Enigma

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IV. Beso » Capítulo 4

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Cuando llegó a Cabaña 8 Logie estaba esperándolo. Se paseaba por el restringido espacio de la sala de registro, con las huesudas manos cruzadas a la espalda y la cazoleta de la pipa saltando a medida que mordía furiosamente la boquilla.

—¿Es ése tu abrigo? —dijo Logie por todo saludo—. Es mejor que lo cojas.

—Hola, Guy. ¿Adónde vamos? —Jericho descolgó su abrigo de detrás de la puerta y una de las chicas de la sección femenina le dedicó una mirada triste.

—Vamos a charlar un poco tú y yo. Y luego te vas a casa.

Una vez en su despacho, Logie se apoltronó en su butaca y apoyó sus enormes pies en el escritorio.

—Cierra la puerta, hombre. Intentemos al menos que esto quede entre nosotros.

Jericho hizo lo que le decía. Como no había donde sentarse, apoyó la espalda en la puerta. Le sorprendía sentirse tan sereno.

—No sé qué te habrá contado Skynner —empezó—, pero no llegué a darle un puñetazo.

—Ah, bueno, menos mal. —Logie alzó las manos, fingiendo alivio—. Quiero decir, mientras no haya sangre, lo de los huesos rotos…

—Vamos, Guy. Si no lo toqué… Skynner no puede echarme por eso.

—Él puede hacer lo que le venga en gana. —La silla crujió al alargar Logie el brazo para coger una carpeta marrón que acto seguido abrió—. Veamos lo que tenemos aquí. «Grave insubordinación», dice. «Intento de agresión física», dice. «El último en una larga serie de incidentes de los que se deduce que el individuo en cuestión ya no es apto para el servicio activo». —Arrojó la carpeta de nuevo a la mesa—. Francamente, estoy bastante de acuerdo. He estado esperando ver tu cara por aquí desde ayer por la tarde. ¿Dónde has estado? ¿En el almirantazgo? ¿Pegaste a alguno de los jefazos?

—Dijiste que no trabajara el turno entero. «Tú ven y haz lo que puedas». Cito textualmente.

—Mira, muchacho, no te pases de listo.

Jericho permaneció callado por unos segundos. Pensaba en el grabado de la capilla del King’s College y en los criptogramas escondidos detrás. En la sala del Libro Alemán y la expresión de susto de Weitzman. En la temblorosa voz de Edward Romilly diciendo: «Los movimientos de mi hija son tan misteriosos para mí como parecen serlo para usted». Era consciente de que Logie lo miraba con atención.

—¿Cuándo quiere Skynner que me vaya?

—Pues ahora, maldito idiota. «Mándalo de vuelta a King’s y que esta vez el cabrón vaya andando». Creo recordar que éstas fueron sus instrucciones. —Logie suspiró y sacudió la cabeza—. No deberías haberlo dejado en ridículo, Tom. Y menos delante de sus clientes.

—Pero es que se lo merece —replicó Jericho. La rabia y la autocompasión estaban brotando en su interior. Trató de que no le temblase la voz—. No tiene ni idea de lo que habla. Vamos, Guy. ¿Tú crees, de verdad, que podemos recuperar Tiburón en los próximos tres días?

Alguien llamó a la puerta y Logie gritó:

—¡Ahora no, amigo, muchas gracias!

Esperó hasta que quienquiera que fuese se hubo marchado y dijo:

—Me parece que no te das cuenta de hasta dónde han cambiado aquí las cosas.

—Eso mismo dijo Skynner.

—Pues tiene razón. Cosa rara. Lo viste por ti mismo en la conferencia de ayer. Ya no estamos en 1940, Tom. Ya no es la pobrecita Inglaterra sola ante el peligro. Hemos seguido adelante. Hay que tener en cuenta lo que piensan los otros. Mira el mapa, hombre. Lee los periódicos. Esos convoyes embarcan en Nueva York. ¡Nueva York! Una cuarta parte de los barcos es americana. El cargamento es todo americano. Todo. Las tropas americanas; las tripulaciones americanas. —De pronto, Logie se llevó las manos a la cara—. Dios, no puedo creer que intentaras pegar a Skynner. Realmente, estás majara. Ni siquiera sé con seguridad si puedes andar suelto por la calle. —Levantó los pies del escritorio y cogió el teléfono—. Mira, me da igual lo que diga Skynner, veré si puedo conseguir que vuelvas en coche.

