Dinero fácil

Dinero fácil


Capítulo décimo primero

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Capítulo décimo primero

CAPÍTULO DÉCIMO PRIMERO

A las nueve, cuando llegué al depósito, Paul Heissen me esperaba. Yo había traído un destornillador. Hicieron mucha alharaca por las molestias que aquello les causaba, pero se calmaron cuando Heissen les dijo que era de la policía.

Destornillé la tapa. Paul sacó libros. Destapó los envoltorios en papel pardo.

—Viejos documentos —expliqué—. Papeles comerciales. Planos de casas. Revistas de arquitectura. Cosas así. ¿Quieres que abra uno?

Hurgó un envoltorio con su grueso pulgar.

—No hace falta.

Volvimos a meter los libros. Atornillé la tapa. Paul agradeció al encargado del depósito y salimos. Fue conmigo hasta mi coche y dijo:

—Ese cantinero del hotel Vernon dijo que estuviste allí alrededor de las diez y bastante ebrio.

—Supongo que sí.

—Si hubieras pedido otra copa, no te la habría servido. Dijo que te estuviste lamentando de problemas maritales.

—Es lo que tenía.

—Parece que sí.

—¿Y ahora qué pasa, Paul?

—Esperaremos a ver si hallamos algún rastro del automóvil. Ahora ella está desaparecida en circunstancias sospechosas. Podemos dar la alarma. Ya lo hemos hecho. En todo el país. Pero a la chita callando. Así no alarmaremos a ningún periodista entremetido. No tienes por qué preocuparte a ese respecto.

—¿Y si no la encuentran pronto?

—Yo diría que si no la encontramos en dos semanas, tendremos que volver a investigar todo esto. Llevarte y obtener una declaración completa y detallada.

—Ustedes podrían seguir fastidiándome para siempre.

—Para siempre no, Jerry. Sólo hasta que descubramos qué le pasó a ella.

—Oh.

Puse en marchar el motor del vehículo. Él se alejó; luego volvió y apoyándose en mi ventanilla, dijo:

—Oye, hay algo raro acerca de este Biskay.

—¿De qué se trata?

—Habitualmente son muy rápidos en Washington. Comparan las impresiones digitales militares con los legajos centrales del F.B.I, y nos contestan en seguida sí o no con detalles. Esta vez parece que estuvieran demorando. Nunca supe que sucediera eso. Quizá se relacione con la presencia de forasteros en la ciudad.

—¿Forasteros?

—No sé mucho acerca de ellos. Se presentaron por cortesía. Podrían ser agentes del Ministerio de Hacienda. Parecería como que Washington está interesada en este Biskay. Es sólo una suposición. ¿Todavía no fueron a verte?

—Todavía no.

Fui a la oficina. Liz estaba en su escritorio. Me miró con total y perfecta indiferencia. Por un tiempo yo había sido parte de su vida. Pero todo eso había sido muy rápidamente anulado por una mujerzuela pelirroja en una escalera. Una mujerzuela de barrio residencial, de club campestres, llena de ginebra, con piernas gordezuelas, dañina, insensata… tan exclusiva como una toalla de rodillo, tan uniformada como el café de los puestos ambulantes, tan importante como un apretón de manos.

Parecía un desperdicio tan grande.

Pero en estos días yo me estaba volviendo especialista en desperdicio. De mí mismo y de todos los demás. Pero aún quedaba el dinero ¿verdad? Y un glorioso y dorado futuro. Sin penurias. Sin esfuerzo.

Pregunté a Liz si estaba E. J.

Ella se levantó, fue a la puerta de su oficina, dio unos golpecitos, la abrió un poco y le dijo algo en voz baja.

—¿Jerry? —berreó él—. Pasa, hombre, pasa.

Liz me sostuvo la puerta abierta. Pasé junto a ella. Lo bastante cerca como para recibir su fragancia. Y lo bastante cerca como para sentirla apartarse de mí sin moverse en realidad. Del mismo modo en que apartaría los ojos de una porquería en la calle. Cerró la puerta a mis espaldas.

—E. J. —dije, sentándome ante su ademán de invitación—, la policía anda hurgando porque según parece tú y Edith tienen la loca idea de que yo maté a Lorraine.

