Don Juan

Don Juan


CAPÍTULO IV » 11.

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La decisión la tomé por mi cuenta y riesgo a eso de las seis. Me fui a casa de un notario y le dicté una escritura de donación a Mariana de todos mis bienes, como dote matrimonial, y un poder para que obrase en mi ausencia como dueña y señora. El notario puso algunos reparos a la cuantía, y me advirtió que no era costumbre jurídica hacer a la esposa un traspaso total de la fortuna del marido. Le inventé unas razones que, si no lo convencieron, le hicieron al menos callar. Con los papeles en la faltriquera, regresé a casa. Escribí una carta al Comendador citándole para las diez, y despaché con ella a Leporello. Después busqué a Mariana, a quien no había visto en todo el día. La hallé en su cuarto, arrodillada ante un Crucificado, y rezando, al parecer. Al sentirme, volvió la cabeza; al verme, se levantó y corrió a recibirme: llevaba prendido al pecho un ramillete de nardos.

—¿Qué hacías?

—Rezaba. Nunca tuve tanto tiempo para hacerlo.

—¿Te gusta?

—¡Claro! Me gusta desde hoy. Porque antes…

—Olvida el antes, olvídate de ti misma, porque eres otra mujer.

Miré sus trajes nuevos, su cabeza peinada. El olor de los nardos calentaba la sangre de mis venas y me hacía apetecer a Mariana; pero me había propuesto no hacerla pecar más.

—Al menos lo parezco.

—Lo eres, y lo serás más todavía.

La llevé ante un espejo.

—¿Te encuentras bonita?

—¡No me reconozco! ¡Si me vieran mis amigas de la Venta…!

—No son ellas, sino yo, quien tiene que juzgarte.

—¿Y usted, me encuentra digna?

—¡Yo voy a casarme contigo, Mariana!

Sonrió tristemente, y apoyó la cabeza en mi pecho.

—No se burle de mí, señor.

La cogí por los hombros, la aparté un poco y la miré a los ojos.

—Vamos a casarnos, Mariana, esta noche misma. Vamos a casarnos aquí, en mi casa. Yo me haré el moribundo para que el cura pueda hacer su oficio abreviando los trámites.

—Pero ¿no es eso un engaño?

—Sí. Un engaño permitido. La única manera posible de casarse cuando uno tiene prisa.

Mariana bajó la cabeza.

—Estoy en pecado.

—Mi muerte no será tan urgente que no dé tiempo a que el cura te confiese.

Se abrazó a mí, llorosa.

—¿Por qué hace esto, señor?

—Porque lo mereces.

—No lo entiendo. Soy una prostituta. Un hombre honrado no debe casarse conmigo. ¿Qué va a decir la gente?

—La gente comprenderá que tu alma es pura y que tu corazón es capaz del amor más grande.

Sonrió.

—Eso sí. Soy capaz de morir por usted.

La besé.

—No será necesario. Bastará que me hagas el honor de casarte conmigo.

Se echó a reír.

—¿El honor? ¿Yo a usted?

Había desaparecido la tristeza de sus ojos, había desaparecido el temor. Lucían con luz nueva, jubilosa.

—Ahora, recógete y prepárate. Tengo que salir. Pero volveré pronto. Esta vez, volveré pronto.

Hacía un atardecer dulce y dorado, transido de olores excitantes. Fui a la casa del leguleyo a quien mi padre confiara sus pleitos. Me recibió con sorpresa, me mandó pasar a su escritorio, me convidó a un sorbete. Le expliqué la razón de mi visita.

—Voy a matar a un hombre un día de estos. ¡No ponga esa cara, señor abogado! Ni soy un matón, ni menos un asesino, sino un hombre de honor que va a borrar una ofensa con sangre. ¿No se dice así? Una ofensa con sangre. Mataré en duelo, pero me temo que a los jueces el duelo no les parezca un modo legal de mandar al infierno a un miserable. Intentarán caer sobre mis bienes, lo que me importaría poco si solo fueran míos; pero ayer he dotado con ellos a la mujer con quien voy a casarme esta noche…

El leguleyo abría los ojos desmesuradamente y ponía cara de espantada sorpresa.

—… con quien voy a casarme esta noche. Necesito que a esa mujer y a sus bienes no se les toque un pelo de la ropa.

—Eso costará…

Puse encima de la mesa una bolsa de ducados.

—Cuente y vea si hay bastante para sus honorarios. Y extiéndame un recibo en el que conste la cuantía del dinero y el fin para el que fue entregado.

La mano temblona del abogado buscaba papel y pluma.

—¿Y usted, don Juan? ¿Qué va a hacer usted? ¿Ir a la cárcel?

—Marcharme, sencillamente. O esconderme quizá. No lo sé todavía.

Empezó a escribir.

—Es corriente, en estos casos, que el matador vaya a la guerra. Un buen comportamiento militar suele bastar para que el rey perdone.

—No necesito el perdón del rey.

El abogado alzó los ojos, interrogantes. Continué:

—¿Desde cuándo los Tenorios reconocemos autoridad de reyes? Usted debe saberlo. Hace bastante más de un siglo, desde que sus majestades se pasaron de la raya.

Firmó el recibo y me lo tendió.

—Ahí tiene. Pero ¿por qué…?

—Usted es un abogado listo. Usted tiene que convencer a los jueces de que ni un céntimo de mi mujer me pertenece; de que todos sus bienes y dineros eran suyos antes de casarse, como consta en un documento fechado esta misma tarde. No tiene, pues, por qué responder pecuniariamente de mis actos. Esta es una obligación, y para que la cumpla escrupulosamente acabo de entregarle una buena cantidad.

Me levanté.

—¿Se cree usted capaz de garantizarme que todo irá bien?

Se levantó también.

—Soy el mejor abogado de Sevilla.

—Y yo el mejor espadachín de España.

Me tiré aquel farol para darle a entender que le mataría si intentaba engañar a Mariana, y él parecía comprenderlo. Le nació una risita de raposo.

—Tenía entendido que solo era usted un buen teólogo.

—En Salamanca se aprende de todo.

Me acompañó hasta el zaguán. Intentó convencerme, por el camino, de que lo pensase bien.

—… porque matar a un hombre…

Volví a mi casa. Leporello estaba ya de vuelta, con el conforme del Comendador.

—Ahora, averigua dónde vive el cura de la parroquia, y a qué hora se acuesta.

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