Esmeralda

Esmeralda


Capítulo 11

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11

Realmente ese día ya me había deparado toda clase de sorpresas (la más importante, para abreviar, ¡que Gideon me amaba! Ah, y también el asunto de la espada y de morirse, claro), pero ese pícnic familiar nocturno en mi habitación me parecía la más extraña de todas. ¡Ahí estaban casi al completo, reunidas sobre mi alfombra, las personas que más me importaban en el mundo, mamá, la tía Maddy, Nick, Caroline, Leslie… y Gideon, riendo y hablando como locos e interrumpiéndose constantemente unos a otros! Y todos tenían chocolate en la cara. (Como la tía Glenda y Charlotte habían perdido el apetito y lady Arista abominaba por principio de todo lo dulce, teníamos todo el pastel de chocolate para nosotros). De hecho, tal vez el pastel tuviera algo que ver con que entre Gideon y mi familia se hubiera creado enseguida un clima de confianza, pero seguramente también había influido que él se mostrara tan natural desde el principio. Nunca antes le había visto tan cómodo y relajado, y eso a pesar de que mamá y la tía Maddy no paraban de hacerle preguntas que iban de lo curioso a lo incómodo y de que Nick le llamaba Golum todo el rato.

Cuando desapareció la última miga de pastel, la tía Maddy se levantó gimiendo.

—Creo que debo volver a bajar para respaldar a Arista. Mister Turner se ha introducido en la casa junto con el pequeño admirador de Charlotte y seguro que ya estarán riñendo por las begonias —dijo, y añadió dedicando una de sus sonrisas con hoyuelos a Gideon—: ¿Sabe?, para ser un De Villiers es usted extraordinariamente simpático, Gideon.

Gideon también se levantó.

—Muchas gracias —replicó alegremente, y le estrechó la mano—. Para mí ha sido un verdadero placer conocerla.

—¡Uh! —Leslie me clavó un codo en las costillas—. Y, además, tiene modales. Levanta el trasero de la silla cuando una dama se pone en pie. Y vaya preciosidad de trasero. Lástima que, aparte de eso, sea un cerdo.

Puse los ojos en blanco.

Mamá se sacudió las migas de la ropa y tiró de Caroline y Nick.

—Vamos, venid, ya va siendo hora de irse a la cama.

—¡Mamá! —exclamó Nick ofendido—. ¡Es viernes y tengo doce años!

—Y a mí también me gustaría quedarme. —Caroline levantó los ojos y dirigió una mirada candorosa a Gideon—. Me gustas —dijo—. Eres guapo de verdad y además muy simpático.

—«Guapo de verdad» —me susurró Leslie—. ¿No crees que se ha sonrojado un poco?

Eso parecía, sí. Qué mono.

El codo de Leslie se clavó de nuevo en mis costillas.

—Se te están poniendo ojos de borrego —susurró.

En ese momento Xemerius entró aleteando por la ventana cerrada, se instaló sobre el escritorio y lanzó un eructo de satisfacción.

—Cuando el inteligente y extraordinariamente bello daimon volvió esperanzado de su vuelo, tuvo que constatar con dolor que en su ausencia la muchacha no había perdido la blusa amarillo pipí ni su inocencia… —citó de su novela no escrita.

Articulé un mudo «Cierra el pico» en su dirección.

—Era solo una observación —continuó ofendido—. La oportunidad era favorable. Al fin y al cabo tampoco eres tan joven y quién sabe si de aquí a dos días no lo odiarás otra vez con toda tu alma.

Después de que la tía Maddy se hubiera ido y mamá hubiera empujado a mis hermanos fuera de la habitación, Gideon cerró la puerta y nos miró sonriendo.

Leslie levantó las manos.

—¡No, olvídalo! No me voy a ir. Tengo que comentar cosas importantes con Gwen. Cosas estrictamente confidenciales.

—Entonces yo tampoco me voy —dijo Xemerius, y a continuación saltó del escritorio a mi cama y se acurrucó sobre la almohada.

—Les, creo que ya no es necesario que le ocultemos nada a Gideon —dije—. Me parece que sería mejor que olvidáramos lo pasado y pusiéramos todas las cartas boca arriba. —Vaya, esa frase me había quedado perfecta.

—Sobre todo porque dudo que Google pueda seguir ayudándonos a avanzar en este caso —se burló Gideon—. Perdona, Leslie, pero hace poco mister Whitman iba enseñando por ahí un clasificador tuyo muy mono en el que habías recopilado toda clase de… informaciones.

—¿Cómo has dicho? —Leslie puso los brazos en jarras—. ¡Y yo que empezaba a pensar que tal vez no eras el cretino arrogante del que siempre hablaba Gwen! ¡Cómo que muy mono! Eran datos que… —Arrugó la nariz, un poco cortada—. ¡Qué cerdada ir enseñando mi clasificador por ahí! Esas investigaciones en internet eran todo lo que teníamos al principio, y yo estaba bastante orgullosa de ellas.

—Pero desde entonces las dos hemos descubierto muchas más cosas —dije yo—. En primer lugar, Leslie ha demostrado ser un genio, y en segundo, me he encontrado varias veces con mi ab…

—¡Como es natural, no vamos a revelar nuestras fuentes! —dijo Leslie dirigiéndome una mirada de indignación—. Sigue siendo uno de ellos, Gwen, aunque las hormonas hayan ofuscado tus sentidos.

Gideon nos miró sonriendo y se sentó con las piernas cruzadas sobre la alfombra.

—Muy bien. Entonces me toca empezar a mí. —Y sin esperar al consentimiento de Leslie, volvió a explicar lo de los papeles que había recibido de Paul. Al contrario que yo, Leslie se quedó horrorizada al oír que debía morir en cuanto el círculo de sangre se hubiera cerrado. Bajo sus pecas, estaba blanca como una sábana.