—¡No! —Jericho se sorprendió de la vehemencia de su voz. Mentalmente pudo ver, en perfecta réplica, la parda masa continental de Norteamérica, los borrones de Rorschach de las islas Británicas, el azul del Atlántico, los inocentes discos amarillos, los dientes del tiburón dispuestos como un cepo. ¿Y Claire? Imposible dar con ella ni siquiera ahora que tenía acceso al Park. Una vez en Cambridge, despojado de sus credenciales, sería como estar en otro planeta—. No —repitió, más calmado—. No puedes hacerme eso.

—La decisión no es mía.

—Dame un par de días, Guy.

—¿Qué?

—Dile a Skynner que quieres darme un par de días. Para ver si encuentro la forma de volver a Tiburón.

Logie miró fijamente a Jericho durante cinco segundos y luego se echó a reír.

—Tu locura aumenta a medida que pasan las horas, muchacho. Ayer nos decías que es imposible descifrar Tiburón en tres días y ahora me dices que tal vez puedes hacerlo sólo en dos.

—Por favor, Guy. Te estoy implorando. —Y así era. Tenía las manos apoyadas en su escritorio y el cuerpo inclinado hacia él. Estaba rogando por su vida—. Sabes que Skynner no sólo quiere que me vaya de la cabaña. Quiere echarme del Park. Quiere encerrarme en un desván del almirantazgo haciendo divisiones largas.

—Hay sitios peores donde pasar la guerra.

—No, para mí, no. Mi sitio está en Bletchley.

—Ya me he jugado el cuello por ti muchas veces, muchacho. —Logie hincó su pipa en el tórax de Jericho—. «¿Jericho?», decían todos. «No lo dirás en serio. ¿Estamos en plena crisis y quieres a Jericho?». —Volvió a pincharlo con la pipa—. Y yo les contestaba: «Sí, ya sé que está medio chiflado y que se desmaya como una damisela, pero el tipo tiene algo, tiene ese dos por ciento de más. Vosotros confiad en mí». Y luego pido de rodillas un maldito coche y en lugar de irme a dormir como me merezco, voy a tomar un té rancio a Cambridge y a rogarte, fíjate bien, a rogarte que vuelvas, y lo primero que haces es dejarnos a todos como idiotas y luego le atizas al jefe del departamento, sí, bueno, sólo lo intentaste. Contéstame a una cosa: ¿quién va a escucharme ahora?

—Skynner.

—Vamos, anda.

—Skynner tendrá que escuchar, lo hará si tú insistes en que me necesitas. Lo sé. —Jericho estaba inspirado—. Puedes amenazarlo con que le dirás a ese almirante, a Trowbridge, que me han echado en un momento crítico de la Batalla del Atlántico sólo porque dije la verdad.

—Oh, sí, claro. Muchas gracias. Ya nos veo a los dos haciendo divisiones largas en el almirantazgo.

—Hay sitios peores donde pasar la guerra.

—No seas ridículo, Tom.

Otra llamada a la puerta, esta vez mucho más fuerte.

—Por el amor de Dios —aulló Logie—. ¡Vete al cuerno!

Pero la puerta empezó a abrirse. Jericho se apartó y apareció Puck.

—Perdona, Guy. Hola, Thomas. —Miró a ambos con expresión ceñuda—. Ha habido cambios, Guy.

—¿Buenas noticias?

—Para ser sincero, no. Lo más probable es que no sean buenas. Es mejor que vengas.

—Mierda. ¡Mierda! —murmuró Logie. Lanzó a Jericho una mirada asesina, cogió su pipa y siguió a Puck por el pasillo.

Jericho dudó unos segundos y fue tras ellos. Entró en la sala de registro. Nunca la había visto tan llena. Además del teniente Cave, estaban allí, al parecer, casi todos los criptoanalistas de la cabaña —Baxter, Atwood, Pinker, Kingcome, Proudfoot, De Brooke— así como Kramer, cual galán de moda con su uniforme azul de la marina estadounidense. Saludó a Jericho inclinando amistosamente la cabeza.

Logie echó una ojeada a la sala.

—¡Hola, hola, si está aquí toda la banda! —Nadie rió—. ¿Qué pasa, Puck? ¿Es un mitin, o es que vais a la huelga?

Puck señaló con la cabeza hacia las tres integrantes de la sección femenina que constituían el turno de día en la sala.

