Dubai

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Segunda parte » Capítulo XIV

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Las llantas especiales para el desierto hacían que el «Land Rover» de Fitz flotara sobre la arena. Con una mano descansando íntimamente sobre una rodilla de Laylah, Fitz conducía el vehículo por la arena, a lo largo de la costa del golfo de Arabia. Courty Thornwell y John Stakes estaban sentados en el asiento trasero.

Fitz se encontró con una empresa difícil al tener que hacerse cargo del volante todo el viaje a lo largo de la costa del golfo hasta el lugar de Abu Dubai, donde se alejaría del mar para marchar directamente por el desierto hasta Al Ain, el lugar de reposo que el jeque Zayed había mandado levantar en el oasis de Buraimi. Fitz sonrió con alegría contenida al comprobar el desagrado que causaba en Thornwell el verse sacudido constantemente de un lado a otro, en el asiento trasero.

Era muy temprano en la mañana y el sol teñía apenas de rosa el cielo, cuando dejaron atrás la playa de Jumeira.

—En apenas unos pocos años más, ya veremos a muchos americanos viviendo en casas climatizadas de dos y tres plantas a lo largo de toda la playa —predijo Fitz, suspirando—. Qué pena.

—Eso es el progreso —rugió John Stakes, desde el asiento trasero.

Courty Thornwell miraba morosamente la arena, sin decir nada. Tanto le daba, si ponían una sólida fila de edificios de diez pisos a lo largo de aquella playa. Sólo había una cosa que de veras lo molestaba: el hecho de que Laylah y Fitz viajaran sentados juntos en el asiento delantero mientras él tenía que viajar sentado en el duro asiento de atrás. Trataba de concentrarse en lo que le diría al jeque Zayed cuando, por fin, pudiera presentarse ante él.

El «Land Rover» seguía rebotando sobre la arena dura. Fitz, al volante, seguía los surcos dejados por los incontables vehículos que habían hecho ese mismo trayecto antes que ellos.

—Tengo entendido que Rashid está a punto de ordenar la construcción de una autopista de cuatro carriles en esta zona —observó Fitz.

—Es cierto —aceptó Stakes—. Hay una empresa de construcción en la cual tengo intereses, a la que puse en contacto con Rashid para que se encargara de la construcción de la carretera. El gran problema, por supuesto, es la mano de obra. No van a tener más remedio que dejar entrar ilegalmente más pakistaníes a este país si de veras desean construir la carretera.

—¿Les cuesta mucho entrar al país a los inmigrantes ilegales? —preguntó Laylah.

—Tengo la impresión de que Jack Harcross, el jefe de Policía, pasa más de la mitad de su tiempo devolviendo inmigrantes ilegales a través de la frontera —replicó Stakes—. Y los miembros del Cuerpo de Exploradores de Omán parecen estar convencidos de que todos estos inmigrantes ilegales son agentes de China comunista que pretenden iniciar una insurrección —agregó, mirado hacia el golfo, a un extremo y otro de la costa—. Por supuesto, con esta enorme línea costera que patrullar, supongo que igual podrán traer aquí a todos los inmigrantes que las barcas puedan cargar.

Courty rompió finalmente su silencio:

—No creo que fuera muy de mi agrado atravesar toda esta arena para ir a Dubai.

—He visto gente de ésa, yaciendo en la arena, quemados como cuero reseco —replicó Stakes.

—Pobres infelices —dijo Laylah—. Todo lo que buscan es una posibilidad de trabajar, hacer dinero y enviarlo a Pakistán o a la India, para sus familiares. ¿Por qué se muestra tan dura con ellos la Policía?

—Supongo que un motivo fundamental es que lo que más puede ofender a un policía de la vieja guardia como Jack Harcross, es ver quebrantada la ley, sin importarle si esa ley tiene o no tiene sentido.

Una vez más, Stakes se puso a mirar el mar distraídamente.

—También existe el hecho, por supuesto, de que ciertos propietarios de barcos de Dubai han montado un lucrativo negocio consistente en contrabandear a todos estos pakistaníes, baluchistanos e hindúes, hacia los Estados de la Tregua. Y cuando se edifiquen construcciones a gran escala en esta zona, el negocio funcionará mejor todavía.

