Esmeralda

Esmeralda


Capítulo 9

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No estaba oscuro como me imaginaba. En la habitación había algunas velas encendidas que iluminaban una librería y un escritorio. Por lo visto, había ido a parar a una especie de despacho.

Y no estaba sola.

En la silla detrás del escritorio estaba sentado Rakoczy, con un vaso y dos botellas delante. Una de las botellas contenía un líquido con un brillo rojizo que parecía vino tinto, y la otra, un delicado frasquito curvado, una extraña sustancia de un color gris sucio. La espada del barón estaba cruzada sobre el escritorio.

—Vaya, sí que ha ido rápido —dijo Rakoczy. Su voz, con ese duro acento de la Europa oriental, sonaba un poco confusa—. Hace solo un momento estaba deseando encontrar un ángel, y un instante después se abren las puertas del paraíso para enviarme al más encantador de los ángeles que el cielo pueda ofrecer. Esta maravillosa medicina supera todo lo que había probado antes.

—¿No debería… estar vigilándonos desde la sombra o algo así? —pregunté, y pensé por un momento si no sería mejor salir de la habitación de inmediato, aun a riesgo de tropezarme con Gideon en el pasillo. Rakoczy ya me daba bastante mala espina incluso estando sobrio.

De todos modos, mis palabras ejercieron algún efecto sobre él, porque arrugó la frente y dijo en un tono aún confuso pero claramente menos extasiado:

—¡Ah, sois vos! Ningún ángel; solo una muchachita tonta. —Y en un abrir y cerrar de ojos, con un único y rápido movimiento, atrapó el frasquito del escritorio y se dirigió hacia mí. Dios sabe qué habría allí dentro, pero fuera lo que fuese no parecía haber limitado en absoluto sus capacidades motoras—. Aunque, eso sí, una muchachita tonta muy hermosa.

Estaba tan cerca que podía sentir su aliento a vino y a otra sustancia más fuerte que no pude identificar. Con su mano libre me acarició la mejilla y pasó su áspero pulgar sobre mi labio inferior. Estaba tan asustada que era incapaz de moverme.

—Apuesto a que estos labios aún no han hecho nada prohibido, ¿no es cierto? Un trago de la bebida maravillosa de Alcott cambiará eso.

—No, gracias. —Escapé escurriéndome por debajo de sus brazos y me alejé dando traspiés hacia el interior de la habitación. «No, gracias»: ¡fabuloso! ¡Tal vez a la próxima le hiciera además una pequeña reverencia!—. ¡Mantenga esa bebida lejos de mí! —lo intenté con un poco más de energía.

Antes de que pudiera dar un paso —había pensado vagamente en la posibilidad de saltar por la ventana—, Rakoczy ya estaba de nuevo a mi lado y me empujaba contra el escritorio. La diferencia de fuerzas era tan grande que ni siquiera notó que me resistía.

—Chisss, no tengas miedo, pequeña, te prometo que te gustará. —Con un ligero «plop» descorchó el frasco e inclinó violentamente mi cabeza hacia atrás—. ¡Bebe!

Apreté los labios e intenté apartar a Rakoczy con la mano que tenía libre, pero era como intentar empujar a una montaña. Desesperada, traté de recordar lo poco que había oído sobre autodefensa —los conocimientos de Krav Maga de Charlotte me habría resultado muy útiles en ese momento—, y cuando el frasco ya tocaba mis labios y el fuerte olor del líquido me llegaba a la nariz, por fin se me ocurrió una idea salvadora.

Me arranqué una horquilla del peinado y la clavé con todas mis fuerzas en la mano que sostenía el frasco, instante en que la puerta se abrió de golpe y oí gritar a Gideon:

—¡Soltadla inmediatamente, Rakoczy!

Ahora que ya estaba hecho, comprendí que habría sido más inteligente clavarle la horquilla a Rakoczy en el ojo o en el cuello, porque el pinchazo en la mano apenas le había distraído unos segundos. A pesar de que la horquilla se le había quedado clavada en la carne, ni siquiera soltó el frasco, si bien redujo la presión con que me atenazaba el cuello y volvió la cabeza. Gideon, plantado en la puerta junto a lady Lavinia, lo miró horrorizado.

—¿Qué demonios estáis haciendo?

—Nada especial. ¡Quería ayudar a esta muchacha a… ampliar sus horizontes! —Rakoczy echó la cabeza hacia atrás y soltó una carcajada ronca—. ¿Os atrevéis a tomar un trago? ¡Os aseguro que os hará vivir sensaciones que nunca antes habíais experimentado!

Aproveché la oportunidad para soltarme.

—¿Estás bien?

Gideon me miraba con cara de preocupación mientras lady Pechos Prodigiosos se aferraba a su brazo atemorizada. ¡Increíble! Seguramente esos dos estaban buscando una habitación en la que pudieran besuquearse sin que nadie les molestara mientras Rakoczy intentaba hacerme tomar vete a saber qué droga para hacer luego vete a saber qué conmigo. Y, además supongo que todavía tenía que estarles agradecida por que hubieran elegido precisamente esa habitación.

