Emily

Emily


Capítulo 2

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Capítulo 2

Las nuevas amistades fueron beneficiosas para todo el pequeño clan de los Grant. Sandra comenzaba a disfrutar de las excentricidades de Lady Thomson; el comportamiento de la vizcondesa, un tanto fuera de lo común con respecto al resto de la nobleza, le sentaba de maravillas a mamá Grant. Además, gracias a ella y a las exquisitas tardes de té, gozaba de la compañía de Grace Monroe, otra americana que le hacía de carabina a una jovencita que se encontraba en las mismas circunstancias de Emily, pero que, a diferencia de su hija, debía contraer matrimonio sí o sí por cierto escándalo que Sandra no tenía intenciones de indagar. Por su parte, Emily también estaba disfrutando a lo grande con las nuevas amistades, aunque una de ellas, Vanessa, originaria de Boston, lograba alterarla e incomodarla más rápido que todos sus hermanos juntos. En cuanto a Zachary, sin lugar a dudas, había sido el más favorecido con el giro de los acontecimientos, ya no tenía que procurarles entretenimiento a su madre y hermana, no requerían de su presencia constante para cortar con la aburrida monotonía londinense, lo que le permitía a él explorar el otro Londres, el de los hombres, con apuestas, juegos y mujeres de por medio.

Las cuatro jovencitas estaban a un día de su debut social, Lady Thomson se adelantaba a la temporada con una fiesta previa, tal como solía hacerlo cada año. Se esperaba máxima concurrencia y la asistencia de los nobles del más alto rango. Emily estaba ansiosa, y cuando esa emoción la atacaba, la combatía atragantándose con cuanta cosa se le cruzara al camino de su boca. Y en la mansión Thomson, había delicias para tentar a cualquiera, en especial a las ansiosas.

—Veo que el apetito hoy te desborda —le susurró al oído la joven de Nueva York al ver la mirada de desagrado en Vanessa—. Tienes crema en la comisura de tus labios. Ten... a mí suele sucederme lo mismo —dijo acercándole una servilleta.

—Oh, gracias... —Se quitó los restos de la boca y le sonrió a modo de muestra.

—Perfecto —finalizó Miranda.

Sentía más afinidad con ella, Miranda Clark; a diferencia de Vanessa y Cameron —la jovencita de Virginia—, ellas no habían nacido en cuna de oro, y carecían de los modales refinados que las otras poseían por pura naturaleza. La historia de las familias era bastante similar, lo conseguido había sido a fuerza de trabajo, y para qué negarlo, en el caso de los Grant, también de una dosis de suerte.

—¡Y la señorita Clark tenía que arruinar todo! —replicó Vanessa Cleveland, la bostoniana, con su habitual tono de sarcasmo—. Tenía intenciones de comprobar el tiempo que duraría ese rastro de crema en su rostro.

—¿Para qué? ¿Para burlarte de ella? —acusó Cameron, la joven de Virginia, que era una florecilla perfecta de modales y buenas costumbres.

—Sí y no. Es preferible que yo me burle de ella ahora, y no toda la nobleza después.

Tenía un buen punto, aunque las técnicas de aprendizaje no eran muy amables que digamos.

—No puedo evitarlo, cuando estoy ansiosa, como... como en exceso

—Ahora entiendo todo —remarcó Vanessa recorriendo el cuerpo de Emily con total descaro—, has vivido con ansiedad toda tu vida, entonces.

Tarde o temprano iba a suceder, Emily lo sabía, y el resto de las jovencitas también, las curvas de su cuerpo contaban una historia muy poco habitual, esa clase de historia que nadie lee, porque les desagrada, porque no les parece atractiva, o simplemente porque la juzgan por su portada.

—¡Vanessa! —Cameron era la que más tiempo llevaba vinculada a la joven de Cleveland, como ella, había sido una de las primeras en llegar a Londres. Por eso se dio el permiso de reprenderla por el comentario.

—Bien, me callo. Yo también tengo derecho a degustar los pastelitos de cocina francesa, por lo menos corta con tanta comida desabrida… pero sepan que no hacen ningún favor, esto es una farsa, una actuación costosa, más costosa que las del teatro, así que, si queremos salir bien paradas, debemos aprender el papel que nos toca.

Sí, pensó Cameron con un dejo de tristeza, era una farsa y ella era excelente actuando. No quería darle la razón a Vanessa, pero de nada valía discutir cuando tenía un punto, de modo que hizo lo que correspondía, asentir y cambiar de tema en un leve movimiento.

—Hablando de figuras que no sean las nuestras —dijo la virginiana—, ¿leyeron el último artículo del Doctor C?

El enigmático Doctor C escribía sus notas en un folletín para damas londinenses: Lady & Society, y Cameron se había hecho adepta a sus publicaciones. Era la primera en comprarlas y compartirlas con las demás.

—No —agradeció Emily el cambio de tema—, ¿de qué habla esta vez?

—De lo mismo que nosotras…

—Seguramente con menos atino —interrumpió Vanessa con una sonrisa socarrona.

—¡Eres imposible! —se quejó Miranda—, vamos, Cameron, no le hagas caso y cuenta, que no he podido comprarla.

—Eso es porque la señora Monroe no es tan excéntrica como Lady Thomson. —Sonrió Cameron. La joven de Virginia era la única hospedada bajo el techo de la vizcondesa junto a su odiosa tía. La lectura, de lo que fuera, era lo único que la salvaba de la locura—. Bueno, volviendo al tema, habla de los cánones de belleza de la sociedad británica. Ha armado un gran alboroto y por poco lo censuran, porque los ha comparado con… —La voz de la muchacha se hizo un susurro— un corsé.

—¿Por qué susurras? —exclamó la señorita Cleveland.

—Por lo mismo que casi prohíben la nota… no se puede hablar de ropa interior femenina en voz alta.

