Dune

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Libro segundo: Muad’Dib » Capítulo 35

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El concepto de progreso actúa como un mecanismo de protección destinado a defendernos de los terrores del futuro.

De Frases escogidas de Muad’Dib, por la PRINCESA IRULAN

En su decimoséptimo aniversario, Feyd-Rautha Harkonnen mató a su centésimo esclavo-gladiador en los juegos familiares. Los visitantes observadores de la Corte Imperial —el Conde y Dama Fenring— se encontraban en el mundo natal de los Harkonnen, Giedi Prime, para el acontecimiento, y fueron invitados a sentarse aquella tarde con la familia inmediata en el palco dorado encima de la arena triangular.

En honor del aniversario del na-Barón, y a fin de recordar a todos los Harkonnen y a sus súbditos que Feyd-Rautha era el heredero designado, aquel día fue declarado festivo en Giedi Prime. El viejo Barón decretó que todo trabajo fuera interrumpido de uno a otro meridiano, y en la ciudad familiar de Harko no se regateó ningún esfuerzo para crear una ilusión de alegría: estandartes ondeando en todos los edificios, una nueva capa de pintura en las paredes a lo largo de toda la Gran Avenida.

Pero, entre una casa y la otra, el Conde Fenring y su Dama vieron montones de inmundicias, y las paredes destilando suciedad que se reflejaban en los charcos de agua sucia entre los cuales la gente andaba furtivamente.

Tras los azules muros de la morada del Barón reinaba una perfección inspirada en el terror, pero el Conde y su Dama vieron el precio pagado: guardias por todos lados, y armas con aquel brillo particular que a un ojo entrenado indicaba un frecuente uso. Había puestos de control en casi todas las calles, incluso en el interior del castillo. Los sirvientes revelaban su adiestramiento militar en su forma de andar, en sus hombros rígidos… en la forma en que sus atentos ojos lo observaban todo, vigilando y vigilando.

—La presión aumenta —murmuró el Conde a su Dama en su lengua secreta—. El Barón apenas empieza a ver el precio que realmente está pagando por desembarazarse del Duque Leto.

—Un día te contaré la leyenda del fénix —dijo ella.

Se encontraban en la sala de recepción del castillo, en espera de acudir a los juegos familiares. No era una sala amplia —quizá cuarenta metros de largo por la mitad de ancho— pero falsos pilares a lo largo de las paredes uniéndose en ángulo agudo con un techo ligeramente arqueado daban la ilusión de un espacio mucho más amplio.

—Ahhh, aquí está el Barón —dijo el Conde.

El Barón avanzaba a lo largo de la sala con aquel peculiar andar flotante motivado por la necesidad de guiar constantemente los suspensores que soportaban su enorme cuerpo. Sus mejillas temblequeaban, y los suspensores se movían cadenciosamente bajo sus ropas color naranja. Los anillos brillaban en sus dedos, y los opafuegos llenaban de iridiscencias su atuendo.

A su lado avanzaba Feyd-Rautha. Sus oscuros cabellos estaban peinados en apretados bucles que parecían incongruentemente alegres en contraste con sus tristes ojos. Llevaba una entallada túnica negra y pantalones ajustados ligeramente abiertos al final. Blandas pantuflas calzaban sus pequeños pies.

Dama Fenring, notando el porte del joven y la firmeza de los músculos bajo su túnica, pensó: He aquí alguien que no se dejará engordar.

El Barón se detuvo frente a ellos, sujetó a Feyd-Rautha con un gesto posesivo y dijo:

—Mi sobrino, el na-Barón, Feyd-Rautha Harkonnen —y, volviendo su rostro de bebé gordo hacia Feyd-Rautha—: El Conde y Dama Fenring, de los que ya te he hablado.

Feyd-Rautha inclinó su cabeza con la requerida cortesía. Miró a Dama Fenring. Su exquisita figura estaba enfundada en un sencillo vestido ondeante de lino, sin ningún adorno. Sus cabellos eran sedosos y dorados. Sus ojos gris verde le devolvieron la mirada. Tenía la serena calma de las Bene Gesserit, y esto turbó profundamente al joven.

—Hummm… ahmmm… —dijo el Conde. Estudió a Feyd-Rautha—. ¿El, hummm, meticuloso joven, ha, hummm… querida? —el Conde miró al Barón—. Mi querido Barón, ¿decís que habéis hablado de nosotros a ese meticuloso joven? ¿Qué le habéis dicho?

—He hablado a mi sobrino de la gran estima en que os tiene el Emperador, Conde Fenring —dijo el Barón. Y pensó: ¡Obsérvalo bien, Feyd! Es un asesino con los modales de un conejo… el tipo más peligroso de hombre.

—¡Por supuesto! —dijo el Conde, y sonrió a su Dama.

Feyd-Rautha consideró casi insultantes las acciones y las palabras de aquel hombre. Se detenían justo en el umbral de la afrenta directa. El joven concentró su atención en el Conde: un hombre delgado, de aspecto frágil. Tenía rostro de comadreja, con ojos oscuros demasiado grandes. Sus sienes eran grises. Y sus movimientos… movía una mano o volvía la cabeza hacia un lado y hablaba hacia el otro. Era difícil seguirlo.

—Hummm… ahmmm… raramente se encuentra… uhhh… una tan precisa cualidad —dijo el Conde, dirigiéndose al hombro del Barón—. Yo… ah… os felicito por la… hummm… perfección de vuestro… ahhh… heredero. Lleva en sí… hummm… la experiencia de sus mayores, por decirlo de algún modo.

—Sois demasiado gentil —dijo el Barón. Se inclinó, pero Feyd-Rautha notó que no había la menor cortesía en los ojos de su tío.