—¡Perfectamente! —gruñí, y me crucé de brazos para que nadie viera cómo me temblaban las manos.

Rakoczy siguió riendo y luego tomó un gran trago del frasco y lo volvió a tapar con un movimiento enérgico.

—¿Sabe el conde que os entretenéis aquí experimentando con drogas en lugar de consagraros a vuestros deberes? —preguntó Gideon con voz gélida—. ¿No teníais otras tareas que cumplir esta noche?

Rakoczy se tambaleó un poco. Sorprendido, como si no se hubiera dado cuenta hasta ese momento, contempló la horquilla en el dorso de su mano, y luego la extrajo de un tirón y se lamió la sangre como un gato callejero.

—El Leopardo Negro está siempre preparado para actuar, ¡en cualquier misión y en cualquier momento! —dijo, y a continuación se sujetó la cabeza con las manos, dio la vuelta al escritorio tambaleándose y se dejó caer pesadamente en la silla—. Aunque esta herida es realmente… —murmuró antes de que su cabeza cayera hacia delante y se estampara contra la mesa.

Lady Lavinia se estremeció y se apoyó contra el hombro de Gideon.

—¿Está…?

—Espero que no. —Gideon se acercó al escritorio, cogió el frasco de la mesa y lo sostuvo a contraluz. Luego lo destapó y lo olió—. No tengo ni idea de qué es esto, pero si ha dejado fuera de combate tan rápidamente a Rakoczy… —colocó de nuevo el frasquito sobre la mesa—, apostaría que es opio. Supongo que no ha combinado muy bien con sus drogas habituales y el alcohol.

Sí, eso estaba claro. Rakoczy seguía allí tumbado sin moverse y no se le oía respirar.

—Tal vez se lo haya dado alguien que no quería que estuviera en posesión de sus facultades esta noche —dije todavía cruzada de brazos—. ¿Aún tiene pulso?

Habría ido a comprobarlo yo misma si no hubiera sido porque no me sentía capaz de acercarme. De hecho, temblaba tanto que bastante tenía con mantenerme en pie.

—¿Gwen? ¿De verdad te encuentras bien? —Gideon me miró frunciendo el ceño. Aunque me cueste decirlo, en ese instante lo que más deseaba era lanzarme a sus brazos y ponerme a llorar a moco tendido durante un ratito, pero la verdad es que no parecía que se muriera de ganas de abrazarme y consolarme, sino más bien todo lo contrario. Cuando asentí vacilando, me soltó enfadado—. ¿Qué demonios habías venido a buscar aquí? —Señaló al inanimado Rakoczy—. ¡En este momento podrías estar igual que él!

Me empezaron a castañetear los dientes, de manera que apenas podía hablar.

—Yo no tenía idea de que… —balbucí; pero Lavinia, que seguía aferrada como una lapa a Gideon, me interrumpió: estaba claro que era una de esas mujeres que no soportan que nadie les robe protagonismo.

—La muerte —susurró dramáticamente, y levantó la cabeza para mirar fijamente a Gideon a los ojos—. He sentido su aliento al entrar en esta habitación. Por favor… —Sus párpados temblaron—. Sostenedme…

No podía creerlo: ¡se había desmayado sin ninguna razón! Y naturalmente con mucha elegancia y en los brazos de Gideon. Por algún motivo me puso terriblemente furiosa que él la cogiera al vuelo, tan furiosa que incluso me olvidé de los temblores y del castañeteo de los dientes; pero al mismo tiempo —como si en ese carrusel de sentimientos no hubiera aún bastante variación— sentí que las lágrimas me nublaban los ojos. Maldita sea, estaba claro que caer desmayada era la mejor alternativa. Solo que a mí, naturalmente, no me habría cogido al vuelo.

En ese instante el exangüe Rakoczy dijo con una voz que hubiera podido venir perfectamente del más allá, tan ronca y profunda era:

Dosis sola venenum facit. No pasa nada. Mala hierba nunca muere.

Lavinia (a partir de ese momento para mí ya no era ninguna lady) lanzó un gritito de espanto y abrió los ojos para mirar a Rakoczy. Pero entonces probablemente recordó de nuevo que en realidad estaba desmayada, y con un gemido volvió a derrumbarse lánguidamente en brazos de Gideon.

—Pronto estaré bien. No hay razón para armar tanto alboroto. —Rakoczy había levantado la cabeza y nos miraba con los ojos inyectados en sangre—. ¡Es culpa mía! Dijo que debía tomarse gota a gota.

—¿Quién lo dijo? —preguntó Gideon mientras sostenía a Lavinia en brazos como si fuera un maniquí de escaparate.

