Don Juan

Don Juan


CAPÍTULO IV » 10.

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Llegamos a mi casa con el sol. Me sentía irritado, y, al mismo tiempo, la parte más serena de mi espíritu insistía en razonar y explicarse la situación. «Evidentemente, Juan, te has pasado. Dios es amor, y si doña Sol halló el amor en ti, ¿qué tiene de extraño que haya encontrado por chiripa a Dios? No hay que llevarlas tan arriba. Quedar, más bien, en los umbrales; que Le presientan sin saber exactamente si el Dios a quien presienten eres tú. De esta manera no las enviarás bonitamente a Sus brazos, sino que permanecerán en los tuyos. Eso, claro, en el caso de que crean. Porque, con las incrédulas, no sería mala faena descubrirles la Eternidad y sus encantos, y poder decirle al Señor “Ahí te dejo ese regalo, que llegó a Ti por el camino del pecado”. No sería mala faena, no…» El razonamiento me parecía irreprochable, y se me ocurrió, de pronto, ensayar con Elvira el nuevo método. Doña Sol me había prometido una llave, me había pedido que escribiera a su hijastra, y hasta me había dicho el lugar y la hora en que iba a misa cada día. Tenía por delante un par de horas.

Me ayudó Leporello a descalzarme, y trajo algo de la cocina, porque teníamos hambre. Luego me preguntó si pensaba dormir: le respondí que no. Y si podía acostarse: le dije que vestido, porque saldríamos temprano. Antes de retirarse me trajo papel y pluma, y mientras él descabezaba un sueño en la antesala, me puse a escribir mi primera carta de amor. La escribí larga, desangelada, silogística, y, leída, la destruí, furioso contra mí mismo, que a los veintitrés años no acertaba a enviar a una muchacha unas palabras de pasión. Se me ocurrió buscar en los libros de mi padre, a ver si algún poeta inspiraba conceptos más calientes, pero mi padre no había leído en su vida más que autores épico-heroicos y tratados de devoción. Me sentí más furioso todavía, y la furia me llevó a pasear por el patio, a aquellas horas fresco, solitario, penumbroso. Corría la fuente entre rosas y naranjos, y en sus aguas bebían las golondrinas. Un gato oscuro, bien nutrido, las acechaba desde un rincón, y cuando saltó para atraparlas, el peso de su panza le hizo fallar el golpe. Se me ocurrió interpretarlo como advertencia: una carta prolija sería contraproducente. Pero ¿cómo se escribiría una carta breve, cómo se metería en seis palabras todo lo que quería decir a Elvira? Me senté en un banco, cerca de los rosales; me dejé penetrar de su aroma, y empecé a razonar. La urgencia de la situación aconsejaba no andarme por las ramas, y prescindir de retóricas como de silogismos. Tampoco parecían convenientes conceptos demasiado espirituales, porque lo que yo podía darle empezaba por la carne y acaso se quedaría en ella. Recabé pluma y papeles, y escribí de nuevo: me salió una carta algo más breve, como de dos cuartillas. Excesiva también, pero de tono más real, más convincente. Empecé a tachar aquí y allá; abrevié párrafos, suprimí preámbulos, y después de una hora larga, la carta quedó reducida a estos términos. «Fui yo quien esta noche entró en tu casa, y estuve tan cerca de ti que la pistola de tu padre se apoyaba en mi corazón. Yo soy lo que tu carne espera. Volveré.» Y firmé con mi nombre y apellido. La carta, como se ve, contenía una mentira patética, y la más importante de sus afirmaciones no me pertenecía literalmente, puesto que recordaba las primeras palabras de Mariana: «Yo soy lo que usted espera». Si habían sido dictadas por el Comendador, como siempre he creído, porque a chica tan sin letras no se le hubiera ocurrido comienzo tan eficaz, le devolvía la pelota, aunque con una piedra dentro.

El reloj de la Giralda dio las ocho. Subí a la habitación, para cambiar mi ropa por otra más ligera y aparente, y, con Leporello a la zaga y la carta en el bolsillo, marché a la iglesia donde Elvira oiría misa de nueve. Llegamos con tiempo de remolonear por el atrio y fisgar quiénes entraban y salían: chicas bonitas a montones, chicas que nos miraban esperando el requiebro, y guardianes de sus honras que pretendían quemarnos con sus miradas. A los pobres de la puerta les di limosna en oro, y tuve que esconderme, abrumado de bendiciones.