Sin duda fui más brusco de lo que él había previsto. La cara se le puso roja con mucha rapidez.

—Pues… Edith y yo pedimos que se investigue cada posibilidad, Jerry. Si ellos se muestran excesivamente diligentes…

—Vamos, E. J.

—Nuestros hijos han sido siempre muy unidos con nosotros, Jerry. Quiero decir que ha sido una buena relación. Aun si Lorraine escapó con tu… amigo, Edith parece pensar que nos avisaría de algún modo.

—¿Si escapó? ¿Y qué otra cosa le puede haber sucedido, E. J.?

—Eso es lo que la policía está investigando.

—¿Y dónde encajo yo? Así resulta muy incómodo tratar de trabajar para ti. La situación se vuelve imposible.

Se miró las manitas limpias, rosadas y blancas; las unió sobre el secante que cubría el escritorio, y ellas se masajearon tiernamente.

—Realmente creo, Jerry, que sería mejor si te tomases una licencia hasta que… hasta que todo esto se arregle.

La puerta se abrió detrás mío y entró Eddie a zancadas. Se paró junto a mí, con los pies separados, el rostro agitado. No sé a quién estaba imitando. A Kirk Douglas o a Burt Lancaster. No lo hacía muy bien. Inspiraba tanto respeto como Bugs Bunny.

—¿Qué has hecho con mi hermana, Jamison? —gruñó.

Lo miré con fijeza, y después le bostecé.

Dio un pisotón en el suelo. Es un gesto que no le sale bien a ningún varón adulto.

—¡Te hice una pregunta! —exclamó, pero su voz era media octava más alta y temblaba.

—Ve a secarte la nariz —le dije.

Me lanzó un atolondrado derechazo en redondo. Eché atrás la cabeza y sentí que la brisa del golpe me rozaba los labios. Al errar, perdió el equilibrio de modo que cayó sentado en mis rodillas. De un empellón lo levanté y lo aparté. Chilló algo que no pude entender y salió como una furia, cerrando la puerta de un portazo. Miré a E. J., que parecía avergonzado y apologético.

—Eddie está muy alterado —dijo.

—Yo también.

—Eran muy unidos —agregó.

—¿Tiempo pretérito? —pregunté.

Se apretó un labio de trucha, lo tironeó y lo soltó.

—Lo hago a cada rato —respondió—. Edith se pone histérica cuando lo hago. Lo hago sin pensar. Es una especie de instinto, supongo. Algo me dice que ella está muerta. Y la lógica no me sirve de nada. Anoche soñé con ella y estaba muerta.

—No hay duda de que está muerta —repuse—. Muerta de borracha. Probablemente esté tostándose y durmiendo la mona junto a una piscina de natación en Palm Springs. —Me puse de pie—. Está bien. Me tomaré una licencia. Con sueldo.

—Con sueldo, Jerry. No hay rencores.

—Hay rencores. Pero antes de que la licencia sea oficial, iré a la obra y arreglaré algunos detalles. Con tu permiso.

—Por supuesto, por supuesto.

Lo dejé allí sentado. Al salir no miré hacia Liz Addams. No hubo pausas ni vacilación en el ondeante repiqueteo con que escribía a máquina. Ese sonido me siguió hasta que la puerta de calle se cerró a mis espaldas y lo cortó.

Me quedé unos minutos sentado al volante de la camioneta antes de ponerla en marcha. En la oficina de E. J. me había mostrado muy valeroso y audaz. Pero había dejado un rastro de aserrín en todo el trayecto hasta el coche. Me sentía flaco y encogido. No me gustaba que E. J. soñara que Lorraine estaba muerta. Yo no había soñado para nada desde… que aquello había sucedido. Tenía la esperanza de no hacerlo. No quería soñar nunca más mientras viviera. Tenía la sensación de que si soñaba, los dos vendrían en mi busca. Vince y Lorraine. Y tal vez no me despertara.