Con cierto esfuerzo Rakoczy consiguió volver a sentarse como es debido, y a continuación dejó caer la cabeza hacia atrás, se quedó mirando al techo y soltó una carcajada ronca.

—¿Veis cómo bailan las estrellas?

Gideon suspiró.

—Tendré que ir a buscar al conde —dijo—. Gwen, por favor, ¿no podrías echarme una mano con…?

Le miré perpleja.

—¿Con esa? ¿Estás loco o qué?

En dos zancadas me planté en la puerta y salí corriendo pasillo arriba para que no pudiera ver el mar de lágrimas que me caían por la cara. No sabía por qué lloraba ni hacia dónde corría en realidad. Seguro que era una de esas reacciones postraumáticas de las que tanto se hablaba últimamente. Según había leído, las personas que habían vivido una experiencia traumática hacían cosas rarísimas, como ese panadero de Yorkshire que se había destrozado el brazo en la prensa de amasar y antes de llamar a urgencias había cocido siete bandejas de rosquillas. Aquellas rosquillas eran lo más horrible que habían visto nunca los sanitarios que habían ido a auxiliarle.

En la escalera dudé un momento. No quería ir abajo —ahí podía estar esperando ya lord Alastair para ejecutar su crimen perfecto—, de modo que corrí escaleras arriba. No había llegado muy lejos cuando oí a Gideon gritar detrás de mí:

—¡Gwenny! ¡Para! ¡Por favor!

Por un segundo le imaginé dejando caer a Lavinia al suelo cuan larga era para salir en mi busca, pero tampoco sirvió de nada: seguía en un mar de confusión, y cegada por las lágrimas, continué subiendo a trompicones por las escaleras y me metí por el primer corredor que encontré.

—¿Adónde vas?

Gideon había llegado junto a mí y trataba de cogerme la mano.

—¡Tanto da con tal de que sea lejos de ti! —sollocé, y entré corriendo en la habitación más próxima.

Gideon me siguió. Naturalmente. Estuve en un tris de pasarme la manga por la cara para secarme las lágrimas, pero en el último momento recordé el maquillaje de madame Rossini y me contuve. Ya debía de tener un aspecto bastante lamentable sin necesidad de poner más de mi parte. Para no tener que mirar a Gideon, eché una ojeada a la habitación. Velas encajadas en soportes fijados a la pared iluminaban un bonito mobiliario en tonos dorados: un sofá, un elegante escritorio, unas cuantas sillas, un cuadro que representaba un faisán muerto junto a unas peras, una colección de sables de aspecto exótico pulcramente colocados sobre la repisa de la chimenea y unas suntuosas cortinas doradas ante las ventanas. Por alguna razón, de pronto tuve la sensación de que ya había estado allí antes.

Gideon estaba frente a mí esperando.

—Déjame en paz —dije cansadamente.

—No puedo dejarte en paz. Cada vez que te dejo sola, te dejas llevar por tus impulsos y actúas de un modo irreflexivo.

—¡Vete!

Me entraron ganas de tirarme en el sofá y empezar a golpear los cojines con los puños. ¿Acaso era pedir demasiado que me dejaran tranquila un rato?

—No, no lo haré —dijo Gideon—. Escucha, siento lo que ha ocurrido. No debería haberlo permitido.

Dios mío, aquello también era muy típico. El clásico síndrome de hiperresponsabilidad. ¿Qué demonios tenía que ver él con que hubiera encontrado casualmente a Rakoczy y este estuviera como una regadera, como diría Xemerius? Aunque por otro lado, una pequeña dosis de sentimiento de culpa tampoco le iría mal.

—¡Pero lo has hecho! —le dije, y añadí—: Porque solo tenías ojos para ella.

—Estás celosa. —Gideon tuvo el descaro de ponerse a reír a carcajadas, en cierto modo aliviado.

—¡Ya te gustaría a ti!

Por fin había dejado de llorar, y me pasé disimuladamente los dedos por debajo de los párpados.

—El conde se preguntará dónde nos hemos metido —dijo Gideon después de una pequeña pausa.

—Pues que tu querido conde envíe a su compañero del alma transilvano a buscarnos. —Por fin conseguí mirarle de nuevo a los ojos—. Aunque en realidad ni siquiera es un conde. Su título es tan falso como las mejillas sonrosadas de ese… ¿cómo se llama?

Gideon rio bajito.

—Otra vez he olvidado su nombre.

—¡Mentiroso! —repliqué, pero se me escapó una risita tonta.

Gideon volvió a ponerse serio enseguida.

—El conde no es responsable del comportamiento de Rakoczy. Seguro que le castigarán por ello. —Suspiró—. No hace falta que el conde te guste, ¿sabes?, solo debes respetarlo.

Resoplé furiosa.

—Yo no debo hacer nada —dije, y me volví bruscamente hacia la ventana.

