Ardilla por sus bonitos ojos marrones, pero en ese momento no había forma de descubrir en ellos nada tierno ni gracioso, ni tampoco el menor asomo de esa calidez que supuestamente siempre tienen los ojos marrones. Bajo su mirada, mi espíritu de contradicción corrió a refugiarse en el rincón más apartado de mi personalidad, y de repente deseé que mister Marley se hubiera quedado. Resultaba mucho más agradable pelearse con él que con mister Whitman. Ese hombre era tan difícil de engañar… probablemente se debía a su experiencia como maestro. Pero de todos modos lo intenté.

—Supongo que Charlotte se siente un poco excluida —murmuré con la vista baja—. No es nada fácil para ella y por eso tal vez se invente cosas que le puedan proporcionar otra vez… un poco de atención.

—Sí, los demás opinan lo mismo —dijo mister Whitman pensativamente—; pero yo tengo a Charlotte por una muchacha con una personalidad bien formada que no necesita ese tipo de cosas. —Inclinó su cabeza hacia mí y se acercó tanto que pude oler su after-shave—. Si su sospecha llegara a confirmarse… Bien, no estoy seguro de que seas realmente consciente del alcance de tu comportamiento.

Sí, bueno, supongo que en eso ya éramos dos. Me costó cierto esfuerzo volver a mirarle a los ojos.

—¿Puedo preguntar al menos de qué objeto se trata? —pregunté tímidamente.

Mister Whitman enarcó una ceja, y acto seguido, para mi sorpresa, sonrió.

—Desde luego existe la posibilidad de que te haya infravalorado, Gwendolyn. ¡Pero ese no es motivo para que tú misma te sobrevalores!

Durante unos segundos nos miramos fijamente a los ojos, y de repente me sentí muy cansada de todo ese jueguecito. ¿Qué sentido tenía eso en realidad? ¿Qué pasaría, de hecho, si les devolvía el cronógrafo a los Vigilantes sin más complicaciones y dejaba que las cosas siguieran su curso? En algún lugar de mi cabeza oí decir a Leslie: «Y ahora hazme el favor de dominarte de una vez», pero ¿para qué iba a hacerlo? El hecho era que seguía dando palos de ciego en todo ese asunto, y no había conseguido avanzar ni un paso. Mister Whitman tenía razón: me había sobrevalorado y lo único que hacía era empeorar las cosas. Ni siquiera sabía exactamente por qué me preocupaba tanto de todos esos problemas que me destrozaban los nervios. ¿No sería perfecto renunciar a esa responsabilidad y dejar que otros tomaran las decisiones?

—¿Y bien? —Preguntó mister Whitman con suavidad, y ahora sí podía percibirse un brillo cálido en sus ojos—. ¿Quieres decirme algo, Gwendolyn?

Quién sabe si al final no lo habría hecho si en ese instante no hubiera aparecido mister George y con sus palabras «Gwendolyn, ¿dónde te has metido?» hubiera puesto fin a mi momento de debilidad.

Mister Whitman chasqueó de nuevo la lengua irritado, pero ya no volvió a tocar el tema en presencia de mister George.

Y ahora me encontraba sola, sentada en el sofá verde en el año 1953, esforzándome todavía en recuperar el aplomo y un poco de confianza.

«El conocimiento es poder», traté de motivarme apretando los dientes, y volví abrir el libro.

La mayoría de las entradas que Lucas había transcrito de los Anales correspondían a los años 1782 y 1912, «Porque esos son, mi querida nieta, los años más relevantes para ti. En septiembre de 1782 fue desmantelada la Alianza Florentina y desenmascarado el traidor en el Círculo Interior de los Vigilantes. Y aunque no se menciona explícitamente en los Anales, podemos partir de la base de que tú y Gideon estáis envueltos en tales acontecimientos».

Levanté la vista del libro, ¿era esa la indicación sobre el baile que había estado buscando? Si lo era, estaba tan enterada como antes. Muchas gracias, abuelito, suspiré, esto es más o menos tan útil como el «Protégete de los sándwiches de pastrami». Seguí hojeando el libro.

—No te asustes —dijo una voz detrás de mí.

Seguro que esa frase se puede incluir entre las últimas frases más famosas de la historia, concretamente entre aquellas que son lo último que se escucha antes de morir. (Justo después de «No está cargada» y «solo quiere jugar»). Naturalmente me dio un susto de muerte.

