Esmeralda

Esmeralda


Capítulo 8

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Resplandecientes aves del paraíso, flores y hojas en tonos azules y plateados trepaban por el corpiño de brocado, las mangas y la falda eran de una pesada seda azul nocturno que con cada paso que daba crujía y susurraba como el mar en un día tormentoso. Estaba claro que cualquiera habría parecido una princesa con ese vestido, pero de todos modos me quedé asombrada al contemplar mi imagen en el espejo.

—¡Es… increíblemente bonito! —murmuré con reverencia.

Xemerius, que estaba sobre un retal de brocado junto a la máquina de coser hurgándose la nariz, lanzó un resoplido.

—¡Chicas! —dijo—. Primero se defienden con uñas y dientes para no ir al baile, y en cuanto les ponen cuatro trapos encima casi se hacen pis de la emoción.

Le ignoré y me volví hacia la creadora de la obra maestra.

—Pero el otro vestido también era perfecto, madame Rossini.

—Sí, lo sé —sonrió satisfecha—. Podemos utilizarlo en otra ocasión si quieres.

—¡Madame Rossini, es usted una artista! —dije con fervor.

N’est-ce pas? —Me guiñó un ojo—. Y como artista una está autorizada a cambiar de opinión. El otro vestido en conjunto me pareció demasiado pálido con la peluca blanca; una tez como la tuya requiere fuertes… comment on dit? ¡Contrastes!

—¡Ah, es verdad! La peluca —suspiré—. Volverá a estropearlo todo, ¿podría hacerme una foto antes?

—Bien sur. —Madame Rossini me acomodó sobre un taburete ante el tocador y le tendí el móvil. Xemerius desplegó las alas de murciélago, me pasó por encima aleteando y efectuó un aterrizaje un poco accidentado justo ante la cabeza de porcelana con la peluca.

—Supongo que ya sabes lo que corre habitualmente por estos postizos, ¿no? —Echó la cabeza hacia atrás y contempló la torre empolvada de blanco—. Ladillas seguro. Polillas, probablemente. Y a veces también cosas peores —levantó teatralmente las patas—. Solo pronunciaré un nombre: TARÁNTULA.

Reprimí un comentario sobre lo anticuadas que resultaban en nuestros tiempos esas leyendas urbanas y bostecé ostensiblemente.

Xemerius puso las patas en jarras.

—¡Es verdad! —exclamó—. Y no solo deberías estar pendiente de las arañas, sino también de determinados condes; te lo digo por si tu entusiasmo por los trapitos te lo ha hecho olvidar.

En eso, por desgracia, tenía razón; pero ese día, recién recuperada de mi enfermedad e inmediatamente declarada apta para el baile por los Vigilantes, solo quería una cosa: pensar positivamente. ¿Y qué lugar podía haber más apropiado que el taller de madame Rossini?

Dirigí una mirada severa a Xemerius y deslicé la vista por los colgadores repletos. Cada vestido era más bonito que el anterior.

—¿No tendrá por casualidad algo verde? —pregunté esperanzada, pensando en la fiesta de Cynthia y en los disfraces de marciano que Leslie había ideado para nosotras «Solo necesitamos bolsas de basura verdes. Unos limpiadores de pipa, latas de conserva vacías y unas cuantas bolas de porexpán —había dicho—. Con una grapadora y una pistola para pegamento nos convertiremos en un abrir y cerrar de ojos en unos marcianos vintage superguays. En obras de arte moderno, podríamos decir. Y no nos costará ni un penique».

—¿Verde? Mais oui —dijo madame Rossini—. Cuando todos pensaban aún que la palo de escoba pelirroja viajaría en el tiempo, utilicé muchos tonos verdes porque combinaban a la perfección con los cabellos rojos, y naturalmente también con los ojos verdes del joven rebelde.

—Oh, oh —dijo Xemerius amenazándola con la zarpa—. ¡Zona prohibida, querida, peligro de accidente!

Y tenía razón. Definitivamente, el joven gusano rebelde no formaba parte de la lista de cosas positivas en las que quería pensar. (Aunque, si al final Gideon se dejaba caer por la fiesta con Charlotte, yo no iba a pasearme por allí enfundada en unas bolsas de basura, pensara lo que pensara Leslie sobre lo que es guay y sobre el arte moderno).

Madame Rossini cepilló mis largos cabellos y me los ató en la coronilla con una goma para el pelo.

—Esta noche, por cierto, también irá de verde, en verde mar oscuro; he estado horas dándole vueltas a la cabeza para elegir la tela de modo que vuestros colores no desentonaran. Y al final he vuelto a comprobar todo otra vez a la luz de las velas. Absolument onirique. Juntos parecéis el rey y la reina de los mares.

—Absolinmong —graznó Xemerius—. Y si no os morís antes, tendréis muchos principitos y princesitas de los mares.

Suspiré. ¿No debería estar en casa vigilando a Charlotte? Pero Xemerius no quiso renunciar de ningún modo a acompañarme a Temple y de alguna manera aquello también era un detalle por su parte. Xemerius sabía muy bien que ese baile me daba miedo.

Madame Rossini arrugó la frente, concentrada, mientras me dividía el cabello en tres tiras y formaba con ellas una trenza, que fijó luego con un moño de alfileres.

—¿Verde, dices? Déjame que piense. Tenemos pog ejemplo, un vestido de montar para finales del siglo XVIII de terciopelo verde, y demás (¡oh! Ese me quedó super bien) un traje de noche de 1922, seda verde Nilo con sombgegó a juego y un bogso, très chic. Y también copié algunos vestidos de Balenciaga que llevó Grace Kelly en los sesenta. La joya de la corona es un vestido de baile del color de las hojas del rosal. También te sentaría de maravilla.