Y ahí… ¡estaba yo! Vestida con mi uniforme de la escuela, otra Gwendolyn asomaba la cabeza por detrás de la cortina y nos miraba con los ojos abiertos de par en par y con aire embobado. ¡Claro! ¡Por eso la habitación me resultaba conocida! Era la clase de mistress Counter, y la Gwendolyn de detrás de la cortina acababa de saltar por tercera vez en el tiempo. Le hice una seña con la mano y volvió a esconderse.

—¿Qué era eso?

—¡Nada! —respondí procurando poner cara de tonta.

—En la ventana. —Instintivamente se llevó la mano a la espada y la cerró en el vacío.

—¡Ahí no hay nada!

Mi siguiente reacción sin duda debe achacarse al síndrome postraumático —vuelvo a recordar al panadero y las rosquillas—, porque en condiciones normales seguro que nunca lo habría hecho. Además, creí ver con el rabillo del ojo algo verde que se deslizaba hacia la puerta y… bah, supongo que en el fondo solo lo hice porque ya sabía antes que lo haría. Podríamos decir que no me quedaba otro remedio.

—Podría haber alguien detrás de la cortina espiándonos… —tuvo tiempo de decir Gideon antes de que le echara los brazos al cuello y apretara mis labios contra los suyos. Y ya puestos, también apreté el resto de mi cuerpo contra el suyo al mejor estilo Lavinia.

Por un segundo temí que Gideon me rechazara, pero solo lanzó un suave gemido, me rodeó la cintura con los brazos y me apretó con más fuerza aún contra su cuerpo. Respondió a mi beso con tanta pasión que me olvidé de todo y cerré los ojos. Como antes durante el baile, lo que sucedía a nuestro alrededor o lo que iba a suceder después ya no importaba nada, y tampoco importaba nada que en realidad fuera un cerdo. Yo solo sabía que le quería y le querría siempre y que quería que me besara por toda la eternidad.

Una vocecita interior me susurraba que hiciera el favor de entrar en razón, pero los labios de Gideon y sus manos provocaban más bien el efecto contrario, y por eso no sabría decir cuánto tiempo pasó hasta que volvimos a separarnos y nos quedamos mirándonos con cara de desconcierto.

—¿Por qué… has hecho eso? —preguntó Gideon jadeando.

Parecía totalmente desconcertado. Casi tambaleándose retrocedió unos pasos, como si quisiera poner cuanto antes la máxima distancia posible entre nosotros.

—¿De qué estás hablando?

El corazón me palpitaba tan rápido y tan fuerte que seguro que él podía oírlo. Lancé una mirada a la puerta. Probablemente esa cosa verde que había creído ver con el rabillo del ojo fuera fruto de mi imaginación y aún yacía desmayada sobre la alfombra un piso más abajo esperando a ser despertada con un beso.

Gideon entornó los ojos y me miró con desconfianza.

—Bueno, tú me has…

En dos zancadas llegó a la ventana y descorrió las cortinas. Vaya, eso también era muy típico de él: siempre que se mostraba… «agradable» conmigo, tenía que hacer todo lo posible para estropearlo enseguida.

—¿Estás buscando algo en concreto? —pregunté burlonamente.

Como es natural detrás de las cortinas no había nadie; mi yo más joven hacía rato que había saltado de vuelta y ahora se estaba preguntando dónde demonios había aprendido a besar tan increíblemente bien.

Gideon se volvió de nuevo. La expresión de desconcierto se había volatilizado de su rostro y había sido sustituida por su habitual expresión arrogante. Con los brazos cruzados, se apoyó en la repisa de la ventana.

—¿A qué ha venido esto, Gwendolyn? Unos segundos antes me mirabas como si te diera asco.

—Yo solo quería… —empecé a excusarme, pero enseguida cambié de idea—. ¡¿Por qué haces preguntas tan tontas?! —exclamé—. Hasta ahora tú tampoco me has explicado por qué me besabas, ¿no? —Y añadí con un tono ligeramente retador—: Sencillamente tenía ganas de hacerlo. Y tú tampoco deberías haber colaborado. —Aunque si no lo hubiera hecho, seguro que habría querido morirme.

Los ojos de Gideon lanzaban chispas.

—¿Sencillamente tenías ganas de hacerlo? —repitió, y se acercó de nuevo hacia mí—. ¡Maldita sea, Gwendolyn! Todo tiene una explicación, ¿sabes?… Hace días que trato… todo el rato he estado intentando… —Arrugó la frente, seguramente irritado por sus propios balbuceos—. ¿Acaso crees que soy de piedra? —La última frase la dijo bastante alto.

No sabía qué podía responder a aquello. Supongo que debía ser más bien una pregunta retórica ¿no? Como es natural, yo no creía que fuera de piedra, pero ¿qué demonios quería decirme con eso? Y las medias frases anteriores tampoco contribuyeron precisamente a aclarar la situación. Durante unos segundos nos miramos a los ojos sin hablar, hasta que yo aparté la mirada y él dijo con un tono de voz totalmente normal:

—Tenemos que irnos; si no aparecemos puntualmente en el sótano, todo el plan habrá sido inútil.