—Ah, sí —dijo Logie—, por supuesto. —Sonrió, revelando sus amarillentos dientes de fumador—. Tenemos cosas de que hablar, chicas. Alto secreto. ¿Os importaría dejar solos a los caballeros por unos minutos?

—Le enseñé esto casualmente al teniente Cave —dijo Puck una vez que las mujeres se hubieron marchado—. Análisis de tráfico. —Sostuvo en alto una de las hojas amarillas, como si se dispusiera a practicar un juego de manos—. Dos señales largas que hemos interceptado en las últimas doce horas; proceden del nuevo transmisor nazi cerca de Magdeburgo. Una, poco antes de medianoche: ciento ochenta grupos de cuatro palabras. La otra justo después: doscientos once grupos. Radiadas dos veces por las cadenas Diana y Hubertus. Cuatro-seis-cero-un kilociclos.

—Venga, hombre, al grano —susurró Atwood para sí.

Puck hizo como que no lo oía.

—En el mismo período, total de señales Tiburón interceptadas a los submarinos alemanes en el Atlántico Norte hasta las cero-nueve-cero-cero de esta mañana: cinco.

—¿Cinco? —repitió Logie—. ¿Estás seguro, muchacho? —Cogió la hoja de papel y recorrió con el índice las pulcras columnas de entradas.

—¿Cómo es el dicho? —preguntó Puck—. ¿Callado como una tumba?

—Los puestos de escucha —dijo Baxter, leyendo la hoja por sobre el hombro de Logie—. Algo debe de haberles pasado. Se habrá quedado todo el mundo dormido.

—He telefoneado a la sala de control hace diez minutos. Después de hablar con el teniente. Dicen que no hay ningún error.

Un murmullo de nerviosismo recorrió la sala.

—¿Y qué dices tú, oh sabio entre los sabios?

Jericho tardó un par de segundos en advertir que Atwood estaba dirigiéndose a él.

—Es muy poco —dijo, encogiéndose de hombros—. Mala señal.

—Según el teniente Cave, parece haber una pauta —dijo Puck.

—Hemos interrogado a tripulantes de

U-boote acerca de sus tácticas. —El teniente Cave se adelantó y Jericho vio que Pinker se encogía a la vista de sus cicatrices—. Cuando Dönitz huele un convoy, organiza sus coches fúnebres situándolos en la ruta por donde espera que va a llegar. Doce submarinos, por ejemplo, separados entre sí unas veinte millas. Posiblemente dos líneas de ataque, quizá tres. Actualmente tiene suficientes submarinos como para montar toda una coreografía. Nuestros cálculos eran de cuarenta y seis sólo en ese sector del Atlántico Norte. —Cove guardó silencio con aire de pedir excusas—. Perdón —dijo—, no duden en interrumpirme si les parece que estoy diciendo perogrulladas.

—Bueno, nuestro trabajo es más… digamos… teórico —apuntó Logie. Miró en torno y varios criptoanalistas asintieron en señal de conformidad.

—Muy bien. Existen básicamente dos clases de formación. Por un lado está el piquete, o, lo que es lo mismo, una línea de

U-boote inmóviles en superficie esperando a que el convoy avance sobre ellos. Por otro está la patrulla, que significa los submarinos avanzando al mismo tiempo para interceptar el convoy. Una vez fijadas las formaciones, existe una regla de oro. Absoluto silencio de radio hasta que se aviste el convoy. Me huelo que es lo que está pasando ahora Esas dos señales largas de Magdeburgo imagino que es Berlín ordenando los submarinos en línea de combate Y si están guardando silencio radiofónico… —Cave se encogió de hombros; sentía tener que decir lo que era evidente—. Eso significa que los

U-boote están en posición de combate.

Nadie dijo nada. La abstracción intelectual del criptoanálisis había adoptado forma sólida: dos mil tripulantes de submarinos alemanes, diez mil marinos y pasajeros aliados, a punto de entrar en combate en medio del invierno atlántico a mil millas de tierra firme. Pinker parecía haberse puesto enfermo de golpe. Lo extraño de la situación sorprendió a Jericho. Pinker era probablemente el responsable directo de enviar un millar de marinos alemanes al fondo del océano, pero la cara de Cave era lo más cerca que había estado de ver la brutalidad de la guerra en el Atlántico.

Alguien preguntó qué pasaría después.

