Don Juan

Don Juan


CAPÍTULO IV » 6.

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Acompañé al Comendador hasta la iglesia donde los caballeros de Calatrava celebraban capítulo para sacar cierta imagen, con el debido decoro, en las procesiones de Viernes Santo. Se había puesto un traje de seda y, encima, una capa ligera, con la gran cruz bordada, casi de arriba abajo. Caminaba a zancadas, la calle para él solo; hablaba a voces, y a quienes le saludaban respondía con sombrerazos hasta los pies, si eran damas, o con un «Hola» despectivo, aunque sonoro como un trueno, si caballeros. Iba imponente. Habíamos quedado en salir juntos una noche, y que yo le avisaría.

—Con discreción, ¿eh? Que no se enteren criados ni confidentes. Estas cosas hay que hacerlas con cuidado. La reputación, hijo mío, es lo primero, pues la gente es estúpida, y nada engendra reputación más acendrada que la seriedad. Si te portas como un hombre te ponen verde. Si haces el maricón, y vas a misa diaria, y al rosario, y a las cuarenta horas, y el resto de la jornada te la pasas en meditación y penitencia, entonces te levantan a los cuernos de la luna. Hay, por tanto, que ser listo, y engañar. De día, iglesia; de noche, juerga. Ahora voy a encontrarme con ciertos caballeros piadosos. Pues bien: a dos o tres de ellos les guiñaré un ojo, y ellos harán lo mismo. Son de lo mejor de Sevilla.

—Pero, Comendador, eso que usted me propone, ¿no es pecado?

—¡Bah! —carraspeó—. Para los pecados tenemos en el alma un hermoso almacén, que se vacía todos los años por jueves santo y que vuelve luego a llenarse.

—¿Y si viene la muerte?

—Un cura lo arregla todo; y, si no hay cura, con un «¡Jesús!» queda igualmente resuelto.

Le vi entrar en la iglesia: arrogante y solemne. Estaba abierta la puerta, y el Comendador, con el sombrero en la mano, hizo una reverencia seguida de genuflexión. Los sacristanes casi se arrodillaron a su paso.

Remoloneé un poco por Sevilla, y hacia el mediodía marché a mi casa. Mandé llamar a Mariana. Vino alegre, pero tímida. Lo miraba todo, y me miraba, como con miedo.

Le dije:

—¿Sabes bailar?

—¡Claro!

—¿Por qué, claro?

—Es que en el trato, si una no baila…

—No vuelvas a mentar tu profesión, y olvídala: he decretado que no eres puta. ¿Qué necesitas para bailar?

—Música y unos palillos.

Leporello se encargó de buscar guitarrista y castañuelas. La mesa estaba puesta y en ella, carne y pasteles. Rechacé la carne, por respeto a la Cuaresma, y pedí unas verduras. Con ellas, con el vino y la pastelería, me entretuve mientras bailaba Mariana. Lo hacía al modo antiguo, según me explicó, y todo su arte se concentraba en la cabeza, los brazos y las piernas, inmóvil casi el cuerpo. Los crótalos la acompañaban con rumor quedo, y toda ella seguía el ritmo de la guitarra. Era una danza llena de compostura, lenta, de severa castidad, y duró lo que las hortalizas. Al llegar a los pasteles, el guitarrista cambió de aire, el cuerpo de Mariana se alegró, y cantó con una voz un tanto áspera y quebrada, pero hermosa:

Arenal de Sevilla, y olé,

Torre del Oro,

Donde las sevillanas, y olé

juegan al corro.

«Me gusta más el otro baile», pensé, porque los movimientos del cuerpo eran más nobles, aunque menos vivaces. Pero ahora se levantaba el remolino de las faldas, dejaba al aire las piernas, y aquella visión trajo a mi memoria pensamientos sobre el cuerpo de la mujer, que ahora se manifestaba como capaz de oficio tan distinto al ejercicio de la noche antes.

—Está como una guinda, la niña esta —se atrevió a susurrar Leporello; y lo mandé callar. Mariana taconeaba, iba y venía, giraba sobre sí y me miraba a cada vuelta. En el repiqueteo de los palillos había como un toque de atención, como una llamada que se reiterase a cada instante con mayor urgencia. Poco a poco, y sin querer, mi sangre se acomodó al ritmo; dejé de pensar en el cuerpo femenino y su misterio, y mi pie derecho empezó a moverse suavemente. Como una llama, Mariana se crecía, y prendía su ardor a todos los presentes: los vuelos de su falda parecían llenar el cuarto. Las caras se habían transfigurado y los pies se removían; después, los brazos, las manos y los cuerpos, como si todos los presentes tuviésemos la misma alma y la misma voluntad. Un criado, fuera de sí, se arrancó a bailar. Castañeteó los dedos, se emparejó a Mariana. El guitarrista tocaba con frenesí, y abrazaba el instrumento como si abrazase a una mujer y fuese a besarla. En poco tiempo no hubo más que ritmo en la habitación, un ritmo alegre, insistente, ritmo y fuego, todo llama, crótalos y bordoneo, y las almas se encontraban en él y se movían. Hasta que se quebró la cuerda prima con un gemido, el hechizo se rompió, y todos se detuvieron.