Parecía muy malo que E. J. hubiese soñado con ella muerta. Cuando Irene me sirvió el desayuno, me había contado todas las preguntas que el hombre le preguntó. Recordé el grueso pulgar de Paul Heissen hurgando en dinero empaquetado. Recordé el largo retumbo de la caída de Vince, con tres perdigones de plomo en la cabeza, recordé que el hoy era demasiado angosto para ella, que yacía de costado en el fondo. Ella siempre dormía mejor de costado, pero no fría y rígida en un lienzo alquitranado… Enroscada, tibia y despeinada, con el alto montículo de su cadera que bajaba hasta la depresión de su fina cintura, y después la larga línea recta de la cintura al hombro. Pero no se enterraba a la gente como les gustaba dormir. En el Porsche había habido aire encerrado. Un poco de aire. Probablemente lo suficiente como para volver a darlo vuelta bajo el agua de modo que quedara posado sobre las ruedas. Así que Vince dormía sentado. En el agua.

Me sacudí como un fatigado caballo en época de moscas, hice girar la llave de ignición y partí rumbo a la obra.

Casi había terminado de explicar a Red Olin lo que deseaba que se hiciera cuando aparecieron ellos. Me llevaron aparte. Eran dos. Conducían un sedán alquilado, algo rojo y blanco con altísimas aletas traseras, como un cohete a Marte. Ellos parecían jugadores de béisbol del equipo de los Yankees durante la temporada libre, cuando los jugadores venden bonos, seguros y bienes raíces. Vestían pulcra y cuidadosamente, y tenían ese curioso aire de cortesía sumada a arrogancia que se podría esperar de cualquier jugador de los Yankees en la cancha o fuera de ella. El alto, de cabello castaño y anchísimos hombros, se llamaba Barnstock. Él sería un outfielder, un golpeador potente. Si se le arrojaba la pelota, él la sacaría de la cancha, aun golpeando hacia el campo equivocado. Quellan, el otro, de cabello negro, flexible, larguirucho —un metro ochenta y cinco, con grandes manos nudosas— era evidentemente un lanzador. En buen estado, debía ser muy veloz. Nadie batearía con comodidad debido a esa tendencia suya a la violencia.

Pedí ver la identificación y Quellan me mostró la suya. Dije que jamás había oído mencionar esa agencia.

—Es que no invertimos ni un centavo en relaciones públicas —respondió Barnstock.

Les pedí quince minutos más para trabajar, diciéndoles que después podía dedicarles el resto del día, si necesitaban tanto tiempo. Ellos esperaron.

Barnstock me acompañó en la camioneta. Yo seguí aquellas grandes aletas traseras. Detuvimos ambos vehículos en el terreno situado frente a una entrada lateral del hotel Vernon. Dijimos que hacía calor, y que el verano se presentaba largo y caluroso, pero que por supuesto eso era lo previsible en aquel paraje tan apartado. Largos veranos calurosos. Ellos ocupaban un pequeño departamento en el piso octavo. Nos pusimos muy cómodos en el gabinete. Barnstock abrió el grabador de cinta magnetofónica, puso un gran carrete nuevo e instaló un micrófono en medio de la mesita. Me senté en el diván. Quellan se sentó a mi lado con una libreta de taquigrafía abierta sobre la rodilla y un grueso lapicero verde en la mano. Barnstock acercó una silla para sentarse del otro lado de la mesita, frente a mí.

—Señor Jamison —dijo Quellan—, este no es un interrogatorio formal. Quizá lleve mucho tiempo. La cinta magnetofónica es mejor que las anotaciones o la memoria. Espero que no tenga objeción a que grabemos lo que diga.

—Ninguna.

Quellan hizo una seña con la cabeza a Barnstock. Puso la cinta en marcha, contó lentamente hasta diez, hizo retroceder la cinta, escuchó su voz por el parlante monitor, borró la cuenta, volvió a colocar la cinta y dijo:

—Lunes dieciocho de mayo, once y veinte de la mañana. Interrogatorio a Jerome Jamison por Quellan y Barnstock, con respecto a Vince Biskay.

Quellan hizo la primera pregunta.

—Señor Jamison, con sus propias palabras, quisiera que me cuente las circunstancias de su primer encuentro con el señor Biskay. Sea lo más minucioso posible. Cuando deseemos aclarar algo, lo interrumpiremos y haremos preguntas adicionales.