Levanté la peluca con cuidado. Blanco nieve y adornada con cintas azules, y flores de brocado. Me recordaba un poco a un pastel de boda de varios pisos. Incluso despedía una aroma a vainilla y naranjas. Hábilmente, madame Rossini me encasquetó el pastel sobre el nido de pájaros de mi coronilla, y cuando volví a mirarme en el espejo, apenas pude reconocerme a mí misma.

—Ahora parezco una mezcla de María Antonieta y mi abuela —dije—. Y con estas cejas oscuras, también tengo un punto de pirata Barbanegra disfrazada de mujer.

—Tonterías —me contradijo madame Rossini mientras fijaba la peluca con unas horquillas enormes, las cuales parecían pequeños puñales, con esas piedras de vidrio brillantes en el extremo que centellaban como estrellas azules en la estructura rizada—. Es una cuestión de contrastes, cuellecito de cisne, los contrastes son lo más importante. —Señaló la caja de maquillaje abierta que se encontraba sobre la cómoda—. Y ahora añadimos el make-up (los smokey eyes también estaban muy en vogue en el siglo XVIII a la luz de las velas), un toque de polvos, et parfaitement! ¡Una vez más serás la más hermosa de la fiesta!

Lo que naturalmente ella no podía saber ya que nunca había estado presente para verlo.

—¡Es usted tan cariñosa conmigo, madame Rossini! —Le sonreí—. ¡Y usted es la mejor! Deberían concederle un Oscar al mejor vestuario.

—Lo sé —dijo madame Rossini modestamente—. ¡Lo importante es que entres con la cabeza por delante y luego salgas con la cabeza por delante, tocinito de cielo!

Madame Rossini me acompañó hasta la limusina y me ayudó a subir al coche. Me sentía un poco como Marge Simpson, solo que mi torre de pelo era blanca y no azul y, por suerte, el techo del coche era bastante alto.

—Parece increíble que una persona tan delgada pueda necesitar tanto espacio —dijo mister George sonriendo cuando por fin conseguí extender ordenadamente mi falda sobre el asiento.

—Sí, ¿verdad? Para andar con estos vestidos se debería solicitar un código postal propio.

Para despedirse, madame Rossini me lanzó un gracioso besito con la mano. ¡Esa mujer era realmente un encanto! En su presencia siempre me olvidaba por completo de lo horrorosa que era mi vida en realidad.

El coche arrancó y en el mismo instante la puerta del cuartel general de los Vigilantes se abrió de golpe y Giordano salió disparado del edificio. Sus cejas afeitadas estaban en posición vertical y bajo su bronceado artificial debía estar pálido como un muerto. Su boca morcillón se abría y se cerraba sin parar, lo que le daba un aspecto de pez abisal amenazado de muerte. Afortunadamente, no pude oír lo que le decía a madame Rossini, pero podía imaginármelo. «Un desastre de muchacha. Ni idea de historia ni de bailar el minué. Hará que nos avergoncemos con su falta de juicio. Una vergüenza para la humanidad».

Madame Rossini le dirigió una sonrisa almibarada y le dijo algo que le hizo cerrar bruscamente su boca de pez. Por desgracia, los perdí de vista cuando el conductor giró para entrar en el callejón que conducía a Strand.

Sonriendo, me recliné en el asiento, pero durante el viaje mi optimista estado de ánimo se diluyó rápidamente y me fui sintiendo cada vez más nerviosa y asustada. Todo me daba miedo: la incertidumbre sobre lo que podía pasar, la presencia de tantas personas, las miradas, las preguntas, el baile y, sobre todo, naturalmente, mi nuevo encuentro con el conde. Esa noche sin ir más lejos esos miedos me habían perseguido en sueños, de modo que ya podía darme por satisfecha por haber soñado unas historias particularmente embrolladas: había tropezado con mi propia falda y había caído rodando por unas enormes escaleras para aterrizar directamente ante los pies del conde de Saint Germain, —sin tocarme— me había ayudado a levantarme sujetándome por la garganta. Mientras lo hacía gritaba extrañamente con la voz de Charlotte: «Eres una vergüenza para toda la familia». Y junto a él estaba mister Marley, que sostenía en alto la mochila de Leslie y decía en tono de reproche: «Solo queda una libra veinte en la Oystercard».

«Qué injusto. ¡Si acababa de hacer un ingreso!», me había dicho Leslie por la mañana, partiéndose de risa cuando le expliqué mi sueño en la clase de geografía.

Aunque la verdad es que tampoco había que ir muy lejos para saber de dónde venía aquello: el día anterior le habían robado la mochila después de salir de la escuela, justo en el momento en que iba a subir al autobús. Se la había arrancado brutalmente de la espalda un hombre joven que según Leslie podía correr todavía más rápido que Dwain Chambers.

A estas alturas ya estábamos bastante escaldadas por lo que hacía a los Vigilantes. Y tampoco esperábamos otra cosa de Charlotte, que sin duda se ocultaba (indirectamente) detrás de aquello. Aunque así y todo encontramos el método… digamos… un poco burdo. Pero, por si aún nos faltaba una prueba, esta nos la proporcionó el hecho de que la mujer que estaba junto a Leslie llevaba un bolso de Hermés. Quiero decir que, con la mano en el corazón, ¿a qué ladrón, por poco bueno que sea, se le va ocurrir robar una mochila destrozada en lugar de un Hermés?

Según Xemerius, el día anterior Charlotte había registrado mi habitación en busca del cronógrafo en cuanto yo salí de casa y no dejó ni un rincón por resolver. Incluso miró debajo de la almohada (un escondite francamente original). Al final, después de una meticulosa inspección de mi armario, descubrió la placa de cartón enyesado suelta y reptó hasta el trastero con una sonrisa triunfal dibujada en el rostro (en palabras de Xemerius), sin que la presencia de la hermana de mi pequeña amiga la araña (también en palabras de Xemerius) la intimidara lo más mínimo. Y tampoco tuvo ningún reparo en hundir las manos en las tripas del cocodrilo.