Elvira llegó a las nueve en punto, con una dueña a cada lado y dos escuderos detrás. La vi de lejos, me dio tiempo de arrimarme al quicio y esperarla: una mendiga me dejó, gustosa, el sitio, y hasta me guiñó un ojo al comprender la razón de la maniobra. «Si ha de valerse de alguien para algún recado discreto, murmuró, cuente el señor conmigo.» Elvira se acercó y la miré con insolencia. Dio un tropezón, y le sonreí. Dejó caer el velo, y el rostro al descubierto, y le envié las gracias con una mirada. Vi que sus manos temblaban, y le mostré las mías con el papel doblado en una de ellas. Elvira se detuvo, y suspiró. Le dije, con un gesto, que era libre de aceptar el papel o rechazarlo. Al pasar por mi lado, dejó caer el libro de oraciones; uno de los escuderos acudió a recogerlo, pero yo le había puesto el pie encima. Se irguió el escudero, desafiante. Me erguí también. Nos miramos, se conoce que lo pensó mejor, porque retrocedió un paso, y pude agacharme y recoger el libro. Elvira dijo en voz alta: «Mi padre le matará a usted por esto». Y yo le respondí: «Mal podrá hacerlo, porque ya la hija me tiene muerto». Escondió el papel en el guante y entró en la iglesia con más viento que una fragata. La mendiga volvió a guiñarme el ojo. «La lleva usted en el bote, caballero.» Me vi obligado a pedirle explicaciones, porque no había entendido la expresión.

Entramos en la iglesia. Elvira, con sus guardias de corps, ocupaba uno de los primeros bancos. La observé, parapetado en una columna, durante mucho rato: leía en su breviario y no alzaba la cabeza, pero me pareció advertir que sus labios temblaban. Leporello, a mi lado, se distraía con el vuelo de una mosca, ajeno a mi cuidado.

—Cuando se marche, mientras la sigo, miras a ver si ha tirado el papel.

Decía la misa un cura gordo; y otro, más gordo todavía, subió al púlpito y dijo pestes del mundo, del demonio y de la carne: tronaba su voz por encima de las cabezas y llenaba los ámbitos del templo. Los fieles le miraban, menos Elvira, como si aquellos consejos relativos a la sobriedad, a la castidad, no fuesen con ella. Aunque no es imposible que las imágenes lúbricas proferidas desde el púlpito la hubiesen turbado: porque el cura no se andaba por las ramas, llamaba al pan, pan, y al vino, vino, y al hablar del pecado ponía de manifiesto, a la vez, su ciencia y su experiencia. Ni que el diablo le aconsejase: sospecho que en sus palabras hallaban mis propósitos inesperada alianza, y los deseos de Elvira, incitación.

Si más hubiera durado la misa, más duraría el sermón. Elvira no se había movido, ni parecía enterada de lo que sucedía alrededor, porque fue advertida por una de las dueñas de que daban la bendición. Marchó, escoltada, como había venido, y yo me adelanté para verla salir y que me viera. Cuatro miradas de indignación pretendieron fulminarme, pero, en la quinta, creí descubrir un destello de esperanza. La mía quiso decir: «Estarás en mis brazos».

Era temprano, y el aire azul de Sevilla lo cruzaba una bandada de palomas. La fuerte luz y la cal de las paredes hacían las sombras más oscuras, casi negras. Un sutil aroma de jazmines me penetraba, pero, a mi lado, los mendigos exhalaban su olor profesional. Leporello atravesó el umbral tapándose las narices, alargó una mano cerrada, y dejó en la palma de la mía un montón de papelitos menudos. Los contemplé y los entregué al aire.

—Vamos.

—¿A casa?

—Sí. Tenemos que hacer.

Me encerré en un salón oscuro, de baldosas brillantes, y quedé en mangas de camisa, despechugado y descubiertos los brazos. Empezaba el calor a fastidiar, y el cerebro funcionaba perezosamente, como si quisiera detenerse, apagarse, y dejar el cuerpo entregado a las meras sensaciones. Pedí algo frío para espabilarme, y me trajeron un agua helada con anisado que me desentumeció. Recobró, poco a poco, el cerebro su ligereza; pero el cuerpo estaba cansado. Me acosté en un diván, y dejé que mi espíritu pensase, libremente, pero quedé dormido. Y, cuando desperté, había pasado el mediodía. Leporello andaba de puntillas a mi alrededor. Al sentir que me movía, se acercó.

—Han traído este paquete.

Rompí el envoltorio. Venían una llave y unos papeles. Doña Sol me enviaba el plano de la casa, con señal del camino hasta la habitación de Elvira, y unas palabras escritas: «Elvira me ha contado que, a la puerta de la iglesia, vio al hombre más hermoso del mundo. ¿Eres tú? ¡Gracias! Le he dicho que quizá ese hombre fuese para ella, y se le encendieron los ojos de esperanza. ¡No me dejes quedar mal! Pienso que todo llegará a arreglarse fácilmente, y que se puede apercibir un cura para casaros. ¡Cómo me gustaría estar presente! ¿Me lo permitirás? Te juro que el verte feliz me dará fuerzas para mi sacrificio. Escríbele, Juan, hoy mismo. Si mandas la carta por tu criado al toque de oración, yo misma la recogeré en mi reja y la dejaré en la almohada de Elvira. Explícale que eres el de la iglesia.»

