El camino

El camino


VII

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VII

ENTRE ellos tres no cabían disensiones. Cada cual acataba de antemano el lugar que le correspondía en la pandilla. Daniel, el Mochuelo, sabía que no podía imponerse a el Moñigo, aunque tuviera una inteligencia más aguda que la suya, y Germán, el Tiñoso, reconocía que estaba por debajo de los otros dos, a pesar de que su experiencia pajarera era mucho más sutil y vasta que la de ellos. La prepotencia, aquí, la determinaba el bíceps y no la inteligencia, ni las habilidades, ni la voluntad. Después de todo, ello era una cosa razonable, pertinente y lógica.

Ello no quita para que Daniel, el Mochuelo, fuera el único capaz de coger los trenes mercancías en pleno ahogo ascendente y aun los mixtos si no venían sin carga o con máquina nueva. El Moñigo y el Tiñoso corrían menos que él, pero la ligereza de las piernas tampoco justificaba una primacía. Representaba una estimable cualidad, pero sólo eso.

En las tardes dominicales y durante las vacaciones veraniegas los tres amigos frecuentaban los prados y los montes y la bolera y el río. Sus entretenimientos eran variados, cambiantes y un poco salvajes y elementales. Es fácil hallar diversión, a esa edad, en cualquier parte. Con los tirachinas hacían, en ocasiones, terribles carnicerías de tordos, mirlos y malvises. Germán, el Tiñoso, sabía que los tordos, los mirlos y los malvises, al fin y al cabo de la misma familia, aguardaban mejor que en otra parte, en las zarzamoras y los bardales, a las horas de calor. Para matarlos en los árboles o en la vía, cogiéndolos aún adormilados, era preciso madrugar. Por eso preferían buscarlos en plena canícula, cuando los animales sesteaban perezosamente entre la maleza. El tiro era, así, más corto, el blanco más reposado y, consiguientemente, la pieza resultaba más segura.

Para Daniel, el Mochuelo, no existía plato selecto comparable a los tordos con arroz. Si cobraba uno le gustaba, incluso, desplumarle por sí mismo y de esta forma pudo adivinar un día que casi todos los tordos tenían miseria debajo del plumaje. Le decepcionó la respuesta del Tiñoso al comunicarle su maravilloso descubrimiento.

—¿Ahora te enteras? Casi todos los pájaros tienen miseria bajo la pluma. Según mi padre, a mí me pegó las calvas un cuclillo.

Daniel, el Mochuelo, formó el propósito de no intentar nuevos descubrimientos concernientes a los pájaros. Si quería conocer algo de ellos resultaba más cómodo y rápido preguntárselo a el Tiñoso.

Otros días iban al corro de bolos a jugar una partida. Aquí, Roque, el Moñigo, les aventajaba de forma contundente. De nada servía que les concediese una apreciable ventaja inicial; al acabar la partida, ellos apenas si se habían movido de la puntuación obtenida de gracia, mientras el Moñigo rebasaba, sin esfuerzo, el máximo. En este juego, el Moñigo demostraba la fuerza y el pulso y la destreza de un hombre ya desarrollado. En los campeonatos que se celebraban por la Virgen, el Moñigo —que participaba con casi todos los hombres del pueblo— nunca se clasificaba por debajo del cuarto lugar. A su hermana Sara le sulfuraba esta precocidad.

—Bestia, bestia —decía—, que vas a ser más bestia que tu padre.

Paco, el herrero, la miraba con ojos esperanzados.

—Así lo quiera Dios —añadía, como si rezara.

Pero, quizá, donde los tres amigos encontraban un entretenimiento más intenso y completo era en el río, del otro lado de la tasca de Quino, el Manco. Se abría, allí, un prado extenso, con una gran encina en el centro y, al fondo, una escarpada muralla de roca viva que les independizaba del resto del valle. Enfrente de la muralla se hallaba la Poza del Inglés y, unos metros más abajo, el río se deslizaba entre rocas y guijos de poco tamaño, a escasa profundidad. En esta zona pescaban cangrejos a mano, levantando con cuidado las piedras y apresando fuertemente a los animalitos por la parte más ancha del caparazón, mientras éstos retorcían y abrían y cerraban patosamente sus pinzas en un postrer intento de evasión tesonero e inútil.