Bueno. Si lo hubiera hecho un día antes aún le habría servido de algo, pero, como decía siempre lady Arista, la vida castiga a los que llegan tarde. De modo que después de salir gateando, frustrada de mi armario, Charlotte apuntó hacia Leslie, lo que le costó la mochila a mi amiga. El resultado era que los Vigilantes se encontraban en posesión de una Oystercard recién recargada, una carpetita, un lipgloss tono cherry y unos libros de la biblioteca sobre la expansión del delta del Ganges oriental, pero de ninguna otra cosa.

Ni siquiera Charlotte, por más que lo había intentado, consiguió disimular del todo la derrota tras la habitual pose arrogante con que esa mañana se presentó a desayunar. Lady Arista, en cambio, tuvo al menos la grandeza de reconocer su error.

—El arca está de nuevo de camino a casa —explicó fríamente—. Por lo que se ve, Charlotte tiene los nervios un poco alterados, tengo que admitir que me equivoqué al conceder crédito a sus suposiciones. Y ahora deberíamos dar este asunto por zanjado y cambiar de tema.

Aquello (en todo caso para lo que podía esperarse de lady Arista) era una disculpa en toda regla. Mientras Charlotte escuchaba esas palabras con el cuerpo en tensión y la mirada fija en el plato, los demás intercambiamos miradas cómplices y a continuación nos concentramos obedientemente en el único otro tema que se nos había ocurrido así de repente: el tiempo.

Solo tía Glenda, a la que le habían salido en el cuello unas manchas de un rojo intenso, se resistió a dejar que Charlotte cargara con las culpas.

—Más bien deberías agradecerle que siempre se sienta responsable y esté atenta a todo, en lugar de hacerle reproches —no pudo evitar soltar—. ¿Cómo es esa frase tan bonita? La flor del agradecimiento no dura más que un momento. Estoy convencida de que…

Pero no llegamos a saber de qué estaba convencida la tía Glenda, porque lady Arista le dijo con voz gélida:

—Si no quieres cambiar de tema, Glenda, naturalmente eres libre de abandonar la mesa.

Lo que efectivamente hizo tía Glenda, acompañada de Charlotte, tras asegurar que ya no tenía hambre.

—¿Todo va bien? —Mister George, que estaba sentado frente a mí (en realidad más bien oblicuamente frente a mí porque mi falda era tan ancha que ocupaba la mitad del coche) y hasta ese momento no había querido distraerme de mis pensamientos, me sonreía—. ¿Te ha dado el doctor White algo contra el pánico escénico?

Sacudí la cabeza.

—No —dije—. Me daba demasiado miedo pensar que podía empezar a ver doble en el siglo XVIII —o algo peor, pero eso sería mejor que me lo callara; porque en la soirée del último domingo, en la que solo había podido conservar la calma gracias al ponche de lady Brompton, ese mismo ponche me había llevado a cantar ante un montón de invitados perplejos «Memory» de Cats unos doscientos años antes de que Andrew Lloyd Webber la hubiera compuesto, y además había estado conversando ante todo el mundo con un fantasma, lo que seguro que no me habría ocurrido si hubiera estado sobria.

Había confiado en que podría estar al menos unos minutos a solas con el doctor White para preguntarle por qué me había ayudado, pero solo había tenido ocasión de verlo cuando me había examinado en presencia de Falk de Villiers y, para alegría general, me había declarado curada. Y luego, cuando, al despedirme, le había hecho un guiño cómplice, se había limitado a arrugar la frente y a preguntarme si se me había metido algo en el ojo. Suspiré al recordarlo.

—No te preocupes —dijo mister George compasivamente—. Dentro de poco estarás otra vez aquí; piensa que antes de la cena ya lo habrás dejado todo atrás.

—Pero hasta entonces puedo hacer un montón de cosas mal, o incluso desencadenar una crisis de alcance mundial. Pregúntele a Giordano. Una sonrisa equivocada, una reverencia equivocada, una información equivocada, ¡y puf! El siglo XVIII en llamas.

Mister George rio.

—Bah, Giordano solo está celoso. ¡Mataría por viajar en el tiempo!

Acaricié la suave seda de mi falda y seguí las líneas bordadas con las puntas de los dedos.

—En serio, sigo sin entender por qué es tan importante ese baile. La verdad es que aún no sé qué voy a buscar ahí en realidad.

—¿Quieres decir aparte de bailar y divertirte y disfrutar del privilegio de poder ver con tus propios ojos a la famosa duquesa de Devonshire? —Al ver que no le devolvía la sonrisa, mister George se puso serio de repente, se sacó el pañuelo del bolsillo del pecho y se secó la frente dándose unos toquecitos—. ¡Ay querida! Este baile es excepcionalmente importante porque en el transcurso del mismo debe revelarse quién es el traidor entre las filas de los Vigilantes que transmite información a la Alianza Florentina. Gracias a vuestra presencia, el conde confía en hacer salir a la luz tanto a lord Alastair como al traidor.

Bueno, al menos eso era un poco más específico que lo de Anna Karenina.

—De modo que, mirándolo bien, nosotros dos somos un cebo. —Arrugué la frente—. Pero… ¿no deberían saber hace tiempo si el plan ha funcionado? ¿Y quién es el traidor? De hecho, todo esto pasó hace doscientos treinta años.

—Sí y no —replicó mister George—. Por alguna razón, los informes de los Anales de esos días y semanas son extremadamente confusos. Además, falta toda una parte. Aunque se habla varias veces del traidor, que ocupaba un cargo importante y fue apartado de sus funciones, su nombre no se menciona. Y cuatro semanas después se dice lapidariamente en una frase subordinada que nadie rindió los últimos honores al traidor, dado que no lo merecía.

Una vez más se me puso la carne de gallina.