Por cierto que fueron concienzudos. Me llevaron por todo el período desde la primera vez en que me presenté ante Vince, en Galle, hasta cuando lo vi por última vez desde la ventanilla del avión en Calcuta. Sus preguntas fueron corteses, pero minuciosas. Bajo la continua presión pude recordar nombres e incidentes que había creído totalmente olvidados. A la una hicimos una pausa y pedimos que nos llevasen el almuerzo al departamento. Me quedaba un solo cigarrillo, y Barnstock, por teléfono, pidió que trajesen dos atados más junto con los sandwiches y el café. El frío y el zumbar del aire acondicionado convertían al departamento en un pequeño mundo privado.

Durante la pausa de media hora, mientras el grabador estaba apagado, hablamos de béisbol y pesca de lobinas. Me sentía cómodo. En ellos no había nada de siniestro. Yo no tenía nada que ocultar que se hubiese traslucido durante el período al que nos estábamos refiriendo. La curiosidad oficial de ambos respecto de Vince parecía extrañamente compulsiva. Costumbres, gustos, fragmentos de antecedentes.

Para las dos y cuarto ya habíamos terminado con la parte referida a la guerra.

—¿Cuándo fue la vez siguiente que vio a Biskay? —preguntó Quellan.

—El mes pasado.

Barnstock interrumpió diciendo:

—Ed, creo que podemos ahorrar algo de tiempo aquí diciéndole al señor Jamison que sabemos que Biskay llegó al aeropuerto de Vernon a las cinco menos diez el viernes veinticinco de abril, en el vuelo norteamericano 712 desde Chicago. Había ingresado en el país en un avión de la Eastern desde Ciudad de México hasta Nueva Orleans. Estaba utilizando un pasaporte falso que lo identificaba como un ciudadano paraguayo llamado Miguel Brockman. Partió del aeropuerto de Vernon a la una y cuarto en el avión norteamericano 228 a Chicago; allí hizo conexiones para Nueva Orleáns y confirmó su reserva en la Eastern para ciudad de México.

Bamstock no había consultado ninguna anotación. Toda la información había sido memorizada. Eso me inquietó inequívocamente.

—Perfecto —dijo Quellan—. Habiendo investigado sus movimientos, sabemos que Biskay vino a este país con el único fin de visitarlo a usted, señor Jamison. ¿Tuvo conocimiento previo de esta visita?

—No.

—En tal caso, podemos retomar el hilo en el momento en que se presentó. ¿A qué hora llegó a su casa y quién atendió la puerta?

Abrí la boca y la volví a cerrar. Pude ver con cuánto cuidado y minuciosidad había sido engañado. Hasta ese momento, había hecho un gran esfuerzo por ser totalmente franco y sincero con ellos. ¿Por qué no? Todas esas cuestiones de la guerra no podían hacerme ningún daño. Pero por largo rato había sido muy detallado y explícito, y ahora no podía mostrar un cambio de actitud, una súbita reticencia. Y sabía que mis facultades inventivas no eran adecuadas para la tarea. No podía continuar con los detalles exhaustivos, aunque esta última entrevista con él estuviese mucho más clara en mi mente.

Se habla de preguntas-trampa. Esta no era una pregunta-trampa, sino una situación-trampa. Los dos me miraron. El silencio se prolongó. En la grabadora magnetofónica, el carrete giraba, grabando el silencio. Ellos se miraron. Barnstock se estiró y detuvo la grabadora. Quellan sacó uno de mis cigarrillos y lo encendió.

—Jamison, no estamos interesados en ningún procesamiento criminal. No nos interesa acumular datos que puedan conducir a un procesamiento criminal por alguna otra agencia jurídica.

No dejé de advertir que hasta ese pequeño discurso, me habían llamado señor Jamison. Ahora era Jamison.

—¿Puede aclarar un poco más eso?

—Biskay vino a verlo. Tenía una propuesta para usted. Evidentemente usted la aceptó —dijo Barnstock.

—Supongamos, en aras de la discusión, que no pueda recordar nada al respecto.

—Hasta ahora usted ha cooperado perfectamente. Sin coacción. Pero la coacción es posible.

—¿De qué manera?

Quellan se puso de pie. Era altísimo.