—¿Si un submarino localiza el convoy? Lo vigilará. Enviará una señal de contacto cada dos horas; posición, velocidad, rumbo. El mensaje será recogido por los otros submarinos y todos convergirán hacia esa posición. El mismo procedimiento para tratar de concentrar el máximo de unidades. Por lo general, procuran adentrarse en el convoy, entre nuestros barcos. Esperarán a que se haga de noche. Prefieren atacar en plena oscuridad. Los incendios de los barcos que tocados iluminan los otros blancos. Así el pánico es mayor. Además, a nuestros destructores les cuesta más localizarlos por la noche.

—Naturalmente —agregó Cave, cortando el silencio con su voz penetrante—, el tiempo es malísimo incluso en esta época del año. Nieve. Niebla. Un agua verde rompiendo contra las proas. Eso va en nuestro favor.

—¿Cuánto tiempo tenemos? —dijo Kramer.

—Menos del que pensábamos en un principio, eso por descontado. El

U-boote es más rápido que cualquier convoy, pero sigue siendo una bestia lenta. En superficie se mueve a la velocidad de un hombre en bicicleta, bajo el agua sólo como un hombre a pie. Pero en el caso de que Dönitz se entere de lo de los convoyes, tal vez un día y medio. El mal tiempo hará que tengan problemas de visibilidad. Aun así, bien, yo diría que un día y medio como máximo.

Cave se excusó para ir a comunicar la mala noticia al almirantazgo. Los criptoanalistas se quedaron solos. Al fondo de la cabina empezó a oírse el ruido matutino de las máquinas Type-X.

—Eso debe ser De… De… Delfín —dijo Pinker—. Si me permites, Gu… Guy…

Logie levantó una mano bendiciendo su partida y Pinker salió apresuradamente de la habitación.

—Ojalá tuviésemos un cuarto rotor —se lamentó Proudfoot.

—Pero no lo tenemos, muchacho, así que no perdamos el tiempo con eso.

Kramer, que había estado en una de las mesas, se incorporó. No había espacio para dar un paso, de modo que ejecutó una especie de inquieto arrastrar de pies al tiempo que golpeaba con el puño la palma de su mano izquierda.

—Maldita sea, esto es desesperante. Un día y medio. Un ridículo y cochino día y medio. ¡Dios! Tiene que haber algo. Quiero decir, vosotros conseguisteis descifrar esta cosa hace tiempo, ¿no? Cuando el último apagón.

Varias personas hablaron a la vez.

—Sí, sí.

—¿Te acuerdas?

—Fue Tom.

Jericho no estaba escuchando. Algo se movía en su cerebro, como un ligero cambio en las profundidades de su inconsciente, más allá del alcance de cualquier análisis posible. ¿Qué podía ser? ¿Un recuerdo? ¿Una conexión? Cuanto más intentaba concentrarse en ello, más inaprehensible se volvía.

—¿Tom?

Jericho sacudió la cabeza, sorprendido.

—El teniente Kramer te preguntaba —dijo Logie con cansina paciencia— cómo fue que descifraste Tiburón…

—¿Qué? —Le molestaba que lo hubieran interrumpido. Hizo un gesto vago con las manos—. Oh, Dönitz había sido ascendido a almirante. Supusimos que el cuartel general de los

U-boote no cabría en sí de alegría. Hasta tal punto, que eran capaces de transmitir la orden de Hitler palabra por palabra a todos los submarinos.

—¿Y lo hicieron?

—Sí. Fue una buena criba. Pusimos seis bombas en ello. Con todo, tardamos casi tres semanas en interpretar el tráfico de un solo día.

—¿Con una buena criba? —dijo Kramer—. ¿Seis bombas? ¿Tres semanas?

—Es la gracia del cuarto rotor de Enigma.

—Lástima que a Dönitz no lo asciendan cada día —intervino Kingcome.

Esto hizo reaccionar inmediatamente a Atwood.

—A este paso, probablemente lo harán.

Las risas aliviaron momentáneamente el pesimismo general. Atwood parecía satisfecho de sí mismo.

—Muy buena, Frank —dijo Kingcome—. Un ascenso diario. Muy buena.

Sólo Kramer se negó a reír. Permaneció cruzado de brazos, mirando sus resplandecientes zapatos.

Empezaron a hablar de una hipótesis de De Brooke que había sido aplicada en las últimas nueve horas a un par de bombas. Pero la metodología, como Puck había señalado, era rematadamente complicada.

—Bien, al menos yo he propuesto algo —dijo De Brooke—, que tú…

—Eso, querido Arthur, es porque cuando tengo una idea que no vale, me la guardo.

