El camino

El camino


VI

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VI

PERO Daniel, el Mochuelo, sí sabía ahora lo que era tener el vientre seco y lo que era un aborto. Estas cosas se hacen sencillas y comprensibles a determinada edad. Antes, le parecen a uno cosa de brujas. El desdoblamiento de una mujer no encuentra sitio en la cabeza humana mientras no se hace evidente la rotundidad delatora. Y eso no pasa casi nunca antes de la Primera Comunión. Los ojos no sirven, antes de esa edad, para constatar las cosas palmarias y cuya simplicidad, más tarde, nos abruma.

Mas también Germán, el Tiñoso, el hijo del zapatero, sabía lo que era un vientre seco y lo que era un aborto. Germán, el Tiñoso, siempre fue un buen amigo, en todas las ocasiones; hasta en las más difíciles. No llegó, con Daniel, el Mochuelo, a la misma intimidad que el Moñigo, por ejemplo, pero ello no era achacable a él, ni a Daniel, el Mochuelo, ni a ninguna de las cosas y fenómenos que dependen de nuestra voluntad.

Germán, el Tiñoso, era un muchacho esmirriado, endeble y pálido. Tal vez con un pelo menos negro no se le hubieran notado tanto las calvas. Porque Germán tenía las calvas en la cabeza desde muy niño y seguramente por eso le llamaban el Tiñoso, aunque, por supuesto, las calvas no fueran de tiña propiamente hablando.

Su padre el zapatero, además del tallercito —a mano izquierda de la carretera, según se sube, pasado el palacio de don Antonino, el marqués— tenía diez hijos: seis como Dios manda, desglosados en unidades, y otros cuatro en dos pares. Claro que su mujer era melliza y la madre de su mujer lo había sido y él tenía una hermana en Cataluña que era melliza también y había alumbrado tres niños de un solo parto y vino, por ello, en los periódicos y el gobernador la había socorrido con un donativo. Todo esto era sintomático sin duda. Y nadie apearía al zapatero de su creencia de que estos fenómenos se debían a un bacilo, «como cualquier otra enfermedad».

Andrés, el zapatero, visto de frente, podía pasar por padre de familia numerosa; visto de perfil, imposible. Con motivos sobrados le decían en el pueblo: «Andrés, el hombre que de perfil no se le ve». Y esto era casi literalmente cierto de lo escuchimizado y flaco que era. Y además, tenía una muy acusada inclinación hacia delante, quién decía que a consecuencia de su trabajo, quién por su afán insaciable por seguir, hasta perderlas de vista, las pantorrillas de las chicas que desfilaban dentro de su campo visual. Viéndole en esta disposición resultaba menos abstruso, visto de frente o de perfil, que fuera padre de diez criaturas. Y por si fuera poco la prole, el tallercito de Andrés, el zapatero, estaba siempre lleno de verderones, canarios y jilgueros enjaulados y en primavera aturdían con su cri-cri desazonador y punzante más de una docena de grillos. El hombre, ganado por el misterio de la fecundación, hacía objeto a aquellos animalitos de toda clase de experiencias. Cruzaba canarias con verderones y canarios con jilgueras para ver lo que salía y él aseguraba que los híbridos ofrecían entonaciones más delicadas y cadenciosas que los pura raza.

Por encima de todo, Andrés, el zapatero, era un filósofo. Si le decían: «Andrés, ¿pero no tienes bastante con diez hijos que aún buscas la compañía de los pájaros?», respondía: «Los pájaros no me dejan oír los chicos».

Por otra parte, la mayor parte de los chicos estaban ya en edad de defenderse. Los peores años habían pasado a la historia. Por cierto que al llamar a quintas a la primera pareja de mellizos sostuvo una discusión acalorada con el Secretario porque el zapatero aseguraba que eran de reemplazos distintos.

—Pero hombre de Dios —dijo el Secretario—, ¿cómo van a ser de diferente quinta siendo gemelos?

A Andrés, el zapatero, se le fueron los ojos tras las rollizas pantorrillas de una moza que había ido a justificar la ausencia de su hermano. Después hurtó el cuello, con un ademán que recordaba al caracol que se reduce en su concha, y respondió:

—Muy sencillo; el Andrés nació a las doce menos diez del día de san Silvestre. Cuando nació el Mariano ya era año nuevo.

Sin embargo, como ambos estaban inscritos en el Registro el 31 de diciembre, Andrés, «el hombre que de perfil no se le ve», tuvo que acceder a que se llevaran juntos a los dos chicos.