—A través de una… una agencia gemela, se ha notificado a la policía de Tampa que no debe establecer ninguna prioridad terminante para la solución del atentado fatal contra un señor Zaragosa, ciudadano extranjero, en el aeropuerto internacional de Tampa, la tarde del siete de mayo, hace doce días. Tampoco el gobierno sudamericano involucrado está ansioso por hacer un gran alboroto respecto a la muerte de Álvaro Zaragosa. La policía de Tampa tiene poco sobre lo cual trabajar. Indirectamente recibimos lo poco que tiene. En el atentado participó un sedán alquilado. Se había empleado gasolina para borrar una calcomanía de la portezuela del sedán. La botella que había contenido la gasolina fue hallada en la calle cuando se recuperó el sedán. En la botella había dos nítidas huellas digitales, el índice y el dedo anular de la mano izquierda. La policía de Tampa intentó verificarlas a través de los archivos centrales, pero fracasó. Cuando nos enteramos que Biskay había estado aquí con usted, sacamos sus impresiones digitales de los legajos militares. Las impresiones digitales de usted están en la botella. La policía de Tampa no tiene modo de rastrearlo, salvo que nosotros les informemos. Entonces querrán una versión muy completa, Jamison. Sería más sencillo dárnosla a nosotros.

Contemplé mi mano izquierda. Cuando arrojé la botella, había previsto que se rompería. Pero no se rompió. Había tratado de romperla con el pie, pero le había errado porque estaba rodando, y yo había tenido mucha prisa.

Miré el grabador.

—Póngalo en marcha —dije a Barnstock. El así lo hizo.

—¿A qué hora llegó él a su casa y quién atendió la puerta? —preguntó Quellan.

—Eran alrededor de las seis y media, creo. Yo atendí la puerta.

—Ahora cuéntenos los sucesos completos del período en que estuvo aquí, la propuesta que le hizo, su reacción ante ella y sus razones para aceptarla.

Mis pensamientos se habían adelantado y vi una posible salida. Un pequeño resplandor de luz. Omití hablar del fajo grande de dinero. Omití el detallado análisis que hizo Vince sobre el clima político del gobierno de Peral y la insurrección de Meléndez. Les dije que estaba tronado en el momento en que Biskay hizo su propuesta, que estaba teniendo problemas con mi esposa, que me sentía impaciente.

—¿Qué quería él que usted hiciera?

—Que llegara a Tampa en mi propio coche el martes seis de mayo y me alojara en el Hotel Tampa Terrace bajo el nombre de Robert Martin. Lo cual hice. En abril él me había explicado que no era nada particularmente ilegal. Dijo que la policía no intervendría en modo alguno. Tuve la impresión de que era más bien una… una mejicaneada. Lo único que tenía que hacer era estar en mi coche a cierta hora y en cierto lugar de Tampa la tarde del seis. Él iría en otro vehículo y entonces saldríamos de allí a toda prisa. Yo tenía que llevarlo al aeropuerto de Atlanta.

—¿Cuál fue su oferta?

—Veinticinco mil dólares en efectivo.

—¿No le pareció mucho dinero tan sólo por conducir?

—Sí, es cierto. Pero él dijo que necesitaba alguien en quien pudiese confiar implícitamente. Y me había elegido a mí. Entiendan bien, no me apresuré a aceptar. Pero él insistía en decirme que nada podía salir mal.

—¿Biskay fue al hotel el día seis?

—Sí. Y fue en mi coche y me mostró dónde tenía que estacionar, cerca de una entrada lateral del hospital. Dijo que él saldría por esa entrada.

—Me pareció oírle decir que él dijo que iría en otro coche.

—¿Dije eso? Fue un error. Resultó que vino en otro coche. Dijo que saldría por la entrada y yo debía esperarlo y poner el motor en marcha tan pronto como él llegara. Recorrimos dos o tres veces la ruta por donde saldríamos de la ciudad.

—Describa lo que sucedió.