¡Candorosa doña Sol! Hoy ya sé que todas las mujeres se despepitan por proteger amores, facilitar encuentros clandestinos y ayudar a dos que bien se quieren a que se quieran más; pero, entonces, me pareció que la de don Gonzalo se excedía en grandeza de ánimo, y que unas pocas horas le habían bastado para adelantar notablemente en el camino de la santidad. Me prometí a mí mismo no defraudarla, y como su carta había excitado mi imaginación, allí mismo escribí unas letras a Elvira, pocas: «Como llega hasta ti esta carta, llegaré una de estas noches a tus labios. Espera conmigo tu libertad. Don Juan.» Se la di a Leporello, con instrucciones.

—¿Es para la de anoche, mi amo?

—¿Quién la recuerda ya? Es para otra, aunque de la misma casa.

—¿Tan poco dura un amor?

—No puedo responderte, así, en general. El de ayer, apenas ha durado, y es probable que tampoco dure el de mañana, aunque con este corra el riesgo…

Una luz que se hizo en mi espíritu me interrumpió.

Corría el riesgo de casarme. Comprendí en un instante que mi buen corazón me impediría abandonar a Elvira si llegaba a seducirla, y que mis propios principios morales me llevarían al matrimonio, incluso en el caso de que mi corazón se hubiera ya enfriado.

El matrimonio formaba parte del juego, un juego convenido que yo estaba a punto de jugar, un juego que había que aceptar o rechazar de plano, sin distingos ni exclusiones. Hasta ahora, las razones estaban de mi parte, pero si seducía y abandonaba a Elvira, el Comendador, de pronto, se cargaría de razón contra mí, de todas las razones, y podría llamarme villano y escupirme a la cara.

Y, sin embargo, yo sabía que el juego no era limpio; sabía que, al aceptarlo, se aceptaba con él la trampa, se aceptaba con los ojos cerrados voluntariamente; se aceptaba porque, abrirlos y hurgar en el juego hasta desentrañar la verdad, sería peligroso para el orden social. Lo sabía desde mis años de Salamanca, cuando mi carne era inocente todavía, cuando mi espíritu no pensaba en rebelarse contra el Señor: porque ya entonces me gustaba hurgar en el fondo de las verdades tópicas y hallarles la sin razón oculta, el fundamento traído de los pelos, el cimiento sofístico. «Item más —nos decía el profesor— es pecado seducir a una doncella por ser acto cometido contra la voluntad de su padre.» «¿Y si no tiene padre? —objetaba yo—; ¿y si es el mismo padre el que la entrega?» El profesor hilvanaba silogismos. «¿Por qué es pecado la entrega voluntaria de una mujer libre a un hombre libre?», seguía objetándole. Y, concluía frente al airado dómine: «Es evidente que si Dios lo prohibió explícitamente, se debe a que el acto es un acto religioso…» El profesor me decía: «Señor Tenorio, tiene usted una mente herética de puro disconforme». Y yo le respondía: «Solo metódicamente, señor, y si lo prefiere, por pura cortesía. Le hago objeciones para que usted las resuelva y muestre la agudeza de su ingenio.» Pero el profesor nunca me había explicado satisfactoriamente por qué un hombre se hallaba en la obligación de casarse con la doncella a quien había seducido y no con la prostituta cuyo cuerpo había comprado.

¡Y ahora, al meditar en mis posibles compromisos morales con la doncella, y en sus consecuencias, comprendía que casarse con ella y matar a su padre no parecían actos lógicos, compatibles: actos elegantemente relacionados! El Cid se había casado con doña Jimena después de muerto Lozano, pero no la había seducido previamente: por el contrario, el matrimonio, si los romances no engañan, había sido una especie de compensación impuesta por el rey a don Rodrigo, una compensación jurídica: como si yo, después de muerto el viejo, pidiera la mano de su hija para no dejarla sola y desamparada…

No, no. La muerte desentonaba, resultaba una pifia, una estridencia, un chafarrinón. La muerte daba un matiz innecesariamente trágico a una aventura de comedia. Más correcto sería llamar al Comendador y decirle: «Como es usted un estúpido y un mamarracho, he preferido raptar a su hija y casarme después con ella, a pedirle su mano y hacer un matrimonio conveniente. Ahora, ante los hechos consumados, haga usted lo que quiera. La he llevado a mi casa como señora, y le advierto que el matrimonio es perfectamente legal, etc.» El Comendador me armaría una bronca, me amenazaría con todas las justicias de este mundo y del otro, y acabaría pidiéndome dinero. Y yo se lo daría. Y, allá en las alturas de ultratumba reservadas a los Tenorios, mis honorables antepasados renegarían de mí. Y el abogadete aquel se reiría con su risita afilada, de hombre superior, de hombre que está de vuelta. «¿Y para acabar así empezaste poniéndote trágico? ¿Para esto, querido sobrino, clamabas tus razones contra Dios? Diste unos gritos que querían llegar al cielo y conmoverlo. A mí, por lo menos, me dejaste preocupado. ¡Pura cohetería, querido Juan, mera retórica! Un matrimonio lo arregló todo. Y don Gonzalo logró lo que quería, tu dinero, por el procedimiento que había pensado, el de entontecerte, con un cuerpo de mujer. Que sea el de su hija y no el de doña Sol es un detalle sin importancia.»