—¡Por Dios! —En esta ocasión fue Miranda la que coincidió con Vanessa—, es que no se puede hablar de nada aquí.

—Del clima —musitó Emily por lo bajo, el tono era de sarcasmo, pero su voz dulce y su porte tímido hacía parecer que todo lo que decía era muy en serio. La bostoniana arqueó las cejas con cierto deleite, esa versión de la señorita Grant era la única que le caía bien, y la muchacha se empecinaba en ocultarla—, por fortuna para los ingleses, en esta isla el tiempo cambia minuto a minuto. En California, que apenas llueve dos veces al año, se morirían del aburrimiento. «Otro día de sol, otro día de sol, qué raro está el clima… soleado».

Miranda rompió en una sonora carcajada que le granjeó la mirada de divertida censura de la mesa de las matronas. Todas menos Eleanor De Luca, la tía de Cameron, mujer odiosa como pocas. Vanessa mostraba una media sonrisa satisfecha, mientras que la señorita Madison ocultaba la suya con decoro detrás del borde de la taza de té.

Comentaron un poco más el artículo antes de despedirse; aunque coincidía con el Doctor C, de nada valía para Emily, ella debía ajustar las cintas, agregar ballenas y contener el aire, tanto de manera física como metafórica. Ni su figura ni su carácter se ajustaban, y los londinenses eran un corsé demasiado fuerte y rígido para luchar contra él.

Se asfixiaría, estaba segura…

∞∞∞

La fiesta de apertura de temporada de Lady Thomson había alterado los nervios de los Grant. Para colmo de males, Zachary no había podido excusarse y le correspondía cumplir con la tan amable anfitriona.

Le debían tanto…

Lady Mariana, la antigua soprano italiana y actual vizcondesa, era una de las mujeres mejor relacionadas de Inglaterra y, además, muy generosa. No dudaba en compartir su éxito con quienes apreciaba, y parecía haber resguardado bajo su ala protectora a los Grant. El motivo, según ella, era que conocía el desprecio de la élite en carne propia.

Como fuera, era la primera vez que los californianos asistirían a un evento de esa envergadura que en nada se parecía a las fiestas americanas. Un par de reuniones llevaban en Londres, menores y reducidas, y eso bastaba para saber que una fiesta todo a lo alto los intimidaría.

Emily estaba tan asustada que no opinó sobre el atuendo elegido. Por desgracia, aún no habían logrado conseguir una modista y solo contaban con las dotes de la doncella de la joven para arreglar los vestidos. Sandra parecía dudar sobre la elección, las joyas, los tocados y cada detalle. Estaba segura de que debían mostrar que, pese a no tener sangre noble, sí tenían dinero a raudales.

—Ay, Emily, querida —se quejó la mujer—, es que es lo único que tenemos para ofrecer, debemos mostrarlo todo —acotó sin percatarse de que sus palabras herían hondo en el espíritu de su hija.

Emily jamás se había acomplejado hasta el momento, nada tenía de qué avergonzarse. En California era una muchacha alegre, feliz, algo díscola y enérgica. Con sus cabalgatas al amanecer, sus atuendos masculinos y sus modales francos. Tampoco parecía molestar su aspecto corpulento ni las pecas en su cutis. En Londres, en cambio, daba la impresión de que toda ella estaba fuera de lugar, y comenzaba a hacer mella en su ánimo.

No quería darle la razón a Vanessa… no. Había escapado de las lenguas viperinas de América como para tener que lidiar con ellas ahí en Inglaterra. Vanessa con su educación y su actitud soberbia le recordaba que en Estados Unidos tampoco los aceptaban, Cameron, por suerte, le mostraba la otra cara. No todos los que habían nacido en cuna de oro eran despectivos… aunque últimamente le costaba encontrar ejemplos.

No debía ser injusta, se dijo, enderezó la espalda, tomó aire y dejó que Kim, la doncella, ajustara más las cintas del corsé. Lady Mariana era una buena mujer… Y tiene orígenes humildes, completó su mente. Al igual que Miranda, la otra señorita americana con la que tan bien se llevaba. Intentó hacer un recuento de las personas que había conocido hasta el momento y quiénes habían sido amables, luego filtró esa escasa lista por aquellos que no tenían un pasado de trabajo duro y el resultado daba dos. Dos personas nada más: Cameron y Lady Daphne Webb. Bueno, está bien, Vanessa cada tanto, agregó para sentirse mejor y llevar su resumen a dos personas y media. Sonrió.

Se colocó las medias de seda que eran tan suaves y delicadas que parecían una segunda piel. Terminaban en una línea de encaje bordado a mano y en un liguero que se unía a sus pololos. Le resultaba lindo y femenino, lástima que eso fuera por debajo y nadie pudiera verlo. La ropa interior era un gusto culposo de Emily, lo único que podía elegir ella sin preocuparse por cómo se vería o por su practicidad. Una vez enfundada en ella, Kim la ayudó con la bata y la instó a sentarse en el tocador para comenzar con el peinado. El corsé fue una tortura, y para evadirse del dolor físico volvió a concentrarse en la gente amable.

Lady Daphne Webb era la hija del conde de Sutcliff y la sensación de la temporada. Tenía apenas dieciséis años y todos daban por sentado que se casaría ese mismo año, los pretendientes parecían caer rendidos a sus pies. Emily no podía culparlos, ella había caído rendida ante los encantos de la dama de modales amables, sonrisa sincera y un brillo pícaro en la mirada. Lady Daphne tenía prohibido entablar relaciones con las americanas de Thomson, como había escuchado que las nombraban, pero la joven había hecho oídos sordos.

Emily había atado cabos, no conocía demasiadas personas en Inglaterra y los pocos nombres le quedaron grabados en el recuerdo. Sutcliff, Webb, Lady Anne y el maldito encontronazo en la tienda Dumont. Se había atrevido a preguntarle a Daphne en privado.