—Soy yo.

Gideon estaba de pie detrás del sofá y me sonreía desde todo lo alto que era. Al verlo, mi cuerpo volvió a ponerse inmediatamente en estado de alerta y los más variados sentimientos fluyeron mezclados en mi interior sin decidirse a adoptar una dirección definida.

—Mister Whitman ha pensado que no te iría mal un poco de compañía —dijo Gideon tranquilamente—. Y yo he recordado que es urgente cambiar esta bombilla —lanzó una bombilla al aire como un malabarista, la volvió atrapar, y sin interrumpir el movimiento, la dejó caer a mi lado en el sofá con un gesto garboso—. Veo que te has puesto cómoda. ¡Mantas de cachemir! Y uvas. Parece que tienes en el bolsillo a mistress Jenkins.

Mientras miraba fijamente su hermosa cara pálida y trataba de controlar mi caos sentimental, aún tuve la suficiente presencia de ánimo para cerrar de golpe Anna Karenina.

Gideon me observaba con atención. Su mirada pasó de mi frente a mis ojos y luego bajó hasta mi boca. Quise volver la cabeza para marcar distancias, pero al mismo tiempo en esa posición no acababa de verle bien, de modo que seguí mirándolo como el conejo a la serpiente.

—¿Qué tal un pequeño «Hola»? —Dijo, y me volvió a mirar a los ojos—. Aunque ahora estés enojada conmigo.

El hecho de que moviera hacia arriba las comisuras de los labios mientras lo decía me arrancó de mi parálisis.

—Gracias por recordármelo.

Me aparté los cabellos de la frente, me senté recta y abrí mi libro, esta vez bastante cerca del principio. Sencillamente le ignoraría, no quería que se le ocurriera pensar que todo iba perfectamente entre nosotros.

Pero Gideon no iba a darse por vencido con tanta facilidad.

—Para cambiar la bombilla tendría que apagar la luz un momento —dijo mirando el techo—. Durante un rato esto estará bastante oscuro.

No dije nada.

—¿Has traído una linterna?

No respondí.

—Por otro lado, hoy no parece que la lámpara de problemas. Quizá podríamos arriesgarnos a dejarla como está.

Sentí que estaba a mi lado y que me miraba, como si fuera a tocarme, pero permanecí con la mirada fija en el libro.

—Hummm… ¿Puedo coger unas uvas?

Perdí la paciencia.

—Sí, cógelas, ¡pero déjame leer en paz! —resoplé—. Y cierra el pico, ¿de acuerdo? No tengo ningunas ganas de hablar de tonterías contigo.

Durante el tiempo que tardó en comerse las uvas no dijo nada. Pasé una página del libro sin haber leído una palabra.

—He oído que esta mañana has tenido visita. —Empezó a hacer malabarismos con las uvas—. Charlotte ha dicho algo de un arca misteriosa.

Ajá. Así que se trataba de eso. Dejé caer el libro sobre mi regazo.

—¿Qué parte de «Cierra el pico» no has entendido?

Gideon me dirigió una gran sonrisa.

—Eh, que ahora no estoy hablando de tonterías. Me gustaría saber cómo se le ocurrió a Charlotte la idea de que podías tener algo de Lucy y Paul.

Había venido a tirarme de la lengua, claro, probablemente por encargo de Falk y los demás «Sé simpático con ella, y si ha escondido algo, seguro que acabará por revelarte qué es y dónde lo ha metido». Tomar a las mujeres por tontas era, al fin y al cabo, el deporte favorito de los De Villiers.

Levanté los pies del suelo y me senté con las piernas cruzadas sobre el sofá. Estando furiosa me resultaba más fácil mirarle directamente a los ojos sin que me temblara el labio.

—¿Por qué no le preguntas a la propia Charlotte cómo se le ocurrió? —dije con frialdad.

—Ya lo he hecho. —Gideon también cruzó las piernas, de modo que nos quedamos sentados el uno frente al otro en el sofá como dos indios en un tipi. Me pregunté si existiría lo contrario de una pipa de la paz—. Dice que de algún modo ha llegado a tus manos el cronógrafo robado y que tus hermanos, tu tía abuela e incluso vuestro mayordomo te ayudan a esconderlo.

Sacudí la cabeza.

—Nunca habría pensado que llegaría a decir algo así, pero está claro que Charlotte tiene mucha imaginación. Basta con que vea a alguien llevando una vieja arca por la casa para que empiece a inventarse historias fantásticas.