Tendría razón el abogado. Y yo no podría responderle.

—¿En qué casos, Leporello, queda eximido de toda obligación matrimonial el seductor de una doncella?

—En ninguno, si es un caballero. A no ser que…

—¿A no ser qué?

—A no ser que esté casado. Pero, en tal caso, el pecado es mayor, porque adultera.

—¿Te parece que el adulterio es deshonor para el adúltero?

—En toda tierra de garbanzos, mi amo, el deshonrado es el marido. O el padre, si ella es soltera.

—¿Lo encuentras justo?

—En eso no me meto. Las cosas son así.

—Así las hizo el diablo.

Leporello dio un respingo y me miró con ira.

—¿Por qué cargarle el mochuelo al diablo de lo que no tiene culpa? También los hombres son capaces de hacer las cosas mal sin que el diablo se meta.

Le agarré por un brazo, riendo.

—¿Dice eso tu teología?

—No sé si lo dice o no, pero sé a qué atenerme. Saque usted al diablo del mundo, y verá que nada mejorará.

Le llevé hasta la ventana, por donde entraba una brisa suave.

—No digas eso en público jamás. Es una herejía. Y, sin embargo…

—¿Qué?

—Que yo estoy intentando hacer el mal a mi manera, es decir, sin que intervenga el diablo, e incluso contra su voluntad. Quiero hacerlo por mí y ante mí, un mal que dañe a los hombres lo menos posible, un mal que sea como un juego académico entre el Señor y yo. Y que no salga de los dos.

—Pues, como no se limite a pensarlo… Porque, si blasfema en voz alta, pueden oírle los niños.

—¿Y no habría manera de hacer el bien con intención blasfema?

—Muy sutil me parece.

—Pero no imposible. Por ejemplo, si yo ahora…

—¿Qué, mi amo?

Le cogí de los hombros y le miré a los ojos.

—¿Qué pensarías de mí si me casase con Mariana?

Resplandeció en sus pupilas una chispita de luz breve.

—Soy un criado, señor. No me está permitido juzgar al que me paga.

—Le haría un bien a Mariana, estoy seguro. Y, sin embargo, yo, prácticamente, blasfemaría, porque ese matrimonio solo sería el medio de evitar que mi conciencia me obligase a casarme con la doncella que pienso seducir una de estas noches.

—¿La de la iglesia?

—Sí.

Leporello quedó pensativo.

—¿Me permite que dé mi opinión?

—Desde luego.

Llevó a los labios los dedos hechos una piña.

—Es una chica pistonuda.

—¿Eso es todo lo que se te ocurre?

Sonrió.

—Yo no soy un Tenorio, mi amo. Los de mi clase no tenemos honor, porque no tenemos dinero, y no estamos obligados a reparaciones. Uno se acuesta con quien puede y procura escapar a las consecuencias. Nuestra conciencia no es tan delicada como la de los señores. Somos villanos por definición, y nos portamos todo lo villanamente que nuestros medios de fortuna nos permiten. Tampoco se nos exige mucho. De modo que yo, en el lugar de usted, no andaría preocupado por casuísticas, e iría al grano. Pero, repito, no soy un Tenorio.

—Un poco cínico sí que lo eres, ¿verdad?

—Lo indispensable, mi amo. Solo lo indispensable.

—¿Debo entender que me das un consejo, con eso de ir al grano?

—¡Ni atreverme! Hablo desde mi punto de vista, que no puede ser el suyo. Lo que yo haría, siendo yo, de estar en el lugar de usted, que es cosa distinta. Lo que usted deba hacer no se me alcanza.

—Tampoco a mí muy claramente, créeme. Al menos, desde hace un par de días. Antes, las cosas eran más fáciles: todo estaba en su sitio, y no hacía falta pensar. Pero, ahora, es distinto.

—¿Por qué, señor? —sonrió con picardía; llegó a guiñarme un ojo—. ¿Por haberse acostado con un par de mujeres? Eso le pasa a todo el mundo a cierta edad, y se alborota; pero luego las cosas vuelven a su cauce.

—Es que yo no quiero que vuelvan. Me gustan más así, desquiciadas…

—En ese caso…

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