Ah, sí, es verdad, el plan. El plan que nos reservaba el papel de potenciales víctimas mortales autodesintegrables.

—Lo tienes claro si crees que voy a ir ahí abajo mientras Rakoczy está tumbado sobre el escritorio drogado hasta las cejas —dije con firmeza.

—En primer lugar, seguro que ya se habrá recuperado, y en segundo, ahí abajo nos están esperando al menos cinco de sus hombres. —Me tendió la mano—. Ven. Tenemos que darnos prisa. Y no tienes por qué tener miedo: aunque Alastair no hubiera venido solo, no tendría ninguna oportunidad contra esos luchadores kuruc. Pueden ver en la oscuridad como gatos, y les he visto hacer trucos con cuchillos y dagas que parecen cosa de brujería. —Esperó a que colocara mi mano en la suya, y luego sonrió suavemente y añadió—: Y, además, estoy yo.

Pero antes de que pudiéramos dar un paso, Lavinia apareció en la puerta, y a su lado, sin aliento igual que ella, el primer secretario vestido de papagayo.

—Aquí los tenéis a los dos —dijo Lavinia.

Para alguien que acaba de recuperarse de un desmayo, parecía bastante en forma, aunque no estaba tan guapa como antes. A través de la capa de polvos clara se podían ver tiras de piel enrojecida —por lo visto, subir y bajar escaleras corriendo la había hecho sudar un poco—, y también en su escote se veían manchas rojas.

Me alegró que Gideon no se dignara dirigirle ni una mirada.

—Lo sé, nos hemos retrasado, mister Alcott —dijo—. Ahora mismo íbamos a bajar.

—Eso… no será necesario —replicó Alcott cogiendo aire—. Ha habido un pequeño «cambio de planes».

No hizo falta que explicara nada más, porque detrás de él entró en la habitación Lord Alastair, respirando con toda normalidad esbozando una desagradable sonrisa.

—Bien, aquí estamos reunidos de nuevo —dijo.

Su antepasado fantasma de la capa larga, que le seguía como una sombra, no tardó ni un segundo en ponerse a lanzar sus grandilocuentes amenazas de muerte: «¡Los indignos padecerán una muerte indigna!». Darth Vader —le había bautizado así en nuestro último encuentro por su peculiar ronquera— nos fulminó con la mirada. Sus ojos muertos, negros como cucarachas, rezumaban odio. Cómo envidiaba a toda esa gente que no podía verle ni oírle.

Gideon inclinó la cabeza.

—Lord Alastair, qué sorpresa.

—Esa era mi intención —repuso Lord Alastair sonriendo con suficiencia—. Prepararos para una sorpresa.

Gideon me guio discretamente hacia el rincón, de modo que el escritorio quedara situado entre nosotros y los visitantes, algo que no me tranquilizó demasiado, porque se trataba de un modelo para damas del rococó extremadamente frágil. Habría preferido un mueble rústico de roble.

—Comprendo —replicó Gideon cortésmente.

Yo también comprendía. Estaba claro que el intento de asesinato se había trasladado sin más del sótano a esa bonita habitación, porque el primer secretario era el traidor y Lavinia una serpiente traidora. En el fondo todo era muy simple. En lugar de ponerme a temblar de miedo, de pronto me vinieron ganas de reír.

Sencillamente todo aquello era demasiado para un solo día.

—Pero pensaba que habíais decidido escalonar un poco vuestros planes de asesinato después de que llegaran a vuestras manos los árboles genealógicos de los viajeros del tiempo —continuó Gideon.

Lord Alastair rechazó el comentario con un gesto desdeñoso.

—¡Los árboles genealógicos que nos trajo el demonio del futuro solo nos mostraron que es una empresa imposible exterminar totalmente a vuestras estirpes! —dijo—.

Prefiero el método directo.

—Solo los sucesores de esa madame d’Urfé que vivió en la corte del rey de Francia ya son tan numerosos que se necesitaría más de una vida para localizarlos —completó el primer secretario—. Vuestra eliminación in situ me parece imprescindible. Si recientemente no os hubierais defendido de ese modo en Hyde Park, ahora el asunto ya estaría resuelto…

—¿Qué recibís como pago, Alcott? —preguntó Gideon como si le interesara realmente—. ¿Qué puede daros Lord Alastair para que rompáis el juramento de los Vigilantes y cometáis traición?

—Bien, yo… —empezó Alcott dispuesto a complacer su curiosidad, pero lord Alastair le cortó en seco:

—¡Una conciencia limpia! ¡Ese es su pago! La seguridad de que los ángeles del cielo glorificarán sus actos no puede compararse con el oro. La tierra debe verse libre de engendros demoníacos como vosotros, y solo de Dios esperamos agradecimiento por haber derramado vuestra sangre.

