Don Juan

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CAPÍTULO IV » 7.

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Rectamente interpretada, la visita de don Miguel no podía considerarse como un azar. Había que buscarle explicación verosímil; quizá don Gonzalo, por alguna

razón secreta, le había exagerado el cuento de mi aventura para que don Miguel, de quien conocía el fervor misionero, viniera a recriminarme. En esta hipótesis quedaba un punto oscuro: esa razón secreta de don Gonzalo, cuya consistencia yo no podía adivinar, porque lo razonable hubiera sido callar la boca, o, en todo caso, levantarme con elogios hasta los cuernos de la luna. Aunque el Comendador no supiera que don Miguel se iría de la lengua, parece lógico que hablase bien de mí, si le importaba mi amistad, a no ser que fuese ya un virtuoso del enredo y quisiera jugar ahora la carta de mi perplejidad. Pero yo no estaba perplejo. La hipótesis verosímil, la mera explicación humana del suceso, duró pocos minutos en mi imaginación. Llevaba unas cuantas horas zambullido en lo sobrenatural, y tenía que atribuir a la visita de Mañara, o a cualquier otro suceso, significación trascendente. La cosa estaba clara si sus factores se proyectaban al cielo y tenían a Dios como referencia: entonces, el Comendador de Ulloa conservaba su papel instrumental, y como tal se convertía en causa meramente mecánica de que Mañara viniese como embajador de la Gracia. Aquel vejete arrugado cuyas manos semejaban garfios de hierro retorcidos y móviles, había actuado nada menos que de heraldo del Señor. ¡Cómo se hubiera alegrado y reconciliado consigo mismo, de comprenderlo! Quizá se hubiera perdonado.

Pero el análisis no podía detenerse aquí, porque Mañara, además de echarme un sermón, me había hablado de Elvira; la noticia de su existencia me había inquietado, había disparado mi imaginación, y me empeñaba en identificarla con la dama que, detrás de una celosía, me había hecho una advertencia y me había citado para las diez y pico de aquella noche. Mañara había venido como portavoz del cielo, pero, al final de su visita, se había convertido también en mensajero del infierno, porque mi interés repentino por Elvira no era en modo alguno virtuoso. Y esto no le hubiera alegrado tanto a don Miguel.

Estaba claro. La primera vacilación del caritativo y exagerado caballero me permitía balizar el momento preciso en que el diablo había iniciado su intervención; la segunda, marcaba la victoria del diablo, quizá victoria leve, pecado venial, y acaso menos, pero efectiva. Porque al conocer la existencia de Elvira, se me ocurrió en seguida que mis relaciones con el Comendador no podían reducirse a riña, duelo y muerte. Aquella Elvira entrevista venía a complicar las cosas.

Tampoco aquí se detuvo mi razonamiento. Después de mi pecado, después de mi experiencia de libertad (aquella misma mañana, en la catedral), Dios y el diablo empezaban su acoso. Ni violenta, ni dramáticamente, sino como escaramuza previa, algo así como una advertencia de que estaban allí, de que no me habían olvidado, de que mi libertad no iba a ser cosa de juego. Me sentí orgulloso de no haber sido excluido del estatuto celeste, porque del otro, del infernal estaba seguro de no ser nunca excluido.

Llamé a Leporello, y le encargué de que brujulease por Sevilla y me trajese información de la familia y costumbres de don Gonzalo, y de la opinión que merecía a los sevillanos. Apenas se había marchado, cuando me avisaron de que el comerciante de ropas finas acababa de llegar. Era un francés avecindado en Sevilla, nadie sabía más que él de las últimas modas europeas. Con voz de tiple y modales de marica, me explicó que servía a las entretenidas de varios señorones, y que todos estaban contentos de su discreción y eficacia. Había traído consigo un arcón y una azafata: la mandó que lo abriera y que fuese sacando la mercancía. A cada cosa, yo preguntaba su calidad, y algunas llegué a tocarlas.

La azafata eligió lo necesario para un ajuar completo. Vino después Mariana: se le tomaron medidas, se le ajustó de aquí, se le ancheó de allá, y al cabo de un par de horas tuvo lista su ropa interior. La de fuera la escogí yo de acuerdo con el color de su tez y de su pelo.

Entonces se marchó el comerciante y quedó la azafata. Mariana se dejó desnudar y vestir, peinar y acicalar, mientras yo, acogido a un rincón, lo contemplaba todo, aunque sin ánimo lascivo, sino curioso. A veces preguntaba el nombre de una prenda o comentaba la gracia de su caída o lo bien que le sentaba a Mariana.

—Tiene un cuerpo raro esta muchacha —comentó la azafata—. Demasiado vibrante y delgada. A los hombres suelen gustarles llenitas y reposadas.

Mariana obedecía si la mandábamos andar, o pararse, o inclinarse; pero la presencia de la azafata la cohibía.

—Si estuviéramos solos —me dijo—, caminaría con más garbo.

Cuando marchó la azafata, me preguntó Mariana:

—¿Para quién es todo esto?

—Para ti.

—Pero ¿por qué?

—La mujer que es digna de esta casa, debe llevar ropas dignas de la casa y de ella.

Mariana se inclinó en mi hombro y escondió la cabeza.

—Yo no soy digna…

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