—¿Cuatro semanas después de ser expulsado de la logia el traidor estaba muerto? Qué… práctico —dije.

Pero mister George ya no me escuchaba y golpeaba la ventanilla para avisar al conductor.

—Me temo que el portal es demasiado estrecho para la limusina. Será mejor que entre en el patio de la escuela por la entrada lateral. —Me sonrió—. ¡Ya hemos llegado! Y por cierto, estás encantadora, llevaba rato que quería decírtelo. Como salida de una pintura antigua.

El coche frenó ante la escalera de la entrada.

—Solo que mucho, mucho más guapa —dijo mister George.

—Gracias.

De puro azoramiento me olvidé completamente de lo que me había dicho madame Rossini:

«Siempre con la cabeza por delante, tocinito de cielo», y cometí el error de bajar del coche como hacía siempre. Lo que condujo a que me enredara sin remedio en mi falda y me sintiera como la abeja Maya en la telaraña de Tecla. Mientras maldecía y mister George reía entre dientes sin hacer nada, vi que me tendían dos manos salvadoras desde fuera, y como no tenía opción, las sujeté, y dejé que tiraran de mí y me pusieran en pie.

Una de las manos pertenecía a Gideon y la otra a mister Whitman; y las solté como si me hubieran quemado.

—Hummm… gracias —murmuré mientras me alisaba el vestido a toda prisa y trataba de recuperar mis pulsaciones normales.

Entonces observé con más atención a Gideon y no pude contener una sonrisa. Aunque madame Rossini no había exagerado al ponderar la belleza de la tela verde mar y la suntuosa levita que se adaptaba a la perfección a los anchos hombros de Gideon sin formar ni una arruga y él estaba realmente resplandeciente de la cabeza a los zapatos con hebillas, la peluca blanca destrozaba todo el efecto.

—Y yo que pensaba que era la única que iba a hacer el payaso —dije.

Le centellaron los ojos mientras replicaba divertido:

—Pues aún he podido convencer Giordano de que se olvidara de los polvos y los falsos lunares.

Bueno, la verdad es que ya estaba bastante pálido. Durante un segundo más o menos me perdí en la contemplación de las elegantes líneas de su mentón y sus labios, y luego me rehíce y le dirigí una mirada sombría.

—Los demás esperan abajo, será mejor que nos apresuremos antes de que se forme una aglomeración —dijo mister Whitman, y lanzó una mirada a la acera, donde dos damas con sendos perros se habían parado y nos miraban con curiosidad. Si los Vigilantes no querían llamar la atención, pensé, tal vez sería mejor que utilizaran unos coches más discretos. Y naturalmente, que no hicieran circular tan a menudo por el barrio a gente extrañamente disfrazada.

Gideon me tendió la mano, pero en el mismo instante oí un ruido sordo a mi espalda y me volví. Xemerius había aterrizado sobre el techo del coche, donde permaneció tendido un momento, plano como una lapa.

—Habríais podido esperarme, ¿no? —dijo jadeando. Si no le entendí mal, en Temple no había podido unirse a nosotros a tiempo porque le había retrasado un gato—. ¡He tenido que hacer todo el camino volando! Quería despedirme de ti antes que te fueras.

Se irguió sobre sus patas, saltó a mi hombro y sentí algo así como un abrazo húmedo y frío.

—Adelante, gran maestre de la orden del Cerdo de Ganchillo. No olvides pisar como se merece durante el minué a aquel-cuyo-nombre-no-podemos-pronunciar —dijo lanzando una mirada de desdén a Gideon—. Y ve con cuidado con el conde. —Había preocupación en su voz. Tragué saliva, pero inmediatamente añadió—: Si la pifias, ya verás cómo te las arreglas sin mí en el futuro, porque yo me buscaré a otra persona.

Me dirigió una mueca de descaro y salió zumbando hacia los perros que se soltaron de sus correas y huyeron con el rabo entre las piernas.

—Gwendolyn, ¿estás soñando? —Gideon me tendió el brazo—. ¡Quiero decir, miss Gray, naturalmente! Si quiere hacer el favor de acompañarme al año 1782.

—Olvídalo, no pienso empezar con la comedia hasta que estemos allí —dije en voz baja para que mister George y mister Whitman, que caminaban delante de nosotros, no pudieran oírlo—. Mientras tanto me gustaría reducir al mínimo el contacto contigo, si no tienes inconveniente. Además, conozco muy bien el camino, al fin y al cabo es mi escuela.

Una escuela que, ese viernes por la tarde estaba como muerta. En el vestíbulo nos tropezamos con el director Gilles, que arrastraba un carrito de golf y ya había cambiado su traje por unos pantalones a cuadros y un polo. Sin embargo, nuestro director no había querido perderse la ocasión de saludar cordialmente a los miembros del «grupo de teatro aficionado de nuestro querido mister Whitman», y además uno por uno y con un apretón de manos.

—Como un gran amante del arte que soy, para mí es un placer poner a su disposición nuestra escuela para sus ensayos mientras su sala no pueda utilizarse. ¡Oh, que encantadores disfraces! —Cuando llegó ante mí, dio un respingo—. ¡Vaya! Yo conozco esta cara. ¿No eres una de las chicas malas de la rana?

Me esforcé por sonreír.

—Sí, director Gilles.

—En fin, me alegro de que hayas descubierto una afición tan bonita e interesante. Así seguro que en adelante no se te ocurrirán más ideas tontas. —Sonrió jovialmente a todo el grupo—. Bien, pues les deseo mucho éxito o mucha mierda, ¿no es eso lo que se desea a la gente del teatro?

Y dicho esto, nos saludó una vez más alegremente con la mano y desapareció junto con su carrito por la puerta, rumbo al fin de semana. Le seguí con la mirada sintiendo un poco de envidia. Por una vez me habría cambiado gustosamente por él, aunque para eso hubiera tenido que convertirme en un valaco de mediana edad con pantalones de cuadros.