—Parece como si hubiese entrado un ángel —comenté.

Y al mismo tiempo, llegó un criado a decirme que don Miguel Mañara quería verme.

El guitarrista puso cara compungida.

—¡Dios nos valga, el aguafiestas!

Fui a donde el visitante me esperaba.

De pie, en medio del salón, recortado el perfil contra la escasa luz que entraba por el cierro, esperaba el caballero. Por el ademán, un poquito curvado hacia adelante y con las manos extendidas hacia mí, parecía una advertencia de la muerte.

Le saludé con una reverencia y señalé un sillón.

—Buenas tardes, señor.

Él adelantó un paso y levantó los brazos.

—¡Hijo mío!

Voz de trémolos fallidos, gesto patético, aspavientos. Me hizo dar un respingo.

—¿Sucede algo?

—¡Hijo mío! Palpita todavía el cuerpo de tu padre, o palpitan al menos los vermes que lo comen, y ¿me recibes con música?

Me encogí de hombros y expliqué:

—Un poco de guitarra para animar la mesa.

Me miró con espanto, se aproximó y puso en mi hombro su mano.

—¡Desventurado! ¿Eres el santo que don Pedro pensaba, la esperanza de la Iglesia, el orgullo de los sevillanos piadosos? ¡Maldita Salamanca, que te ha hecho carne para el diablo! ¡Más te hubiera valido permanecer analfabeto y mantenerte en el sendero del Señor!

Sus brazos trazaron en el aire un molinete exagerado.

—¡Y yo que hubiera querido solicitar tu caridad para mis pobres!

—No creo habérsela negado.

—¿Puedo esperar caridad de quien divierte sus comidas con guitarras, sin el menor respeto para los muertos?

—¿Por qué no? Pídame, y veré si puedo darle, aunque espero que sí, porque dice que soy bastante rico.

Volvió a tomarme de los hombros.

—No se trata de eso, sino de tu alma.

¡Caray! No ya de trémolos, sino de melismas adornaba su voz; y de muecas sus gestos, muecas como arabescos, acompañados de un movimiento o temblor de sus dedos como garfios.

—También podemos hablar de eso.

—¿Hablar? ¿Qué quieres decir? ¿Arrepentirte en voz alta, confesar tus pecados, reconocer que la muerte hará presa en tu carne hasta descomponerla, hasta pudrirla, hasta hacerla peor que el polvo?

—Hablar de mi alma, o de la de usted. Usted propone, y yo respondo; como si viniera a comprar algo y no llegásemos a un acuerdo sobre el precio.

Don Miguel se santiguó y reculó un poco. Me miraba con estupor y una miajita de espanto.

—¿Puedes hablar de tu alma como un gitano de un borrico?

—Puedo hablar de mi alma como de un tema académico, que no es lo mismo. Pero hágame el favor de sentarse.

Le empujé hacia el asiento, y me senté también. En la penumbra, los ojos de don Miguel aparecían cansados, y sin brillo. Todo el ardor de la caridad se concentraba ahora en sus manos, largas, oscuras, como hierros retorcidos. Puso una de ellas sobre la mía y me estremecí, como si un esqueleto hubiera agarrado mi carne.

—Te he llamado hijo mío, y no es exacto. Eres como yo mismo, y en un instante toda mi juventud pasada de disipación y orgía se ha despertado en mi recuerdo. No sé si Dios te trae para abatir mi soberbia porque había olvidado mis pecados. Si es así, me arrodillo y beso tus manos, porque eres un enviado del Señor. Eres el que el Señor me manda para que se reaviven mis recuerdos. ¡Yo soy un pecador, yo he ofendido al Señor, yo no hago bastante penitencia! ¡Yo soy soberbio y debo humillarme!

Se dejó caer de hinojos e intentó besar mis manos. Lo detuve: «No haga eso, se lo ruego». Se sentó otra vez, y no pude menos de acariciar su cabellera gris.

—No se ponga así. Ignoro cuáles fueron sus pecados, pero no creo que se asemejen a los míos. Y fueran cuales fuesen unos y otros, cada uno responderá de los suyos y el Señor ejercerá por separado su misericordia, si da lugar.