—Sí, el Lord Webb del que hablan es mi hermano. —La afirmación fue acompañada de una expresión de hastío burlón, como el que Emily usaba cuando las anécdotas de Louis la superaban—. En la fiesta de Lady Thomson te lo presentaré, no es tan malo como parece.

—¿Es verdad que se va a casar con Lady Anne? —preguntó curiosa.

—¡No! —exclamó la muchacha—. La ha dejado —completó el chisme en un susurro—, aunque al parecer Lady Anne no se ha dado por vencida. ¿Sabes? No debería decirte esto…

Emily se inclinó hacia su compañera de té con intriga. Le agradaba tener amigas mujeres, con quien compartir cosas. Adoraba a sus hermanos, y la libertad que el mundo de hombres le ofrecía, sin embargo, la camaradería entre congéneres le resultaba divertida y relajada. Por lo menos cuando se daba con gente buena. Ese reducido té brindado por un conocido de Sir George L. Brown le había permitido ampliar sus horizontes al respecto.

—¿Qué? No le diré a nadie, lo prometo —insistió Emily.

—Mi madre pertenece a la sociedad de lectura de damas londinenses, lo que en realidad es… un club de damas.

—¿Cómo?

—Claro, como los clubes de caballeros. Mi padre pertenece al White, y mi madre a la sociedad de lectura. Y aunque cada tanto leen algo, en realidad hacen lo mismo que los caballeros, comentar rumores y apostar…

Los ojos de ambas brillaron con deleite. Eso era lo más escandaloso que una dama podía hacer.

—Ya me gustaría pertenecer a uno.

—Cuando te cases con un noble y seas Lady Emily, fundaremos el nuestro —prometió Daphne—, de momento, nos contentaremos con las cosas que escucho tras las puertas. Por ejemplo, que hay apuestas sobre mi hermano Colin y Lady Anne. Así fue como mi madre se enteró de que la viuda de Merrington hizo pública su relación con Colin, y está que trina. Por poco cancelamos la invitación a la fiesta de Lady Thomson porque mi madre no quiere pisar el mismo salón que Lady Anne.

Por fortuna para Emily, Lady Marion Sutcliff cambió de parecer. La joven californiana agradecía tener una aliada de su edad, sobre todo una muchacha que sabía tanto de nobleza y de normas, y que no dudaba en enseñar con mano firme, pero sin menospreciar ni burlar.

Tres horas de tortura más tarde, los Grant estaban listos para subir al carruaje y dirigirse a la mansión de Lord Thomson, el vizconde de Sameville. Que los tres californianos, con todos sus atuendos, cupiesen en el coche era un misterio del universo.

Cada uno de ellos llevaba consigo gran parte de su guardarropa. Sandra lucía un vestido color obispo, entallado a la cintura, con las mangas abullonadas y una falda que se abría para dejar ver una porción debajo de otro tejido color dorado que hacía juego con el cuello que asomaba con recato sobre la línea del pecho. El atuendo de por sí vistoso era complementado con un gran collar de oro y diamantes con sus pendientes a tono. El tocado, no más discreto, contaba de varias plumas del mismo color que el vestido y con un gancho de diamantes que sostenía la apenas entrecana melena de la señora Grant. Emily quería creer que ella era más mesurada en su apariencia… era una creencia vacía.

La muchacha iba de amarillo y dorado, como si no bastara con su apellido para decir que eran dueños del oro de América. Todo ella era una gran pepa recién extraída, y aunque Lady Thomson insistía en que la rusticidad no le quitaba valor, Emily empezaba a dudarlo. Lo único que le gustaba de su atuendo era que le recordaba al sol de California, y sí, si lo mirabas fijo por mucho tiempo podías quedar ciego. El vestido era amplio, con una gran enagua llena de alambres que le impedían moverse con facilidad, una cintura estrecha a fuerza de un corsé lleno de ballenas, un enorme moño que aumentaba todavía más el diámetro de sus caderas y un cuello alto que se abría con encaje bordado a mano hacia los lados de su esternón y brazos, brindándole a su pecho un protagónico que ella quería quitar. En vano… pues además de todo eso, lucía un enorme zafiro amarillo incrustado en una cadena de oro que se correspondía con dos pendientes de la misma piedra, y una más, en su cabellera, rodeada de pequeñas perlas negras que contrarrestaban con la melena rubia casi platinada.

Tanta ostentación la incomodaba, y la llevaba a una extrema timidez. No solo extrañaba California, a sus hermanos y a su padre, también comenzaba a extrañarse ella. La que se ocultaba debajo de ese atuendo, la que solo elegía la ropa interior. Cabizbaja, se adentró en la suntuosa mansión de Lady Mariana y la buscaron para presentarle sus respetos. A lo lejos, Emily divisó a Daphne y se sintió mejor, con ella cerca podría desempeñarse con mayor seguridad.

Mientras esperaban que lady y lord Thomson saludaran a los invitados de mayor envergadura, Emily se detuvo junto a Zachary, que parecía tan fuera de lugar como ella. Ambos llamaban la atención, y sentían las miradas fijas en ellos. Lamentaba que Lady Daphne no pudiera acercarse, como le había explicado, el título de su padre demandaba que fuera ella quien se dirigiera en primer lugar a modo de respeto. Había agregado que esa norma le parecía absurda, pero Emily no se podía dar el gusto de romperla adrede. Bastantes quebraba sin querer.

—Mira, Zach —le señaló la joven Grant a su hermano—, si fuese tan bella como ella no necesitaría andar colgando diamantes.

—Llevas zafiros —contradijo él, confundido. No entendía demasiado de egos femeninos. Emily, acostumbrada a eso, rio.

—Es una forma de decir, cabezotas.

—Bueno, es que últimamente estás melancólica. ¿Será que siempre llueve por aquí?

