Dinero fácil

Dinero fácil


Capítulo décimo tercero

Página 16 de 18

Capítulo décimo tercero

CAPÍTULO DÉCIMO TERCERO

Aquel sitio se llamaba “La Nave a Ruedas”. Yo había estado allí antes dos veces, posiblemente tres. Estaba a unos quince kilómetros al sur de Vernon. Justo sobre el límite estadual y en territorio abierto. En las ocasiones anteriores, yo había ido con un grupo, después de alguna fiesta. Había una carretera dividida en seis fajas, y, hasta más o menos dos kilómetros a cada lado de ella, el neón chillaba en brillante delirio.

Había cabañas y bares y clubes y moteles y cines al aire libre y tiendas y merenderos y espectáculos con desnudos y moteles y tiendas de regalos y galerías de juegos mecánicos y cabarets y casinos.

La zona era una extensa costra de asfalto en el fondo del valle, y se la conocía como la Avenida Greenwood. “La Nave a Ruedas” tenía la disposición más pretensiosa: un hombre uniformado para acomodar los autos en una enorme playa de estacionamiento, un dibujo lineal en neón azul que representaba una barca de río cuya rueda a paletas giraba. El decorado repetía el tema del anuncio del nombre, con troneras, campanas de bronce y timones, mapas de navegación y luces de costado rojas y verdes, y en la sala de juegos, crupiés vestidos como tahúres del Mississippi. En Vernon se sabía bien que en aquel paraje no había juego honesto, que los bares más baratos estaban infestados de busconas. Pero como en casi todas las zonas donde se juega mucho, la nave a ruedas y los otros tres o cuatro locales principales servían bebidas abundantes y excelente comida a un precio razonable. Y engatusaban a algunos artistas casi importantes para los espectáculos de cabaret.

Entregué la camioneta al hombre de uniforme, guardé mi comprobante y entré en el bar de iluminación calculadamente tenebrosa. Había muchos parroquianos. Como yo no había tomado en todo el día otra cosa que café, el segundo martini abundante me entumeció los labios. Sentado en mi banqueta del bar, miré los pálidos hombros de las mujeres, los ávidos rostros de sus hombres. Me parecía estar sentado en una pequeña zona privada de silencio personal, donde podía escuchar todos los sonidos a un tiempo, la bulliciosa pajarera de las palabras y risas de las mujeres, el tintineo de hielo en cristal, de plata en porcelana. El chirriar de la máquina eléctrica que preparaba daiquiris. Apagado retumbar de un camión en la carretera. Entrechocar de hielo en la batidora profesional. Confusión de voces masculinas.

En la azul penumbra, el lugar estaba lleno de diminutos toques de luz. En anillos y pendientes y brazaletes y encendedores y vasos y gemelos. Los toques de luz se movían y cambiaban. Y las caras se inclinaban hacia las repentinas llamas anaranjadas de fósforos y encendedores.

El grupo que estaba a mi izquierda se trasladó al comedor cuando el jefe de mozos les dijo que su mesa estaba lista. Las banquetas junto al mostrador fueron ocupadas con rapidez. Yo pedí la tercera copa.

La voz a mi izquierda dijo:

—¿Alguna vez vio esto?

Me volví y lo miré. Era joven y corpulento, con una chaqueta de lino gris, una camisa sport azul abierta en el cuello. Tenía cabello rubio cortado a la prusiana, rostro carnoso, ojos pequeños. Parecía un jugador propuesto recientemente para la selección nacional después de tres años de gira y diez mil tragos. Sospeché que si la luz hubiese sido mejor, habría podido ver las venitas rotas en su nariz y mejillas.

—¿Si vi qué? —pregunte. Él tenía la mano cerrada.

—Aquí tengo una mosca. Una mosca de alta categoría. La única clase que se puede atrapar en un garito como este. Ahora fíjese.

Tenía el vaso con agua que le habían servido con su trago puro. Estaba a medio llenar. Puso la mano sobre la parte superior del vaso. La mosca viva bajó volando al agua. Se quedó zumbando encima. Con una varilla, el desconocido la empujó abajo. Pronto la mosca cesó en sus movimientos.

—¿Me sigue? —preguntó.

—¿Y qué? Atrapó una mosca y la ahogó. Lo felicito.

—¿Qué pasa ahora si se queda allí diez minutos, bajo el agua? Le pregunto eso: ¿está muerta?