—Estacioné donde él me dijo a las tres y cuarto. El coche tenía el tanque lleno. Yo vigilaba constantemente la puerta del hospital. A las cuatro menos cuarto, tal vez unos minutos más tarde, un sedán negro se detuvo directamente detrás mío. Yo no sabía qué pensar. Al mirar atrás, reconocí a Vince. Cuando bajé de mi camioneta, un hombre salió del sedán y echó a andar calle abajo rápidamente. No miró atrás, así que no le vi la cara. Era un hombre corpulento, de traje gris. Usaba gorra de chofer. El traje podría haber sido un uniforme. Llevaba consigo un pequeño maletín. Vince estaba ensangrentado. Había sido baleado en la pierna y el hombro, pero podía caminar. Estaba casi desmayado, pero ansioso de salir de la ciudad. En el sedán tenía una gran valija negra de metal. A pedido suyo, la puse en la camioneta. Nuestro equipaje, el de Vince y el mío, estaba ya allí en la camioneta. Lo habíamos puesto a mediodía. Vince me dio una botella de líquido y me dijo que fuese a borrar la calcomanía del costado del sedán. Lo hice y arrojé la botellita a la calle. Después conduje con rapidez para salir de la ciudad.

Les conté cómo había proporcionado a Vince unos primeros auxilios rudimentarios. Les dije en qué sitio nos habíamos detenido, cuánto tardamos, les hablé de la infección de Vince y de haber sobornado al doctor, a pedido de Vince.

—Usted tiene que haber oído hablar sobre el asesinato de Zaragosa. En la prensa y en la radio hubo detalles suficientes para que usted haya comprendido que Biskay estaba involucrado en él. ¿No lo interrogó? Usted no se había comprometido a nada semejante.

—Sí, por supuesto. Vince me aseguró que él no había matado a Zaragosa. Dijo que alguien más había llegado con la misma idea.

—¿Cuál idea?

—Apoderarse de lo que tenía Zaragosa.

—¿La valija negra de metal?

—Supuse que eso era.

—¿Le dijo él que había en la valija?

—No. Sé que era sumamente pesada.

—¿Cuándo le dio él su dinero?

—La primera noche después de salir de Tampa. En Stark, Florida.

—¿Se le ocurrió que la valija podía contener dinero?

—Lo pensé, pero parecía demasiado pesada.

—¿Mencionó algún nombre?

—Sí. Cierta mujer llamada Carmela. Leí lo que dijo el diario sobre ella. Murió al estrellarse un avión en el que ella volaba. Biskay dijo que pertenecía a un hombre llamado Meléndez, para quién él venía trabajando.

—¿Ningún otro nombre?

—Tal vez. Pero no recuerdo ninguno.

—¿Qué me dice de un tal Kyodos? ¿Lo mencionó él?

—No me suena para nada. No digo que no lo haya mencionado, pero no recuerdo.

—¿De qué denominación era el dinero con el que fe pagó? —De a cien. Todo de a cien. Doscientos cincuenta billetes. Dijo que podía gastar ese dinero sin peligro, que no estaba marcado ni nada.

—Pero usted no pudo llevarlo a Atlanta.

—No. Estaba demasiado malherido para alcanzar el avión que deseaba.

—Así que usted le ofreció traerlo de nuevo a su casa.

Procuré aparentar turbación.

—No fue exactamente una oferta. Es decir, sentí que me estaba pidiendo compartir un riesgo acerca del cual yo nada sabía. Por eso quise que se me pagara por correr ese riesgo. Entonces… regateamos. Y finalmente convinimos en veinte mil más. Por adelantado.

—¿Qué denominaciones?

—Las mismas. Todos de a cien.

—¿Y usted todavía no había decidido que la valija negra contenía dinero?

—Estaba un poco más seguro de que podía ser dinero.

—¿Se lo preguntó?

—Sí. Varias veces. Él no quiso decírmelo. Cuando estaba enfermo, traté de examinar la valija. Estaba cerrada con llave. Pensé en abrirla a la fuerza, pero decidí lo contrario. Después de todo, él me había buscado porque sentía que podía confiar en mí. Y así era. Podía confiar en mí. Juntos pasamos por muchas cosas. Lo… tenía en gran estima hasta que él… se fue con mi esposa.

—Ya llegaremos a eso, Jamison. Ahora repasemos de nuevo lo de Tampa con más detalle. Todo lo que pueda recordar. Particularmente quiero saber si Biskay se mostraba muy cauto, si tenía alguna idea de que podían seguirlo.

—Parecía un tanto nervioso.

—¿De qué manera? ¿Qué dijo para darle a usted esa impresión? ¿Qué dijo para conducirlo a creer eso?