Logie dio unas palmadas.

—Amigos, seamos críticos pero constructivos.

Jericho había dejado de escuchar hacía rato. Seguía persiguiendo al fantasma que corría por su mente, rebuscando en su fichero mental de los últimos diez minutos la palabra, la frase, que podía haberlo puesto en movimiento. Diana, Hubertus, Magdeburgo, piquete, silencio radiofónico, señal de contacto…

Señal de contacto.

—Guy, ¿dónde guardas la llave del Museo Negro?

—¿Cómo dices, amigo? Ah, en mi escritorio. El de arriba a la derecha. Eh, ¿adónde vas? Aguarda un momento, todavía no he terminado de hablar contigo…

Fue un alivio abandonar la claustrofóbica atmósfera de la cabaña y salir al aire frío. Resueltamente, echó a andar hacia la mansión.

Jericho iba muy pocas veces allí, pero cuando lo hacía siempre le recordaba la típica casa solariega de una novela de intriga de los años veinte. («Como recordará, inspector, el coronel se encontraba en la biblioteca cuando fueron hechos los disparos…»). El exterior era de pesadilla, como si un carretón gigante lleno de trozos desechados de otros edificios hubiera volcado su contenido en el suelo. Frontones suizos, almenas góticas, pilares griegos, ventanas saledizas, ladrillo rojo municipal, leones de piedra, el porche de una catedral; los diferentes estilos peleaban unos contra otros amontonados, y en lo alto un tejado verde en forma de campana hecho de cobre batido. El interior era de puro terror gótico, todo arcos de piedra y vidrieras de colores. Los suelos pulimentados sonaban a hueco bajo los pies de Jericho y las paredes estaban decoradas con oscuros paneles de madera de esos que en el capítulo final se abren a un laberinto secreto. Apenas si sabía qué pasaba ahora en la mansión. El comandante Travis ocupaba el despacho grande con vistas al lago, en la parte frontal, mientras que en los dormitorios del piso de arriba se hacían toda clase de cosas misteriosas; había oído decir que descifraban los códigos del servicio secreto alemán.

Cruzó el vestíbulo a toda prisa. Un capitán del ejército fingía leer el

Observer de aquella mañana junto al despacho de Travis mientras escuchaba a un hombre de mediana edad en traje de tweed que trataba de ligarse a una joven de la RAF. Nadie prestó la menor atención a Jericho. Al pie de la escalera de roble enrevesadamente tallada, se abría un pasillo a mano derecha que conducía a la parte de atrás. A medio camino había una puerta que, bajando unos peldaños, daba a un corredor secundario. Era allí, en un cuarto cerrado con llave del sótano, donde los criptoanalistas de las Cabañas 6 y 8 almacenaban sus tesoros robados.

Jericho palpó el muro en busca del interruptor de la luz.

La mayor de las dos llaves abría el Museo. Apiladas en estantes metálicos a lo largo de la pared había más de una docena de máquinas Enigma capturadas al enemigo. La llave pequeña era para una de las dos grandes cajas de caudales. Jericho se arrodilló para abrirla y empezó a buscar. Allí estaban todos sus preciosos hurtos: cada uno de ellos una victoria en la larga guerra contra Enigma. Había una caja de puros con una etiqueta fechada en febrero de 1941 que contenía el botín del arrastrero alemán

Krebs: dos rotores de repuesto, el mapa de la Kriegsmarine del Atlántico Norte y los ajustes de Enigma para febrero de 1941. Detrás había un voluminoso sobre con el membrete

«München» —un barco meteorológico cuya captura tres meses después del

Krebs les había permitido descifrar el código meteorológico— y otro con la etiqueta «U-110». Jericho cargó un montón de papeles y mapas.

Por último, del estante de abajo cogió un paquete pequeño envuelto en hule marrón. Era el botín por el que habían perecido Fasson y Grazier, todavía en su envoltorio original, tal como había salido del submarino hundido. Jericho nunca lo veía sin agradecer a Dios que hubiesen encontrado algo hermético con que protegerlo. La menor exposición al agua habría disuelto la tinta. Que se hubiese rescatado de un submarino inundado, de noche, con el mar picado, bastaba para que hasta un matemático creyese en milagros. Jericho retiró cuidadosamente el hule, como un especialista habría abierto los papiros de una antigua civilización, o un sacerdote unas reliquias santas. Dos folletos impresos en letra gótica sobre papel secante rosa. La segunda edición de la cifra meteorológica empleada por los

U-boote, ahora inservible debido al cambio de código. Y —exactamente tal como lo recordaba— la tabla de señales abreviadas. Se puso a hojearla. Columnas de letras y números.