—¿Qué había en la arca? —Preguntó Gideon como si no le interesara especialmente.

¡Dios mío, qué mal disimulaba!

—¡Nada! La utilizamos como mesa cuando jugamos al póquer.

La idea me pareció tan buena que casi se me escapó una sonrisa.

—¿Arizona Hold’em? —preguntó Gideon, ahora más interesado.

Ja, ja, muy listo.

—Texas Hold’em —dije.

¡Si creía que iba a pillarme con un truco tan burdo! El padre de Leslie nos había enseñado a jugar al póquer cuando teníamos doce años. Según él era muy importante que las chicas dominasen este juego, aunque nunca nos había explicado por qué. En todo caso, gracias a él conocíamos todos los trucos y éramos maestras en el arte de echarnos faroles. Y si bien Leslie se seguía rascando la nariz siempre que tenía una buena mano, yo era la única que lo sabía.

—También Omaha, pero no tan a menudo, —me incliné hacia él y añadí en tono confidencial— ¿sabes?, en casa los juegos de azar están prohibidos. Mi abuela ha impuesto reglas estrictas con respeto a eso. En realidad la tía Maddy, mister Bernhard, Nick y yo empezamos a jugar solo como una forma de protesta y por pura cabezonería. Pero luego lo fuimos encontrando cada vez más divertido.

Gideon enarcó una ceja. Parecía, en cierta forma, impresionado.

Y la verdad es que tenía motivos.

—Tal vez Arista tenga razón y el juego sea la madre de todos los vicios. —Continué, sintiéndome realmente en mi elemento—. Primero solo jugábamos con caramelos de limón, pero las apuestas se fueron haciendo cada vez más altas. La semana pasada mi hermano perdió toda su paga. ¡Si se enterara Lady Arista! —Me incliné un poco más adelante y le miré a los ojos—. De modo que no se te ocurra explicárselo a Charlotte, se chivaría de inmediato ¡Prefiero que siga inventando historias sobre cronógrafos robados!

Extremadamente satisfecha conmigo misma, volví a sentarme bien erguida.

Gideon seguía pareciendo impresionado. Me miró un rato sin decir nada, y luego, de repente, extendió la mano y me acarició el cabello. De repente perdí todo mi aplomo.

—¡Aparta! —¡Realmente era capaz de utilizar cualquier truco para conseguir lo que quería!—. ¿Qué has venido a hacer aquí en realidad? ¡Yo no necesito ninguna compañía! —Por desgracia sonó mucho menos contundente de lo previsto; de hecho sonó incluso un poco lastimero—. ¿No deberías estar en una de tus misiones secretas extrayéndole sangre a la gente?

—¿Te refieres a la «operación Bombachos» de ayer por la tarde? —Dejó de acariciarme, pero enseguida me cogió un mechón de pelo entre sus dedos y empezó a jugar con él—. Ya se ha ejecutado. La sangre de Elaine Burghley se encuentra en el cronógrafo. —Durante dos segundos se quedó mirando el vacío con aire triste, pero enseguida se rehízo y añadió—. Aún faltan los tres irreductibles, Lady Tilney, Lucy y Paul. Pero como ahora sabemos cuál es la época base de Lucy y Paul y bajo qué nombre han vivido, conseguirla es cuestión de puro trámite. Y en cuanto a Lady Tilney, me ocuparé personalmente de ella mañana mismo a primera hora.

—Pensaba que quizá habías empezado a dudar de que todo esto fuera correcto —dije liberando mis cabellos de su mano—. ¿Qué pasa si Lucy y Paul tienen razón en lo de que el círculo de sangre no debe cerrarse nunca? Tú mismo afirmaste que existía esa posibilidad.

—Es verdad. Pero no tengo intención de decírselo a los vigilantes. Tú eres la única persona a la que he hablado de esto.

Vaya, una jugada psicológica sumamente refinada «Eres la única en quien confío».

Pero yo también podía ser refinada cuando quería. (¡Solo había que pensar en la historia del póquer!)

—Lucy y Paul dijeron que el conde no era de fiar. Que tiene intenciones ocultas. ¿Lo crees tú también ahora?

Gideon sacudió la cabeza. De pronto se había puesto muy serio.

—No. No creo que sea malvado. Solo creo. —Dudó—. Supongo que supedita el bien de un individuo al bien general.

—¿También el suyo propio?