—Cuando vos sois… hummm… irónico, esto… ahhh… sugiere que estáis… hummm… meditando algo —dijo el Conde.

Está empezando de nuevo, pensó Feyd-Rautha. Se expresa en forma insultante, pero no hay nada en sus palabras que nos permita exigirle satisfacciones.

Escuchar a aquel hombre le daba a Feyd-Rautha la sensación de que le metían la cabeza en una olla hirviendo… ¡hummm… ahhh…! Feyd-Rautha volvió su atención hacia Dama Fenring.

—Estamos… ahhh… robando demasiado tiempo a este joven —dijo ella—. Tengo entendido que debe aparecer en la arena hoy.

Por las huríes del harén Imperial, ¡es condenadamente adorable!, pensó Feyd-Rautha.

—Hoy mataré a alguien por vos, mi Dama —dijo—. Con vuestro permiso, proclamaré mi dedicatoria en la arena.

Ella lo miró serenamente, pero su voz fue como un latigazo cuando dijo:

—Vos no tenéis mi permiso.

—¡Feyd! —dijo el Barón. Y pensó: ¡Ese mocoso! ¿Acaso quiere hacerse desafiar por ese asesino de Conde?

Pero el Conde se limitó a sonreír, y dijo:

—Hummm… mmm…

—Debes prepararte para la arena, Feyd —dijo el Barón—. Debes estar bien descansado y no correr riesgos estúpidos.

Feyd-Rautha se inclinó, con el resentimiento oscureciendo sus facciones.

—Estoy seguro de que todo será según tus deseos, tío. —Hizo una inclinación de cabeza hacia el Conde Fenring—: Señor —a la Dama—, mi Dama —y se volvió, saliendo a largos pasos del salón, sin dignarse echar una mirada a los miembros de las Familias Menores reunidos cerca de las dobles puertas.

—Es tan joven —suspiró el Barón.

—Hummm… oh, sí… hummm… —dijo el Conde.

Y Dama Fenring pensó: ¿Es ese el joven al cual se refería la Reverenda Madre? ¿Es esa la línea genética que debemos preservar?

—Tenemos aún más de una hora antes de acudir a la arena —dijo el Barón—. Quizá pudiéramos sostener ahora esa pequeña charla, Conde Fenring —inclinó su enorme cabeza hacia la derecha—. Quedan aún muchos puntos por discutir.

Y el Barón pensó: Veamos cómo se las arreglará este lacayo del Emperador para transmitirme el mensaje que trae para mí sin llevar su grosería hasta el punto de decírmelo en voz alta.

El Conde se volvió hacia su Dama.

—Hummm… ahh… ¿nos… hummm… excusarás… ahhh… querida?

—Cada día, y a veces cada hora, lleva sus cambios —dijo ella—. Hummm… —y sonrió al Barón antes de alejarse. Su amplia falda siseó mientras avanzaba, con un paso mesurado y noble, hacia las dobles puertas del fondo del salón.

El Barón observó que las conversaciones entre las Casas Menores cesaban al acercarse ella, que todos los ojos la seguían ¡Bene Gesserit!, pensó el Barón. ¡El universo haría mejor desembarazándose de ellas!

—Hay un cono de silencio entre los dos pilares ahí, a nuestra izquierda —dijo el Barón—. Podremos hablar sin temor a ser escuchados. —Abrió camino con su andar ondulante hasta la zona acústica aislante, notando cómo los ruidos del salón se volvían confusos y distantes.

El Conde avanzó a su lado, y ambos se volvieron hacia la pared para impedir que alguien pudiera leer en sus labios.

—No nos ha satisfecho el modo como habéis echado a los Sardaukar de Arrakis —dijo el Conde.

¡Habla claro!, pensó el Barón.

—Los Sardaukar no podían quedarse allí más tiempo sin correr el riesgo de que otros descubrieran cómo el Emperador me había ayudado —dijo el Barón.

—Pero vuestro sobrino Rabban no parece en absoluto preocupado por resolver el problema de los Fremen.

—¿Qué es lo que quiere el Emperador? —preguntó el Barón—. No queda más que un puñado de Fremen en Arrakis. El desierto meridional es inhabitable. El desierto septentrional es batido regularmente por mis patrullas.

—¿Quién dice que el desierto meridional es inhabitable?

—Vuestro propio planetólogo lo ha dicho, mi querido Conde.

—Pero el doctor Kynes está muerto.

—Ah, sí… desgraciadamente.

—Hemos sobrevolado los territorios meridionales —dijo el Conde—. Hay evidencias de vida vegetal.

—¿Entonces la Cofradía ha aceptado explorar Arrakis desde el espacio?

—Vos conocéis bien el asunto, Barón. Sabéis que el Emperador no puede legalmente hacer vigilar Arrakis.

—Y yo tampoco —dijo el Barón—. ¿Quién ha efectuado este vuelo?

—Un… contrabandista.

—Alguien os ha mentido, Conde —dijo el Barón—. Los contrabandistas no pueden volar sobre los territorios meridionales mejor que los hombres de Rabban. Tormentas, torbellinos de arena y todo esto, ya sabéis. Los marcadores de navegación son abatidos antes incluso de que sean instalados.

—Discutiremos los diversos tipos de tormentas en otra ocasión —dijo el Conde.

Ahhh, pensó el Barón.

—¿Acaso he cometido algún error al redactar mis informes? —preguntó.

—Si imagináis ya errores, luego no podréis defenderos —dijo el Conde.