—¿Chica mala de la rana? —repitió Gideon mientras bajábamos hacia el sótano mirándome de reojo.

Centré toda mi atención en levantar lo suficiente mi crujiente falda para no tropezar con ella.

—Hace unos años mi amiga Leslie y yo nos vimos forzadas a colocar una rana en la sopa de una compañera, y por desgracia al director Gilles el suceso se le quedó grabado.

—¿Os vistes forzadas a colocar una rana en la sopa de una compañera?

—Sí —repliqué muy digna—. Por razones pedagógicas a veces se tienen que hacer cosas que vistas desde fuera pueden parecer extrañas.

En el taller artístico del sótano justo bajo una cita de Edgar Degas pintada en la pared que decía «Un cuadro se debe ejecutar con el mismo sentimiento con el que un criminal perpetra su crimen», ya se habían reunido en torno al cronógrafo los sospechosos habituales: Falk de Villiers, mister Marley y el doctor White, que en ese momento extendía sobre una de las mesas el instrumental médico. Me alegré de que al menos hubiéramos dejado a Giordano en Temple, donde probablemente aún estaría plantado en la escalera retorciéndose las manos.

Mister George me guiñó un ojo.

—Acabo de tener una idea —me susurró—. Si te encuentras en un aprieto y no sabes cómo salir del paso, no tienes más que desmayarte; en esa época las mujeres se desmayaban continuamente, sea por un corsé demasiado apretado o por el aire viciado, o porque sencillamente resultaba un recurso muy práctico, nadie puede decirlo con exactitud.

—Lo tendré presente —dije, y estuve tentada de probar de inmediato el truco de mister George. Pero, por desgracia, Gideon parecía haber adivinado mis intenciones, porque me cogió del brazo y sonrió suavemente.

Falk desenvolvió el cronógrafo, y cuando me llamó con un gesto, me resigné a mi destino, no sin rogar antes al cielo que lady Brompton hubiera comunicado el secreto de su ponche especial a su buena amiga, la honorable lady Pimplebottom.

Mis ideas sobre los bailes eran bastantes vagas. Y sobre los bailes históricos prácticamente inexistentes. Por eso no es de extrañar que, después de la visión de la tía Maddy y de mis sueños de esa mañana, esperara una mezcla de Lo que el viento se llevó y las fabulosas fiestas de María Antonieta, en las que la parte más bonita había sido que en el sueño yo me parecía asombrosamente a Kristen Dunst.

Pero antes de que pudiera verificar si mis ideas coincidían con la realidad teníamos que salir del sótano. (¡Otra vez! Solo esperaba que mis pantorrillas no sufrieran daños permanentes después de todo ese subir y bajar).

A pesar de todas mis críticas a los Vigilantes, tengo reconocer que esta vez habían organizado bien las cosas. Falk había ajustado el cronógrafo de modo que el baile que se celebraba sobre nosotros hacía horas que había comenzado.

Me sentí infinitamente aliviada al ver que no habría ningún desfile de invitados ante los anfitriones. En secreto tenía un miedo horrible a que a nuestra llegada un maestro de ceremonias golpeara el suelo con un bastón y nos anunciara pronunciado nuestro nombre falso en voz alta. O peor aún, que dijera la verdad «ladies and gentlemen, clonc, clonc. Gideon de Villiers y Gwendolyn Shepherd, impostores del siglo XXI. ¡Presten atención al hecho de que su corsé y su miriñaque no están fabricados con barba de ballena sino con fibra de carbono de alta tecnología! ¡Y, además, sus señorías han entrado en la casa a través del sótano!»

Que en ese caso, por cierto, era particularmente oscuro, de modo que, por desgracia, me vi obligada a darle la mano a Gideon, porque si no mi vestido y yo no habríamos conseguido llegar sanos y salvos arriba. Solo en la parte delantera del sótano, donde en mi instituto el corredor se desviaba hacia las sala de la mediateca, aparecieron algunas antorchas que proyectaban su luz vacilante sobre las paredes. Por lo que se veía, habían decidido instalar ahí las cámaras para guardar las provisiones, lo que, en vista del frío que hacía, sin duda era una elección acertada. Por pura curiosidad eché una ojeada a una de las salas adyacentes, me quedé estupefacta. ¡Nunca en mi vida había visto tales cantidades de comida! Al parecer, después del baile debía celebrarse una especie de banquete, porque las mesas y el suelo estaban cubiertos de infinidad de bandejas, fuentes y grandes tinas llenas con los más curiosos alimentos, muchos de ellos con una presentación extraordinariamente sofisticada y envueltos en una especie de oscilante budín transparente. Descubrí grandes cantidades de platos de carne preparados, que definitivamente olían demasiado fuerte para mi gusto, y además una impresionante variedad de dulces de todas las formas y tamaños y una figura de cisne dorado elaborada con sorprendente realismo.

—¡Uy mira, también ponen a enfriar la decoración de la mesa! —susurré.

Gideon tiro de mí hacia delante.

—¡No es ninguna decoración, es un cisne de verdad! Lo llaman plato de exhibición —me explicó en susurros, pero casi simultáneamente se estremeció y por desgracia, tengo que reconocerlo, a mí se me escapó un grito.

Detrás de una tarta de unos diecinueve pisos de altura con dos ruiseñores (muertos) como remate, había surgido de las sombras una figura que ahora se dirigía en silencio hacia nosotros con la espada desenvainada.

Era Rakoczy, que con sus dramáticas entradas en escena seguro que habría podido ganarse la vida en el pasaje del terror de cualquier parque de atracciones. La mano derecha del conde nos saludó con voz ronca.

—Seguidme —murmuró luego.

Mientras yo trataba de recuperarme del susto, Gideon preguntó enojado:

—¿No debería haber venido a recogernos hace rato?