—Pues claro que está muerta.

Miró su reloj.

—Son las ocho y diez. La sacaré a las y veinte. Usted dice que estará muerta.

—Ya está muerta.

Sacó su cartera, eligió un billete de veinte dólares y lo puso en el mostrador.

—Yo digo que estará viva.

—¿Esa mosca estará viva?

—Y se irá volando.

—Nada de juego de palabras, amigo. Nada de moscas sustitutas.

—¿Cómo demonios podría hacer eso? No, no es broma. Esa mosca se irá volando, compadre.

Puse mis veinte dólares sobre los suyos. Cuando transcurrieron unos ocho minutos, él pidió al mozo más cercano un salero. Transcurridos los diez minutos, sacó a la mosca con la varilla y la puso en el mostrador. Encendió un fósforo para que pudiésemos verla mejor; era una informe burbuja negra.

—¿Está muerta?

—Claro que sí.

—No agarre el dinero —dijo él. Cubrió a la mosca con un montículo de sal hasta dejarla totalmente oculta—. Ahora no la pierda de vista.

Observé con atención el montículo de sal. No ocurría nada. El desconocido pidió otra copa con un vaso de agua. Yo bebía lentamente mi martini. De pronto la superficie del montículo de sal se agitó. Después la sal se esparció con una diminuta explosión cuando la mosca salió volando repentinamente. El desconocido recogió el dinero y lo metió en su billetera.

—Eso lo aprendí en San Antone, hace dos años —dijo—. Debo haber ganado más de mil quinientos dólares. Lo invito a una copa.

—Está bien. Me ganó en buena ley. ¡Vaya, que me cuelguen…!

—La sal las seca rápido. Quince minutos es demasiado. Me llamo Roy Macksie.

—Jerry Jamison.

Nos dimos la mano. Él arrancó seis fósforos de papel y los puso en el mostrador.

—Cinco dólares a que no puede disponer estos fósforos de modo que formen cuatro triángulos equiláteros.

—No, gracias.

—Con eso también se gana dinero, Jerry.

Seguimos conversando. Él dijo que vendía equipo pesado para construcción. El segundo sorbo de la quinta copa me provocó arcadas. Dije que tenía que comer o me caería redondo.

—También yo tengo hambre —respondió él—, pero no comamos aquí. Un poco más lejos hay un lugar donde sirven un bistec excelente. ¿De acuerdo?

—De acuerdo, Roy.

Recibimos el vuelto, dejamos propina en el mostrador y salimos a la deliciosa noche. Yo iba adelante suyo. Había una entrada entoldada y dos escalones bajos. Algo duro y amenazante se me clavó en la espalda.

—Ahora, Jerry, baje los escalones y siga derecho hasta el cordón. El hombre uniformado estaba a tres metros de distancia.

—Sus comprobantes, caballeros —dijo.

—Volveremos más tarde —respondió Maxie.

—Oiga, ¿qué pasa? —dije yo.

—Derecho hasta el cordón. Quiero presentarle algunos amigos. Queremos hablar acerca de Vince.

Seguí caminando. Sabía que mis reflejos estaban embotados. Podía recordar muchas cosas que se me había enseñado tiempo atrás, pero supuse que él había aprendido en la misma escuela porque el duro metal no volvió a tocarme la espalda. Llegué al cordón. La circulación de vehículos era densa. Cuando hubo una brecha en ella, no me adelanté a su orden. Esperé a que me volviese a empujar. En cuanto lo hizo, me eché atrás contra la boca del arma para mantener el contacto con él, y al mismo tiempo giré hacia mi izquierda, moviendo el brazo derecho en un duro arco, con los dedos abiertos, calculando el nivel de su garganta. Resultó con una perfección que yo no había esperado. Le di un hachazo debajo mismo de la mandíbula con el filo de la mano. No se tambaleó ni trastabilló. Cayó como un títere enorme cuando se le cortan las cuerdas; los pies entre la hierba, el vientre sobre el cordón, la cara chasqueando contra el asfalto con un sonido carnoso, la mano derecha todavía en el bolsillo de la chaqueta de lino. Los vehículos cercanos pasaron zumbando y vi los rostros, pálidos óvalos vueltos para contemplar la escena junto al camino. Permanecí un momento inmóvil, indeciso en cuanto a qué hacer luego. Y vi dos hombre que venían hacia mí velozmente cruzando las fajas más lejanas entre el espectral resplandor amarillo de las luces de vapor de sodio. Los detuvo el tránsito del lado mío. Me di vuelta y eché a correr. Corrí siguiendo el borde de la carretera hacia los faros que se aproximaban, haciendo con los pies un chapoteo correoso sobre el pavimento. Tuve la sensación de ir flotando sin esfuerzo, veloz como el viento.