Está intentando deliberadamente hacerme enfurecer, pensó el Barón. Respiró a fondo dos veces para calmarse. Sintió el acre olor de su propia transpiración, y de pronto las correas de sujeción de los suspensores, bajo sus ropas, empezaron a causarle una irritante comezón.

—El Emperador no puede disgustarse por la muerte de la concubina y del muchacho —dijo el Barón—. Huyeron al desierto. Había una tormenta.

—Sí, siempre hay algún accidente oportuno —aceptó el Conde.

—No me gusta vuestro tono, Conde —dijo el Barón.

—La cólera es una cosa, la violencia otra —dijo el Conde—. Permitidme haceros una advertencia: si me ocurriera algún infortunado accidente mientras estoy aquí, todas las Grandes Casas sabrían inmediatamente lo que vos habéis hecho en Arrakis. Hace mucho tiempo que sospechan la forma en que conducís vuestros asuntos.

—El único asunto reciente que puedo recordar —dijo el Barón— es el transporte hasta Arrakis de algunas legiones de Sardaukar.

—¿Creéis realmente que podéis amenazar al Emperador con esto?

—¡Ni siquiera se me ha ocurrido!

El Conde sonrió.

—Siempre encontraríamos algunos oficiales Sardaukar dispuestos a confesar haber actuado por cuenta propia porque deseaban aplastar a vuestra escoria Fremen.

—Muchos dudarían de tal confesión —dijo el Barón, pero aquella amenaza lo había alterado. ¿Son realmente tan disciplinados los Sardaukar?, pensó.

—El Emperador quiere inspeccionar vuestros libros —dijo el Conde.

—En cualquier momento.

—Vos… esto… ¿no ponéis objeción?

—Ninguna. Mi directorio en la Compañía CHOAM puede afrontar el más profundo examen. —Y pensó: Dejemos que me acuse falsamente, que se exponga en público. Y podré decir a todos, como Prometeo: «Miradme, soy víctima de una injusticia». Entonces, que lance cualquier otra acusación contra mí, aunque sea verdadera. Las Grandes Casas no creerán en un segundo ataque después de haber quedado demostrado que la primera acusación era falsa.

—No hay ninguna duda de que vuestros libros resistirán el más atento escrutinio —murmuró el Conde.

—¿Por qué el Emperador está tan interesado en exterminar a los Fremen? —preguntó el Barón.

—Queréis cambiar el tema de la conversación, ¿eh? —el Conde se alzó de hombros—. Son los Sardaukar quienes lo desean, no el Emperador. Les gusta matar… y odian dejar un trabajo a medio hacer.

¿Intenta asustarme recordándome que tiene a su lado a esos asesinos sedientos de sangre?, se preguntó el Barón.

—Un cierto número de muertos es algo inevitable en todos los asuntos —dijo el Barón—, pero hay que fijar un límite en algún lado. Alguien debe sobrevivir para ocuparse de la especia.

El Conde emitió una corta y seca risa.

—¿Acaso pensáis domesticar a los Fremen?

—Nunca han sido tan numerosos como para esto —dijo el Barón—. Pero la matanza ha creado mucha inquietud en el resto de la población. Nos hallamos en un punto, mi querido Fenring, en el que estoy pensando en otra solución para el problema de Arrakis. Y debo confesar que ha sido el propio Emperador quien me ha inspirado.

—¿Ahhh?

—Ved, Conde, ahí está el planeta-prisión del Emperador, Salusa Secundus, para inspirarme.

El Conde lo miró con una brillante intensidad.

—¿Qué relación puede existir entre Salusa Secundus y Arrakis?

El Barón percibió la alarma en los ojos de Fenring.

—Ninguna, todavía —dijo.

—¿Todavía?

—Espero que admitiréis conmigo que el hecho de utilizar Arrakis como planeta-prisión permitiría desarrollar de un modo notable el trabajo.

—¿Anticipáis un aumento en el número de prisioneros?

—Ha habido desórdenes —admitió el Barón—. He debido tomar medidas severas, Fenring. Después de todo, vos sabéis el precio que he tenido que pagar a esa condenada Cofradía por el transporte de nuestras mutuas fuerzas hasta Arrakis. Debo recuperar esta suma de alguna manera.

—Os aconsejo que no uséis Arrakis como planeta-prisión sin el permiso del Emperador, Barón.

—Por supuesto que no —dijo el Barón, y se preguntó por qué se había producido aquella repentina frialdad en la voz de Fenring.

—Otra cosa —dijo el Conde—. Hemos sabido que el Mentat del Duque Leto, Thufir Hawat, no está muerto sino que trabaja para vos.

—No me sentía con ánimos de desperdiciarlo así —dijo el Barón.

—Entonces le mentisteis a nuestro comandante Sardaukar cuando le dijisteis que Hawat había muerto.

—Una mentira de circunstancias, mi querido Conde. No tenía estómago para discutir con aquel hombre.

—¿Era Hawat el verdadero traidor?

—¡Oh, Dios, no! Era el falso doctor. —El Barón se secó la transpiración de su cuello—. Debéis comprenderlo, Fenring. Yo no tenía Mentat. Sabéis esto. Nunca había estado sin Mentat. Me hallaba desorientado.

—¿Cómo conseguisteis que Hawat cambiara de alianza?

—Su Duque estaba muerto —el Barón forzó una sonrisa—. No hay que temer nada de Hawat, mi querido Conde. La carne del Mentat ha sido impregnada con un veneno residual. Le administramos constantemente un antídoto en su alimentación. Sin antídoto, el veneno actuará… y morirá en pocos días.

—Retiradle el antídoto —dijo el Conde.

—¡Pero me es útil!

—Sabe demasiadas cosas que ningún hombre vivo debería saber.

—Habéis dicho que el Emperador no temía ninguna declaración.