—Sí, debe ser eso —musitó la muchacha, sin querer ahondar en lo mal que se sentía. Sabía que Zachary no la entendería, y no por no comprender sus sentimientos, sino porque para él no había nada malo en los Grant. Ella solía pensar igual, y esa noche maldijo a todos los ingleses por haberla apagado de esa manera. Los ojos claros de su hermano se fijaron en ella con perspicacia.

—No, no es eso… —rectificó—, ¿qué ocurre, Emily?

—Nada. Solo… nunca me importó ser bella, hasta ahora. Ahora siento que todo está mal conmigo.

—¡Patrañas!

—¡Zachary Grant! —lo reprendió Sandra por la palabrota dicha en voz alta. Más de uno se volteó al escucharlos. Los hermanos volvieron a los susurros.

—Mira de nuevo a Lady Daphne, y dime la verdad…

—Es bella, sí, pero no existe una única forma de belleza, Em. Menos cuando de hombres se trata —agregó con un guiño—, a algunos le gustan los angelitos como Lady Daphne, a otros las fierecillas…

—¿A ti?

—Yo prefiero a la morena…

—¿A qué morena? —inquirió Emily, sorprendida de que alguien hubiera llamado la atención de Zachary, el más esquivo de sus hermanos. Lo vio sonrojarse, y abrió los ojos de manera exagerada ante la sorpresa.

—A las morenas, en general —se corrigió—. Y ya verás, de seguro entre estos estirados nobles hay uno que se pondrá a babear tras tus… atributos.

La única respuesta válida al tono en el que dijo «atributos» fue un duro golpe con la libreta de baile, que, vaya sorpresa, era de oro.

—Lo dudo... —confesó por lo bajo con el primer atisbo de tristeza en la voz de la noche.

—Ese es tu problema, Em, dudas... siempre dudas —aseguró Zachary con la mirada perdida en un punto estratégico del salón, parecía que había hallado algo de su interés—. ¿No has aprendido nada de nosotros? Decide lo que quieres y ve por ello. —Sus palabras no fueron solo una pequeña lección, fueron también la despedida. El saludo a la vizcondesa fue breve por la cantidad de gente, apenas una reverencia seguida de un cruce de miradas cómplices para que se tuvieran que hacer a un lado y permitirle el paso a un barón—. Ahora, no es mi intención abandonarlas, pero el embravecido mar de la nobleza británica me invita a nadar en sus aguas. —Tiró de su falda a modo de infantil juego, le sonrió y se perdió entre los invitados.

Quería maldecirlo por dejarla sola, de una extraña manera, se sentía débil, como una presa fácil, dispuesta a ser atacada por las más despiadadas fieras. Unas fieras que, sin piedad, comenzaban a examinarla con miradas devoradoras. La incomodidad fue compartida por su madre, sí, era verdad, sus atuendos pedían a gritos la atención de los presentes, es más, podían compararse a dos pavos reales monocromáticos.

—Veo a la señora Monroe... ven. —Sandra se dispuso a la marcha. En contraposición a su hija, las miradas ajenas no le impedían la acción, lucía su vestido y joyas con mucha honra. Tenía un orgullo que la nobleza jamás conocería, el del logro y el triunfo a fuerza de trabajo y plena voluntad—. ¡Emily! —la llamó por lo bajo al comprobar que no se movía, parecía una estatua de fuente.

—No puedo, madre... en verdad, no puedo moverme. —Pánico, eso era lo que experimentaba, las tardes de té en casa de Lady Thomson no habían sido suficiente, nada la había preparado para eso.

Sandra podía notar el estado de nerviosismo en su hija, y la tristeza también hizo de lo suyo en ella, se había planteado muchas veces su presencia en ese país, en esa vida; esa noche, por primera vez, se reprochó la decisión tomada. Temía romper el ímpetu de su hija, fragmentar su corazón en torno a una realidad que nunca le pertenecería.

—Vamos, toma mi brazo. —Así lo hizo Emily, como pudo enredó el brazo al de su madre en busca de soporte. Caminar, bueno, ese era otro cantar—. Respira, pequeña... solo respira y da un paso a la vez.

No pudo, no tenía la fuerza, ni de cuerpo ni de espíritu.

—Buenas noches, señora Grant. —Una voz familiar se dirigió a su madre y rompió la burbuja de terror en la que ella estaba encerrada. Era Vanessa Cleveland. Su brazo también se enredó al de Emily para tirar de ella. Le habló en confidencia al oído—. Por algún motivo que no entiendo, colocan a las americanas en el mismo costal, si tú caes, todas caemos contigo, y yo no pienso caer en tu patética desgracia... ¿has oído? —Emily asintió sin emitir palabra alguna—. Así me gusta... sonría y mueva ese trasero, señorita Grant.

La detestaría en otro momento, porque en ese, Vanessa fue lo único capaz de hacerla reaccionar. Respiró profundo, dio un paso y luego otro. Sin pensarlo, llegó a destino. Sin pensarlo, dejó los miedos atrás.

Miranda estaba junto a la señora Monroe, ni bien las vio, se apresuró a darles una cálida bienvenida.

—Hasta que por fin llegas. —La tomó de las manos, se las apretujó con cariño y se las ingenió para murmurar sin que la señorita Cleveland la oyera—. Estaba a segundos del suicidio, combatir contra Vanessa sola no es tarea sencilla.

Emily rio. De un instante a otro dejaba atrás el colapso inicial.

—¿Y Cameron? —preguntó curiosa, al fin de cuentas, la joven de Virginia vivía bajo ese techo, su ausencia era extraña.

—Eso mismo me pregunto. —Miranda se sumó a su interrogación.

—Y yo... —agregó Vanessa—, aunque conociendo a su tía, puedo suponer el motivo de su ausencia. —Desplegó el abanico para propiciarse una ventisca, tenía las mejillas enrojecidas—. No me va a quedar más alternativa que ir por ella. Tenemos una reputación que mantener, y solo lo haremos en conjunto. Ya regreso... —dijo aferrándose a la falda para girar sobre sus talones, su delgada figura se mezcló con la de los invitados en cuestión de segundos. Cuando Vanessa se proponía algo, lo conseguía, la señorita Madison les haría compañía a la brevedad.