—¿Se pueden ver esos papeles? —preguntó.

—Claro. —Gideon se sacó del bolsillo del pantalón unas cuantas hojas dobladas y luego unas cuantas más del bolsillo de la camisa. El papel estaba bastante amarillento y parecía a punto de rasgarse en los pliegues.

Leslie le miró perpleja.

—¿Y los llevas así de un lado a otro, metidos en el bolsillo? Son documentos originales valiosos, no… pañuelos llenos de mocos. —Los agarró—. Están a punto de resquebrajarse. ¡Típico de los hombres! —Con mucho cuidado, desdobló los documentos—. ¿Estás seguro de que no son falsificaciones?

Gideon se encogió de hombros.

—No soy grafólogo ni historiador, pero tienen exactamente el mismo aspecto que los originales que conservan los Vigilantes.

—Seguro que a la temperatura adecuada y detrás de un vidrio, como debe ser —dijo Leslie, irritada todavía.

—¿Y cómo consiguió hacerse con estos papeles la Alianza Florentina? —pregunté.

Gideon se encogió de hombros de nuevo.

—Los robaron, supongo. No he tenido bastante tiempo para repasar los Anales en busca de indicios. De hecho, ni siquiera he tenido tiempo para revisar a fondo todo esto. ¡Hace días que voy a todas partes cargado con estos papeles! Me los sé de memoria, pero no he sacado gran cosa en claro, excepto sobre este tema en concreto.

—De todos modos, no corriste enseguida a ver a Falk para enseñárselo todo —dije yo aprobatoriamente.

—La verdad es que pensé en hacerlo, pero luego… —Gideon suspiró—. En este momento sencillamente no sé en quién puedo confiar.

—No confíes en nadie —susurré poniendo dramáticamente los ojos en blanco—. Mamá me insistió mucho en eso.

—Tu madre —murmuró Gideon—. Sería interesante averiguar cuánto sabe en realidad de todo este asunto.

—Según estos papeles, cuando el círculo se haya cerrado y el conde tenga ese elixir, Gwendolyn debe… —Leslie no consiguió acabar la frase.

—… morir —completé yo.

—Palmarla, pringarla, entregar el alma, pasar a mejor vida, lanzar el último suspiro, alcanzar el descanso eterno, fallecer, expirar… —contribuyó Xemerius con voz soñolienta.

—… ¡morir asesinada! —dijo Leslie tendiéndome la mano en un gesto cargado de dramatismo—. ¡Porque tú no caerás muerta así sin más! —Se pasó la otra mano por los cabellos, que ya estaban bastante alborotados sin necesidad de eso. Gideon carraspeó, pero Leslie no le dejó hablar—. Para serte sincera, hace tiempo que tenía un mal presentimiento… —dijo—. Las otras rimas eran tan… agoreras… Y siempre era el cuervo, el rubí, el número doce el que salía peor parado. Además, esto encaja con lo que he descubierto. —Me soltó la mano y revolvió en su mochila (¡nueva de trinca!) para sacar Anna Karenina—. Bueno, de hecho lo descubrieron Lucy y Paul y tu abuelo, y Giordano.

—¿Giordano? —dije yo desconcertada.

—¡Sí! ¿No has leído sus ensayos? —Leslie hojeó el libro—. Los Vigilantes tuvieron que admitirle en la logia para que dejara de pregonar sus tesis a los cuatro vientos.

Sacudí la cabeza avergonzada. Después de esa primera frase tan complicada había perdido todo interés por los papeluchos de Giordano. (¡Aparte de que era Giordano quien los había escrito!)

—Despiértame cuando haya algo interesante —dijo Xemerius, y cerró los ojos—. Necesito echarme una siestecita para digerir.

—Giordano nunca fue tomado realmente en serio como historiador, y esto incluye a los Vigilantes —intervino Gideon—. Solo publicó un montón de divagaciones confusas en turbias revistas esotéricas en las que se refiere al conde como el Ascendido o el Transformado, lo que quiera que signifique eso.

—¡Yo te lo puedo explicar muy bien! —Leslie sostuvo Anna Karenina bajo la nariz de Gideon como si estuviera presentando una prueba de cargo en un tribunal—. Como historiador, Giordano tropezó con actas de la Inquisición y con cartas del siglo XVI que documentan que el conde de Saint Germain, cuando era muy joven, dejó embarazada en uno de sus viajes en el tiempo a la hija de un conde que vivía en un convento, una tal Elisabetta di Madrone. Y que en la referida circunstancia —Leslie vaciló un momento—, bueno, en fin, antes o después seguramente, le explicó un montón de cosas, tal vez porque todavía era joven e ignorante, o sencillamente porque se sentía seguro.

—¿Y cuál es ese montón de cosas? —pregunté.

—El conde se mostró muy generoso proporcionando informaciones: empezando por su origen y su verdadero nombre, pasando por su capacidad para viajar en el tiempo, y acabando con la afirmación de que se encontraba en posesión de secretos de incalculable valor, secretos que le permitirían fabricar la piedra filosofal.

Gideon asintió, como si ya conociera la historia, pero Leslie no pareció inmutarse y siguió a lo suyo.

—Estúpidamente, a la gente en la Italia del siglo XVI aquello no les pareció tan fantástico. Tomaron al conde por un peligroso demonio, y además el padre de Elisabetta estaba tan indignado por lo que le había hecho a su hija que fundó la Alianza Florentina y consagró su vida a la búsqueda del conde y de sus iguales, como harían luego las generaciones que le sucedieron… —Leslie calló—. ¿Cómo he llegado hasta aquí? ¡Dios mío, tengo la cabeza tan llena de datos que me parece que me va a estallar de un momento a otro!