—¡No juguéis conmigo, Barón!

—Cuando vea esa orden con el sello Imperial, obedeceré —dijo el Barón—. Pero no pienso someterme a vuestro capricho.

—¿Pensáis que esto es un capricho?

—¿Qué otra cosa puede ser? Incluso el Emperador tiene obligaciones para conmigo, Fenring. Lo he librado de ese molesto Duque.

—Con la ayuda de algunos Sardaukar.

—¿Qué otra Casa hubiera encontrado el Emperador para que le proporcionara los uniformes necesarios para ocultar su participación en este asunto?

—Él se ha planteado la misma pregunta, Barón, pero de un modo ligeramente distinto.

El Barón estudió a Fenring, notando la tensión de los músculos de su mandíbula, el perfecto control.

—Ahhh, ya —dijo el Barón—. Espero que el Emperador no creerá poder atacarme a conservando el secreto absoluto de ello.

—Espera que no sea necesario.

—¡El Emperador no puede creer que le estoy amenazando! —El Barón se permitió que la cólera y la amargura asomaran a su voz, pensando: ¡Dejemos que se equivoque en esto! ¡Podría subir yo mismo al trono sin dejar ni un solo instante de protestar de mi inocencia!

—El Emperador cree lo que le dictan sus sentidos —la voz del Conde le llegó seca y remota.

—¿Se atrevería el Emperador a acusarme de traición ante todo el Consejo del Landsraad? —y el Barón contuvo el aliento, esperando que fuera así.

—El Emperador no necesita atreverse a nada.

El Barón se volvió bruscamente, flotando en sus suspensores, para esconder su expresión. ¡Podría ocurrir mientras yo aún viva!, pensó. ¡Emperador! ¡Dejemos que me acuse entonces! Luego… bastará un poco de coerción, de corrupción entre las Grandes Casas: se unirán bajo mi estandarte como una multitud de campesinos en busca de un refugio. Lo que más temen sobre todas las cosas es a los Sardaukar del Emperador atacándolas Casa tras Casa.

—El Emperador espera sinceramente no tener que acusaros nunca de traición —dijo el Conde.

Al Barón le resultó difícil eliminar toda ironía de su voz y permitirse tan sólo una expresión doliente, pero lo consiguió:

—Siempre he sido un súbdito fiel. Estas palabras me hieren más profundamente de lo que puedo expresar.

—Hummm… ahhh… —dijo el Conde.

El Barón dio la espalda al Conde, inclinando ligeramente la cabeza. Luego dijo:

—Es hora de dirigirse a la arena.

—Es cierto —dijo el Conde.

Abandonaron el cono de silencio y, lado a lado, avanzaron hacia el grupo de las Casas Menores al final de la sala. En algún lugar del castillo una campana dejó oír un lento repique… faltaban veinte minutos para el inicio de los juegos.

—Las Casas Menores esperan que las guieis —dijo el Conde, señalando con la cabeza la gente a la que se aproximaban.

Doble sentido… doble sentido, pensó el Barón.

Alzó la vista hacia los nuevos talismanes que flanqueaban la salida de aquella sala… la cabeza de toro montada sobre la placa de madera y el retrato al óleo del Viejo Duque Atreides, el padre del difunto Duque Leto. La vista de aquello llenó al Barón de una extraña premonición, y se preguntó qué pensamientos debían haber inspirado al Duque Leto cuando estaban colgados en las salas de Caladan y luego en las de Arrakis… la arrogante valentía del padre y la cabeza del toro que lo había matado.

—La humanidad… ahhh… tiene solamente una… hummm… ciencia —dijo el Conde mientras abandonaban el salón, precediendo al grupo que se arremolinaba a su alrededor, y emergían a la sala de espera, un lugar estrecho con altas ventanas y un suelo recubierto de baldosas blancas y púrpuras.

—¿Qué ciencia? —preguntó el Barón.

—Es… hummm… ahhh… la ciencia del… ahhh… descontento —dijo el Conde.

Tras ellos, las Casas Menores, rostros dóciles como corderos, rieron como convenía, pero el sonido de los motores de las puertas exteriores al ser puestos en marcha por los pajes ahogó el chirrido de las risas. Al otro lado de la puerta los vehículos aguardaban, con sus estandartes agitándose en la brisa.

El Barón elevó la voz para dominar el repentino ruido.

—Espero que la actuación de mi sobrino no os decepcionará en absoluto, Conde Fenring —dijo.

—Yo… ahhh… he de reconocer que me siento… hummm… lleno… ahhh… de un sentido de anticipación, sí —dijo el Conde—. En un… ahhh… proceso verbal, uno… hummm… ahhh… debe siempre tener en cuenta… ahhh… el papel de los orígenes.

El Barón tropezó en el primer peldaño, consiguiendo disimular a duras penas la sorpresa. ¡Proceso verbal! ¡El informe de un crimen contra el Imperio!

Pero el Conde se echó a reír, como si se tratara de una broma, palmeando el brazo del Barón.

A lo largo del camino hacia la arena, sin embargo, el Barón permaneció hundido en los blandos cojines de su vehículo blindado, sin dejar de mirar furtivamente al Conde sentado a su lado, preguntándose por qué aquel recadero del Emperador había creído necesario hacer aquel chiste en particular delante de las Casas Menores. Era obvio que Fenring raramente hacía algo inútil, como tampoco empleaba nunca dos palabras cuando con una era suficiente, ni se contentaba con dar un solo sentido a cada frase.

Tuvo la respuesta sólo cuando hubieron ocupado sus lugares en el palco dorado sobre la triangular arena, entre los estandartes y las tribunas y las gradas llenas de gente.