—No he tenido el gusto de tratar con la tía de Cameron. —La cercanía de Miranda terminó de tranquilizarla, las palabras comenzaban a abandonar sus labios sin problema alguno.

De las cuatro jovencitas, Emily era la que menos tiempo pasaba en la mansión Thomson, sí, iban de visita a beber té y a cotillear sobre la nobleza, pero Vanessa, en cierta forma, estaba condicionada a una mayor estadía en el lugar, sobre todo cuando su tutor se marchaba de la ciudad; y Miranda, junto a la señora Monroe, también, la mujer era una muy buena amiga de la vizcondesa.

—¡Lo afortunada que has sido! —se desahogó Miranda—. Vanessa es un ángel del Señor en comparación a ella. —Casi que gruñó al recordarla—. ¡Nunca conocí mujer más desagradable en mi vida! —Sus ojos danzaron por el salón en busca de un rostro familiar, lo halló. Era Lady Webb, que parecía tratar de hacer contacto visual con ellas—. ¿Me parece a mí, o Daphne Webb nos está haciendo señas con su mirada?

—Lady Daphne. —La corrigió Emily.

—Bah, ya pareces Cameron... o Lady Thomson, o Grace. —Sandra y la señora Monroe se encontraban muy entretenidas compartiendo detalles del evento, y Miranda se valió de esa escasa atención para permitirse una pequeña escapada en compañía de la joven Grant—. Vamos, creo que quiere que nos acerquemos... —La tomó del brazo y la forzó a caminar a su ritmo.

Emily, cual cometa —tenía los colores perfectos de vestuario para serlo— orbitó alrededor de la neoyorquina hasta llegar junto a la joven Webb. Coincidieron en uno de los extremos del salón, casualmente, opuesto al lugar en el que se encontraban los Sutcliff, sus padres.

—Por todos los cielos, si tenía que hacerles señales de humo para ponerlas en alerta iba a justificar los pensamientos de la mayoría de los aristócratas aquí reunidos.

—¿Qué pensamientos? —Miranda estaba intrigada por conocer el trasfondo de las habladurías.

—Esos que las comparan con los pieles rojas.

Los ojos de Emily danzaron de un lado al otro, no era la primera vez que oía esa comparación. De pequeña, había hecho amistades con muchos niños nativos, y que los utilizaran como calificativo de desprecio le molestaba.

—El término correcto sería nativos americanos.

—No, señorita Grant. —Daphne Webb intentó ser lo más amable posible—. Por desgracia, aquí no hay término correcto alguno, solo comparaciones sin sentido. Pero ya que lo mencionas, ¿conoces alguno? —La intriga se coló por los poros de la perfecta dama inglesa. Antes de que Emily pudiera responder, Daphne la interrumpió—. No, mejor no me lo digas, porque si me lo dices, temo que tal historia se escape de mis labios, y una cosa lleva a la otra... y...

—Volvemos a ser comparadas con los pieles rojas —finalizó Miranda.

—¡Exacto! —exclamó aliviada Daphne.

—Prometo cerrar mi boca, entonces —bromeó Emily.

—Por favor —insistió la joven Webb—, no me gustaría privarme de la compañía de ustedes.

—Por lo que me han dicho, ya has sido privada de nuestra compañía ¿no es así? —interrogó Miranda.

—Verdad, verdad —Daphne le restó importancia—. Aunque no es una prohibición real, sino por puro convencionalismo.

El rechazo a las americanas ya era una cuestión de moda en la temporada. En ese instante, Emily divisó a Lady Anne en las cercanías del ventanal que daba a los jardines y sintió el irrefrenable deseo de huir. No se creía capaz de soportar un cruce con la dama como el que había vivido, si en el salón de Dumont se había paralizado, ahí, se desmayaría.

—Si me disculpan… creo haber visto a Vanessa y a Cameron, iré por ellas. Como dice la señorita Cleveland, debemos mantenernos unidas. —Creía que su mentira había sido convincente, porque no la cuestionaron. Sin embargo, la mirada perspicaz de Daphne se fijó en ella en un intento de adivinar su repentino malestar. La dejó marchar sin preguntas, porque jamás haría algo que la incomodara.

Emily se apresuró en dirección opuesta de Lady Anne, en búsqueda no de sus amigas, sino de su hermano. Necesitaba de su sostén, lo halló en los jardines laterales, al otro extremo del salón.

Estaba solo, apoyado en una pared con la vista puesta en las pocas estrellas que se veían tras las nubes. Podía jurar que estaba absorto en sus pensamientos, cosa rara en Zachary, un hombre muy capaz de prestarse a las cavilaciones sin necesidad de detenerse para ello.

—Zach…  —lo llamó ella con cautela, para no asustarlo. Su hermano se giró y le regaló una sonrisa.

—Pequeña, ¿mejor?

—Sí, necesitaba aire —mintió. Luego, agotada de no ser sincera, dejó escapar la verdad—. He visto a Lady Anne, la viuda de Merrington…

—Sé quién es. —La voz de su hermano transmitía bastante malestar. Emily se lo adjudicó al desplante en lo de Dumont.

—Bueno, no quería sufrir su lengua venenosa.

—Te diría que la enfrentes, que tienes para ponerla en su lugar, pero no es sensato luchar con serpientes cascabel. Basta ver el daño que hacen con tanto veneno…

—Zach… ¿Por qué tengo la idea de que no hablamos de mí?

—Porque hablamos de Lady Anne —dijo él en tono jocoso, y cambió de tema—. Vamos, el salón nos espera, baila un par de melodías y marchémonos de aquí. Nadie se hace experto en la primera práctica, el segundo baile será mejor.