—¿Y qué demonios tiene que ver esto con Tolstói? —preguntó Gideon mientras miraba desconcertado el libro preparado por Lucas—. No te enfades, pero hasta ahora no me has dicho nada realmente nuevo.

Leslie le dirigió una mirada sombría.

—A mí sí —me apresuré a decir—. ¡Pero, Les, lo que querías explicar es qué se propone hacer el conde realmente con la piedra filosofal!

—Exacto. —Leslie arrugó la frente—. Para eso quería remontarme un poco más en el pasado, porque, como es natural, pasó un tiempo antes de que los sucesores del conde di Madrone descubrieran que el primer viajero, Lancelot de Villiers…

—Puedes resumir tranquilamente —la interrumpió Gideon—, tampoco tenemos tanto tiempo. Pasado mañana volvemos a encontrarnos con el conde y antes debo obtener, siguiendo sus instrucciones, la sangre de Lucy y de Paul. Me temo que si no lo consigo, se sacará algún otro plan de la manga… —suspiró—. ¿Y bien?

—De todas maneras, no deberíamos descuidar los detalles. —Leslie suspiró también y hundió un momento la cabeza entre las manos—. Pero, bueno, el hecho es que los Vigilantes creen que la piedra filosofal servirá de trampolín a la humanidad porque podrá curar todas las enfermedades, ¿no es eso?

—Exacto —dijimos al unísono Gideon y yo.

—¡Pero Lucy y Paul y el abuelo de Gwenny y, si bien se mira, también los miembros de la Alianza Florentina, opinaban que eso es mentira!

Asentí con la cabeza.

—Espera un momento. —Gideon tenía el gesto torcido—. ¿El abuelo de Gwenny? ¿Nuestro gran maestre antes de que ocupara el cargo mi tío Falk?

Volví a asentir, esta vez con un poco de remordimientos. Gideon me miró, y de repente pareció comprender lo que ocurría.

—Continúa, Leslie —dijo—. ¿Qué más has descubierto?

—Que Lucy y Paul creían que el conde quiere la piedra filosofal solo para él. —Leslie se detuvo un momento para asegurarse de que estábamos pendientes de lo que decía—. Porque la piedra filosofal debe hacerle inmortal, a él y solo a él.

Gideon y yo callamos. Yo, debidamente impresionada. Y Gideon no sé por qué. Por su expresión era imposible adivinar lo que pensaba.

—Naturalmente, el conde tuvo que inventarse toda esa historia de la salvación de la humanidad y bla bla bla para convencer a la gente de que trabajara para él —continuó Leslie—. Difícilmente hubiera podido crear una organización secreta tan poderosa si hubiera explicado lo que se proponía hacer en realidad.

—¿Y eso es todo? ¿Solo se trata de que ese viejo carcamal tiene miedo de morirse? —pregunté.

Me sentía casi un poco decepcionada. ¿Así que ese era el secreto que se escondía tras el secreto? ¿Y para eso tanto trabajo?

Mientras sacudía la cabeza con escepticismo y en mi mente empezaba a formarse una frase que empezaba con «pero», las cejas de Gideon se juntaron aún más.

—Encajaría… —murmuró—. ¡Maldita sea, Leslie tiene razón! Encaja.

—¿Qué encaja? —pregunté yo.

Gideon se puso en pie de un salto y empezó a pasear arriba y abajo por mi habitación.

—No puedo creer que mi familia haya estado tan ciega para dejarse engañar por ese hombre durante siglos —dijo—. ¡Que yo haya estado tan ciego! —Se paró delante de mí e inspiró hondo—. «… del aroma del tiempo el aire se satura, y una permanece fija por toda la eternidad». Si se lee con atención, se puede comprender perfectamente. «Cura todo achaque y toda pestilencia, bajo la Constelación de los Doce se cumple la sentencia». ¡Naturalmente! Para proporcionar vida eterna a alguien, esta sustancia tiene que poder curar todas las enfermedades. —Se rascó la frente y señaló las hojas amarillentas sobre la alfombra—. Y las profecías que el conde ocultó a los Vigilantes aún son más claras. «… la eternidad fragua la piedra filosofal, vestida de juventud crece una nueva fuerza que al elegido otorga un poder inmortal». ¡Es tan sencillo! No entiendo cómo no lo he visto hace tiempo. ¡Estaba tan obsesionado con la idea de que Gwendolyn iba a morir y de que yo podía ser el responsable que he sido incapaz de descubrir la verdad a pesar de tenerla ante los ojos!

—Bueno, sí… —dijo Leslie, y no pudo evitar que se le escapara una sonrisita triunfal—. Supongo que tu fuerte es otro, ¿no es verdad, Gwenny? Y, además, ya tenías bastante trabajo —añadió en tono conciliador.

Cogí los papeles de Gideon.

—«Mas cuando ascienda la duodécima estrella, reanudará el destino su curso fatal. Perderá su lozanía el roble con ella, sometido al yugo del tiempo terrenal. Hasta que el lucero palidezca y muera, no tendrá el águila su nido eternal» —leí con voz vacilante, tratando de ignorar que mientras hablaba se me habían puesto todos los pelos de punta—. Muy bien, la duodécima estrella soy yo, pero el resto me sigue sonando a chino…

—Aquí está escrito en el margen: «¡En cuanto posea el elixir, ella debe morir!» —murmuró Leslie apoyando su cabeza contra la mía—. Eso lo entiendes, ¿no? —Me abrazó muy fuerte—. No debes acercarte nunca, nunca más a ese asesino, ¿está claro? Debemos impedir como sea que ese maldito círculo de sangre llegue a cerrarse. —Se apartó un poquito para mirarme—. Lucy y Paul ya hicieron todo lo que pudieron al largarse con el cronógrafo. Es una verdadera lástima que exista ese segundo cronógrafo. —Me soltó y miró a Gideon con aire de reproche—. ¡Y pensar que uno de los que está en esta habitación no tiene nada mejor que hacer que llenarlo aplicadamente con la sangre de todos los viajeros del tiempo! Prométeme ahora mismo que ese conde nunca tendrá la oportunidad de estrangular a Gwenny, o de apuñalarla, o de…

Xemerius se despertó súbitamente de su siesta.