Fitz consiguió mantener una velocidad promedio de unos cincuenta kilómetros por hora a través de la arena, y dos horas después de haber dejado atrás la playa de Jumeira, el «Land Rover» llegaba a la frontera con Abu Dhabi. Soldados árabes, con rostros de aspecto amenazador, obligaron al vehículo a detenerse. Fitz apagó el motor, abrió la portezuela y saltó a la arena caliente. Entregó su pasaporte y el pasaporte de Laylah, que el oficial observó detenidamente, como si supiera leer inglés. Stakes y Thornwell también bajaron del «Land Rover» y empezaron a andar un poco por las inmediaciones, para estirar los miembros entumecidos. El oficial a cargo examinó detenidamente los cuatro pasaportes y luego hizo una seña a Fitz indicándole que podía continuar el viaje. En árabe, Fitz preguntó cuánto faltaba para llegar al punto en el que había que torcer hacia el interior del continente, rumbo a Al Ain. El oficial, muy complacido al escuchar que un occidental se expresaba tan bien en su lengua nativa, le dio a Fitz largas, detalladas y poco explícitas indicaciones, sacudiendo la cabeza y sonriendo mientras hablaba y hacía ademanes hacia todas partes.

El desvío estaba bien marcado, justo al lado de un vasto poblado de tiendas de desierto. Había

bulldozers trabajando a ambos lados del camino, aparentemente en la construcción de una gran autopista. También había obreros plantando palmeras.

—Cómo me hubiera gustado poder realizar el contrato entre el jeque Zayed y la empresa constructora —dijo Stakes, con evidente pesadumbre—. Éste va a ser uno de los más grandes trabajos realizados jamás en el mundo árabe en lo que tiene que ver con la construcción de carreteras. He oído decir que Zayed está dispuesto a invertir quinientos millones de libras esterlinas para construir la carretera desde la costa hasta Al Ain, incluyendo la plantación de palmeras a ambos lados de la misma. Desde hace dos años se dedica a establecer campamentos a lo largo de la ruta y a elaborar proyectos de irrigación, de forma que los árboles puedan crecer sin problemas a lo largo de los ciento veinte kilómetros que tendrá la carretera.

—Por Dios, qué proyecto —exclamó Thornwell—. Si puede hacer esto, por cierto que también podría pagar el precio de un par de estaciones de Televisión, tal vez con dos o tres periódicos de regalo.

—De eso no cabe la menor duda —dijo Stakes—. El problema no está en saber si puede permitirse esos gastos, sino en conocer si está dispuesto a invertir ese dinero contigo. De esto último es de lo que tenemos que persuadirlo.

—Tengo material realmente persuasivo —dijo Thornwell, en tono confidencial.

—A mí me convenciste bien hace un año, Courty, de eso no hay duda —señaló Stakes—. Pero ahora ha llegado el momento de la prueba definitiva.

Tres horas después de haber dejado el golfo a sus espaldas, Fitz y sus acompañantes se adentraban en la zona profusamente arbolada que bordeaba el oasis de Buraimi. El oasis, de sesenta kilómetros de largo por quince de ancho, estaba a unos dieciocho kilómetros de las montañas que formaban una línea divisoria natural entre el sultanato de Omán y el emirato de Abu Dhabi. Mientras avanzaban hacia el interior del oasis, las palmeras de dátiles verdes se hacían más densas a su alrededor. Luego entraron en la ciudad de Al Ain. Había grandes edificios de cristal y cemento elevándose entre las casas, los almacenes y las tiendas de barro.

—Bien, he aquí un buen ejemplo de lo que puede hacer el petróleo. El Gobierno del Emirato tiene planeada la construcción de un flamante edificio de siete pisos para instalar el «Hotel Hilton», con un

penthouse donde los varios miembros de la familia real podrán colocar sus harenes cuando vengan de visitar al lugar.

—Ya hace seis u ocho años que se encontró petróleo en Abu Dhabi, ¿verdad? —preguntó Fitz.