—Mi querido Barón —dijo el Conde, inclinándose hacia él para hablarle al oído—, sabréis ya que el Emperador aún no ha sancionado oficialmente la elección de vuestro heredero.

El Barón tuvo la impresión de que se hundía bruscamente en un cono de silencio producido por el shock. Miró a Fenring, apenas viendo a su Dama que se acercaba atravesando el cordón de guardias para ocupar su lugar en el palco dorado.

—Esta es la verdadera razón por la que estoy aquí —dijo el Conde—. El Emperador quiere que lo informe acerca de si habéis escogido a un sucesor válido. Y no hay nada como la arena para exponer a la verdadera persona que hay tras la máscara, ¿no?

—¡El Emperador me prometió libertad absoluta para elegir mi heredero! —gruñó el Barón.

—Veremos —dijo Fenring, y se volvió para recibir a su Dama. Ella se sentó, sonrió al Barón, y luego dirigió su atención a la arena, donde Feyd-Rautha acababa de aparecer, con malla adherente y protector, un guante negro y un cuchillo largo en su mano derecha, un guante blanco y un cuchillo corto en la izquierda.

—Blanco para el veneno, negro para la pureza —dijo Dama Fenring—. Una curiosa costumbre, ¿no es así, mi amor?

—Hummm… —dijo el Conde.

Se alzaron aclamaciones de las tribunas familiares, y Feyd-Rautha se detuvo para responder, alzando los ojos y escrutando aquellos rostros: primos y coprimos, hermanastros, concubinas y parientes no-freyn. Eran una confusión de bocas rosáceas que vociferaban en un múltiple estremecimiento de colores de vestidos y estandartes.

Feyd-Rautha se dio cuenta de que aquellos rostros manifestarían la misma avidez tanto ante su sangre como ante la del esclavo-gladiador. Naturalmente, no había la menor duda acerca del resultado del combate. Era sólo la apariencia del peligro y no su sustancia. Sin embargo…

Feyd-Rautha alzó el cuchillo hacia el sol, saludando a los tres lados de la arena a la antigua manera. El cuchillo corto en la mano con el guante blanco (blanco, el signo del veneno) fue el primero que volvió a su funda. Después fue la hoja larga en la mano con el guante negro… la hoja pura que ahora era impura, su arma secreta para transformar aquel día en una victoria personal: el veneno en la hoja negra.

Necesitó tan sólo un instante para regular su escudo corporal e hizo una breve pausa para sentir la tensión en la piel de su frente que le garantizaba una perfecta defensa.

Era su espectáculo, y Feyd-Rautha comenzó a orquestarlo con mano de maestro de ceremonias, haciendo un signo con la cabeza a sus manipuladores y distractores, verificando con una ojeada su equipo… los hierros de aceradas y brillantes puntas, los garfios y las picas adornadas con banderolas azules.

Feyd-Rautha hizo una seña a los músicos.

La lenta marcha, antigua y solemne, se elevó en la arena, y Feyd-Rautha, a la cabeza de su cuadrilla, avanzó hasta detenerse a los pies del palco de su tío para rendir su homenaje. Tomó la llave ceremonial que le fue lanzada.

La música se interrumpió.

En el repentino silencio, Feyd-Rautha dio dos pasos atrás, alzó la llave y gritó:

—Dedico esta verdad a… —hizo una pausa, sabiendo que su tío estaba pensando: ¡Este joven imbécil va a dedicarla a Dama Fenring y va a provocar un escándalo!—… a mi tío y patrón, el Barón Vladimir Harkonnen —terminó.

Y sonrió, oyendo el suspiro de alivio de su tío.

Los músicos iniciaron una marcha rápida; y Feyd-Rautha condujo nuevamente a sus hombres a través de la arena hacia la puerta de prudencia, a través de la cual solamente pasaban aquellos que mostraban la banda especial de identificación. Feyd-Rautha se felicitó a sí mismo por no haber tenido que utilizar nunca esa puerta, así como no haber necesitado nunca a los distractores. Pero era bueno saber que aquel día los tenía allí a su disposición… a veces los planes especiales comportan también riesgos especiales.

El silencio cayó de nuevo sobre la arena.

Feyd-Rautha se volvió, haciendo frente a la gran puerta roja por la cual tenía que surgir el gladiador.

El gladiador especial.

El plan escogido por Thufir Hawat era admirable: simple y directo, pensó Feyd-Rautha. El esclavo no estaría drogado… y este era el peligro. Pero una palabra clave había sido impresa en el inconsciente del hombre, para bloquearlo en el instante crucial. Feyd-Rautha repitió varias veces la palabra vital en su mente, murmurándola en silencio: «¡Canalla!». A los ojos de los espectadores, todo ocurriría como si alguien hubiera conseguido introducir en la arena un esclavo no drogado para matar al na-Barón. Y las pruebas cuidadosamente preparadas señalarían como único culpable al maestro de esclavos.

Un sordo ronroneo se elevó de los servomotores de la gran puerta roja, que comenzó a abrirse.

Feyd-Rautha concentró toda su atención en la puerta. El primer momento era el más crítico. En el preciso instante en que aparecía el gladiador, un ojo adiestrado podía captar todo lo que necesitaba saber. Se suponía que todos los gladiadores se hallaban bajo la influencia de la elacca, prestos para morir en el combate… pero había que observar la forma en que blandían el cuchillo y montaban su guardia para saber si eran conscientes o no de la multitud. Una simple inclinación de su cabeza podía proporcionar un importante indicio para una finta o un contraataque.

La puerta roja se abrió sonoramente.