—… envenenarla, colgarla, decapitarla, desnucarla, lapidarla, ahogarla, defenestrarla… —exclamó entusiasmado—. ¿De qué va todo esto?

—«Hasta que el lucero palidezca y muera, no tendrá el águila su nido eternal» —dijo Gideon en voz baja—. ¡Solo que el lucero no puede morir!

—Querrás decir «debe» —le corrigió Leslie.

—Puede, debe, tiene que, ha de —recitó Xemerius, y dejó caer de nuevo la cabeza sobre sus patas.

Gideon se sentó en cuclillas ante nosotras, otra vez con expresión muy seria.

—Eso es lo que quería decirte hace un momento, antes de que nos… —Se aclaró la garganta—. ¿Ya le has explicado a Leslie que lord Alastair te hirió con su espada?

Asentí con la cabeza, y Leslie dijo:

—¡Tuvo una suerte increíble de que el golpe no la alcanzara de lleno!

—Lord Alastair es uno de los mejores espadachines que conozco —dijo Gideon—. Y el golpe la alcanzó de lleno en una zona vital. —Rozó mi mano con la punta de sus dedos—. Mortalmente, para ser exactos.

Leslie se quedó sin respiración.

—Pero si solo me imagi… —murmuré, y pensé en mi excursión al techo de la habitación y en la espectacular perspectiva que tenía de lo que ocurría desde allí arriba.

—¡No! —Gideon sacudió la cabeza—. ¡No te lo imaginaste! Dudo mucho que sea posible imaginarse algo así. ¡Y, además, yo también estaba allí! —Por un momento pareció incapaz de seguir hablando, pero enseguida se rehízo y continuó—: Cuando saltamos de vuelta, dejaste de respirar al menos durante medio minuto, y cuando llegué contigo al sótano, seguías sin pulso, de eso estoy completamente seguro. Y al instante te sentaste como si no hubiera pasado nada.

—¿Significa eso que…? —preguntó Leslie, y esta vez fue ella la que puso ojos de borrego.

—Eso significa que Gwenny es inmortal —dijo Gideon, y me dirigió una sonrisa un poco temblorosa.

Me quedé petrificada mirándole, absolutamente perpleja.

Xemerius se había incorporado y se rascaba el vientre desconcertado. Su boca se abrió y se cerró, pero en lugar de soltar un comentario, solo escupió un chorrito de agua sobre mi almohada.

—¿Inmortal? —Leslie tenía los ojos abiertos como platos—. ¿Como… como el Highlander?

Gideon asintió.

—Solo que ella no se moriría ni aunque le cortaran la cabeza. —Volvió a levantarse y su expresión se endureció—. Gwendolyn no puede morir a no ser que ella misma se quite la vida. —Y entonces declaró en voz baja—: «Y solo por amor se extingue una estrella, si ha elegido libremente su final».

Cuando abrí los ojos, la luz del sol naciente entraba a raudales en mi habitación arremolinando en el aire las motas de polvo y transformándolas en centelleantes puntitos rosados. A diferencia de los otros días, al cabo de un segundo ya estaba completamente despierta. Metí la mano bajo el camisón, y con cuidado palpé la herida que tenía bajo el pecho y reseguí el borde de la costra con el dedo.

«Inmortal». Al principio me había negado a creer la afirmación de Gideon, aunque solo fuera por lo absurda que era y porque, con tantas complicaciones, mi vida ya estaba al borde del colapso sin necesidad de que le añadiera una nueva. Sencillamente, mi entendimiento se negaba a aceptarlo. Pero la verdad es que en mi fuero interno enseguida había sabido que Gideon tenía razón: la espada de lord Alastair me había matado. Había sentido el dolor y había visto cómo los míseros restos de lo que había sido mi vida desaparecían. Había exhalado mi último suspiro. Y sin embargo, aún seguía viva. La noche anterior, a partir del anuncio de Gideon, la inmortalidad se había convertido en nuestro único tema de conversación, sobre todo porque, después de la primera impresión, no había habido forma de frenar a Leslie y a Xemerius.

—¿Significa eso que nunca le saldrán arrugas?

—Pero si le cayera encima un bloque de cemento de ocho toneladas, ¿seguiría viviendo tan plana como un sello de correos?

—Tal vez no sea inmortal, tal vez solo tenga siete vidas como los gatos.

—Si le vaciaran un ojo, ¿volvería a crecerle uno nuevo?

El hecho de que Gideon no tuviera respuesta para ninguna de sus preguntas no parecía preocuparles especialmente, y probablemente habrían seguido así durante toda la noche si mamá no hubiera entrado y hubiera enviado a Leslie y a Gideon a sus casas. «Por favor, Gwendolyn, piensa que ayer aún estabas enferma —había dicho—. Te conviene dormir». ¡Dormir! ¡Como si después de un día como ese pudiera pensar siquiera en dormir! ¡Y aún nos quedaban un montón de asuntos por comentar!