Hasta que tropecé, estuve a punto de caer, oí el boqueo desigual de mi respiración y empecé a sentir el apretón de dolor en mi costado izquierdo. Miré atrás, no vi a nadie y eché a andar rápidamente hacia un revoltijo de luces desorientadoras más adelante.

Casi todos los negocios daban frente a la carretera. Había un hueco entre un bar y una tienda a oscuras. Se lo había convertido en la entrada de un parque de diversiones instalado en el ancho terreno situado detrás de los negocios, junto a la avenida. Me interné en el denso tránsito peatonal que se desplazaba lentamente de un lado a otro por la pequeña calle central. Ristra de luces y brillante resplandor de lámparas de gasolina. Apagado bramar de generadores compitiendo con música de metales, con las jactancias y zalamerías amplificadas de los anunciantes, y el discordante tronar de las atracciones. Aserrín y sudor y algodón dulce y tres bolas por una moneda, no puede usted perder, y las perezosas y húmedas caderas jóvenes bajo las faldas de algodón, y bebés dormidos con las cabezas oscilando sobre los hombros de jóvenes maridos, y pandillas de adolescentes merodeando, y el chasquido de los rifles sujetos matando patos de madera balsa. Avancé a la misma velocidad de ellos entre hedores de cerveza, perfume, sudor, entre las borrosas luces, frente al reposo y la gritería, sobre agotadas piernas, con el costado izquierdo lleno de cuchillos.

Me escabullí del gentío hasta un rincón tranquilo donde pudiera detenerme de espaldas hacia la ilusión de seguridad que me brindaba la lona tirante y gastada, y miré en la dirección por donde había venido; miré hacia la chillona arcada temporaria, esperándolos. Recordé su aspecto al acercarse cruzando la carretera, veloces y negros bajo el venenoso amarillo de las luces, tan irreales como Dick Tracy. Y en la misma derechura, su aire decidido era lo mismo que yo había visto frente a la terminal aérea cuando habían ido hacia Vince y Zaragosa. Me pregunté si serían los mismos. El sudor comenzó a secarse. La respiración se tornó más lenta. Mis piernas ya no temblaban tanto. Encendí un cigarrillo. Y observé.

La muchacha apareció de pronto a mi lado. No la había visto acercarse a mí. Pantalones rojos de torero, tobillos sucios, cabello decolorado duro y blanco. Boca pintada en forma de cuadrado. Grandes pechos hinchando una blusa de raso blanco. Ancho rostro paciente y expertos ojos bovinos. Diecisiete años o treinta, o cualquier cosa en medio. Cartera roja con lentejuelas, muchas ausentes.

—Parece que nos dejaron plantados a los dos, ¿eh? —dijo con voz profunda y áspera.

—Tal vez —respondí. Ellos buscarían a un hombre solo.

—Me llamo Bobbie.

—Hola, Bobbie. Yo soy Joe.

—Hola, Joe.

Nos sopesamos y estudiamos uno al otro por aquel eterno instante, aquel antiguo reconocerse. Lo que pasa por orgullo había sido apaciguado por el trillado gambito del acercamiento.

—Tengo un remolque —dijo ella.

—Eso es bueno. Viene bien.

Ella había observado mis ropas, mis zapatos.

—Veinticinco dólares.

—Está bien.

—Me gusta alguien que no trata de discutir y regatear el precio.

Habría querido decirle que había algo vivificante en semejante franqueza después de Tinker y Mandy. Fui con ella. Había encontrado mi mano y caminamos tomados de las manos. Cuando llegamos a un sitio angosto, ella se adelantó, ondulando exageradamente las carnosas caderas en la ajustada tela roja. Alejándonos de las luces, llegamos a una zona apartada, entre sogas, estacas y cables. Sentados en torno a un cajón de embalar, varios hombres jugaban a los naipes a la áspera luz blanca de una lámpara de gasolina.

Cuando pasamos cerca, uno de ellos, con voz lenta, profunda y digna, dijo:

—Buenas noches, Bobbie.