—Eso es. Pero Abu Dhabi también tenía a Shakbut como emir hasta hace apenas un par de años. Luego ellos decidieron que Shakbut debía ser arrancado del trono para que su hermano Zayed ocupara su lugar.

—¿Cuando dices

ellos te refieres a los británicos? —preguntó Fitz, con sorna.

Stakes rió.

—Cuando digo

ellos me refiero a

Sir Harry Olmstead, a quien pronto conoceréis. El viejo Shakbut, o Sharkbait[3], como lo llamábamos a veces, ya saben que guardaba su tesoro debajo de la cama.

—¿Debajo de la cama? —preguntó Laylah, con auténtico asombro.

—Eso es, literalmente debajo de la cama. Nunca confió en los Bancos. Cuando fue a retirar su cajón con el dinero para pagar a la empresa constructora por la edificación de su palacio, descubrió que esos insectos a los que llaman pescados, una hormiga carpintera voladora, creo, se habían comido literalmente todos los billetes que Shakbut había apilado. Había una especie de débil polvillo de papel en el fondo del baúl y eso era todo.

—¿Cuánto dinero se comieron esos pescados? —preguntó Courty.

—Nadie lo sabe con certeza, pero aquél fue un gran día para el «Banco de Inglaterra». Había un mínimo de tres, tal vez cuatro millones de libras en aquel baúl, que ya nunca tendrían que ser amortizadas. De esa forma, sin quererlo, el viejo

Sharkbait le hizo un regalo de cuatro millones de libras al Gobierno británico.

—¿De veras sabes todo lo relativo a estos países árabes, eh? —preguntó Fitz, con admiración—. ¿Cómo es posible que no te hayas convertido tú también en un multimillonario?

John Stakes suspiró profundamente.

—Tengo todos los contactos, pero, al parecer, cada vez que me llega el tumo de compartir las enormes ganancias de los contratistas y las compañías petrolíferas, mi posición no es lo bastante fuerte como para obligarlos a que cumplan con mis frágiles derechos. Cojo lo que puedo coger y me siento feliz de poder cogerlo. Si tuviera el respaldo absoluto del jeque Rashid o de Zayed o del

Sha de Irán o de cualquiera de los grandes gobernantes de la zona, estaría en una posición similar a la de nuestro amigo Majid Jabir y podría pedir millones de comisión por cada negocio. Majid opera de forma muy astuta, pues cada vez que un negocio se consuma con éxito, pide cinco o diez millones de dólares por sus servicios, y cuando los representantes de la otra parte le ponen objeciones se encoge de hombros y les dice, muy bien, vayamos a medias. De ahí que todos lo llaman «Majid, el jeque Vayamos a Medias». Pide dos millones y obtiene uno. Y los gobernantes le prestan apoyo.

Stakes se concentró, después, en el camino.

—Ahora sigue derecho, siempre derecho. Faltan unos doce kilómetros para llegar a la granja de Zayed. Entiendo perfectamente por qué Zayed ama este lugar. Desde que era un niño, el oasis de Buraimi fue su verdadero hogar. Por eso se sentía tan frustrado al comprobar que el jeque Shakbut no hacía nada por Al Ain. Desde que Zayed ocupó el lugar de su hermano mayor, las fortunas de Al Ain han florecido considerablemente, tal como podéis apreciar.

Fitz conducía el «Land Rover» llevándolo por los profundos surcos que se abrían en la arena, siguiendo esos surcos durante varios kilómetros a través de la densa vegetación de palmeras datileras. Por fin, John Stakes lo golpeó en un hombro, desde el asiento trasero, y le dijo:

—Coge la próxima a la derecha.

Fitz torció a la derecha pasando por un portón abierto y lanzándose por un largo camino, en cuyo extremo podían divisarse unas construcciones con toda la apariencia de establos.

—Muy bien, ahora verás una casa a la derecha. Ve hacia allí. Es la casa de

Sir Harry.