Sin permitirle discutir, la arrastró dentro de la mansión y, como un pésimo hermano, la dejó sola junto al ventanal. Él fue en búsqueda del refugio que brindaba el salón de caballeros, Lord Thomson había dicho que quería comentar sobre unas inversiones en ferrocarriles, que le habían recomendado a un hombre de Chicago que estaba en camino y de seguro podrían hacer negocios. Eso le daba sosiego, odiaba perder el tiempo.

Emily, sin más lugar adonde huir, regresó junto a Lady Daphne que estaba de pie junto a un hombre que se alejaba unos pasos para alcanzar a uno de los lacayos que pasaba con las copas. Por la cabellera rubia y el porte, la señorita Grant dedujo que se trataba de otro Webb, eran inconfundibles. Se acercó al lugar y, recordando lo que habían comentado del desprecio a los americanos, presupuso que la nueva compañía de su amiga era en pos de alejarla de ellas.

—No queremos causarte inconvenientes con tus padres —le susurró Emily, sin saber si debía quedarse o volver a perderse en el salón. Sentía auténtico aprecio por la joven londinense, le agradaba su compañía, aun así, no deseaba comprometerla.

—Despreocúpense de eso, el único inconveniente de la familia es mi hermano, Colin... no yo —dijo sonriendo con picardía, sus ojos se abrían camino entre los cuerpos danzantes y la sorpresa golpeó a la californiana. En el medio de la pista, Miranda bailaba un vals con un apuesto caballero de cabellos de fuego.

—¡Te he oído, Daphne! —La melodiosa voz masculina invadió a las muchachas y ahogó las preguntas de Emily respecto a su amiga, también impidió que aplaudiera como foca por el éxito de Miranda, que se sentía como propio—. Estoy llegando a pensar que los rumores que circulan de mí por ahí se originan en ti.— El cuerpo de Lord Colin Webb abandonó el refugio que los vestidos de las jovencitas le brindaban para ubicarse junto a su hermana.

—No, mi querido Lord Webb, eso queda a cuenta suya. Usted tiene esa maravillosa cualidad, y otras tantas más —bromeó ella.

—Sí, sin lugar a dudas, soy un derroche de cualidades.

La ironía que acompañó a sus palabras no llegó a oídos de Emily, porque el bello desgraciado había coronado lo dicho con una sonrisa. La más hermosa y letal de las sonrisas.

Emily volvió a paralizarse, y esta vez no lo hizo por temor al enfrentamiento con la nobleza, lo hizo porque su corazón se lo demandó. La joven Grant había oído hablar del paraíso, había intentado imaginarlo cada vez que hablaban del lugar en la misa dominical, y a pesar de ello, nunca lo había conseguido. Ahora comprendía el porqué, no era un lugar... no, era un hombre. Sí, el paraíso era Colin Webb.

No debía mirarlo, se decía. No debía mirarlo con semejante descaro. Lo estaba evaluando como a las vides de la plantación familiar, con cuidado, delicadeza, sin perderse detalle alguno, así era como se conseguía la mejor cosecha. Y él era eso, una fruta perfecta... sus labios eran rojos y carnosos como las cerezas, invitaban a la degustación. ¡Dios, lo que daría por probarlos! El color azul de sus ojos le recordaba el intenso cielo californiano que añoraba, y su piel, casi dorada, combinada con su perfecta y rubia cabellera, la hacía viajar al soleado desierto que extrañaba. Colin Webb era su paraíso, era el hogar que ella tanto deseaba.

—¿Emily? —Daphne intentó regresarla en sí—. ¿Emily?

Nada. No hubo respuesta alguna. Tuvo que recurrir a algo más extremo. Primero tironeó de su falda, y en segunda instancia, recurrió a un disimulado pellizco en su brazo. Este último hizo efecto, los labios de Emily se abrieron para expulsar el doloroso quejido.

Los ojos de ambos Webb se posaron en los de ella. ¡La peor de las encrucijadas! ¿Mirarla a ella o mirarlo a él? Su cerebro le gritaba: ¡Ella, ella! Su corazón, y el resto de su cuerpo le ordenaba: ¡Él, definitivamente él!

No había que ser muy inteligente para interpretar la reacción de Emily. Eso era amor a primera vista. Imposible no enamorarse de ese adonis sonriente.

—¡Diablos, Colin, lo has hecho de nuevo! —protestó Daphne.

—¿Qué? —Él no pudo evitar sonreír aún más. La imagen de la joven americana embelesada por él le resultaba muy tierna. Debía reconocer que las mujeres británicas demostraban ese sentimiento siguiendo el manual de protocolo. Emily Grant le resultaba un tanto refrescante—. Hice lo que pediste, solo me presenté.

—Lo siento. —Emily se excusó como pudo, las mejillas le ardían, por vergüenza y por el descubrimiento de un deseo inesperado. ¿Presentación? ¿Acaso su cerebro había anulado la realidad por un par de segundos? No recordaba nada, solo sus labios, esos labios... y sus ojos... —Lo siento, no le estaba presentando atención a la conversación.

—¿Y a qué le estaba prestando atención, señorita Grant?

¿Él sabía su nombre? ¿Cuánto se había perdido?

¡Ay, Dios, lo que daría por hacer un pozo en la tierra y enterrarse ahí mismo!

—No lo sientas —intervino Daphne—. Estos eventos tienen ese efecto en nosotras. Nos desbordan, sino basta ver a Miranda. —Mal ejemplo, y Colin se lo hizo saber con una carcajada. Hacía pocos segundos la señorita Clark reaccionaba de manera similar a los encantos de Elliot Spencer.

—Me imagino —agregó él—. Lo confieso, no me gustaría estar en sus zapatos, al fin de cuentas esto es como un gran desfile de exposición para ustedes. Lo que me recuerda... —Se giró hacia su hermana—. Mantente alejada de Lord Sefton... no es un hombre con buenas intenciones.