Un hombre surgió de ella a paso de carga, alto y musculoso, con el cráneo afeitado y los ojos parecidos a oscuros pozos. Su piel era del color rojo zanahoria que confería la elacca, pero Feyd-Rautha sabía que estaba pintada. El esclavo llevaba unas mallas verdes y el cinturón rojo de un semiescudo: la flecha del cinturón estaba inclinada hacia la izquierda, indicando que sólo el lado izquierdo del esclavo estaba protegido por el escudo. Empuñaba su cuchillo como si fuera una espada, ligeramente apuntado hacia adelante, como un combatiente experimentado. Avanzó lentamente por la arena, presentando su lado protegido por el escudo a Feyd-Rautha y al grupo reunido junto a la puerta de prudencia.

—No me gusta su aspecto —dijo uno de los picadores de Feyd-Rautha—. ¿Estáis seguro de que está drogado, mi Señor?

—Tiene el color —dijo Feyd-Rautha.

—Pero está en posición de combate —dijo otro ayudante.

Feyd-Rautha avanzó un par de pasos en la arena, estudiando a su esclavo.

—¿Qué se ha hecho en el brazo? —dijo uno de los distractores. Feyd-Rautha miró atentamente la sangrienta marca en el antebrazo izquierdo del hombre y luego siguió la dirección de la mano que le señalaba un dibujo que el hombre se había trazado con sangre en el lado izquierdo de sus mallas verdes: el perfil estilizado, todavía húmedo, de un halcón.

¡Un halcón!

Feyd-Rautha miró directamente a sus tenebrosos ojos, captando un brillo de excitación.

¡Es uno de los soldados del Duque Leto que capturamos en Arrakis!, pensó. ¡No es un simple gladiador! Se estremeció de pies a cabeza, preguntándose angustiado si Hawat no tendría en realidad otro plan para la arena… un truco dentro de otro truco. ¡Y aunque fuera así, sólo el maestro de esclavos aparecería como único culpable!

El jefe de manipuladores de Feyd-Rautha se inclinó a su oído.

—No me gusta el aspecto de ese hombre, mi Señor —dijo—. Dejad que le plante una o dos picas en el brazo que sostiene el cuchillo para asegurarnos.

—Plantaré yo mismo las picas —dijo Feyd-Rautha. Tomó un par de largas astas rematadas en garfios y las levantó, sopesándolas, comprobando su equilibrio. Aquellas picas estaban supuestamente drogadas… pero no en aquella ocasión, y aquello podía costar la vida al jefe de manipuladores. Pero todo formaba parte del plan.

«Saldréis de este duelo como un héroe», le había dicho Hawat. «Habréis muerto a vuestro gladiador en un combate de hombre a hombre, a pesar de la traición. El maestro de esclavos será ejecutado, y vuestro hombre tomará su lugar».

Feyd-Rautha avanzó otros cinco pasos en la arena, representando el momento, estudiando al esclavo. Sabía que los expertos en las tribunas sobre la arena habían visto ya que algo no iba bien. El gladiador tenía la piel del color correcto para un drogado, pero permanecía inmóvil y no temblaba. Los aficionados habrían susurrado ya entre ellos «¿Veis cómo está en guardia? Tendría que agitarse… atacar o huir. ¿Veis cómo conserva sus fuerzas, cómo espera? No debería esperar».

Feyd-Rautha sintió crecer su propia excitación. Puede que haya traición en la mente de Hawat, pensó. Pero pese a todo puedo vencer a este esclavo. Y es en mi cuchillo largo donde se encuentra el veneno en esta ocasión, no en el corto. Ni siquiera Hawat sabe esto.

—¡Hai, Harkonnen! —gritó el esclavo—. ¿Estás preparado para morir?

Un silencio mortal se apoderó de la arena. ¡Los esclavos nunca lanzan su desafío!

Ahora, Feyd-Rautha podía ver claramente los ojos del gladiador, la fría ferocidad de la desesperación que se albergaba en ellos.

Notó el modo como el hombre permanecía de pie, relajado y atento, con los músculos preparados para la victoria. El correo secreto de los esclavos había pasado el mensaje de Hawat de uno en uno hasta alcanzar su destino: «Tendrás una auténtica posibilidad de matar al na-Barón». Hasta ahora, el plan funcionaba a la perfección.

Una furtiva sonrisa cruzó la boca de Feyd-Rautha. Alzó las picas, viendo el éxito de sus planes en la forma en que el gladiador permanecía de pie.

—¡Hai! ¡Hai! —desafió el esclavo, y dio dos pasos hacia adelante.

Ahora ya nadie del público puede equivocarse, pensó Feyd-Rautha.

Su esclavo tenía que haber estado casi paralizado por el terror inducido por la droga. Cada uno de sus movimientos tenía que haber revelado su convicción de que no había ninguna vía de salvación para él… que de ninguna manera podía vencer. Su cerebro tenía que haberse contorsionado por el recuerdo de las historias acerca de los venenos que el na-Barón escogía para el puñal del guante blanco. El na-Barón no concedía nunca una muerte rápida; se deleitaba exhibiendo extraños venenos, podía permanecer en la arena explicando los más interesantes efectos colaterales sobre las víctimas que se contorsionaban a su lado. Había miedo en el esclavo, sí… pero no terror.

Feyd-Rautha levantó muy alto las picas e inclinó la cabeza, casi como en una invitación.

El gladiador atacó.

Sus fintas y sus paradas eran las mejores que Feyd-Rautha había visto en su vida. Un golpe lateral estuvo a punto, por fracciones de segundo, de cortar los tendones de la pierna izquierda del na-Barón.