En la parte interior de la puerta de la caja fuerte había un aviso mecanografiado: «Queda terminantemente prohibido retirar cualquier artículo sin mi expreso consentimiento. (Firmado) L. F. N. Skynner, jefe de la sección naval».

Para Jericho fue un placer especial el guardarse la tabla de señales abreviadas en el bolsillo interior y volver corriendo con el libro a la cabaña.

Jericho le lanzó las llaves a Logie, quien manoteó antes de cazarlas al vuelo.

—Señal de contacto.

—¿Qué?

—Señal de contacto —repitió Jericho.

—¡Loado sea Dios! —exclamó Atwood, alzando las manos como un predicador—. El oráculo ha hablado.

—Está bien, Frank. Espera un poco. ¿Qué pasa, Tom?

Jericho lo veía más rápido de lo que era capaz de transmitirlo. Le resultaba difícil formular su descubrimiento con palabras. Habló lentamente, como si tradujera de un idioma extraño, reordenándolo mentalmente para convertirlo en una narración.

—¿Recordáis cuando en noviembre conseguimos la tabla de cifra meteorológica del U-459, cuando conseguimos también la tabla de señales abreviadas? Sólo que entonces decidimos no hacer caso de esta última porque no nos servía para obtener una criba que mereciese la pena. Me explico, una señal de contacto con un convoy, por sí sola, no vale nada, ¿de acuerdo? Sólo son cinco letras muy de tarde en tarde. —Jericho sacó cuidadosamente del bolsillo el pequeño folleto rosa—. Una letra para la velocidad del convoy, dos para el rumbo, dos más para la referencia cartográfica…

Baxter se quedó mirando el código como hipnotizado.

—¿Te has llevado eso de la caja sin autorización?

—Pero si el teniente Cave está en lo cierto, y cualquier submarino que localiza un convoy envía una señal de contacto cada dos horas, y si lo va a vigilar hasta que se haga de noche, entonces es posible, al menos teóricamente, que envíe cuatro, o a lo sumo, cinco señales, según la hora en que lo aviste por primera vez. —Jericho buscó con la mirada el único uniforme que había en la sala—. ¿Cuántas horas de luz hay en el Atlántico Norte en el mes de marzo?

—Unas doce —dijo Kramer.

—Doce. Y si respondiendo a la señal original varios submarinos más siguen a ese convoy el mismo día, y todos empiezan a enviar señales de contacto cada dos horas…

Logie, por fin, empezó a ver adonde quería ir a parar. Se sacó la pipa de la boca y dijo:

—¡Qué diantre…!

—Entonces, teóricamente también, podríamos tener, digamos, veinte letras de criba a partir del primer barco, quince del segundo, etcétera. Si intervienen ocho submarinos en el ataque, es un decir, podríamos tener fácilmente un centenar de letras. Sería una criba perfecta. —Jericho estaba tan ufano como el padre que ofrece al mundo un vislumbre de su hijo recién nacido—. Es maravilloso, ¿os dais cuenta? —Miró alternativamente a los criptoanalistas: Kingcome y Logie empezaban a revelar entusiasmo, De Brooke y Proudfoot parecían pensativos, Baxter, Atwood y Puck ponían cara de franca hostilidad—. No fue posible hacerlo antes, porque hasta este momento los alemanes no habían sido capaces de lanzar tantos submarinos contra semejante masa de barcos. Es toda la historia de Enigma resumida en pocas palabras. El invento de los alemanes, por su propia magnitud, engendra tal cantidad de material interesante para nosotros que está sembrando la semilla de su eventual destrucción.

Hizo una pausa.

—¿No crees que hay demasiados

si en todo esto? —dijo ásperamente Baxter—. Si el submarino localiza al convoy a primera hora del día, si informa cada dos horas, si todos los otros hacen lo mismo, si conseguimos interceptar todas las transmisiones…

—Y si —intervino Atwood— la tabla de señales que birlamos en noviembre no ha sido cambiada hace una semana como lo fue la tabla meteorológica…

Era una posibilidad que Jericho no había tenido en cuenta. Sintió que su entusiasmo se desmoronaba ligeramente.

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