—¿Por qué lo dices? —cuestionó Lady Webb.

—No importa por qué lo digo, solo hazme caso, no tengo deseos de trenzarme en una riña con él por ti.

Daphne resopló para manifestar el fastidio que le provocaba la sobreprotección de su hermano.

—Está bien... huiré de Lord Sefton en cuanto lo vea.

Un intercambio de sonrisas entre hermanos sirvió para cerrar el trato. Colin se volvió hacia Emily.

—Eso también va para usted, señorita... huya de Sefton.

La señorita Grant asintió como un autómata, sin saber a qué accedía. No importaba, de todos modos Lord Webb acababa de arruinarla para todos los hombres del planeta.

—¿Colin, vas a trenzarte en una riña por ella también? —Daphne lo provocó.

Sin saber por qué, los ojos de Colin fueron en busca de los de la californiana, azules como el más bello cielo de primavera. Sonrió, no por pura camaradería como solía hacerlo, sino por respuesta a la sonrisa que se ocultaba en los labios de la muchacha.

—Por supuesto que sí... si alguien se propasa con alguna de las amigas de mi hermana, solo tienen que decírmelo, yo me encargo de lo demás.

La llegada de Lady Thomson cortó la conversación. La vizcondesa se acercaba a comprobar con sus propios ojos lo que se veía en la pista, una de sus muchachas americanas en brazos de ni más ni menos que el próximo duque de Weymouth.

Emily se sentía abochornada por su reacción, y a la vez, por la falta de la misma. Todavía le ardían las mejillas, sentía que la boca se le hacía agua y el corazón le latía a mil por hora. Dio un paso atrás, para alejarse del efecto de Colin Webb y poder pensar con claridad. Daphne retrocedió con ella, dejando a Lady Mariana como compañía de su hermano.

—No te sientas mal —adivinó el malestar—. Al fin de cuentas es el futuro Conde de Sutcliff, uno de los pretendientes más buscados de esta temporada… —expuso Daphne con cierto aire de melancolía—. Y de la temporada anterior... y también de anterior a esa, en fin... uno de los solteros más codiciados.

—¿Uno? —preguntó Emily, sin poder contemplar la posibilidad de que alguien eclipsara semejante partido—. ¿Cuántos hay?

—Codiciados en verdad, dos... mi hermano y Lord Bridport.

Dos o doscientos, no tenía real importancia para Emily, desde ese instante en adelante, existía un único hombre para ella: Colin Webb.

∞∞∞

Al otro lado del salón, Lady Anne Merrington estaba que trinaba. Nada esa noche salió como esperaba. Sabía que estaba despampanante con su vestido azul noche que hacía juego con el color de sus ojos y contrarrestaban con la blancura de su piel. Usaba cortes sencillos, de talle fino y falda ancha, de escote bajo pero recatado y telas que se pegaban a su andar. Conocía su potencial, y lo explotaba al máximo. Tenía a todos los nobles, casados y solteros, babeando tras ella. A todos menos a uno, su último amante, Colin Webb.

El muy maldito había terminado su relación con ella, y con palabras amables y un mugroso… bueno, mugroso no, bastante caro brazalete, daba por terminada una relación de un año y un día. Un año y un día, ese era el límite de las amantes de Lord Webb. Ninguna había durado más ni menos en su lecho, y Anne sabía que, en la sociedad de lectura de damas londinenses, el club de damas al que pertenecían las más importantes ladies de la nobleza, había existido una apuesta en su nombre. Ella sería la que rompiera la norma, la que se casaría con Lord Webb. No había sucedido, al igual que todas las anteriores, fue despachada con una joya por único regalo. Y para más irritación de la viuda de Merrington, ni siquiera había recibido la joya más cara y bonita. No, ese puesto aún lo ostentaba Lady Amber, la predecesora de Anne en la cama de Webb, una mujer también viuda con tres niños que conservaba una relación de amistad con su antiguo amante. La mujer parecía haber entendido desde el inicio cómo era la situación en brazos de Colin, y de mutuo acuerdo se prestaron consuelo. Al finalizar, Lady Amber se quedó con los buenos recuerdos, un gran amigo y una de las gargantillas de zafiros y oro blanco más costosas de la nobleza británica… y ella… ¡un maldito brazalete de rubíes y esmeraldas!

Pero a diferencia de Amber, Anne no se rendiría. Ella no se contentaba con una joya, ella quería ser la próxima Lady Sutcliff y lo conseguiría. Claro, si primero lograba que Lord Webb la mirara. Colin estaba a varios metros de allí en compañía de, nada más y nada menos, que la atracción de circo americana que había conocido en lo de Madame Dumont. ¡Hablando de joyas caras! Todo en la muchacha brillaba, y no en el buen sentido. Y sin embargo, parecía haber conseguido el cometido de encandilar a Webb por unos segundos. Sonrisas, picardía, diversión… todo eso se veía en el rostro de Colin, sentimientos que Anne sabía muy bien no solía mostrar con frecuencia. El próximo conde de Sutcliff se caracterizaba por cinismo, sarcasmo y aburrimiento.

—¿Dónde demonios está Thelma? —susurró en búsqueda de su hermana. ¡Perfecto!, ahora resultaba que debía ir a los tocadores por su cuenta. Aguantaría hasta su regreso, odiaba verse en una situación tan vulnerable frente a sus amistades. Su séquito de siempre eran La honorable Darlene Holly, una muchacha con pocas luces y menos gracia, que no se resignaba a su destino de solterona y solía adjudicar su estado civil a una elección personal, y Hillary Otto, la esposa de Sir Otto, el médico que había prestado gran servicio a su Majestad y por quien había recibido el honorífico título de Sir. Nadie más secundaba a Lady Anne en su caída. Apenas si la habían podido soportar cuando era la esposa de Lord Merrington, ahora, como viuda, solo la invitaban por respeto al título de su difunto marido. Pronto eso cambiaría, se prometió, cuando se casara con Lord Webb y fuera la próxima condesa de Sutcliff.