Otras veces, en la Poza del Inglés, pescaban centenares de pececillos que navegaban en bancos tan numerosos que, frecuentemente, las aguas negreaban por su abundancia. Bastaba arrojar a la poza una remanga con cualquier cebo artificial de tonos chillones para atraparlos por docenas. Lo malo fue que, debido al excesivo número y a la fácil captura, los muchachos empezaron por subestimarlos y acabaron despreciándolos del todo. Y otro tanto les ocurría con los ráspanos, las majuelas, las moras y las avellanas silvestres. Cooperaba no poco a fomentar este desdén el hecho de que don Moisés, el maestro, pusiera sus preferencias en los escolares que consumían bobamente sus horas libres recogiendo moras o majuelas para obsequiar con ellas a sus madres. O bien, pescando jaramugo. Y, por si esto fuera poco, estos mismos rapaces eran los que al final de curso obtenían diplomas, puntuaciones sobresalientes y menciones honoríficas. Roque, el Moñigo, Daniel, el Mochuelo, y Germán, el Tiñoso, sentían hacia ellos un desdén tan hondo por lo menos como el que les inspiraban las moras, las avellanas silvestres y el jaramugo.

En las tardes calurosas de verano, los tres amigos se bañaban en la Poza del Inglés. Constituía un placer inigualable sentir la piel en contacto directo con las aguas, refrescándose. Los tres nadaban a estilo perruno, salpicando y removiendo las aguas de tal manera que, mientras duraba la inmersión, no se barruntaba, en cien metros río abajo y otros tantos río arriba, la más insignificante señal de vida.

Una de estas tardes, mientras secaban sus cuerpecillos, tendidos al sol en el prado de la Encina, Daniel, el Mochuelo, y Germán, el Tiñoso, se enteraron, al fin, de lo que significaba tener el vientre seco y de lo que era un aborto. Tenían, entonces, siete y ocho años, respectivamente, y Roque, el Moñigo, se cubría con un remendado calzoncillo con lo de atrás delante y el Mochuelo y el Tiñoso se bañaban en cueros vivos porque todavía no les había nacido la vergüenza. Fue Roque, el Moñigo, quien se la despertó y aquella misma tarde.

Sin saber aún por qué, Daniel, el Mochuelo, relacionaba todo esto con una conversación sostenida con su madre, cuatro años atrás, al mostrarle él la estampa de una exuberante vaca holandesa.

—Qué bonita, ¿verdad, Daniel? Es una vaca lechera —dijo su madre.

El niño la miró estupefacto. Él no había visto leche más que en las perolas y los cántaros.

—No, madre, no es una vaca lechera; mira, no tiene cántaras —enmendó.

La madre reía silenciosamente de su ingenuidad. Le tomó en el regazo y aclaró:

—Las vacas lecheras no llevan cántaros, hijo.

Él la miró de frente para adivinar si le engañaba. Su madre se reía. Intuyó Daniel que algo, muy recóndito, había detrás de todo aquello. Aún no sabía que existiera «eso», porque sólo tenía tres años, pero en aquel instante lo presintió.

—¿Dónde llevan la leche entonces, madre? —indagó, ganado por un súbito afán de aclararlo todo.

Su madre se reía aún. Tartamudeó un poco, sin embargo, al contestarle:

—En… la barriga, claro —dijo.

Como una explosión retumbó la perplejidad del niño:

—¿Quééééé?

—Que las vacas lecheras llevan la leche en la barriga, Daniel —agregó ella, y le apuntaba con la chata uña la ubre prieta de la vaca de la estampa. Dudó un momento Daniel, el Mochuelo, mirando la ubre esponjosa; señaló el pezón.

—¿Y la leche sale por ese grano? —dijo.

—Sí, hijito, por ese grano sale.

Aquella noche, Daniel no pudo hablar ni pensar en otra cosa. Intuía en todo aquello un misterio velado para él, pero no para su madre. Ella se reía como no se reía otras veces, al preguntarle otras cosas. Paulatinamente, el Mochuelo se fue olvidando de aquello. Meses después, su padre compró una vaca. Más tarde conoció las veinte vacas del boticario y las vio ordeñar. Daniel, el Mochuelo, se reía mucho luego al solo pensamiento de que hubiera podido imaginar alguna vez que las vacas sin cántaras no daban leche.

Aquella tarde, en el prado de la Encina, junto al río, mientras el Moñigo hablaba, él se acordó de la estampa de la vaca holandesa. Acababan de chapuzarse y un vientecillo ahilado les secaba el cuerpo a fríos lengüetazos. Con todo, flotaba un calor excesivo y pegajoso en el ambiente. Tumbados boca arriba en la pradera, vieron pasar por encima un enorme pájaro.

—¡Mirad! —chilló el Mochuelo—. Seguramente será la cigüeña que espera la maestra de La Cullera. Va en esa dirección.

Cortó el Tiñoso:

—No es una cigüeña; es una grulla.

El Moñigo se sentó en la hierba frunciendo los labios en un gesto hosco y enfurruñado. Daniel, el Mochuelo, contempló con envidia cómo se inflaba y desinflaba su enorme tórax.