Fitz divisó la casa, hizo girar el coche hacia un paseo circular y se detuvo. La casa era alargada, de madera, con una sola planta. No se parecía en absoluto a ninguna casa árabe que hubiera visto jamás: más bien parecía una versión británica de lo que podía ser la casa de un gran rancho americano. La casa estaba rodeada de palmeras y, al tiempo que Fitz hacía girar la llave de contacto y echaba el freno, un hombre entrado en años, pero de aspecto sano y vigoroso, abría la puerta y salía hacia el paseo. Llevaba un viejo sombrero de fieltro muy usado, una camisa deportiva y unos pantalones de montar con los bordes hundidos en unas botas altas hasta los tobillos. Al tiempo que el viejo se acercaba al «Land Rover», John Stakes abrió la portezuela de su lado y saltó al exterior.

Sir Harry, qué alegría volver a verlo.

Sir Harry Olmstead miró fijamente a Stakes y, tras una pausa, dijo:

—Hola, John. Bienvenido a Al Ain otra vez.

Fitz bajó del «Land Rover» y dio vuelta en torno al mismo. Abriendo la portezuela delantera correspondiente al pasajero, ayudó a Laylah a apearse. Thornwell bajó de la parte de atrás del «Land Rover» y se unió a los demás antes que John Stakes hiciera las presentaciones:

—Salgamos del sol, vayamos adentro —dijo

Sir Harry, dando prisa a los otros.

Fitz y Laylah siguieron a

Sir Harry hacia el interior de la fresca habitación principal de la casa, con Thornwell y John Stakes directamente tras ellos.

Sir Harry se quitó el sombrero y lo colgó de un perchero junto a la puerta.

—Ahora, dígame cómo se llaman, de una vez por todas, para que no me olvide. Los nombres simplemente, por favor. El de John, por supuesto, lo conozco. Y esta encantadora joven, ¿quién es?

Laylah se presentó a sí misma y Fitz hizo lo propio de inmediato. John Stakes, por su parte, presentó a Harcourt Thornwell.

Sir Harry los guió, llevándolos del gran salón de estar, de aspecto más bien formal, a otro cuarto vecino, más pequeño y de aspecto más confortable, cuyas ventanas daban a un jardín. Las ventanas, a ambos lados de la habitación, estaban abiertas, dejando entrar la brisa, agradable y bastante fresca.

Sir Harry indicó sillas y golpeó las manos. De inmediato hizo su aparición un sirviente hindú.

Pidieron al sirviente que trajera bebidas y luego se retiró a la cocina para prepararlas.

—¿Alguno de ustedes desea nadar un poco después de haber descansado? —preguntó

Sir Harry—. Tengo una piscina pequeña pero muy agradable, que me obsequió el jeque Zayed.

Tras un instante de silencio,

Sir Harry agregó.

—Después del almuerzo, os llevaré a la casa de huéspedes, donde os quedaréis.

Durante unos minutos hablaron de Al Ain y la granja, hasta que llegaron las bebidas. Prosiguiendo con la conversación, cubrieron temas tan variados como el desarrollo de la agricultura en Al Ain y los sistemas de irrigación que se empleaban al igual que de los programas de construcción que estaban en marcha. Thornwell estaba incómodo al verse obligado a hacer un esfuerzo constante por no preguntar directamente cuándo podrían ver al jeque Zayed. Aquello, obviamente, era algo que estaba en la mente de todos, pero la paciencia está considerada una virtud esencial, en todos los países árabes. Una vez terminados los tragos,

Sir Harry dijo estar dispuesto a nadar un rato. Laylah y Fitz decidieron unírsele y regresaron al «Land Rover» en busca de los bañadores que llevaban en la única maleta que habían traído para los dos. John Stakes y Harcourt Thornwell rechazaron la invitación de ir a tomar un baño.

Sir Harry guió a Laylah y Fitz hasta el cuarto de huéspedes y primero Laylah y después Fitz, se encerraron en el mismo para cambiarse de ropas.

Fitz miró con malicia a Laylah al verla salir del cuarto de huéspedes y entró a su vez, para ponerse el bañador.

—Por desgracia no podremos bañarnos a nuestro modo —le dijo en voz baja, riendo.