Muy bien, muy bien, perfecto. Por un breve instante confié en que lord Alastair simplemente necesitara a alguien que le escuchara. Tal vez solo quisiera charlar sobre sus monomanías religiosas y recibir unas palmaditas de aliento.

Pero cuando Darth Vader gruñó con voz ronca «Merecéis la muerte, engendros del demonio», rechacé la idea.

—¿De modo que creéis que el asesinato de una muchacha inocente os reportará el aplauso de Dios? Interesante.

La mano de Gideon se introdujo en el bolsillo interior de su levita y note que se estremecía casi imperceptiblemente.

—¿Tal vez estáis buscando esto? —preguntó con sorna el primer secretario, y sacó del bolsillo de su levita amarillo limón una pequeña pistola negra, que sostuvo en alto cogiéndola con la punta de los dedos—. Sin duda un aparato mortífero infernal del futuro, ¿me equivoco? —Miró hacia lord Alastair en busca de reconocimiento—. Pedí a nuestra seductora Lady Lavinia aquí presente que os registrara a fondo, viajero del tiempo.

Lavinia sonrió con aire culpable y Gideon adoptó por un momento la expresión de alguien que se daría de bofetadas con motivo. Porque esa pistola habría sido nuestra salvación; una gente armada con espadas no habría tenido ninguna oportunidad contra una automática Smith and Wesson. Solo esperaba que el traidor Alcott accionara por descuido el gatillo y se disparara a sí mismo en el pie, en cuyo caso tal vez el ruido se oyera en la sala de baile, o tal vez no…

Pero Alcott hizo desaparecer de nuevo la pistola en el bolsillo de su levita haciendo que mis esperanzas se desvanecieran.

—Sorprendido, ¿no es verdad? He pensado en todo. Sabía que nuestra estimada lady tenía deudas de juego —dijo Alcott en tono amigable. Estaba claro que, como todos los granujas, no podía resistirse a presumir de sus hazañas criminales. Su cara alargada me recordaba a la de una rata—. Elevadas deudas de juego que ya no podían satisfacerse, como de costumbre, concediendo cita a sus acreedores. Ya me perdonaréis, madame —dijo dirigiéndose a Lavinia con una sonrisa babosa—, que no mostrara demasiado interés por vuestros servicios, pero con vuestra actuación de esta noche vuestras deudas han quedado saldadas.

No daba la sensación de que Lavinia se hubiera alegrado demasiado con la noticia.

—Lo lamento muchísimo, pero no tenía elección —le dijo a Gideon, pero me pareció que él ni siquiera la oyó. Parecía mucho más interesado en calcular con cuanta rapidez podría llegar a la chimenea y agarrar uno de los sables de la pared antes de que lord Alastair le atravesara con la espada. Seguí su mirada y llegué a la conclusión de que tenía pocas probabilidades de éxito, a no ser que me hubiera ocultado que en realidad era Superman. Había demasiada distancia hasta la chimenea, y además Lord Alastair, que no le perdía de vista un segundo, estaba mucho más cerca de ella que nosotros.

—Todo esto que decís está muy bien —dije lentamente para ganar tiempo—, pero habéis hecho vuestros cálculos mal sin contar con el conde.

Alcott rio.

—¿Supongo que queréis decir más bien sin contar con Rakoczy? —Se frotó las manos—. Bueno, por desgracia, hoy sus especiales… llamémoslas aficiones le harán imposible cumplir con su deber, ¿no es cierto? —dijo muy ufano—. Su predilección por los narcóticos le han convertido en una presa fácil, si entendéis a qué me refiero.

—Pero Rakoczy no está solo —repliqué—. Sus kuruc no nos pierden de vista ni un momento.

Alcott lanzó una mirada a lord Alastair, momentáneamente desconcertado, pero en seguida volvió a reír.

—Ah, ¿sí? ¿Y dónde están ahora vuestros kuruc?

En el sótano, seguramente.

—Esperan en la sombra —murmuré en el tono más amenazador posible—. Preparados para atacar en cualquier momento. Y son capaces de hacer trucos con sus dagas y cuchillos que parecen cosa de brujería.

Pero, por desgracia, Alcott no se dejó intimidar. Hizo unos cuantos comentarios despreciativos sobre Rakoczy y sus hombres y de nuevo se puso por las nubes por su genial planificación y su aún más genial cambio de planes.

—Me temo que hoy vuestro astutísimo conde os esperará en vano, a vos y a su Leopardo Negro. ¿No queréis preguntarme qué le tengo reservado?

Pero, por lo visto, Gideon había perdido el interés por las explicaciones de Alcott, porque no dijo nada. Y también lord Alastair parecía haberse hartado del parloteo del primer secretario. El lord quería ir al grano de una vez.

—Debe alejarse de aquí —dijo groseramente desvainando su espada y señalando a lady Lavinia.

Una buena forma de entrar en materia.