—¿Te encuentras bien? —preguntó Darlene al verla abatida. La furia destilaba de cada uno de sus poros con un único destino, Emily Grant y sus ojos de cachorra enamorada.

—Sí, por supuesto… solo que… —compuso un gesto de falsa pena—, no puedo creer lo que Colin, perdón, Lord Web… —Escondió su rostro tras un pañuelo bordado.

Darlene creía que la belleza era contagiosa, y que si soportaba la compañía de Lady Anne lo suficiente algo de eso se le pegaría.

—Lord Webb comprenderá su error…

—Espero que lo haga pronto —musitó—, pues él es demasiado bueno para esta sociedad de arpías. Solo basta ver cómo lo dejó Lady Amber tras la ruptura, me costó tanto que volviera a confiar en las mujeres…

Thelma regresó en ese instante y escuchó las palabras de su hermana con estoicismo. Era increíble la cantidad de mentiras que podían salir de sus labios. Nada de lo que decía era cierto, el corazón de Colin, si lo tenía, pensó Thelma con cierto rencor, había estado siempre a resguardo de cada una de sus amantes. No tenía nada en contra del futuro conde, a decir verdad, solo lo despreciaba por la ceguera con respecto a su hermana. Un año junto a ella y no había visto su verdadera naturaleza. Podía ser que ella llevara lentes, pero Webb era el único miope.

—Lo verá, lo verá —agregó Hillary.

—Si no lo enredan antes en las malas artes esas de ahí… —señaló al sector en donde se encontraban las americanas en compañía de Lady Daphne y Lord Bridport.

—¡Eso es imposible! —se indignó Darlene, y Thelma dio un paso atrás hasta perderse con el empapelado. Ya sabía lo que vendría, lo escuchaba en cada reunión de té de esas víboras. Tomaban a una muchacha de punto y la hacían trizas. Darlene parecía desquitarse con ganas, agradecida de no ser «la más fea de la sociedad», único puesto al que podía aspirar. Le parecía absurdo que Holly usara contra las demás mujeres las mismas armas que la apuntaban a ella. Hillary, en cambio, se sumaba a la disputa por aburrimiento. Su marido, sin duda, no le daba nada en qué entretenerse.

—No subestimen el dinero, queridas. No en vano se presentan con tantas joyas y decorados. Saben que no buscan enamorar, sino comprar.

—Bueno, pero no tienes nada de qué preocuparte, Anne —insistió Darlene, y la boca se le aguó en obsecuencia. Le encantaba poder tutear a Lady Merrington, se sentía privilegiada—. Lord Webb no necesita dinero, y siempre ha tenido un gusto exquisito con las mujeres, uno que no hace más que mejorar. Basta con comparar para saberlo, tú fuiste su más bella compañera, y más bella que tú no hay…

Los ojos de Thelma rodaron en sus órbitas.

—Siempre sabes cómo levantarme el ánimo, Darlene. Y tienes razón, no hay forma de que esa me opaque, salvo claro, que se pare frente a mí, en cuyo caso me cubre por completo… —bromeó y fue seguida de un coro de risas. Thelma enfureció al percatarse de que la broma de su hermana había sido oída por un par más de damas de los alrededores que se sumaban. Al tener público, algo que Anne amaba, continuó alimentándolos.

—Exceptuando la altura, por la cual usa esas plumas —agregó Hillary y volvió a ser coreada.

—Y si eso no basta, solo tiene que conseguir que la luz le dé sobre las piedras que lleva cual araña de Lady Thomson. —Los oyentes alzaron la vista a las suntuosas arañas y rompieron en carcajadas. Las mismas eran brillantes y pesadas y parecían al borde de colapsar, igual que la señorita californiana.

Las odiosas comparaciones continuaron para deleite de los invitados, hasta que llegaron a los oídos de la señora Grant que estaba junto a la señora Monroe a un lado. Sandra no soportaba un segundo más, ya no le importaba si arruinaba la reputación de su hija, si debía volver a California en el próximo barco o si ahondaba en la impresión de que los americanos eran unos brutos, ella le sacaría uno a uno los cabellos a esa malnacida y se los haría comer. ¡Nadie hablaba así de su hija! Se acercó a paso enérgico, mientras la pobre Grace Monroe intentaba detenerla.

—Usted no tiene idea de lo que habla —espetó al llegar junto a Lady Anne—, si supiera lo que es el hambre no se vanagloriaría tanto de sus huesos salientes y…

—Oh, pero ahora se ve que no pasan hambre —la interrumpió Lady Anne en alusión a la contextura física, y las risas se escucharon de fondo. Grace no lograba contener el escándalo, y comenzó a buscar al Lady Thomson para que saliera al rescate. El problema era que la vizcondesa estaba deleitándose de otro escándalo: el regreso de Lord Bridport a la sociedad. Bueno, pensó la señora Monroe, al menos la costumbre de ser la mejor fiesta de Londres no se había roto. Los diarios tendrían para entretenerse por semanas con lo sucedido en la apertura de la temporada. Cuando creyó que debía rendirse a su suerte, una refinada voz con un leve acento francés se hizo oír por encima de las carcajadas.

—Lady Anne, querida… ¿te puedo tutear? Supongo que sí, ya que al parecer anhelas tanto ser mi nuera. —Las risas se cortaron, y el mutismo se apoderó de esa ala del salón—. Si tuvieras algo más que cabello en la cabeza no harías tan superficiales bromas. —El sonrojo se apoderó de las mejillas de la viuda y le tiñeron las orejas. Lady Marion Sutcliff, la actual y a quien ella tanto quería reemplazar, la miraba furibunda—. Para llevar corona se necesita el cuello sin cortar, y si te sirve el consejo de una francesa, eso se consigue con flexibilidad. Lo rígido se quiebra, lo flexible se amolda.

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