Y así continuó el interrogatorio. Yo me atuve a mi cuento sobre el sujeto con gorra de chofer. Aunque no estaba seguro, tuve la sensación de que los convencía. Cuando había podido atenerme a la verdad, había sido fácil responder a sus preguntas. Pero con una mentira agregada, tenía que mantenerme constantemente alerta para evitar cualquier contradicción. Sin embargo, tenía que dar la impresión de estar tan calmo como cuando les hablaba sobre Birmania Central. Era singularmente agotador, especialmente cuando ellos daban la impresión de no estar totalmente satisfechos con mi relato. A las cuatro hubo otra pausa de diez minutos. Ellos fueron al dormitorio y conversaron en voz baja. Luego volvieron a empezar. Les interesaba lo que había sucedido después de que yo traje a Vince de vuelta a mi casa. Esto lo había repasado varias veces con Paul Heissen, de modo que me sentí un poco más confiado.

Barnstock salió con una pregunta que se las traía.

—Jamison, ¿no le parece contradictorio que Biskay se haya ido con su esposa?

—No creo saber a qué se refiere.

—Usted describió a su esposa como una borracha y una arrastrada. Biskay había obtenido un botín importante. Es un hombre astuto. Una mujer indigna de confianza podía ser peligrosa para él. ¿No es precisamente la clase de mujer que él no se llevaría consigo?

Los dos me miraban con atención. Tragué saliva.

—Ya veo a qué se refiere. Por supuesto. Pero él no estaba en buenas condiciones físicas. Y ella tenía transporte. Supongo que él pudo imaginar que… podían ir a esconderse en alguna parte hasta que él pudiese partir solo. Por el recorte que yo le mostré, sabía que debía marcharse. Y yo por cierto no estaba de humor para ayudarle. Ustedes entenderán eso. ¡Demonios, quizás hasta le haya ofrecido dinero! Ella es bastante… codiciosa.

Parecieron aceptarlo, aunque no pude estar seguro de ello. Pasaron a otras preguntas. A las siete fuimos a mi casa. Saqué el dinero del escritorio. Quellan leyó los números de serie en el grabador. Creí que iban a incautarlo. En cambio, me fue devuelto. Me quedé con el dinero en las manos, mirándolos fija y estúpidamente.

—Creo que se lo ganó, Jamison —dijo Barnstock en tono ofensivo—. Le conviene declararlo como réditos. Por ahora eso es todo. Es posible que regresemos.

Los acompañé al zaguán delantero.

—¿Es contrario a las reglas que ustedes me esclarezcan un poco respecto de lo que pasa?

Ambos se volvieron hacia mí con idénticas expresiones de fría burla. Quellan miró inquisitivamente a Barnstock, quien asintió.

—Su antiguo compinche lo usó de pelele, Jamison. Nosotros estamos en esto debido a las implicancias internacionales. Tenemos que demostrar que el gobierno federal no tuvo participación en ningún trato secreto para vender o proporcionar armas a nadie. Biskay lo usó a usted para ayudarlo a apoderarse de unas sumas muy cuantiosas. Por lo menos un millón de dólares. Quizás cinco. Tenía planeado su escondite. Y, amigo mío, varios grupos de personas muy violentas saben que había esa cantidad y muy probablemente sepan quién se la llevó. Y harán todo lo posible por apoderarse de tanto dinero. Nosotros lo encontramos a usted. Ellos pueden encontrarlo. Creo que se encuentra usted en muy mala situación, muchacho. Ellos no utilizarán una grabadora. Querrán que les diga dónde están Biskay y la valija negra. Y seguirán preguntando.

Los vi salir a la calle, subir al coche con aletas, encender los faros y alejarse. La calle estaba desierta. Bajo los árboles, las sombras eran negras. Cerré con llave la puerta de calle y la de atrás, y maldije a Vince Biskay. Y a mí mismo.

Llamé por teléfono a Paul Heissen. Me dijeron que estaba en su casa. Llamé a su casa. Le pregunté si podía irme por un tiempo. Fue cortés y muy firme. Dijo que no. Dijo que si me marchaba, sería traído de vuelta. Yo colgué el teléfono en la horquilla bruscamente.

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