—Me considero con obligación de llevarte por el buen camino.

—No me opongo a que lo haga.

—Me ofrezco al Señor para expiar tus faltas.

—Eso le dará sed. ¿Quiere que pida un refresco?

Don Miguel pasó la lengua por los labios.

—Sí, un poco de agua. —Llamé a un criado y la encargué—. Cuando yo era muchacho viví disipadamente y corrí como un loco tras los placeres de la carne y las satisfacciones de la vanidad, hasta que una noche, al regreso de una orgía, tuvo el Señor piedad de mí y me ofreció la imagen de mi entierro. Desde entonces, todos mis esfuerzos se encaminan a salvarme. Cada vez que encuentro un hombre dado al vicio, le cuento mi caso para ejemplo.

—A mí no me sirve.

—¿Cómo?

—Los casos son distintos. No soy vicioso ni vanidoso. En cuanto a la muerte, me parece que la entendemos de manera harto distinta.

Había venido el servidor con el agua. Don Miguel la bebió apresuradamente, hasta atragantarse.

—¡No hay más que una manera de entender la muerte! ¡Todo se acaba, es la hora del horror y del espanto! Mi cuerpo deja de ser humano, y en lugar de este rostro aparece una calavera. La muerte es fría —hizo una pausa—, negra —se detuvo—. Y el Señor —se levantó—. Porque allí está el Señor —señalaba con la mano extendida un rincón oscuro—, armado de su cólera. ¡Ah del que no lleve el arrepentimiento en la palma de la mano! Porque a ese le será dicho: «Vete, maldito, al fuego eterno» —su brazo descendió rápidamente, su mano señaló con energía las baldosas del suelo.

—No temo la muerte.

—¿Cómo puedes decirlo?

—Porque lo siento.

—¡La temió Jesucristo en el huerto de los Olivos!

—Jesús vino a darnos ejemplo, y yo no soy ejemplar. —Me levanté—. Todo es cuestión de cómo le eduquen a uno, de las cosas que le inculquen. Yo, buen señor, soy un noble. A mí de pequeñito, me enseñaron que no hay que tener miedo, y que lo peor que puede suceder a un noble es ser cobarde. Me dijeron también que los nobles tenemos la vida para gastarla en lo que sea menester, sencillamente, sin gritar y sin pasar la cuenta. Fue la mejor aprendida de todas mis lecciones. Pienso en la muerte, y no tiemblo. Quizá sea anormal mi caso, pero es así.

—¿Ni aun hallándote en pecado?

—Hace tan poco tiempo que soy pecado, que aún no me habitué del todo. Estoy como en tierra desconocida, y aunque no descarto el pavor, mientras no lo haya sentido ante la muerte no podré responderle.

—Me habían dicho que eras libidinoso, pero no soberbio.

—Ni aun libidinoso soy. Quizá no llegue a serlo nunca, porque me repugna cualquier clase de ceguera, y la de la carne, por lo que he experimentado, se parece bastante a la embriaguez del vino, que tampoco me gusta.

—Entonces, ¿por qué anoche…?

—¿Anoche? —le interrumpí—. ¿Es que se refiere usted a mis pecados de anoche? ¿Qué sabrá usted de ellos?

Don Miguel vaciló. Después dijo, en tono confidencial.

—Lo sé todo.

—¿Murmuraciones de lacayos?

—No fue un lacayo.

Vaciló otra vez, y en su vacilación hallé la pista del delator.

—Se lo diré yo: el Comendador de Ulloa.

A don Miguel se le quitó un peso de encima. Se acercó más y cuchicheó.

—Salimos esta mañana, juntos, del capítulo de Calatrava. Don Gonzalo estaba atribulado: «¡Me espanta don Juan Tenorio! Viniendo conmigo anoche, pasamos por la Venta Eritaña, y de pronto, como la cosa más natural del mundo, se le ocurrió meterse en juerga, y allí quedó, liado con prostitutas, medio borracho, sin el menor respeto por la memoria de su padre ni por el Tiempo Santo en que nos encontramos. ¡Y yo, que había pensado en él como marido de mi hija Elvira!»

—¿De su hija Elvira? ¿Tiene una hija el Comendador?

Don Miguel Mañara, hombre caritativo y visionario, dejó de interesarme desde el mismo momento en que Elvira de Ulloa fue mentada. Intentaba seguir sermoneándome, pero yo, de repente, había dejado de estar para sermones. Lo despaché rápidamente con una buena limosna, y quedó concertada para otro día la discusión de mi caso.

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