Otro de sus hijos, Tomás, estaba bien colocado en la ciudad, en una empresa de autobuses. Otro, el Bizco, le ayudaba en su trabajo. Las demás eran chicas, salvando, naturalmente, a Germán, el Tiñoso, que era el más pequeño.

Germán, el Tiñoso, fue el que dijo de Daniel, el Mochuelo, el día que éste se presentó en la escuela, que miraba las cosas como si siempre estuviese asustado. Afinando un poco, resultaba ser Germán, el Tiñoso, quien había bautizado a Daniel, pero éste no le guardaba ningún rencor por ello, antes bien encontró en él, desde el primer día, una leal amistad.

Las calvas del Tiñoso no fueron obstáculo para una comprensión. Si es caso, las calvas facilitaron aquella amistad, ya que Daniel, el Mochuelo, sintió desde el primer instante una vehemente curiosidad por aquellas islitas blancas, abiertas en el espeso océano de pelo negro que era la cabeza del Tiñoso.

Sin embargo, a pesar de que las calvas del Tiñoso no constituían motivo de preocupación en casa del zapatero ni en su reducido círculo de amigos, la Guindilla mayor, guiada por su frustrado instinto maternal en el que envolvía a todo el pueblo, decidió intervenir en el asunto, por más que el asunto ni le iba ni le venía. Mas la Guindilla mayor era muy aficionada a entrometerse donde nadie la llamaba. Entendía que su desmedido interés por el prójimo lo dictaba su ferviente anhelo de caridad, su alto sentido de la fraternidad cristiana, cuando lo cierto era que la Guindilla mayor utilizaba esta treta para poder husmear en todas partes bajo un rebozo, poco convincente, de prudencia y discreción.

Una tarde, estando Andrés, «el hombre que de perfil no se le ve», afanando en su cuchitril, le sorprendió la llegada de doña Lola, la Guindilla.

—Zapatero —dijo, apenas estuvo ante él—, ¿cómo tiene usted al chiquillo con esas calvas?

El zapatero no perdió la compostura ni apartó la vista de su tarea.

—Déjele estar, señora —respondió—. A la vuelta de cien años ni se le notarán las calvas.

Los grillos, los verderones y los jilgueros armaban una algarabía espantosa y la Guindilla y el zapatero habían de entenderse a gritos.

—¡Tenga! —añadió ella, autoritaria—. Por las noches le va usted a poner esta pomada.

El zapatero alzó la vista hasta ella, cogió el tubo, lo miró y remiró por todas partes y, luego, se lo devolvió a la Guindilla.

—Guárdeselo —dijo—; esto no vale. Al chiquillo le ha pegado las calvas un pájaro.

Y continuó trabajando.

Aquello podía ser verdad y podía no serlo. Por de pronto, Germán, el Tiñoso, sentía una afición desmesurada por los pájaros. Seguramente se trataba de una reminiscencia de su primera infancia, desarrollada entre estridentes pitidos de verderones, canarios y jilgueros. Nadie en el valle entendía de pájaros como Germán, el Tiñoso, que además, por los pájaros, era capaz de pasarse una semana entera sin comer ni beber. Esta cualidad influyó mucho, sin duda, en que Roque, el Moñigo, se aviniese a hacer amistad con aquel rapaz físicamente tan deficiente.

Muchas tardes, al salir de la escuela, Germán les decía:

—Vamos. Sé dónde hay nido de curas. Tiene doce crías. Está en la tapia del boticario.

O bien:

—Venid conmigo al prado del Indiano. Está lloviznando y los tordos saldrán a picotear las boñigas.

Germán, el Tiñoso, distinguía como nadie a las aves por la violencia o los espasmos del vuelo o por la manera de gorjear; adivinaba sus instintos; conocía, con detalle, sus costumbres; presentía la influencia de los cambios atmosféricos en ellas y se diría que, de haberlo deseado, hubiera aprendido a volar.

Esto, como puede suponerse, constituía para el Mochuelo y el Moñigo un don de inapreciable valor. Si iban a pájaros no podía faltar la compañía de Germán, el Tiñoso, como a un cazador que se estime en algo no puede faltarle el perro.