—Que tal, Andy —respondió ella.

Ellos siguieron con su partida de naipes. Sin gritos de burla ni silbidos. A cada uno su propia función y ocupación.

Los remolques estaban apiñados a cincuenta metros de distancia. En algunos de ellos había luces. Oí la voz de chacal de un comediante, y luego el prolongado estruendo de aplausos y risas en un estudio de televisión. El remolque de Bobbie era de aluminio, pequeño y gastado de tanto rodar caminos. Estaba desenganchado. Junto a él se hallaba estacionado un automóvil gris. Ella golpeó la puerta, escuchó el silencio y después lo abrió, encendió una luz; una bombilla grande en una lámpara de color anaranjado vivo. Era como estar adentro de una rosada calabaza. Cuando entramos, ella corrió el cerrojo de la puerta y acomodó las persianas para dejar afuera toda la oscuridad de la noche.

—Ponte cómodo, Joe. Tenemos un poco de whisky. ¿Quieres un trago?

—No, gracias. Ya he tomado todo lo que puedo aguantar.

—Pues no lo pareces. ¿Te importa si me preparo uno?

—Hazlo nomás.

Me senté en la única silla, que era pequeña e incómoda. Ella se arrodilló frente a la diminuta cocina, puso dos cubos de hielo en un vaso de plástico verde, echó whisky generosamente, llevó su vaso al camastro y se sentó en él, frente a mí.

—Salud —dijo. Bebió, suspiró y agregó—: Este me hacía falta.

—¿Tú conduces llevando este remolque de un lado a otro?

—No me dejan conducir. Siempre me dicen que soy una pésima conductora. Me refiero a Charlie y Carol Ann. Charlie es el amigo de Carol Ann. Es dueño del Látigo y la Oruga. Te digo que son los únicos amigos sinceros que he tenido en mi vida. Han sido sensacionales conmigo. Como nadie se queda con una parte de lo que gano, puedo elegir. No querría traer aquí ningún atorrante, tú me entiendes. Nada de violencia. Te diré que me gustó tu aspecto.

—Claro. Gracias.

—No es nada. —Dejó aparte el vaso vacío, bostezó y empezó a desabrocharse la blusa—. ¿Quieres que dejemos la luz encendida?

—Espera, Bobbie. No es eso lo que tengo pensado.

Se puso tensa y sus ojos se volvieron duros y suspicaces.

—¿Y qué demonios tienes pensado? No me ocupo de especialidades, don.

Saqué mi billetera. Encontré uno de cinco y otro de veinte y se los ofrecí. Ella los tomó diciendo:

—¿Y ahora qué?

Todavía desconfiaba, Yo saqué el comprobante de mi automóvil.

—Quiero que me hagas un favor. Te daré veinte dólares más.

—¿Qué te propones?

—¿Conoces la “Nave a Ruedas”?

—Claro. Está camino abajo. Nunca estuve allí.

—He estado tratando de alejarme de ciertas personas que me estaban molestando. No quiero encontrarme con ellas. Quiero que lleves este comprobante al portero y pidas mi coche. Te daré una descripción completa de él y el número de patente. Es probable que te lo pregunte. Dile que el dueño está enfermo y te envió en busca de su coche. Te lo entregará. Dale este dólar. Luego trae el coche aquí.

—¿Es un coche robado?

—No.

—Muéstrame el registro —dijo.

Lo saqué de la billetera y se lo entregué.

—¿Eres Jerome Jamison? —preguntó.

—Sí.

—¿En qué clase de problemas puedo meterme en este asunto?

—Ningún problema. Simplemente quiero alejarme de esas personas.

—¿Acaso no reconocerán tu coche?

—Fíjate a ver si te siguen. Si es así, no vengas aquí con él. Déjalo en el terreno frente al parque de diversiones, vuelve por la calle central y tráeme las llaves del coche.

Lo volvió a pensar y sacudió la cabeza.

—No lo haré. Por veinte dólares, no.

—¿Por cuánto lo harás?

—Lo haré por cincuenta dólares.

—¿Qué te hace pensar que vale cincuenta dólares?

—Supongo, nomás.

Saqué dos billetes más de veinte y uno de diez. Se los entregué. Ella guardó el dinero y dijo:

—Bueno, está bien, amigo. Sólo que mejor me visto de otro modo para ir a la entrada de ese garito, ¿no te parece?