Rakoczy prefirió eludir el tema lo que no me sorprendió especialmente. Era justo el tipo de persona incapaz de reconocer un error.

Sin decir palabra, cogió una antorcha del soporte, nos hizo una seña y se deslizó por un pasadizo lateral que conducía a una escalera.

Una música de violines y un rumor de voces llegaron hasta nuestros oídos y se fueron haciendo cada vez más intensos, hasta que, poco antes de llegar al final de la escalera, Rakoczy se despidió de nosotros diciendo:

—Desde la sombra velaré por vosotros con mi gente.

Luego desapareció, silencioso como un leopardo.

—Supongo que no ha recibido invitación —dije bromeando, aunque en realidad la idea de que en cada esquina oscura podía estar espiándonos alguno de los hombres de Rakoczy me ponía los pelos de punta.

—Naturalmente que está invitado, pero supongo que no quiere separarse de su espada, y en la sala de baile no están permitidas. —Gideon me repasó con la mirada—. ¿Aún tienes telarañas en el vestido?

Le miré indignada.

—No, pero tal vez tú tengas alguna en el cerebro —repliqué.

Pasé a su lado y abrí la puerta con cuidado.

Antes había estado pensando, preocupada, en cómo podríamos llegar al vestíbulo sin llamar la atención, pero cuando nos sumergimos en el barullo que organizaban los invitados al baile, me pregunté por qué nos habíamos tomado la molestia de aparecer en el sótano. Supongo que por puro hábito, porque habríamos podido saltar directamente arriba sin que nadie se enterara.

Mi amigo James no había exagerado. El hogar de lord y lady Pimplebottom era realmente suntuoso. Bajo los tapices de damasco, los estucados, las pinturas y los techos decorados con frescos de los que colgaban arañas de cristal, mi vieja escuela estaba irreconocible. Los suelos estaban revestidos de mosaico y cubiertos con gruesas alfombras, y en el camino al primer piso me pareció como si hubiera más pasillos y escaleras que en mi época.

Y estaba repleto de gente y de ruido. En nuestra época habrían suspendido la fiesta por exceso de ocupación o los vecinos habrían denunciado a los Pimplebottom por escándalo nocturno. Y eso que hasta ese momento solo habíamos visto el vestíbulo y los corredores.

Porque la sala de baile jugaba en otra liga. Ocupaba medio primer piso y estaba atestada de gente, reunida en grupitos o en largas filas para bailar. La sala zumbaba como una colmena con el ruido de sus voces y sus risas, aunque en realidad la comparación se quedaba corta, porque el número de decibelios seguro que alcanzaba al de un Jumbo despegando en Heathrow. Al fin y al cabo había unas cuatrocientas personas que tenían que hablarse a gritos, y la orquesta de veinte músicos de la tribuna tenía que imponerse al ruido que hacían. Todo el conjunto estaba iluminado por un número tan grande de velas que instintivamente busqué un extintor con la mirada.

Para abreviar, entre el baile y la soirée a la que habíamos asistido en casa de los Brompton existía la misma relación que entre un club nocturno y una reunión para tomar el té de la tía Maddy.

Nuestra aparición no llamó especialmente la atención, sobre todo porque en la sala había un continuo trasiego de gente que entraba y salía, si bien algunas de las pelucas blancas nos miraron con curiosidad, y Gideon me sujetó el brazo con más fuerza. Noté cómo me repasaban de arriba abajo, y sentí la urgente necesidad de volver a mirarme en un espejo para ver si no se me había quedado pegada alguna telaraña.

—Todo va bien —dijo Gideon—. Estás perfecta.

Carraspeé cohibida.

Gideon me miró desde todo lo alto que era sonriendo.

—¿Estás lista? —susurró.

—Estoy lista si tú lo estás —respondí sin reflexionar. Sencillamente me salió así, y por un momento pensé en lo bien que nos lo habíamos pasado antes de que él me traicionara de forma ignominiosa. Aunque, bien mirado, tampoco había sido tan divertido.

Un grupito de muchachas empezó a cuchichear cuando pasamos junto a ellas, no sé si por mi vestido o porque encontraban genial a Gideon. Procuré mantenerme lo más erguida posible. La peluca estaba sorprendentemente bien equilibrada y seguía cada movimiento de mi cabeza, aunque por el peso me imagino que podía compararse con una de esas jarras de agua que las mujeres africanas llevan sobre la coronilla. Mientras cruzábamos la sala, miré en todas direcciones para ver si encontraba a James. Al fin y al cabo, era el baile de sus padres; lo normal era que estuviera presente, ¿no? Gideon, que les sacaba un palmo a la mayoría de los hombres que se encontraban en la sala, enseguida localizó al conde de Saint Germain. Con su elegancia característica, el conde conversaba en un estrecho balcón con un hombrecillo vestido con ropas de colores vivos que me resultaba vagamente familiar.

Sin pensármelo, me hundí en una profunda reverencia, aunque inmediatamente me arrepentí al recordar cómo aquel hombre, con su voz suave, me había partido el corazón en diez mil pedacitos minúsculos en nuestro último encuentro.

—Mis queridos muchachos, puntuales como un reloj —dijo el conde, y nos indicó con un gesto que nos acercáramos.

A mí me obsequió con una condescendiente inclinación de cabeza (todo un honor, sin duda, dado que se suponía que como mujer yo tenía un cociente intelectual que iba, como mucho, de la puerta del balcón a la vela más próxima). Gideon, en cambio, se vio agraciado con un cordial abrazo.

—¿Qué me decís, Alcott? ¿Podéis reconocer algo de mi herencia en los rasgos de este apuesto joven?

El hombre del vestido de papagayo sacudió la cabeza sonriendo. Su cara larga y delgada no solo estaba empolvada, sino que además se había maquillado las mejillas con colorete como si fuera un payaso.