—¿Qué demonio de cigüeña espera la maestra? ¿Así andáis todavía? —dijo el Moñigo.

El Mochuelo y el Tiñoso se incorporaron también, sentándose en la hierba. Ambos miraban anhelantes al Moñigo; intuían que algo iba a decir de «eso». El Tiñoso le dio pie.

—¿Quién trae los niños, entonces? —dijo.

Roque, el Moñigo, se mantenía serio, consciente de su superioridad en aquel instante.

—El parir —dijo, seco, rotundo.

—¿El parir? —inquirieron, a dúo, el Mochuelo y el Tiñoso.

El otro remachó:

—Sí, el parir. ¿Visteis alguna vez parir a una coneja? —dijo.

—Sí.

—Pues es igual.

En la cara del Mochuelo se dibujó un cómico gesto de estupor.

—¿Quieres decir que todos somos conejos? —aventuró.

Al Moñigo le enojaba la torpeza de sus interlocutores.

—No es eso —dijo—. En vez de una coneja es una mujer; la madre de cada uno.

Brilló en las pupilas del Tiñoso un extraño resplandor de inteligencia.

—La cigüeña no trae los niños entonces, ¿verdad? Ya me parecía raro a mí —explicó—. Yo me decía, ¿por qué mi padre va a tener diez visitas de la cigüeña y la Chata, la vecina, ninguna y está deseando tener un hijo y mi padre no quería tantos?

El Moñigo bajó la voz. En torno había un silencio que sólo quebraban el cristalino chapaleo de los rápidos del río y el suave roce del viento contra el follaje. El Mochuelo y el Tiñoso tenían la boca abierta. Dijo el Moñigo:

—Les duele la mar, ¿sabéis?

Estalló el reticente escepticismo del Mochuelo:

—¿Por qué sabes tú esas cosas?

—Eso lo sabe todo cristiano menos vosotros dos, que vivís embobados —dijo el Moñigo—. Mi madre se murió de lo mucho que le dolía cuando nací yo. No se puso enferma ni nada; se murió de dolor. Hay veces que, por lo visto, el dolor no se puede resistir y se muere uno. Aunque no estés enfermo, ni nada; sólo es el dolor. —Emborrachado por la ávida atención del auditorio, añadió—: Otras mujeres se parten por la mitad. Se lo he oído decir a la Sara.

Germán, el Tiñoso, inquirió:

—Más tarde sí se ponen enfermas, ¿no es cierto?

El Moñigo acentuó el misterio de la conversación bajando aún más la voz:

—Se ponen enfermas al ver al niño —confesó—. Los niños nacen con el cuerpo lleno de vello y sin ojos, ni orejas, ni narices. Sólo tienen una boca muy grande para mamar. Luego les van naciendo los ojos, y las orejas, y las narices y todo.

Daniel, el Mochuelo, escuchaba las palabras del Moñigo todo estremecido y anhelante. Ante sus ojos se abría una nueva perspectiva que, al fin y al cabo, no era otra cosa que la justificación de la vida y la humanidad. Sintió una repentina vergüenza de hallarse enteramente desnudo al aire libre. Y, al tiempo, experimentó un amor remozado, vibrante e impulsivo hacia su madre. Sin él saberlo, notaba, por primera vez, dentro de sí, la emoción de la consanguinidad. Entre ellos había un vínculo, algo que hacía, ahora, de su madre una causa imprescindible, necesaria. La maternidad era más hermosa así; no se debía al azar, ni al capricho un poco absurdo de una cigüeña. Pensó Daniel, el Mochuelo, que de cuanto sabía de «eso», era esto lo que más le agradaba; el saberse consecuencia de un gran dolor y la coincidencia de que ese dolor no lo hubiera esquivado su madre porque deseaba tenerle precisamente a él.

Desde entonces, miró a su madre de otra manera, desde un ángulo más humano y simple, pero más sincero y estremecido también. Era una sensación extraña la que le embargaba en su presencia; algo así como si sus pulsos palpitasen al unísono, uniformemente; una impresión de paralelismo y mutua necesidad.

En lo sucesivo, Daniel, el Mochuelo, siempre que iba a bañarse a la Poza del Inglés, llevaba un calzoncillo viejo y remendado, como el Moñigo, y se ponía lo de atrás delante. Y, entonces, pensaba en lo feo que debía ser él nada más nacer, con todo el cuerpo cubierto de vello y sin ojos, ni orejas, ni narices, ni nada… Sólo una bocaza enorme y ávida para mamar. «Como un topo», pensaba. Y el primer estremecimiento se transformaba al poco rato en una risa espasmódica y contagiosa.

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