—Siempre había pensado que erais un hombre de honor y que solo os batíais en duelo con adversarios armados —dijo Gideon.

—Soy un hombre de honor, pero vos sois un demonio. No me batiré en duelo con vos, sino que os sacrificaré —repuso lord Alastair fríamente.

Lavinia dejó escapar un grito ahogado.

—Yo no quería que pasara esto —susurró a Gideon.

No, claro. Ahora de pronto tenía escrúpulos. ¿Por qué no te desmayas, vaca estúpida?

—¡Fuera con ella, he dicho!

Era la primera vez que lord Alastair y yo estábamos de acuerdo en algo. El lord hizo zumbar su espada en el aire a modo de prueba.

—Sí, desde luego; este no es espectáculo para una dama —Alcott empujó a Lavinia al corredor—. Cerrad la puerta y vigilad que no entre nadie.

—Pero…

—Aún no os he devuelto el pagaré —susurró Alcott—. Si quiero, mañana mismo los alguaciles se presentarán en vuestra casa y en ese caso habrá dejado de ser vuestra.

Lavinia no dijo nada más. Alcott corrió el cerrojo, se volvió hacia nosotros y sacó una daga del bolsillo de su levita, un modelo que parecía más bien ornamental. Aun así, yo debería haber estado aterrorizada, pero la verdad es que no podía decirse que sintiera auténtico miedo. Supongo que porque la situación me parecía totalmente absurda. Irreal. Como una escena sacada de una película.

Y, además, ¿no teníamos que saltar de un momento a otro?

—¿Cuánto tiempo nos queda todavía? —le susurré a Gideon.

—Demasiado —soltó él con los dientes apretados.

En la cara de rata de Alcott se dibujó una expresión de alegre excitación.

—Yo me encargo de la muchacha —dijo impaciente por entrar en acción—. Y vos acabáis con el joven. Pero sed prudente. Es astuto y hábil.

Lord Alastair se limitó a lanzar un resoplido desdeñoso.

—La sangre demoníaca empapará la tierra —gruñó Darth Vader con alegría anticipada. Su repertorio de frases parecía ser extremadamente limitado.

Como Gideon, con todo el cuerpo en tensión, parecía seguir sopesando la idea de apoderarse de alguno de los inalcanzables sables de la chimenea, yo miré alrededor en busca de un arma alternativa y sin pensármelo dos veces, agarré una de las sillas acolchadas y apunté sus frágiles patas contra Alcott.

Por alguna razón, el hombre debió de encontrarlo divertido, porque me dirigió una sonrisa aviesa y se acercó a mí lentamente, ávido de sangre. Una cosa estaba clara: fueran cual fuesen sus motivos, ya no iba a poder vanagloriarse de tener la conciencia limpia en esta vida.

También lord Alastair se acercó.

Y entonces todo sucedió de golpe.

—Quédate aquí —me gritó Gideon mientras volcaba el delicado escritorio y le daba una patada para hacerlo resbalar por el parquet hacia lord Alastair; y casi al mismo tiempo arrancó uno de los candelabros de la pared y lo lanzó con todas sus fuerzas contra el primer secretario.

El pesado objeto se estrelló contra su cabeza con un ruido horrible y el hombre se desplomó como un saco. Gideon no se entretuvo en comprobar si su ataque había tenido éxito, y mientras el candelabro volaba por los aires, saltó en dirección a la colección de sables. Lord Alastair, por su parte, esquivó el escritorio, pero en lugar de tratar de impedir que Gideon cogiera los sables de la pared, en dos zancadas se plantó a mi lado. Todo ocurrió tan rápido que apenas tuve tiempo de levantar la silla con la firme intención de aplastársela a lord Alastair en la cabeza cuando su espada se movió rápidamente hacia delante.

La hoja me atravesó el vestido y penetró profundamente en la carne bajo el arco costal izquierdo; y antes de que fuera realmente consciente de lo que había sucedido, lord Alastair ya había sacado el arma y se lanzaba con un grito triunfal contra Gideon, con la punta de la espada manchada con mi sangre apuntando hacia él.

El dolor llegó segundos después. Como una marioneta a la que le han cortado los hilos, caí de rodillas, e instintivamente me apreté el pecho con las manos. Oí a Gideon gritar mi nombre y vi como arrancaba dos sables de la pared y los blandía sobre su cabeza como un guerrero samurái, mientras me desplomaba en el suelo y mi nuca chocaba violentamente contra el parquet (la verdad es que en situaciones así una peluca resulta muy práctica). El dolor desapareció de repente, como por arte de magia. Durante un momento me quedé mirando al vacío, perpleja, y luego empecé a elevarme flotando en el aire, ingrávida, incorpórea, cada vez más arriba, hacia el techo decorado con estucados. A mi alrededor, a la luz de las velas, bailaban partículas de polvo doradas, y era casi como si me hubiera convertido en una de ellas.