Pero mamá se había mostrado implacable, así que había acompañado a Gideon y a Leslie hasta la puerta para despedirme, y Leslie, muy en su papel de buena amiga, había comprendido enseguida la situación y se había adelantado unos pasos en dirección a la parada del autobús para hacer una llamada urgente. (La oí decir: «Eh, Bertie, enseguida estaré en casa»). Por desgracia, Xemerius no era tan delicado como ella, y en lugar de marcharse, se había colgado cabeza abajo del porche y había empezado a cantar con voz cascada:

«Gidi y Gwendolyn se besan bajo la cornisa mientras Xemerius se parte de risa».

Al final me había separado a regañadientes de Gideon y había vuelto a mi habitación con la firme intención de pasarme la noche rumiando, telefoneando y trazando planes, pero apenas me había tendido sobre la cama —solo un momento— me había quedado traspuesta. A los otros, por lo visto, les había ocurrido lo mismo que a mí, porque no había ninguna llamada perdida en la pantalla de mi móvil.

Miré a Xemerius, que se había replegado sobre sí mismo al pie de la cama y en ese momento se desperezaba y bostezaba ruidosamente, y le dije con tono de reproche:

—¡Tendrías que haberme despertado!

—¿Acaso soy vuestro despertador, oh inmortal señora?

—Pensaba que los fantasmas… los daimones no necesitaban dormir.

—Tal vez no lo necesiten —dijo Xemerius—, pero después de una cena tan opípara siempre sienta bien echarse una cabezadita. —Arrugó la nariz—. Igual que a ti te sentaría bien una ducha.

En eso tenía razón. Como los demás aún dormían (al fin y al cabo era sábado), pude ocupar el baño durante lo que a mí me pareció una pequeña eternidad y utilizar toneladas de champú, gel, pasta de dientes, loción corporal y crema antiarrugas de mamá.

—Déjame que lo adivine. La vida es tan, tan maravillosa y tú te sientes (ja, ja) como si acabaras de nacer —comentó luego Xemerius con sequedad mientras me vestía y le dirigía una sonrisa radiante a mi imagen en el espejo.

—¡Exacto! ¿Sabes?, de algún modo es como si viera la vida con unos ojos totalmente diferentes…

Xemerius lanzó un resoplido.

—Puede que te creas que has tenido una iluminación, pero en realidad solo son las hormonas. Hoy dando brincos de alegría y mañana destrozada —dijo—. ¡Mujeres! Durante los próximos veinte o treinta años no pararán. Y luego pasarás directamente a la menopausia. Aunque en tu caso tal vez sea distinto. Me cuesta un poco imaginarme a una inmortal en plena crisis de mediana edad.

Le dediqué una sonrisa benévola.

—¿Sabes, pequeño cascarrabias?, tú ya tienes al menos…

Una llamada al móvil interrumpió mi charla. Leslie preguntaba a qué hora nos encontraríamos para preparar los disfraces de marcianas para la fiesta de Cynthia. ¡La fiesta! No podía comprender que pudiera tener eso en la cabeza en esos momentos.

—¿Sabes, Les?, estoy pensando en si debería ir o no. Han pasado tantas cosas y…

—Tienes que ir a la fiesta. Y lo harás —dijo con un tono que no admitía réplica—. Porque ayer aún tuve tiempo de organizar lo de la compañía, y si no fuéramos quedaría fatal.

Gemí.

—Espero que no hayas reclutado otra vez a ese primo bobo con su amigo que no para de tirarse pedos. —Durante un horrible instante tuve la visión de una bolsa de basura verde que se hinchaba y se deshinchaba—. La última vez juraste que no volverías a hacerlo nunca más. Confío en que no tendré que recordarte el asunto de los besos de chocolate que…

—¿Me tomas por tonta? ¡Ya sabes que nunca repito dos veces el mismo error! —Leslie hizo una pausa, y luego comentó con aparente indiferencia—: Ayer, de camino al autobús, le hablé a Gideon de la fiesta. Y se propuso formalmente como acompañante. —Otra pequeña pausa—. Él y su hermano pequeño. Y por eso ahora no puedes rajarte.

—¡Les!

Podía imaginarme perfectamente cómo había ido la conversación. Leslie era una maestra de la manipulación. Probablemente, Gideon ni se había enterado de lo que pasaba.

—Ya me darás las gracias más tarde —dijo Leslie, y soltó una risita—. Ahora solo tenemos que pensar en cómo vamos a arreglar lo de los disfraces. Ya he montado unas antenas en un colador de cocina verde; queda genial como sombrero. Si quieres, te dejo a ti el resto.

Gemí.

—¿Estás loca? ¿De verdad quieres que en mi primera cita oficial con Gideon me presente embutida en una bolsa de basura y con un colador en la cabeza?

Leslie dudó solo un momento.

—¡Es arte! Y es gracioso. Y no cuesta nada. Además, está tan colado por ti que no le importará.

Comprendí que la situación requeriría métodos un poco más refinados.

—Muy bien. Si tanto insistes, iremos de basureras marcianas —dije aparentemente resignada—. La verdad es que me da un poco de envidia ver que a ti no te importa nada que Raphael encuentre sexis o no a las chicas con antenas y un colador en la cabeza. Y que crujas al bailar y te sientas como… un cubo de basura. Y que desprendas un ligero olor a química… Y que Charlotte pase flotando ante nosotras con su vestido de elfo haciendo comentarios desagradables…

Leslie calló durante unos segundos antes de admitir:

—Tienes razón, realmente me importa un pimiento…

—Sí, ya lo sé. Si no, te hubiera propuesto que le pidiéramos a madame Rossini que nos vistiera. Podría prestarnos todo lo que tiene en verde en su taller: vestidos de películas de Grace Kelly y Audrey Hepburn. Vestidos de baile de la época del charlestón, de los felices años veinte. O vestidos de noche de…

—¡Muy bien, muy bien —chilló Leslie—, ya me has convencido con lo de Grace Kelly! Olvidémonos de esas asquerosas bolsas de basura. ¿Crees que madame Rossini estará despierta?