Esta debilidad del hijo del zapatero le acarreó por otra parte muy serios y sensibles contratiempos. En cierta ocasión, buscando un nido de malvises entre la maleza de encima del túnel, perdió el equilibrio y cayó aparatosamente sobre la vía, fracturándose un pie. Al cabo de un mes, don Ricardo le dio por curado, pero Germán, el Tiñoso, renqueó de la pierna derecha durante toda su vida. Claro que a él no le importaba esto demasiado y siguió buscando nidos con el mismo inmoderado afán que antes del percance.

En otra ocasión, se desplomó desde un cerezo silvestre, donde acechaba a los tordos, sobre una enmarañada zarzamora. Una de las púas le rasgó el lóbulo de la oreja derecha de arriba a abajo, y como él no quiso cosérselo, le quedó el lobulillo dividido en dos como la cola de un frac.

Pero todo esto eran gajes del oficio y a Germán, el Tiñoso, jamás se le ocurrió lamentarse de su cojera, de su lóbulo partido, ni de sus calvas que, al decir de su padre, se las había contagiado un pájaro. Si los males provenían de los pájaros, bienvenidos fuesen. Era la suya una especie de resignación estoica cuyos límites no resultaban nunca previsibles.

—¿No te duele nunca eso? —le preguntó un día el Moñigo, refiriéndose a la oreja.

Germán, el Tiñoso, sonrió, con su sonrisa pálida y triste de siempre.

—Alguna vez me duele el pie cuando va a llover. La oreja no me duele nunca —dijo.

Pero para Roque, el Moñigo, el Tiñoso poseía un valor superior al de un simple experto pajarero. Éste era su propia endeblez constitucional. En este aspecto, Germán, el Tiñoso, significaba un cebo insuperable para buscar camorra. Y Roque, el Moñigo, precisaba de camorras como del pan de cada día. En las romerías de los pueblos colindantes, durante el estío, el Moñigo hallaba frecuentes ocasiones de ejercitar sus músculos. Eso sí, nunca sin una causa sobradamente justificada. Hay un afán latente de pujanza y hegemonía en el coloso de un pueblo hacia los colosos de los vecinos pueblos, villorrios y aldeas. Y Germán, el Tiñoso, tan enteco y delicado, constituía un buen punto de contacto entre Roque y sus adversarios; una magnífica piedra de toque para deslindar supremacías.

El proceso hasta la ruptura de hostilidades no variaba nunca. Roque, el Moñigo, estudiaba el terreno desde lejos. Luego, susurraba al oído del Tiñoso:

—Acércate y quédate mirándolos, como si fueras a quitarles las avellanas que comen.

Germán, el Tiñoso, se acercaba atemorizado. De todas formas, la primera bofetada era inevitable. De otro lado, no era cosa de mandar al diablo su buena amistad con el Moñigo por un escozor pasajero. Se detenía a dos metros del grupo y miraba a sus componentes con insistencia. La conminación no se hacía esperar:

—No mires así, pasmado. ¿Es que no te han dado nunca una guarra?

El Tiñoso, impertérrito, sostenía la mirada sin pestañear y sin cambiar de postura, aunque las piernas le temblaban un poco. Sabía que Daniel, el Mochuelo, y Roque, el Moñigo, acechaban tras el estrado de la música. El coloso del grupo enemigo insistía:

—¿Oíste, mierdica? Te largas de ahí o te abro el alma en canal.

Germán, el Tiñoso, hacía como si no oyera, los dos ojos como dos faros, centrados en el paquete de avellanas, inmóvil y sin pronunciar palabra. En el fondo, consideraba ya el lugar del presunto impacto y si la hierba que pisaba estaría lo suficientemente mullida para paliar el golpe. El gallito adversario perdía la paciencia:

—Toma, fisgón, para que aprendas.

Era una cosa inexplicable, pero siempre, en casos semejantes, Germán, el Tiñoso, sentía antes la consoladora presencia del Moñigo a su espalda que el escozor del cachete. Su consoladora presencia y su voz próxima, caliente y protectora:

—Pegaste a mi amigo, ¿verdad? —Y añadía mirando compasivamente a Germán—: ¿Le dijiste tú algo, Tiñoso?

—No abrí la boca. Me pegó porque le miraba.

La pelea ya estaba hecha y el Moñigo llevaba, además, la razón en cuanto que el otro había golpeado a su amigo sólo por mirarle, es decir, según las elementales normas del honor de los rapaces, sin motivo suficiente y justificado.

Y como la superioridad de Roque, el Moñigo, en aquel empeño era cosa descontada, siempre concluían sentados en el «campo» del grupo adversario y comiéndose sus avellanas.

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