En lugar de responder, volvió a extender la mano. Y esta vez enrolló mi mechón en torno a su dedo como si fuera un rulo. Finalmente me dijo:

—Suponiendo que pudieras desarrollar un descubrimiento sensacional, qué sé yo, por ejemplo un remedio para el cáncer y el sida y todas las demás enfermedades del mundo, pero para eso tuvieras que hacer que muriera una persona, ¿lo harías?

¿Alguien debía de morir? ¿Era esa la razón de que Lucy y Paul hubieran robado el cronógrafo? «Por que el precio que había que pagar les parecía demasiado alto», oí la voz de mi madre. ¿El precio era una vida humana? Enseguida surgieron en mi mente las pertinentes escenas de películas con cruces invertidas, altares en los que se realizaban sacrificios humanos y hombres con capuchas que murmuraban conjuros babilónicos. Algo que no parecía encajar demasiado con los vigilantes, tal vez con un par de excepciones.

Gideon me miró expectante.

—¿Sacrificar una vida humana para salvar muchas? —Murmuré yo—. No, no creo que el precio sea demasiado alto, mirándolo de un modo totalmente pragmático. ¿Tú crees que sí?

Gideon no dijo nada durante un buen rato; se limitó a deslizar su mirada por mi rostro y seguir jugando con mi mechón de pelo.

—Sí, lo creo —dijo finalmente—. El fin no siempre justifica los medios.

—¿Significa eso que ahora ya no haces lo que el conde exige de ti? —Exploté (reconozco que sin mucho refinamiento)—. ¿Cómo, por ejemplo, jugar con mis sentimientos? ¿O con mi pelo?

Gideon apartó la mano de mis cabellos y la miró extrañado, como si no le perteneciera.

—Yo no he… El conde no me ordenó que jugara con tus sentimientos.

—Ah, ¿no? —De golpe estaba de nuevo terriblemente furiosa con él—. Pues a mí sí me lo dijo. Me explicó lo impresionado que estaba de que hubieras hecho tu trabajo a pesar de haber tenido tan poco tiempo para manipular mis sentimientos y de haber malgastado antes estúpidamente tantas energías en una víctima equivocada, es decir, con Charlotte.

Gideon suspiró y se frotó la frente con el dorso de la mano.

—Es verdad que el conde y yo mantuvimos un par de conversaciones sobre…, bueno, conversaciones entre hombres. Él es de la opinión (¡el hombre vivió hace más de doscientos años, creo que se le puede perdonar!) que el comportamiento de las mujeres está determinado exclusivamente por sus emociones, mientras que el de los hombres se deja guiar solo por la razón, y que por eso sería mejor que mi compañera de saltos estuviera enamorada de mí, para que, en caso de peligro, pudiera controlar su comportamiento. Y yo pensé…

—Y tú pensaste —le interrumpí furiosa—. ¡Pues muy bien, también me encargaré de que esto funcione!

Gideon desenredó sus largas piernas, se levantó y empezó a caminar arriba y abajo por la habitación. Por alguna razón de repente parecía trastornado.

—Gwendolyn, yo no te he forzado a nada, ¿verdad? Al contrario, te he tratado fatal un montón de veces.

Me quedé mirándole fijamente, muda de indignación.

—¿Y crees que por eso ahora tengo que estarte agradecida?

—Claro que no —dijo—. O tal vez sí.

—¿Y ahora de qué va esto?

Me miró con los ojos echando chispas.

—¿Por qué a las chicas les gustan tanto los tipos que las tratan como una mierda? Los chicos simpáticos y amables parece que no sean ni la mitad de interesantes. Viendo estas cosas, a veces resulta difícil tenerles respeto —siguió caminando a grandes zancadas por la habitación, pisando con rabia— sobre todo cuando uno se da cuenta de que unas orejas de soplillo y una piel cubierta de pecas bastan para que no les concedan ni de lejos las mismas oportunidades que a los otros.

—Que cínico y superficial que eres.

Estaba totalmente desconcertada por el rumbo que había tomado de repente la conversación.

Gideon se encogió de hombros.

—Habría de preguntarse quién es aquí el superficial. ¿O te habrías dejado besar por mister Marley?

Por un momento me quedé absolutamente perpleja. Tal vez en sus palabras hubiera una minúscula parte de verdad… Pero luego sacudí la cabeza.