—¿Qué tal estoy?

Mamá volvió a girar sobre sus talones. Desde que esa mañana mistress Jenkins, la secretaria de los Vigilantes, la había llamado para pedirle que me acompañara a Temple para elapsar, se había cambiado de ropa tres veces.

—Muy bien —dije sin mirarla.

La limusina doblaría la esquina en cualquier momento. ¿Vendría también Gideon a recogerme, o me esperaría en el cuartel general? La noche anterior había terminado demasiado bruscamente, y había tantas cosas que teníamos que decirnos todavía.

—Si me lo permite, el conjunto azul me parece más apropiado —señaló mister Bernhard, que quitaba el polvo de los marcos de los cuadros del vestíbulo con un enorme plumero.

Mamá volvió a salir corriendo escaleras arriba.

—¡Tiene tanta razón, mister Bernhard! Este parece demasiado rebuscado. Demasiado elegante para un sábado al mediodía. Vete a saber qué podría imaginarse. Como si me hubiera emperifollado especialmente para él.

Le dediqué una sonrisa reprobadora a mister Bernhard.

—¿Tenía que decírselo?

—Me ha preguntado. —Los ojos marrones tras las gafas de mochuelo me dirigieron un guiño y luego se desviaron para mirar a través de la ventana—. Oh, ahí viene la limusina. ¿Debo indicarles que se retrasarán un poco? No encontrará unos zapatos a juego para el conjunto azul.

—¡Ya me ocupo yo! —Me colgué la cartera al hombro—. Hasta luego, mister Bernhard. Y por favor, controle un poco a usted-ya-sabe-quién.

—Por descontado, miss Gwendolyn. Me encargaré de que usted-ya-sabe-quién no se acerque a usted-ya-sabe-qué.

Con una sonrisa casi imperceptible en los labios, mister Bernhard volvió a concentrarse en su trabajo.

Gideon no estaba en la limusina, pero sí el inevitable mister Marley, que ya había abierto la puerta del coche antes de que yo pisara la acera. Su cara de luna seguía tan enfurruñada como en los últimos días, incluso diríase que un poco más. Y no pronunció ni una palabra para responder a mi entusiasta:

—¿No le parece que hace un día magnífico?

—¿Dónde está mistress Grace Shepherd? —preguntó en lugar de eso—. Tengo órdenes de llevarla también a Temple sin demora.

—Suena como si quisiera llevarla ante un tribunal —dije alegremente mientras me instalaba en el asiento trasero sin saber aún lo cerca que estaba mi comentario de la verdad.

Después de que mamá por fin hubiera acabado de arreglarse, hicimos el recorrido hasta Temple con bastante rapidez para lo que es habitual en Londres. Solo nos quedamos atascados en tres embotellamientos, y cuando llegamos, al cabo de cincuenta minutos, volví a preguntarme por qué no podíamos coger sencillamente el metro. Mister George nos saludó en la entrada del cuartel general. Me fijé en que tenía una expresión más seria de lo habitual y en que su sonrisa parecía un poco forzada.

—Gwendolyn, mister Marley te acompañará abajo a elapsar. Grace, la esperan en la Sala del Dragón.

Miré a mamá extrañada.

—¿Qué quieren de ti los Vigilantes?

Mamá se encogió de hombros, pero me pareció que estaba un poco tensa.

Mister Marley sacó el pañuelo de seda negro.

—Venga conmigo, miss. —Me sujetó por el codo, pero me soltó inmediatamente al ver cómo le miraba. Con los labios apretados y las orejas enrojecidas, murmuró entre dientes—: Sígame. Este mediodía tenemos un plan de trabajo muy apretado. Ya he ajustado el cronógrafo.

Le dirigí a mamá una sonrisa de ánimo y luego salí corriendo detrás de mister Marley, que había adoptado un ritmo frenético y como de costumbre iba hablando animadamente consigo mismo mientras caminaba. En la siguiente esquina hubiera arrollado a Gideon si este no hubiera tenido bastantes reflejos para apartarse en el último momento.

—Buenos días, Marley —dijo despreocupadamente mientras mister Marley daba un cómico brinco con efecto retardado.

Mi corazón también dio un brinco, sobre todo porque el rostro de Gideon se había iluminado al verme con una gran sonrisa del tamaño (¡como mínimo!) del delta oriental del Ganges.

—Eh, Gwenny, ¿has dormido bien? —preguntó cariñosamente.

—Pero ¿qué está haciendo aquí arriba todavía? Hace rato que tendría que estar vistiéndose en el taller de madame Rossini —protestó mister Marley—. Hoy tenemos un plan de trabajo realmente apretado y la operación Turmalina negra barra Za…

—No tiene por qué preocuparse, mister Marley —dijo Gideon amablemente—, adelántese, que yo ya vendré con Gwendolyn dentro de unos minutos, y luego me cambiaré en un segundo.

—No está usted auto… —empezó a decir mister Marley, pero de repente de los ojos de Gideon desapareció todo rastro de amabilidad, y su mirada se volvió tan fría que mister Marley no se atrevió a continuar y se limitó a decir encogiendo la cabeza:

—Sobre todo no se olvide de vendarle los ojos. —Le tendió el pañuelo negro a Gideon y se alejó caminando a grandes zancadas.

Sin esperar a que desapareciera de nuestra vista, Gideon me atrajo hacia sí y me besó en la boca.

—Te he echado tanto de menos.