Sir Harry y sus dos huéspedes nadaron varias veces de un extremo a otro de la piscina y luego

Sir Harry se retiró. Fitz y Laylah cruzaron dos veces más la piscina y luego también se retiraron. Vistiendo todavía los bañadores, los tres se sentaron en el porche, a la sombra, y el aire cálido muy pronto evaporó el agua que cubría sus cuerpos.

El sirviente indio les trajo a los tres una segunda copa y Thornwell y Stakes se les unieron en el porche.

—¿A alguno de ustedes le gustaría cabalgar? —preguntó

Sir Harry—. Tenemos algunos potros árabes realmente magníficos en este lugar.

—A mí me gustaría enormemente cabalgar,

Sir Harry —dijo Laylah.

—Entonces es probable que mañana salgamos a cabalgar juntos —sugirió

Sir Harry—. Todas las mañanas acostumbro montar a caballo una hora, entre seis y siete, antes de desayunar. De esa forma uno siente verdaderamente cómo se le abre el apetito.

—Lo pensaré —dijo Laylah—. La verdad es que no traje ropa de montar ni botas, por desgracia. De lo contrario, aceptaría gustosa la invitación.

—Creo que podré conseguir todo lo que necesites. Desgraciadamente, Fitz no podrá acompañamos, puesto que he concertado una entrevista para él con el jeque Hamed muy temprano por la mañana.

Era la primera ocasión en que

Sir Harry mencionaba el verdadero propósito de la visita. Todos se inclinaron expectantes hacia delante, ansiosos por escuchar todo lo que

Sir Harry pudiera decirles respecto a esas entrevistas por las cuales se habían trasladado a través de tantos kilómetros de desierto.

Sir Harry sonrió ante la evidente ansiedad de sus huéspedes, que querían enterarse cuanto antes de los planes relativos a la esperada entrevista con el jeque Zayed.

Sir Harry bebió otro sorbo de su

gin-tonic y dejó el vaso en la mesa junto a él.

—El jeque Zayed se presentará hoy aquí, a las seis y media de la tarde, para entrevistarse con vosotros. Le sugerí que viniera a esa hora, pues, para entonces el sol ya se habrá escondido tras las montañas y podrá verse con mayor nitidez la película que tenéis pensado proyectarle al jeque. Aquí no se usan postigos, persianas ni cortinas.

—Eso es espléndido,

Sir Harry —dijo Stakes, entusiasmado—. Estoy seguro de que el jeque Zayed se mostrará sumamente interesado por ver la presentación que ha preparado Thornwell.

Sir Harry se volvió hacia Fitz.

—Majid Jabir envió un hombre de su oficina de Dubai hasta aquí para que me viera y me pidiera que lo arreglara todo para que el coronel Lodd pudiera entrevistarse con Hamed mientras el jeque se encuentra aquí. Personalmente no sé la suerte que puedas tener ante él, pero es obvio que necesita dinero y el jeque Zayed tiene la impresión de que, si la presta a Hamed lo que éste pide, le va a costar mucho trabajo recuperar el dinero. De esa forma, si ustedes tuvieran éxito en Kajmira, eso sería una gran cosa tanto para los Estados de la Tregua como para Hamed en persona.

Sir Harry sonrió, como si de golpe lo asaltara un agradable recuerdo.

—Ese Majid Jabir es como un chaval. Al menos a mí me parece un chaval, aunque ya debe de andar por los treinta y cinco años, al menos.

—Majid insistió mucho para que yo me entrevistara aquí con el jeque Hamed —dijo Fitz.

—Sí, y sin duda lo encontrarás muy receptivo. Dejando de lado el hecho de que estás asociado con Majid Jabir, Hamed, al igual que todos los árabes, está encantado por la forma en que te dirigiste a tus compatriotas para explicarles el verdadero trasfondo del problema judío.

El sirviente indio hizo su aparición y

Sir Harry se puso de pie.

—Me parece que el almuerzo está servido.

Se dirigió a la mesa.

—Aprovecharé esta oportunidad para sentar a

Miss Smith a mi derecha y al coronel Lodd, a mi izquierda, Fitz, por favor. Demos a

Mr. Thornwell una oportunidad de sentarse junto a la adorable

Miss Smith. Y tú, John, siéntate junto al coronel Lodd.

