Dinero fácil

Dinero fácil


Capítulo décimo segundo

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Capítulo décimo segundo

CAPÍTULO DÉCIMO SEGUNDO

Bamstock y Quellan me habían interrogado el lunes diecinueve de mayo. No podía hacer otra cosa que esperar. Pasaron los días. Yo ignoraba si sólo habían intentado asustarme, o si realmente estaba en peligro. Sin embargo, cada vez que pensaba en Vince me parecía más posible que me hubiese tendido una trampa para que sus amigos me eliminaran. No salía de noche. Jugaba al golf en el club, pero calculaba mal el tiempo y mi concentración era irregular. Al anochecer procuraba leer, pero solía encontrarme perdiendo el sentido de lo que leía. Rechazaba las invitaciones de aquellos amigos que se creían obligados a animarme.

Paul Heissen vino a hablar conmigo varias veces. Por supuesto, nada se sabía de Lorraine. Un miércoles, el veintiocho, Paul me hizo ir a la Jefatura y hacer una declaración formal. Mencionó que había obtenido de E. J. la llave de la cabaña Sootsus, y que había ido a echar una ojeada. Evidentemente Lorraine no estaba allí.

El organismo humano no puede soportar mucho tiempo la tensión. Empecé a sentirme indiferente y deprimido. Una vez telefoneé a Liz Addams en su casa. En cuanto comprendió quién era, ella colgó. Empecé a beber con más frecuencia. No hasta la ebriedad total, sino hasta el punto en que los bordes y contornos de las cosas quedaban suavizados y soportables, desde la mañana hasta la noche.

A veces pensaba en el dinero, en los gruesos envoltorios pardos en el fondo del cajón de embalar, que dormían allí abrigados y apacibles, soñando con yates y joyas, mujeres y reyes, vinos y especias y parajes lejanos. Y por un tiempo, concentrándome en el dinero, lograba revivir la sensación de entusiasmo. Pero era un desalentado retoño de la emoción que había sentido al ver el dinero por primera vez. Y al cabo de un tiempo ya no pude lograr ningún avivamiento cuando pensaba en él. Era dinero, envuelto y oculto. Yo era rico más allá de cualquier incitación anterior de avaricia. Un día me senté al escritorio del living-room y calculé qué réditos podía obtener del dinero si lo invirtiera. Doscientos dieciséis mil por año. Unos setecientos por día. Pero dormía allí en el cajón, en depósito, con sus grandes músculos flojos. Eso me daba la rabiosa sensación de estar perdiendo el tiempo. Pero no podía irme. Estaba obligado a esperar. Podía tratar de irme, pero sería una estupidez huir, ser un perseguido. Me decía que pronto, algún día, Paul me exculparía oficialmente. Entre tanto, yo existía. Cada vez que mi billetera estaba casi vacía, sacaba otros dos billetes de su escondite en el escritorio. Procuraba no cambiar demasiados de ellos en el mismo lugar. Mis gastos no eran grandes. El dinero me duraría mucho tiempo. El tiempo suficiente.

Para guardar las apariencias, hice una cita con Archie Brill, fui a su oficina y hablé de divorcio. Me contestó que yo podía iniciar los trámites en unos dos años.

Cuando salí de su oficina, me detuve en un bar y me miré en el espejo detrás del mostrador. Archie me había dicho que yo no tenía muy buen aspecto. El espejo era azul. Yo parecía agotado. Rostro demacrado, ojos huecos, y las arrugas muy hondas en torno a mi boca. Por las noches solía permanecer despierto en el oscuro cuarto de huéspedes escuchando mi corazón, el violento y rápido latir salido de las botellas. Había en mi vida un vacío que no podía llenar. Lentamente giraba el mundo en el calor interminable del verano, y cada día era como el anterior y como el siguiente. Le había dicho a Irene que ya no la necesitaba más. La casa estaba polvorienta y sucia, y el pasto crecía largo y exhuberante en el patio. Tinker me telefoneó unas cuantas veces, evidentemente deseosa de que la invitara. Yo no quería verla.

Recuerdo una noche en especial. Yo estaba borracho. Y a medianoche me encontré con el teléfono en la oreja, escuchando el tono de discar, lleno de una feroz compulsión de llamar a alguien, a cualquiera, y decirle:

—Yo los maté a los dos.

Reaccioné con un largo esfuerzo estremecido, totalmente alterado por el peligro corrido. Por primera vez en mi vida comprendí la extraña compulsión de confesar.

Fui a mi dormitorio e hice algo que no había hecho desde mi niñez. Me arrodillé junto a mi lecho. Uní las manos, agaché la cabeza, cerré los ojos y traté de rezar.

—Dios, ayúdame —dije.

No hubo respuesta. Yo era un vacío arrodillado y rezándole al vacío. El piso me lastimaba las rodillas.

—¿Quién soy? —pregunté.

Y oí mi propia respuesta. Asesino. Ladrón. Libertino. Borracho.

Tendí en la cama mi vacío cuerpo y mi alma vacía, anhelando el momentáneo olvido del sueño.

Al día siguiente estuve enormemente inquieto. Anduve kilómetros y kilómetros por las habitaciones vacías y desordenadas. En la última hora de luz diurna, una breve y violenta tormenta eléctrica cayó sobre la ciudad. La observé desde las ventanas del living-room. La casa era como una sólida embarcación que avanzaba serena entre vientos de borrasca. El tiempo se despejó. La tormenta se alejó retumbando hacia el suroeste, y por un breve lapso los últimos destellos del sol convirtieron el mundo en oro. Yo tenía una extraña sensación de expectativa como si me hallara al borde de alguna gran revelación. Me vestí con sumo cuidado, salí, subí al coche y partí sin ningún destino previsto.

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