Me alegré de que Xemerius no estuviera presente mientras respondía en un susurro «Y yo a ti», le echaba los brazos al cuello y le devolvía el beso apasionadamente. Gideon me empujó contra la pared, y no nos separamos hasta que un cuadro cayó al suelo a mi lado: una pintura al óleo con un velero de cuatro palos en un mar tempestuoso.

Sin aliento, traté de volver a colgarlo en su sitio, y Gideon me echó una mano.

—Quería llamarte otra vez ayer por la noche —dijo—, pero pensé que tu madre tenía razón y que realmente necesitabas dormir con urgencia.

—La verdad es que sí que lo necesitaba. —Me apoyé de nuevo con la espalda contra la pared y le sonreí irónicamente—. He oído que vamos a ir juntos a una fiesta esta noche.

Gideon se echó a reír.

—Sí, una cita a cuatro, con mi hermano pequeño. Raphael se puso contentísimo cuando se lo dije, sobre todo cuando se enteró de que había sido idea de Leslie. —Me acarició la mejilla con la punta de los dedos—. De hecho, me había imaginado nuestra primera cita de un modo distinto, pero tu amiga puede ser muy convincente.

—¿También te dijo que es una fiesta de disfraces?

Gideon se encogió de hombros.

—A estas alturas ya no me sorprende nada. —Las puntas de sus dedos bajaron por mis mejillas hasta llegar a mi cuello—. Nos quedó tanto… por comentar anoche. —Se aclaró la garganta—. Me gustaría saberlo todo sobre tu abuelo y también querría que me explicaras cómo demonios conseguiste encontrarte con él, o, mejor dicho, cuándo. ¿Y qué pasa con ese libro que Leslie sostenía en alto todo el rato como si fuera el Santo Grial?

—¡Ah, Anna Karenina! Te lo he traído, aunque Leslie opinaba que aún debíamos esperar un poco, hasta que estuviéramos del todo seguras de que estabas de nuestro lado. —Moví la mano buscando la cartera, pero no la llevaba encima. Chasqueé la lengua, enojada—. ¡Vaya! Mamá me ha cogido la cartera al bajar del coche.

En algún lugar sonó la melodía de «Nice Guys Finish Last» y no pude evitar que se me escapara la risa.

—¿Esto no será…?

—Hummm… sí. Apropiado, ¿no? —Gideon pescó el móvil del bolsillo de los pantalones—. Si es Marley, le voy a… ¡oh, es mi madre! —Suspiró—. Ha encontrado un internado para Raphael y quiere que yo le convenza de que vaya. Después la llamaré. Pero el móvil no dejaba de sonar.

—Ponte, no te preocupes —le dije—. Mientras tanto iré a buscar el libro. Volveré enseguida.

Salí corriendo sin esperar su respuesta. Seguramente mister Marley se subiría por las paredes en el sótano, pero eso en ese momento carecía de importancia. La puerta de la Sala del Dragón estaba entreabierta, y por tanto pude oír la voz excitada de mamá ya desde lejos:

—¿Qué se supone que es esto, un interrogatorio? Ya he expuesto antes mis razones: quería proteger a mi hija y esperaba que Charlotte hubiera heredado el gen. No tengo nada más que decir sobre este tema.

—Vuelva a sentarse.

Este era, indudablemente, mister Whitman, con el tono de voz que empleaba para poner en cintura a los alumnos rebeldes.

Se oyó un ruido de sillas arrastradas y carraspeos varios. Me acerqué sigilosamente a la puerta.

—Te habíamos prevenido, Grace.

La voz de Falk de Villiers tenía un tono gélido. Probablemente en ese instante mamá se estaría mirando los pies, preguntándose por qué demonios se había tomado tanto trabajo para encontrar el conjunto apropiado. Me apoyé con la espalda contra la pared, justo al lado de la puerta, para poder escuchar mejor.

—Qué estupidez pensar que no descubriríamos la verdad —se oyó decir a la voz malhumorada del doctor White.

Mamá no decía nada.

—Ayer nos dimos un paseo hasta las Cotswolds y visitamos a una tal mistress Dawn Heller —dijo Falk—. ¿Te dice algo ese nombre?

Como mamá no contestaba, continuó:

—Se trata de la comadrona que ayudó a traer al mundo a Gwendolyn. Como hasta hace poco aún pagabas el alquiler de su casita de vacaciones con tu tarjeta de crédito, pensé que no te sería difícil recordarla.

—Por todos los santos, ¿qué le habéis hecho a esa pobre mujer? —exclamó mamá.

—Nada, naturalmente. ¡Qué se imagina!

Era mister George.

Y mister Whitman, con una voz que rezumaba sarcasmo, agregó:

—Aunque la mujer parecía creer que íbamos a realizar con ella alguna especie de ritual satánico. Estaba totalmente histérica y no paraba de persignarse. Y cuando vio a Jake, estuvo a punto de desmayarse del susto.

—Yo solo quería ponerle una inyección tranquilizante —gruñó el doctor White.

—De todos modos, al final se tranquilizó lo suficiente para que pudiéramos mantener una conversación hasta cierto punto razonable. —Ese era de nuevo Falk de Villiers—. Y entonces nos explicó la interesantísima historia de la noche que nació Gwendolyn. Suena un poco a cuento de miedo. Una honrada y crédula comadrona es requerida para atender a una muchacha con dolores de parto que ha sido ocultada en una pequeña casa adosada de Durham para protegerla de una secta satánica. Esta bárbara secta, obsesionada con los rituales numerológicos, no solo persigue a la joven, sino que también quiere hacerse con el bebé. La comadrona, aunque no sabe exactamente qué se proponen hacer los sectarios con la pobre criatura, imagina las peores atrocidades, y como tiene un corazón de oro y además le han pagado una considerable suma como soborno (por cierto, no estaría mal que me explicaras de dónde sacaste el dinero, Grace), falsifica la fecha en la partida de nacimiento de la criatura después de haber ayudado a traerla al mundo en casa. Y jura que jamás dirá nada a nadie de lo ocurrido.