Feyd-Rautha saltó hacia atrás, dejando una pica clavada en el brazo derecho del esclavo, con los garfios completamente hundidos en la carne, de modo que el hombre no podía arrancarlos sin seccionarse los tendones.

Un concierto de sofocados gritos se alzó de los graderíos.

Feyd-Rautha se sintió invadido por la exaltación.

Sabía lo que estaba experimentando su tío en aquel instante, sentado allí con los Fenring, los observadores de la Corte Imperial, a su lado. No podía haber ninguna interferencia en aquel combate. Las formas debían ser conservadas ante tales testigos. Y el Barón sólo podía interpretar de un modo los acontecimientos de la arena: una amenaza contra su persona.

El esclavo retrocedió, manteniendo el cuchillo entre sus dientes y sujetándose la pica a lo largo de su brazo con ayuda de la banderola.

—¡No siento tu aguja! —gritó. Empuñó de nuevo el cuchillo y avanzó, el arma levantada, ofreciendo su lado izquierdo, el cuerpo doblado hacia atrás para aprovechar al máximo la protección del semiescudo.

Esta acción tampoco escapó a las gradas. Se alzaron agudos gritos de las tribunas familiares. Los manipuladores de Feyd-Rautha lo llamaron preguntándole si necesitaba su ayuda.

Los intimó bruscamente a que retrocedieran hacia la puerta de prudencia.

Voy a darles un espectáculo que nunca antes habrán visto, pensó Feyd-Rautha. Nada de una matanza bien organizada cuyo estilo puedan admirar sentados tranquilamente en sus sillones. Será algo que va a agarrar sus tripas y retorcérselas. Cuando sea Barón todos recordarán este día, y a causa de él tendrán miedo de mí.

Feyd-Rautha retrocedió lentamente, mientras el gladiador avanzaba agazapado como un cangrejo. La arena rechinaba bajo sus pies. Oyó la respiración del esclavo, el acre olor de su propia transpiración, y un vago perfume de sangre en el aire.

Continuó retrocediendo, mientras se desviaba hacia la derecha y preparaba su segunda pica. El esclavo se preparó para saltar. Feyd-Rautha pareció tropezar, se oyó un griterío en las gradas.

Una vez más, el esclavo atacó.

¡Dios, qué adversario!, pensó Feyd-Rautha, esquivando el fulmíneo ataque. Tan sólo la rapidez de su juventud lo había salvado, pero había dejado la segunda pica plantada en el músculo deltoide derecho del esclavo.

Frenéticos aplausos llovieron de las gradas.

Ahora me aclaman, pensó Feyd-Rautha. Oyó el salvajismo en sus gritos, tal como Hawat había dicho que ocurriría. Nunca habían aplaudido así a un campeón familiar. Recordó con una pizca de orgullo lo que le había dicho Hawat: «Luego les resultará más fácil ser aterrorizados por un enemigo al que admiran».

Rápidamente, Feyd-Rautha se batió en retirada hacia el centro de la arena, donde todos le podrían ver claramente. Desenvainó el arma larga, se replegó sobre sí mismo y esperó el avance del esclavo.

El hombre se detuvo tan sólo el tiempo de liar su segunda pica al brazo, y cargó.

Que la familia me vea bien, pensó Feyd-Rautha. Yo soy su enemigo: que piensen siempre en mí tal como me ven ahora.

Desenvainó su arma corta.

—No te temo, cerdo Harkonnen —dijo el gladiador—. Tus torturas no pueden alcanzar a un muerto. Puedo matarme con mi propia hoja antes de que tus manipuladores consigan siquiera rozar mi piel. ¡Y tú estarás muerto a mi lado!

Feyd-Rautha sonrió, apuntando con su arma larga, la que tenía el veneno.

—Prueba esto —dijo, y fintó con el arma corta en su otra mano.

El esclavo hizo saltar su cuchillo de mano, se volvió, parando y fintando para apoderarse del arma corta del na-Barón… la del guante blanco que, según la tradición, llevaba el veneno.

—Te mataré, Harkonnen —gruñó el gladiador.

Se precipitaron el uno contra el otro a través de la arena. Cuando el escudo de Feyd-Rautha entró en contacto con el semiescudo del esclavo, un crepitar azul señaló el punto de fricción. El aire a su alrededor se impregnó del ozono de los escudos.

—¡Muere por tu propio veneno! —rugió el esclavo.

Aferró la muñeca enguantada de blanco, girándola violentamente hacia dentro.

¡Que todos vean esto!, pensó Feyd-Rautha. Golpeó hacia abajo con la hoja larga, que se clavó vanamente contra la pica sujeta al brazo del esclavo.

Feyd-Rautha sintió un instante de desesperación. Nunca había pensado que sus picas pudieran representar una defensa para el esclavo. Pero en realidad eran como otro escudo para el hombre. ¡Y aquel gladiador era fuerte! La hoja corta se acercaba inexorablemente, y Feyd-Rautha se dio cuenta de pronto de que un hombre podía morir también a causa de una hoja no envenenada.

—¡Canalla! —jadeó Feyd-Rautha.

A la palabra clave, los músculos del gladiador se relajaron por un breve instante. Fue suficiente para Feyd-Rautha. Abrió entre ellos el espacio suficiente para el arma larga. Su punta envenenada trazó un surco rojo en el pecho del esclavo. La agonía del veneno fue instantánea. El hombre se apartó de él y retrocedió, vacilante.

Ahora, que mi querida familia observe, pensó Feyd-Rautha. Que todos crean que este esclavo ha estado a punto de volver contra mí el arma envenenada. Que se pregunten cómo un gladiador ha podido entrar en la arena preparado y dispuesto para tal tentativa. Y que nunca sepan con certeza cuál de mis manos lleva el veneno.