Muy por debajo de donde estaba, me vi a mí misma tendida en el suelo, con los ojos muy abiertos y tratando de aspirar aire. Una mancha de sangre se extendió poco a poco por la tela de mi vestido. Mi cara perdió el color rápidamente y mi tez se volvió tan blanca como mi peluca. Maravillada, vi cómo mis párpados temblaban y luego se cerraban.

Pero la parte de mí que flotaba en el aire pudo seguir observándolo todo:

Vi al primer secretario, que yacía inmóvil junto al candelabro, sangrando por una gran herida en la sien.

Vi a Gideon, pálido de ira, lanzándose contra Alastair. El lord retrocedió hacia la puerta y paró el primer golpe con su espada, pero solo unos segundo más tarde Gideon lo había hecho recular y lo tenía acorralado en un rincón de la habitación.

Vi como se enfrentaban en un duelo encarnizado, aunque allí arriba el tintineo de las armas llegaba un poco amortiguado.

El lord lanzó un ataque y buscó una escapatoria por el flanco izquierdo de Gideon, pero él adivinó sus intenciones y casi al mismo instante descargó un sablazo contra el antebrazo derecho descubierto de su adversario. Alastair miró primero a su oponente con cara de incredulidad, y luego su rostro se deformó en un grito mudo. Sus dedos se abrieron y la espada cayó y tableteó un momento sobre el parquet: Gideon le había clavado el brazo a la pared. Reducido a la impotencia, el lord —a pesar de los dolores que sin duda sentía— empezó a escupir salvajes insultos contra él.

Gideon se apartó sin dignarse dirigirle una sola mirada y corrió hacia mí. Quiero decir, hacia mi cuerpo, porque yo flotaba tontamente en el aire.

—¡Gwendolyn! ¡Oh, Dios mío! ¡Gwenny! ¡No, por favor!

Apretó su puño contra el punto, bajo mi pecho, en el que la espada había dejado un minúsculo agujero en el vestido.

—¡Demasiado tarde! —clamó Darth Vader—. ¿No veis como la vida se le escapa?

—Morirá, eso no podéis cambiarlo —gritó también lord Alastair desde el rincón, evitando cuidadosamente mover su brazo clavado. La sangre que le manaba formaba un pequeño charco a sus pies—. He atravesado su demoníaco corazón.

—¡Cerrad la boca! —le gritó Gideon, que ahora había colocado las dos manos sobre mi herida y apretaba con todo su peso—. No permitiré que se desangre. Si aún llegáramos a tiempo… —sollozó desesperado—. ¡No puedes morirte, me oyes, Gwenny!

Mi pecho aún se levantaba y se hundía y mi piel estaba cubierta por minúsculas gotitas de sudor, pero no había que descartar que Darth Vader y lord Alastair tuvieran razón. Al fin y al cabo yo ya flotaba en el aire como una partícula de polvo brillante y en mi rostro, ahí abajo, era imposible reconocer el menor vestigio de color. Incluso mis labios se habían vuelto grises.

A Gideon le rodaban las lágrimas por la cara mientras seguía apretando con todas sus fuerzas las manos sobre la herida.

—Quédate conmigo, Gwenny, quédate conmigo —susurró, y de pronto ya no vi nada, pero en cambio sentí el suelo duro bajo mi espalda, el sordo dolor en mi vientre y todo el peso de mi cuerpo. Aspiré aire roncamente, y supe que ya no tendría fuerzas para aspirar de nuevo.

Quise abrir los ojos para mirar por última vez a Gideon, pero no lo logré.

—Te quiero, Gwendolyn; por favor, no me dejes —dijo Gideon, y eso fue lo último que oí antes de que un gran vacío me tragara.

Los objetos inanimados, sean del tipo que sean sin que importe el material del que estén hechos, pueden ser transportados en el tiempo sin problemas, y además en ambas direcciones. La condición fundamental es que en el momento del transporte el objeto no tenga contacto con nada ni con nadie a excepción del viajero del tiempo transportador.

Hasta el día de hoy, el objeto mayor transportado en el tiempo fue una mesa de refectorio de cuatro metros de largo que los gemelos De Villiers movieron en el año 1900 desde el año 1805 y volvieron a transportar de vuelta (véase volumen 4, capítulo 3, «Experimentos e investigaciones empíricas», pp. 188 y ss.).

Las plantas y partes de plantas, así como los seres vivos de todas clases, no pueden ser transportados, ya que un viaje en el tiempo destruye sus estructuras celulares e incluso puede desintegrarlos totalmente, como ha podido comprobarse en numerosos ensayos realizados con algas, plantones diversos, paramecios, cochinillas de la humedad y ratones (véase también volumen 4, capítulo 3, «Experimentos e investigaciones empíricas», pp. 194 y ss.).

El transporte de objetos, excepto bajo supervisión o con fines experimentales, está terminantemente prohibido.

De las Crónicas de los Vigilantes, volumen 2, «Leyes generales».

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