Durante un rato reinó el silencio. Y luego mamá dijo en un tono ligeramente retador:

—¿Y? Creo que esto es exactamente lo que ya os había explicado, ¿no?

—Sí, al principio también nosotros lo pensamos —dijo mister Whitman—, pero luego nos llamaron la atención un par de detalles en el relato de la mujer.

—En 1994 tú tenías casi veintiocho años; pero bueno, a ojos de la comadrona aún podías pasar por una «muchacha» —continuó Falk—. Ahora bien, ¿quién era entonces la preocupada hermana pelirroja de la futura madre a la que se había referido mistress Heller?

—En esa época la mujer ya era bastante mayor —dijo mamá en voz baja—. Probablemente estará un poco senil después de tantos años.

—Posiblemente. Pero de hecho no tuvo ningún problema para reconocer en una fotografía a la muchacha de entonces —dijo mister Whitman—. A la joven que esa noche dio a luz a una niña.

—Era una foto de Lucy —dijo Falk.

Fue como si me hubieran dado un puñetazo en el estómago. Mientras, tras las palabras de Falk, se extendía un silencio helado en la Sala del Dragón, se me doblaron las rodillas y me deslicé hacia abajo, con la espalda pegada a la pared, hasta quedar sentada en el suelo.

—Esto es… un error —oí que susurraba mamá finalmente.

Oí unos pasos que se acercaban por el pasillo, pero fui incapaz de volver la cabeza. Hasta que no se inclinó sobre mí, no descubrí que era Gideon.

—¿Qué pasa? —me preguntó en un susurro poniéndose en cuclillas ante mí.

No fui capaz de responderle y me limité a sacudir la cabeza en silencio.

—¿Un error, Grace? —resonó la voz de Falk de Villiers—. La mujer también te reconoció a ti en una foto como la supuesta hermana mayor que le había entregado un sobre con una suma de dinero increíblemente elevada. ¡Y reconoció al hombre que le había sostenido la mano a Lucy durante el parto! ¡Mi hermano!

Y como si yo aún no lo hubiera entendido del todo, añadió:

—¡Gwendolyn es la hija de Lucy y Paul!

Se me escapó un extraño gemido. Gideon, que se había puesto muy pálido, me cogió la mano. Dentro, en la Sala del Dragón mamá empezó a llorar. Solo que no era mi madre la que lloraba.

—Todo esto no hubiera sido necesario si les hubierais dejado en paz —sollozó—. Si no les hubierais perseguido tan despiadadamente.

—¡Nadie sabía que Lucy y Paul esperaban un hijo! —dijo Falk furioso.

—Habían cometido un robo —resopló el doctor White—. Habían robado la propiedad más valiosa de la logia y estaban a punto de destruir todo lo que durante siglos…

—¡Vamos, calle de una vez! —gritó mamá—. ¡Obligaron a esos jóvenes a abandonar a su querida hija solo dos días después de su nacimiento!

Ese fue el momento en que yo —no sé cómo— me puse en pie de un salto. No podía seguir escuchando aquello ni un segundo más.

—¡Gwenny! —dijo Gideon preocupado, pero yo me solté y salí corriendo.

Al cabo de unos pasos ya me había atrapado.

—¿Adónde vas? —preguntó.

—¡Lo único que quiero es irme lejos de aquí!

Corrí aún más rápido. La porcelana de las vitrinas ante las que pasábamos tintineaba suavemente.

Gideon me cogió de la mano.

—¡Voy contigo! —dijo—. No te dejaré sola ahora.

En algún lugar detrás de nosotros, en los pasadizos, alguien gritó nuestros nombres.

—No quiero… —dije jadeando—. No quiero hablar con nadie. —Gideon me apretó la mano con más fuerza—. Conozco un sitio donde nadie podrá encontrarnos en las próximas horas. ¡Vamos por aquí!

De las Actas de la inquisición

del padre dominico Gian Petro Baribi

Archivo de la Biblioteca Universitaria de Padua

(descifrado, traducido y revisado por el doctor. M. Giordano)

27 de junio de 1542

 

Sin mi conocimiento, el padre dominico de la orden terciaria, un hombre de reputación más que dudosa, persuadió a M de la necesidad de realizar un exorcismo de tipo especial para liberar a su hija Elisabetta de su supuesta posesión. Cuando llegó a mis oídos la noticia de este sacrílego proyecto, ya era demasiado tarde. Aunque conseguí acceder a la capilla en la que tenía lugar el infame proceso, no pude evitar que le fueran administradas a la joven sospechosas sustancias que hicieron que brotara espuma de su boca, los ojos se le salieran de las órbitas y empezara a pronunciar palabras confusas, mientras el padre dominico la rociaba con agua bendita. A consecuencia de este tratamiento, para el que no puedo sino emplear la palabra «tortura», Elisabetta perdió esa misma noche al fruto de su vientre. Antes de partir, el padre no se mostró en absoluto arrepentido de sus actos, sino, al contrario, exultante por la expulsión del demonio, y tras haber anotado cuidadosamente la confesión de Elisabetta, realizada bajo el efecto de las sustancias y los dolores, la hizo constar en acta como prueba de su enajenación. Rechacé cortésmente la transcripción que me fue ofrecida, dado que mi informe al superior de la Congregación —de eso estoy seguro— ya resultará de todos modos bastante difícil de aceptar. Por mi parte, solo deseo que pueda contribuir a que M caiga en desgracia con sus protectores, aunque no albergo muchas esperanzas al respecto.

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