Feyd-Rautha se inmovilizó en silencio, observando los torpes movimientos del esclavo. El hombre avanzaba con una consciente vacilación. Todos podían leer claramente en su rostro. La muerte estaba escrita en él. El esclavo sabía lo que le había ocurrido y cómo le había ocurrido. El arma larga era la que llevaba el veneno.

—¡Tú! —gimió el hombre.

Feyd-Rautha retrocedió para dejar espacio a la muerte. La droga paralizante del veneno aún no había hecho todo su efecto, pero los movimientos cada vez más lentos del hombre indicaban su progresión.

El esclavo titubeó hacia adelante, como tirado por un invisible hilo… un trabajoso paso, luego otro. Cada paso era el único paso en su universo particular. No había soltado su cuchillo, pero su punta temblaba.

—Un día… uno de… nosotros… te… despedazará —balbuceó.

Una pequeña mueca triste contorsionó su boca. Cayó sentado al suelo, se derrumbó completamente, se envaró y rodó lejos de Feyd-Rautha, con el rostro contra el suelo.

Feyd-Rautha avanzó en la silenciosa arena, puso un pie bajo el gladiador y lo giró boca arriba para que todos, desde las gradas, pudieran ver las convulsiones de su rostro mientras el veneno iba actuando. Pero el cuchillo del gladiador estaba profundamente enterrado en su pecho.

A despecho de la frustración, Feyd-Rautha tuvo que admirar el esfuerzo que había tenido que hacer el esclavo para vencer su parálisis y hundirse el cuchillo en su propio cuerpo. Y al mismo tiempo comprendió que aquello era verdaderamente lo que tenía que temer.

Es terrible lo que hace de un hombre un superhombre.

Mientras se concentraba en este pensamiento, Feyd-Rautha tomó consciencia del clamor que había estallado en las gradas y en los palcos a su alrededor. Todos aplaudían y gritaban frenéticamente.

Feyd-Rautha se volvió y levantó la vista hacia la concurrencia. Todos lo aclamaban, excepto el Barón, que permanecía hundido en su asiento contemplándolo pensativamente… y el Conde y su Dama, que lo miraban con sus rostros convertidos en unas máscaras de gélida sonrisa.

El Conde Fenring se volvió hacia su Dama y dijo:

—Ahhh… hummm… un joven lleno de… hummm… recursos. ¿Eh… hummm… querida?

—Sus… ahhh… respuestas sinápticas son muy rápidas —dijo ella.

El Barón los miró, primero a ella, luego al Conde, y volvió de nuevo su atención a la arena, pensando: ¡Han conseguido llegar tan cerca de uno de los nuestros! La rabia estaba ocupando el lugar del miedo. Haré morir a fuego lento al maestro de esclavos esta noche… y si el Conde y su Dama tienen algo que ver con esto…

La conversación en el palco del Barón era algo remota, con las voces desapareciendo bajo el rítmico batir de innumerables pies en las gradas y el coro de gritos a su alrededor:

—¡La cabeza! ¡La cabeza! ¡La cabeza! ¡La cabeza!

El Barón frunció el ceño, viendo el modo como Feyd-Rautha lo miraba. Lentamente, controlando con dificultad su rabia, el Barón hizo un gesto con la mano, indicando al joven que estaba inmóvil en la arena el cuerpo tendido del esclavo. Dad al muchacho la cabeza. Se la ha ganado denunciando al maestro de esclavos.

Feyd-Rautha vio la señal de asentimiento y pensó: Cree hacerme un honor con ello. ¡Que vea lo que pienso al respecto!

Vio a sus manipuladores acercarse, con el cuchillo-sierra para los honores; los detuvo con un gesto imperativo, repitiendo el gesto al ver que dudaban. ¡Crees honrarme con una cabeza!, pensó.

Se inclinó y cruzó las manos del gladiador en torno a la empuñadura del cuchillo que surgía de su pecho, luego extrajo el cuchillo y lo situó entre las inertes manos.

Le bastó un momento. Entonces se irguió; haciendo un signo a sus manipuladores.

—Sepultad a este esclavo intacto, con su cuchillo entre las manos —dijo—. El hombre se lo ha merecido.

En el palco dorado, el Conde Fenring se inclinó hacia el Barón.

—Un gran gesto —dijo—. De auténtico valor. Vuestro sobrino no sólo es valiente, sino que también tiene estilo.

—Insulta a la gente rehusando la cabeza —murmuró el Barón.

—En absoluto —dijo Dama Fenring. Se volvió, mirando las gradas a su alrededor.

Y el Barón observó la línea de su cuello… un adorable juego de músculos… como un adolescente.

—Aprecian lo que ha hecho vuestro sobrino —dijo ella.

El Barón miró, y vio que, en efecto, los espectadores habían interpretado correctamente el gesto de Feyd-Rautha, y contemplaban fascinados cómo el cuerpo intacto del gladiador era transportado fuera de la arena. La gente se excitaba, gritando, pateando y dándose golpes unos a otros en los hombros.

El Barón dijo en tono desolado:

—Tendré que ordenar una fiesta. Uno no puede enviar a la gente a sus casas así, sin que hayan gastado todas sus energías. Es necesario que vean que yo también participo en su excitación. —Hizo un gesto a su guardia, y un servidor extendió sobre ellos el estandarte naranja de los Harkonnen, agitándolo por encima del palco: una, dos, tres veces… la señal de la fiesta.

Feyd-Rautha atravesó la arena y se detuvo bajo el palco dorado, con sus armas de nuevo en sus fundas, los brazos colgando a sus costados.

—¿Una fiesta, tío? —preguntó por encima del rumor de la gente.

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