—En tu impresionante argumentación te has olvidado de algo decisivo. Aunque estés libre de pecas. —Y por cierto felicidades por tener una imagen tan buena de ti mismo—, yo no me habría dejado besar si no me hubieras engañado y hubieras simulado que sentías algo por mí. —Mis ojos se llenaron de lágrimas, pero hice un esfuerzo y seguí hablando con voz temblorosa—. Si no fuera por eso, yo no me habría… enamorado de ti. Y si lo hubiera hecho, al menos no lo habría dejado traslucir.

Gideon se apartó de mí. Durante un momento permaneció absolutamente inmóvil, y luego golpeó la pared con los puños con todas sus fuerzas.

—Maldita sea, Gwendolyn —dijo con los dientes apretados—. ¿Y tú te has atenido a la verdad en un trato conmigo? ¿No crees que ha sido justo lo contrario, que me has mentido siempre que te ha convenido?

Mientras buscaba una respuesta —Gideon era realmente un maestro en dar la vuelta a las cosas—. Noté la ya familiar sensación de vértigo, pero esta vez más fuerte que en ninguna de las otras ocasiones. Asustada, apreté a Anna Karenina contra mi pecho. Para agarrar la cesta seguramente ya era demasiado tarde.

—Aunque te dejaste besar, nunca confiaste en mí —oí que decía Gideon.

Y el resto ya no lo oí, porque un instante después aterricé en el presente y tuve que concentrar todas mis energías en no vomitar sobre los zapatos de mister Marley.

Cuando por fin conseguí controlar mi estómago, vi que Gideon también había saltado de vuelta. Estaba apoyado con la espalda contra la pared. De su rostro había desaparecido todo rastro de ira, y sonreía melancólicamente.

—Me encantaría asistir alguna vez a una de vuestras partidas de póquer, soy bastante bueno echándome faroles.

Y, acto seguido, abandonó la habitación sin mirarnos.

De las Actas de la Inquisición del padre dominicano Gian Petro Baribi.

Archivo de la biblioteca Universitaria de Padua.

(Descifrado, traducido y adaptado por el doctor M. Giordano)

25 de Junio de 1542, sigo investigando en el convento S. El caso de la Joven Elisabetta, que, según su propio padre, lleva en su seno el hijo de un demonio. En mi informe al superior de la congregación no he ocultado mis dudas sobre la validez de esta afirmación, ya que sospecho que M. —Por expresarlo benévolamente— posee cierta propensión a las transfiguraciones religiosas y a sentirse llamado por Dios Nuestro Señor a erradicar el mal de este Mundo, y al parecer prefiere culpar a su hija de brujería antes que aceptar que su conducta no responde con sus expectativas. Pero ya he mencionado en otro lugar sus buenas relaciones con R. M., y su influencia en esta región es considerable, por lo que aún no podemos dar el caso por cerrado. La toma de declaración de los testigos fue un auténtico escarnio. Dos jóvenes compañeras de escuela de Elisabetta confirmaron la declaración del conde sobre la aparición de un demonio en el jardín del convento. La pequeña Sofía —que no pudo explicar de una forma realmente creíble por qué se encontraba por casualidad a medianoche oculta en un matorral en el jardín— describió a un gigante con cuernos, ojos como brasas y pies equinos, que curiosamente tocó una serenata para Elisabetta con un violín antes de deshonrarla. La otra testigo, una amiga íntima de Elisabetta, me produjo, en cambio, la impresión de ser una persona mucho más razonable. Habló de un joven bien vestido y de elevada estatura, que sedujo a Elisabetta con hermosas palabras. Según dijo, este personaje surgió de la nada y luego de disolverse de nuevo en el aire, algo que, sin embargo, ella ya no llegó a ver. Elisabetta por su parte, me confió que el joven que superó con tanta facilidad los obstáculos que representaban los muros del convento no tenía cuernos ni pies equinos, sino que procedía de una familia respetable, y que incluso sabía su nombre. Ya estaba celebrando la oportunidad que se me presentaba de poner término a este asunto y llegar a una conclusión cuando añadió que, por desgracia, no podía establecer contacto con él porque había llegado a ella volando desde el futuro, para ser exactos desde el año del Señor de 1723. Confío en que se comprenda mi desesperación ante el estado mental de las personas que me rodean, y solo espero que el superior de la Congregación reclame lo más pronto posible mi vuelta a Florencia, donde me aguardan casos auténticos.

Ir a la siguiente página

Report Page