—Diría que existe cierta similitud en el porte.

—Oh, desde luego. ¿Cómo podría compararse mi envejecido rostro con uno tan joven como este? —El conde frunció los labios en una mueca irónica—. Los años han causado tales estragos en mis facciones que a veces me cuesta reconocerme en el espejo. —Se dio aire con un pañuelo—. Pero aún no os he presentado: el honorable Albert Alcott, actual primer secretario de la logia.

—Ya nos hemos encontrado antes en diversas ocasiones en nuestra visita a Temple —dijo Gideon inclinándose con una ligera reverencia.

—Ah, sí, es cierto —dio el conde sonriendo.

Y en ese momento también yo supe por qué el papagayo me resultaba familiar. El hombre nos había recibido en nuestro primer encuentro con el conde en Temple y había pedido el carruaje que nos había conducido a casa de lord Brompton.

—Por desgracia, os habéis perdido la entrada de la pareja ducal —dijo Alcott—. El peinado de su alteza ha despertado muchas envidias. Me temo que mañana los fabricantes de pelucas de Londres no darán abasto con tantos clientes.

—¡Una mujer realmente hermosa la duquesa! Qué lástima que se sienta inclinada a mezclarse en asuntos de hombres y en política. Alcott, ¿tendríais la amabilidad de ir a buscar algo de beber para los recién llegados?

Como casi siempre, el conde habló en un tono bajo y suave, pero, a pesar del ruido que nos rodeaba, se le entendía con absoluta claridad. Al escucharle sentí un escalofrío, y seguro que no era por el aire frío de la noche que entraba por el balcón.

—¡Naturalmente! —La obsequiosidad del primer secretario me hizo pensar en mister Marley—. ¿Vino blanco? Enseguida estaré de vuelta.

Vaya. No había ponche.

El conde esperó a que Alcott desapareciera en la sala de baile para llevarse la mano al bolsillo de la levita y sacar una carta sellada, que tendió a Gideon.

—Es una nota para tu gran maestre en la que hay algunas observaciones sobre nuestro próximo encuentro.

Gideon se guardó la carta y a cambio entregó al conde un sobre sellado.

—Contiene un informe detallado sobre los acontecimientos de los últimos días. Os alegrará saber que la sangre de Elaine Burghley y lady Tilney ya está registrada en el cronógrafo.

Me estremecí. ¿Lady Tilney? ¿Cómo se las había arreglado? En nuestro último encuentro no me había dado la sensación de que estuviera dispuesta a dar su sangre voluntariamente. Le miré de reojo enojada. ¿No le habría extraído la sangre por la fuerza? En mi imaginación la vi lanzándole, desesperada, cerdos de ganchillo a la cara.

El conde le palmeó el hombro.

—De modo que ya solo faltan Zafiro y Turmalina negra. —Se apoyó en su bastón, pero no había ni el menor indicio de debilidad en su gesto, todo lo contrario: en ese momento parecía increíblemente poderoso—. ¡Ah, si él supiera lo cerca que estamos de cambiar el mundo!

Con la cabeza señaló hacia la sala de baile, donde reconocí en el otro extremo a lord Alastair de la Florentina, tan cargado de joyas como la última vez. Incluso a esa distancia se podía percibir el fulgor de los pedruscos de sus numerosos anillos, igual que el odio que desprendía su mirada helada. Detrás de él se erguía amenazadoramente una figura vestida de negro, y esta vez no cometí el error de confundirla con un invitado. Se trataba de un espíritu, que pertenecía a lord Alastair como el pequeño Robert a mister White. Cuando el fantasma me vio, su boca empezó a moverse, y me alegré de que sus insultos no pudieran oírse desde el lugar donde nos encontrábamos. Ya tenía suficiente con que me visitara en sueños provocándome pesadillas.

—Ahí está, soñando con atravesarnos con su espada —dijo el conde, diríase que casi complacido—. De hecho, hace días que no piensa en otra cosa. Incluso ha conseguido introducir furtivamente su arma en esta sala de baile. —Se frotó la barbilla—. Por eso no baila ni se sienta, sino que se limita a caminar de un lado a otro rígidamente como un soldadito de plomo, esperando su oportunidad.

—Yo, en cambio, no he podido traerme conmigo mi espada —dijo Gideon en tono de reproche.

—No te preocupes muchacho, Rakoczy y los suyos no perderán de vista a Alastair. Esta noche podemos dejar el derramamiento de sangre para los valerosos kuruc.

Volví a mirar a lord Alastair y al espíritu vestido de negro, que en ese momento blandía su espada hacia mí con furor asesino.

—Pero supongo que no va a… aquí, ante todo el mundo… quiero decir, que tampoco en el siglo XVIII se podía asesinar sin más a la gente sin ser castigado, ¿no? —Tragué saliva—. ¿Supongo que lord Alastair no se arriesgaría a ir al cadalso por nosotros?

Durante unos segundos los oscuros ojos del conde quedaron ocultos bajo los pesados párpados, como si se estuviera concentrando en los pensamientos de su adversario.

—No, para eso es demasiado astuto —contestó lentamente—. Pero también sabe que no tendrá demasiadas oportunidades de teneros de nuevo a punta de espada. No dejará pasar la ocasión sin intentar algo. Y como solo una persona, ¡el hombre de quien sospecho que es el traidor que se oculta en nuestras filas!, ha sido informada por mí de la hora en que vosotros dos, desarmados y solos, tendréis que volver al sótano para vuestro viaje de vuelta, ya veremos qué ocurre…

—¿Qué? —dije yo—. Pero…

El conde levantó la mano.

—¡No te preocupes, querida! El traidor no sabe que Rakoczy y su gente os estarán vigilando todo el rato. Alastair sueña con el crimen perfecto: los cadáveres sencillamente se desvanecerán en el aire después de la agresión. —Rio—. En mi caso, naturalmente, eso no funcionaría, razón por la cual planea una muerte distinta para mí.