Todos se sentaron en los lugares indicados y el sirviente depositó una gran fuente de pescado frente a

Sir Harry, que la miraba asintiendo con la cabeza.

—El avión es un invento maravilloso. Todas las mañanas, un avión nos trae pescado fresco directamente del Golfo. Nos costó un poco hacer que los árabes del desierto se acostumbraran a comer pescado, pero ahora el problema ya está superado. No hay duda, además, de que la incorporación del pescado a la dieta habitual en esta zona ha sido muy apropiada para la salud de los árabes que viven por aquí.

El sirviente hindú sirvió el pescado y luego trajo una botella de vino blanco helado que

Sir Harry se encargó de escanciar.

Los huéspedes de

Sir Harry estaban lógicamente impresionados por la gran calidad del almuerzo que les habían servido. Más aún porque era del todo inverosímil encontrar un hombre como

Sir Harry Olmstead en medio del desierto, teniendo en cuenta que el aristócrata inglés conservaba muchas de las costumbres y formas de ser británicas a pesar de los largos años que llevaba viviendo entre los árabes, profundamente involucrado, además, en todos los problemas inherentes a esa parte del mundo.

A las tres de la tarde, no bien se hubo concluido el almuerzo,

Sir Harry sugirió hacer una visita a los establos.

—Ahora está un poco más fresco el aire, pues el sol no da de lleno. Supongo que disfrutaréis viendo algunos de los mejores caballos de Zayed.

Sir Harry se sentó en el asiento delantero del «Land Rover», junto a Laylah y Fitz, que se encargó de conducir en el breve trayecto que separaba la casa de Harry de los establos. Con suma cortesía, y mostrando todo el entusiasmo que aquello podía provocar en ellos, Harcourt Thornwell, John Stakes y Fitz felicitaron a

Sir Harry, profusamente, por los magníficos caballos que éste les ponía ante los ojos. Por supuesto, todos esperaban ansiosamente el momento de la entrevista con el jeque Zayed y se repetían mentalmente una vez y otra lo que tenían que decir en el momento en que se hicieran las presentaciones y en que se proyectara el filme montado por Thornwell. Finalmente

Sir Harry sugirió que lo mejor sería que todos marcharan a la casa de huéspedes, se prepararan, echaran una siesta, a ser posible, y regresaran a la casa a las seis. El jeque Zayed arribaría poco tiempo después.

Sir Harry los llevó a la casa de huéspedes, donde un sirviente se encargó de llevar el equipaje de cada uno a su respectiva habitación. Como sólo había tres piezas disponibles, Harcourt Thornwell y John Stakes decidieron compartir una. Laylah tendría una habitación para ella sola y Fitz otra. Una vez instalados, Fitz condujo a

Sir Harry de regreso a su residencia y luego retornó a la casa de huéspedes.

Entró en la habitación de Laylah y le dio un beso a la chica.

—Una vergüenza, de veras, el que nos priven así de una de nuestras preciosas noches —dijo.

Laylah le sonrió con ternura.

—Te hará bien. A tu edad, necesitas descansar una noche de vez en cuando, bien lo sabes.

—A mi edad, necesito cada momento de ti que pueda tener. ¡Maldita sea! Por lo menos espero que esta presentación conduzca a algo.

Sentándose junto a Laylah, sobre la cama, en aquella habitación semejante a una celda, Fitz empezó a acariciar a la chica en la cabeza, besándola de nuevo.

—¿Sabes? —le preguntó, en un murmullo—. Creo que tenemos el tiempo justo para un…

Laylah le puso una mano en la boca.

—Shhh —susurró—. Estas paredes son como papel.

Fitz suspiró.

—Supongo que estás en lo cierto. No queremos que Thornwell termine sintiéndose incómodo, ¿verdad?

—En lo que a mí respecta, bien me gustaría echarme un sueñecito de media hora o cuarenta minutos —dijo Laylah—. Y opino que a ti tampoco te haría ningún daño. No te olvides que eres el encargado de conducir.

—Tienes razón. Quiero estar a punto para cuando nos encontremos con el jeque Zayed.

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