—Tal vez así sea más fácil.

—Tengo un traje que puedo ponerme, —abrió la estrechísima puerta de un minúsculo ropero, sacó un traje azul oscuro colgado de una percha y lo extendió sobre la cama. Tan pequeño era el remolque que de haber tendido la mano podía haberla tocado mientras ella, dándome la espalda, bajaba el cierre de los rojos pantalones de torero y se los sacaba. Se dio vuelta y se sentó en la cama para quitárselos de las piernas. Cuando se puso la falda, se la ajustó y abrochó, dijo:

—¿Seguro que esto no tiene nada que ver con la policía?

—Estoy seguro.

Metió la blusa de raso bajo la cintura de la falda, se puso la chaqueta y se dio o tres rápidas palmadas en el cabello.

—¿Qué tal?

—Perfecto —salí con ella en la noche—. ¿De qué dirección vendrás, Bobbie?

—De por allá. Tendrás que dar toda la vuelta por detrás y pasar por sobre las vías del ferrocarril.

—Estaré esperando —respondí.

La vi alejarse. La noche se la tragó. Luego reapareció en las luces del parque de diversiones, caminando rápido en su traje azul. Cinco minutos de caminata hasta “La Nave a Ruedas”. Tres minutos para conseguir el coche. Cinco minutos para volver con él. Sin duda no más de quince minutos si todo iba sin tropiezos.

Abrí la puerta del remolque y apagué la luz anaranjada. Cerré y me apoyé en el costado del remolque. Encendí un cigarrillo. La distancia suavizaba el fragor y el estruendo del parque de diversiones. El cielo estaba despejado, brillaban las estrellas. Dos mujeres con voces de sierras para cortar metal disputaban en un remolque cercano. Tú dijiste que lo hiciste. Nunca dije que lo hice. No estabas escuchando o algo así. Bien sabes que te oí decir que lo hiciste. ¡Oh, cállate de una vez! No quiero callarme. Te oí decir a Pete que tú lo hiciste. Yo nunca le dije nada a Pete.

Después de que transcurrieron unos diez minutos, me aparté del remolque, tiré lejos la colilla y me trasladé a las sombras más profundas junto a un destartalado camión.

Las luces de los faros aparecieron repentinamente cuando el coche llegó cruzando las vías del tren. Se desplazaba lentamente por el campo abierto hacia el remolque. Vi que era mi camioneta. Pero quería asegurarme de que no lo seguía ningún otro vehículo. Se detuvo a quince metros de mí, junto al remolque de Bobbie. Ella dejó los faros encendidos y el motor en marcha y bajó.

En el preciso momento en que yo empezaba a moverme hacia ella, se volvió diciendo:

—Les dije que él dijo que esperaría aquí mismo.

—¡Shhhh!

Me volví para alejarme lo más rápido y silenciosamente posible. Tropecé y caí de cabeza, con estruendo, entre un montón de metal. Gateando, me puse de pie. Oí pasos a la carrera que se acercaban a mí. Traté de esquivar, pero alguien chocó conmigo y los dos caímos sobre el abundante pasto. Traté de golpearlo, le acerté una vez y luego sentí un fuerte impacto en la cabeza, justo detrás de la oreja. Destelló tras mis ojos como un relámpago cercano. No perdí totalmente el sentido. Percibí que me ponían de pie. Supe que había uno a cada lado mío, que mis dos muñecas estaban dolorosamente trabadas contra la base de mi espalda. Podía caminar de modo esponjoso.

Luego llegamos junto a mi camioneta. Contra el remolque de aluminio, los faros despedían un resplandor reflejado. Bobbie dijo:

—¿Qué le están haciendo? ¿Qué le van a hacer? No dijeron que iban a…

Y una sombra confusa se movió rápida y salvajemente, y oí el húmedo rugir del golpe en el rostro de ella, la vi correr hacia atrás hasta dar contra el costado del remolque y caer. Y la oí empezar a gimotear con un desvalido sonido animal. Traté de zafarme de ellos de un tirón, pero me sujetaban sin esfuerzo. El primer golpe me había debilitado.

—Dalo vuelta un poco. Así. Un momento.

La pared lateral de mi cabeza tambaleó y se derrumbó sobre sí misma con un prolongado estruendo retumbante que apagó todas las luces del mundo.

Ir a la siguiente página

Report Page