Muy bien, fantástico.

Antes de que hubiera podido digerir la noticia de que Gideon y yo éramos, por así decirlo, los blancos en una competición de tiro —lo que, de hecho, tampoco cambiaba tanto mi actitud frente al baile—, el primer secretario vestido de colorines (había vuelto a olvidar su nombre) se acercó con dos vasos de vino blanco, seguido de cerca por otro viejo conocido nuestro, el rechoncho lord Brompton. El lord se mostró encantado de volver a vernos y me besó la mano con mucho más entusiasmo del que exigirían las normas de cortesía.

—Ah, la velada está salvada —exclamó—. ¡Me alegro tanto! Lady Brompton y lady Lavinia también os han visto, pero las han retenido en la pista de baile. —Soltó una carcajada que hizo temblar su enorme vientre—. Me han encargado que os saque a bailar.

—Una excelente idea —dijo el conde—. ¡Los jóvenes deben bailar! En mi juventud tampoco yo me perdía ninguna oportunidad de hacerlo.

¡Oh, no, ahora iba a empezar lo de los dos pies izquierdos y el «Pero ¿dónde era a la derecha?» que Giordano había descrito como una «palmaria falta de sentido de la orientación»! Quise volcar mi copa de vino sobre mi ex, pero Gideon me la cogió y se la pasó al primer secretario.

En la pista de baile la gente ya se colocaba para el siguiente minué. Lady Brompton nos saludó con el brazo entusiasmada, lord Brompton desapareció entre la multitud y Gideon me situó justo a tiempo en posición para el arranque del baile en la fila de las damas, o, para ser más precisos, entre un vestido dorado pálido y uno verde bordado. El verde pertenecía a lady Lavinia, como pude comprobar con una rápida mirada de soslayo. Estaba tan hermosa como la recordaba, y su vestido de baile ofrecía, incluso para esa moda francamente permisiva, una visión de su escote extraordinariamente generosa. Yo, en su lugar, no me habría atrevido a inclinarme, pero lady Lavinia no parecía en absoluto preocupada.

—¡Qué maravilloso que volvamos a encontrarnos! —dijo dirigiendo una sonrisa radiante a todo el grupo y en particular a Gideon, antes de hundirse en la reverencia de inicio. La imité, y el pánico hizo que por un momento dejara de sentirme los pies.

Un montón de instrucciones me daban vueltas en la cabeza, y faltó poco para que me pusiera a balbucear «La izquierda es donde el pulgar está a la derecha», pero enseguida Gideon pasó a mi lado en el tour de main y curiosamente mis piernas encontraron el ritmo por sí solas.

Los solemnes acordes de la orquesta llenaron hasta el último rincón de la sala y las conversaciones se extinguieron a nuestro alrededor.

Gideon colocó su mano izquierda en la cadera y me tendió la derecha.

—Magnífico este minué de Haydn —dijo en tono de charla—. ¿Sabías que el compositor estuvo muy cerca de unirse a los Vigilantes? Dentro de unos diez años, en uno de sus viajes a Inglaterra. Por entonces estaba valorando la opción de instalarse de forma permanente aquí en Londres.

—No me digas —pasé junto a él y ladeé un poco la cabeza para sostenerle la mirada—. Hasta ahora solo sabía que Haydn era un torturador de niños.

O al menos a mí me había torturado en mi niñez, cuando Charlotte practicaba sus sonatas para clavicordio con el mismo encarnizamiento con que en la actualidad se dedicaba a la búsqueda del cronógrafo. Pero no tuve ocasión de explicárselo a Gideon, porque entretanto ya habíamos pasado de una figura a cuatro a bailar en un gran círculo y yo tenía que concentrarme en moverme hacia la derecha.

No sabría decir con exactitud cuál fue el motivo, pero de repente aquello empezó a divertirme de verdad. Las velas proyectaban una luz maravillosa sobre los suntuosos vestidos de noche, la música ya no sonaba aburrida y polvorienta, sino que parecía justo la apropiada, y a mi alrededor los bailarines reían relajadamente. Incluso las pelucas no parecían tan ridículas, y por un momento me sentí increíblemente ligera y libre. Cuando el círculo se deshizo, floté hacia Gideon como si nunca hubiera hecho otra cosa, y él me miró como si de pronto estuviéramos solos en la sala.

En mi extraña euforia, me olvidé de todo y le dirigí una sonrisa radiante sin preocuparme de la recomendación de Giordano sobre la importancia de no enseñar nunca los dientes en el siglo XVIII. Por alguna razón, mi sonrisa pareció desconcertar por completo a Gideon, que alargó la mano hacia mi mano extendida, pero en lugar de colocar sus dedos suavemente bajo los míos, los aferró con fuerza.

—Gwendolyn, nunca volveré a permitir que nadie…

No pude enterarme de lo que nunca iba a permitir, porque en ese instante lady Lavinia le cogió la mano, colocó la mía en la de su pareja de baile y dijo sonriendo:

—Intercambio de parejas, ¿de acuerdo?

No, en mi caso no podía decirse en absoluto que estuviera de acuerdo, y también Gideon dudó un instante antes de inclinarse ante lady Lavinia y dejarme colgada como correspondía a mi papel de hermanita con la misma rapidez con que había aparecido.

—Antes ya he tenido ocasión de admiraros de lejos —dijo mi nueva pareja de baile cuando me erguí y le tendí la mano (me dieron ganas de retirarla inmediatamente porque tenía los dedos húmedos y pegajosos)—. Mi amigo mister Merchant tuvo el placer de conoceros en la soireé de lady Brompton. Quería presentarnos, pero supongo que no os importará que me presente yo mismo. Soy lord Fleet. Sí, exacto, ese lord Fleet.

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